II. CASI UNA RUINA

El hombre de las manos vendadas llevaba más de cuatro meses en un hospital de Roma, cuando por casualidad oyó hablar del paciente quemado y la enfermera, oyó el nombre de ésta. Al llegar al portal, dio media vuelta y volvió hasta el grupo de médicos por delante del cual acababa de pasar para averiguar el paradero de aquella muchacha. Llevaba mucho tiempo allí recuperándose y lo tenían por asocial. Pero ahora les habló, les preguntó por la persona de ese nombre, cosa que les sorprendió. Hasta aquel momento no había pronunciado palabra, sino que se comunicaba por señas y muecas y de vez en cuando una sonrisa. No había revelado nada, ni siquiera su nombre, se había limitado a escribir su número de identificación, prueba de que había combatido con los Aliados.

Habían verificado su filiación y los mensajes llegados de Londres la habían confirmado. Tenía un cúmulo de cicatrices en el cuerpo, conque los médicos habían vuelto a reconocerlo y habían asentido con la cabeza ante las vendas. Al fin y al cabo, era una celebridad que quería guardar silencio, un héroe de guerra.

Así se sentía de lo más seguro, sin revelar nada, ya se acercaran a él con ternura, subterfugios o cuchillos. Por más de cuatro meses no había dicho ni una palabra. Cuando lo habían llevado ante ellos y le habían dado dosis periódicas de morfina para calmarle el dolor de las manos, era un gran animal, casi una ruina. Se sentaba en un sillón en la obscuridad y contemplaba el flujo y reflujo de pacientes y enfermeras que entraban y salían de los pabellones y los depósitos.

Pero ahora, al pasar ante el grupo de doctores en el vestíbulo, oyó el nombre de aquella mujer, aminoró el paso, se volvió, se acercó a ellos y les preguntó en qué hospital trabajaba. Le dijeron que en un antiguo convento, ocupado por los alemanes y convertido en hospital después de que los Aliados lo hubieran asediado, en las colinas al norte de Florencia. Sólo una pequeña parte había sobrevivido a los bombardeos. Carecía de seguridad. Había sido un simple hospital de campaña provisional. Pero la enfermera y el paciente se habían negado a marcharse.

¿Por qué no les obligaron a hacerlo?

La enfermera decía que aquel hombre estaba demasiado enfermo para trasladarlo. Desde luego, podríamos haberlo traído aquí sin riesgos, pero en estos tiempos no podemos ponernos a discutir. Ella tampoco estaba para muchos trotes.

¿Está herida?

No. Supongo que algo traumatizada por los bombardeos. Deberían haberla devuelto a su casa. El problema es que aquí ya se ha acabado la guerra. Ya no se puede conseguir que nadie haga nada. Los pacientes se marchan de los hospitales. Los soldados desertan antes de que los envíen de vuelta a casa.

¿Qué villa?, preguntó.

Una que, según dicen, tiene un fantasma en el jardín: San Girolamo. En fin, la muchacha tiene su propio fantasma: un paciente quemado. Tiene cara, pero resulta irreconocible. No le queda ningún nervio activo. Aunque le pasen una cerilla por la cara, no se le dibuja expresión alguna. Tiene el rostro insensibilizado.

¿Quién es?, preguntó.

No sabemos cómo se llama.

¿Se niega a hablar?

El grupo de médicos se echó a reír. No, sí que habla, no para de hablar, pero es que no sabe quién es.

¿De dónde procede?

Los beduinos lo llevaron al oasis de Siwa. Después estuvo un tiempo en Pisa y luego… Es probable que uno de esos árabes lleve puesto el marbete con su nombre. Tal vez lo venda y algún día lo recuperaremos o puede que nunca lo venda. Para ellos son valiosos amuletos. Ningún piloto que cae en el desierto regresa con su chapa de identificación. Ahora está alojado en una villa toscana y la muchacha se niega a abandonarlo. Se niega pura y simplemente. Los Aliados alojaron a cien pacientes en ella. Antes la habían ocupado los alemanes con un pequeño ejército, su último baluarte. Algunas habitaciones están pintadas, cada una con una estación diferente. Cerca de la villa hay una quebrada. Queda a unos treinta kilómetros de Florencia, en las colinas. Necesitará usted un permiso, desde luego. Probablemente podemos conseguir que alguien lo lleve en un vehículo hasta allí. Aún está espantoso todo aquello: ganado muerto, caballos sacrificados a tiros y medio devorados, gente colgada por los pies en los puentes. Los últimos horrores de la guerra. No hay la menor seguridad. Aún no han ido los zapadores a limpiar la zona. Los alemanes fueron enterrando e instalando minas a medida que se retiraban. Un lugar espantoso para un hospital. Lo peor es la fetidez de los muertos. Necesitamos una buena nevada para limpiar este país. Necesitamos la labor de los cuervos.

Gracias.

Salió del hospital al sol, al aire libre, por primera vez desde hacía meses, dejando tras sí las vitreoverdosas habitaciones que tenía como alojadas en la cabeza. Se quedó ahí aspirándolo todo, el ajetreo de todo el mundo. Primero, pensó, necesito zapatos con suela de goma y también un gelato.


En el tren, bamboleándose de acá para allá, le resultó difícil conciliar el sueño. Los demás viajeros del compartimento no cesaban de fumar. Se golpeaba con la sien en el marco de la ventana. Todo el mundo iba vestido de negro y el vagón parecía arder con todos los cigarrillos encendidos. Observó que, siempre que el tren pasaba ante un cementerio, todos los viajeros de su compartimento se santiguaban. Ella, tampoco está, para muchos trotes.

Gelato para las amígdalas, recordó. En cierta ocasión había acompañado a una niña a la que iban a extirpar las amígdalas, y a su padre. Tras echar un vistazo a la sala llena de niños, se negó de plano. Aquella niña, la más dócil y afable que cabía imaginar, se volvió de repente como una roca de firmeza en su negativa, inflexible. Nadie le iba a arrancar nada de la garganta, aunque la ciencia así lo aconsejara. Viviría con ello, fuera cual fuese su aspecto. Él seguía sin saber lo que eran las amígdalas.

Qué extraño, pensó, en ningún momento me tocaron la cabeza. Los peores momentos fueron cuando se puso a imaginar qué le harían, qué le cortarían. En aquellos momentos siempre pensaba en la cabeza.


Una carrerita en el techo, como de ratón.

Apareció con su equipaje en el extremo del pasillo. Dejó la bolsa en el suelo y agitó los brazos por entre la obscuridad y las zonas iluminadas por la luz de las velas. Cuando se acercó a ella, no se oyeron ruidosas pisadas ni sonido alguno en el suelo y eso le sorprendió, le resultó en cierto modo familiar y reconfortante que se acercara así, en silencio, a la intimidad en que se encontraba con el paciente inglés.

Las lámparas del largo pasillo, cuando pasaba ante ellas, proyectaban su sombra por delante de él. La muchacha subió la mecha del quinqué, con lo que aumentó el diámetro de luz a su alrededor. Estaba sentada, inmóvil y con el libro en el regazo, cuando él se acercó y se acuclilló a su lado, como si fuera un tío suyo.


«Dime qué son las amígdalas.»

Ella lo miraba fijamente.

«Todavía recuerdo cómo saliste disparada del hospital y seguida por dos adultos.»

Ella asintió con la cabeza.

«¿Está tu paciente ahí? ¿Puedo entrar?»

Negó con la cabeza y no se detuvo hasta que él volvió a hablar.

«Entonces, mañana lo veré. Dime tan sólo dónde puedo instalarme. No necesito sábanas. ¿Hay una cocina aquí? He hecho un viaje muy extraño para encontrarte.»

Cuando él se hubo marchado por el pasillo, la muchacha volvió temblando hasta la mesa y se sentó. Necesitaba aquella mesa, aquel libro a medio acabar para serenarse. Un hombre, un conocido suyo, había hecho todo el viaje en tren y había caminado pendiente arriba los seis kilómetros desde el pueblo y por el pasillo hasta aquella mesa tan sólo para verla. Unos minutos después, fue a la habitación del inglés y se quedó ahí, mirándolo. Por entre el follaje de las paredes se veía la luz de la luna. Era la única luz que hacía parecer convincente el trampantojo. Podía, enteramente, arrancar aquella flor y ponérsela en el vestido.

El hombre llamado Caravaggio abrió todas las ventanas del cuarto para poder oír los sonidos de la noche. Se desvistió, se pasó con suavidad las palmas de las manos por el cuello y se quedó un rato tumbado en la cama deshecha. Oyó los árboles, vio los reflejos de la luna como pececillos plateados que saltaban sobre las hojas de los ásteres.

La luna lo cubría como una piel, como un haz de agua. Una hora después, estaba en el tejado de la villa. Desde allí arriba veía las partes bombardeadas a lo largo del declive formado por los tejados, la hectárea de jardines y huertos destruidos junto a la villa. Contemplaba el lugar en que se encontraban, en Italia.


Por la mañana, junto a la fuente, probaron, cautos, a hablar.

«Ahora que estás en Italia, deberías aprender más cosas sobre Verdi.»

«¿Cómo?» Ella levantó la vista de las sábanas que estaba lavando en la fuente.

Se lo recordó. «Una vez me dijiste que estabas enamorada de él.»

Hana inclinó la cabeza, violenta.

Caravaggio dio una vuelta, miró el edificio por primera vez, se asomó al jardín desde el pórtico.

«Sí, lo adorabas. Nos volvías locos a todos con tus nuevas informaciones sobre Giuseppe. ¡Qué hombre! El mejor en todos los sentidos, según decías. Teníamos que darte la razón todos, dársela a aquella engreída muchacha de dieciséis años.»

«Me gustaría saber qué ha sido de ella.» Extendió la sábana lavada por el borde de la fuente.

«Tenías una voluntad indomable.»

Hana caminó por las losas, en cuyos intersticios crecía la hierba. El le miró los pies enfundados en medias negras, el fino vestido carmelita. Ella se inclinó sobre la barandilla.

«En efecto, creo que vine aquí impulsada, debo reconocerlo, por una idea, la de Verdi. Y, además, tú, claro, te habías marchado y mi padre se había ido a la guerra… Mira los halcones. Vienen todas las mañanas. Aquí todo lo demás está averiado y destrozado. La única agua corriente en toda la villa es la de esta fuente. Los Aliados desmontaron las cañerías cuando se marcharon. Pensaron que así me obligarían a marcharme.»

«Deberías haberlo hecho. Aún tienen que limpiar esta región. Hay bombas sin detonar por todas partes.» Ella se le acercó y le puso los dedos en los labios. «Me alegro de verte, Caravaggio. A ti y a nadie más. No vayas a decirme que has venido para intentar convencerme de que debo marcharme.»

«Quisiera encontrar una taberna con un Wurhtzer y beber sin que estallara una puta bomba, oír cantar a Frank Sinatra. Tenemos que conseguir música», dijo él. «A tu paciente le sentará bien.» «Aún está en África.»

El la miró, esperó que dijera algo más, pero no había nada más que decir sobre el paciente inglés. Murmuró. «A algunos ingleses les gusta África. Una parte de su cerebro refleja el desierto precisamente, conque no se sienten extraños en él.»

La veía asentir con un ligero movimiento de la cabeza. Su cara era delgada y llevaba el pelo corto; había perdido la máscara y el misterio que le infundía su larga cabellera. Ahora bien, parecía tranquila en aquel universo suyo: la fuente que gorgoteaba ahí detrás, los halcones, el jardín asolado de la villa.

Tal vez sea ésa la forma de recuperarse de una guerra, pensó él. Un hombre quemado al que cuidar, unas sábanas que lavar en una fuente, una habitación pintada como un jardín. Como si todo lo que queda fuera una cápsula del pasado, mucho antes de Verdi: los Médicis contemplando, de noche y con una vela en la mano, una barandilla o una ventana delante de un arquitecto -el mejor del siglo xv- invitado, de quien desean algo más satisfactorio para enmarcar esa vista.

«Si te quedas, vamos a necesitar más comida. He plantado verduras y tenemos un saco de alubias, pero necesitamos gallinas», dijo ella con la vista puesta en Caravaggio y aludiendo a su arte del pasado.

«Ya no me atrevo», dijo él.

«Entonces, yo te acompaño», se ofreció Hana. «Lo hacemos juntos. Tú me enseñas a robar, me muestras lo que hay que hacer.»

«No me has entendido. He perdido el valor.»

«¿Por qué?»

«Me atraparon. Estuvieron a punto de cortarme estas puñeteras manos.»


Algunas noches, cuando el paciente inglés estaba dormido o incluso después de haber estado un rato leyendo sola junto a su puerta, iba a buscar a Caravaggio. Estaba en el jardín, tumbado junto al borde de la fuente y mirando las estrellas, o se lo encontraba en una de las terrazas inferiores. Con aquel clima de comienzos del verano le resultaba difícil quedarse dentro de la casa por la noche. Pasaba la mayor parte del tiempo en el tejado junto a la chimenea rota, pero, cuando veía la figura de ella cruzar la terraza en su busca, bajaba sin hacer ruido. Ella lo encontraba cerca de la estatua decapitada de un conde, sobre cuyo cuello truncado solía sentarse uno de los gatos del lugar, solemne y complacido cuando aparecían seres humanos. La hacía pensar siempre que había sido ella quien lo había encontrado, a aquel hombre que conocía la obscuridad, el que, cuando se emborrachaba, solía decir que se había criado en una familia de lechuzas.

Ellos dos en un promontorio, Florencia y sus luces a lo lejos. A veces le parecía exaltado o bien demasiado sereno. De día observaba mejor cómo se movía, observaba los rígidos brazos sobre las manos vendadas, cómo giraba todo su cuerpo y no sólo el cuello, cuando ella señalaba algo en lo alto de la colina. Pero no le había dicho nada al respecto.

«Mi paciente cree que con el hueso de pavo real pulverizado se logran curaciones maravillosas.» Él levantó la vista hacia el cielo nocturno. «Sí.» «Entonces, ¿fuiste espía?» «No exactamente.»

Se sentía más cómodo, menos reconocible por ella en el jardín a obscuras, hasta el que bajaba muy tenue, desde el cuarto del paciente, la lucecita de un quinqué. «A veces nos enviaban a robar. Allí me tenían, italiano y ladrón. No acababan de creerse su buena suerte, perdían el culo para aprovechar mi arte. Eramos cuatro o cinco. Por un tiempo me fue bien. Hasta que un día me hicieron una foto fortuita. ¿Te imaginas?

»Por una vez me había vestido de esmoquin para entrar en aquella fiesta y robar unos documentos. La verdad es que seguía siendo un ladrón, no un gran patriota, un gran héroe. Simplemente habían conferido carácter oficial a mi arte, pero una de las mujeres había llevado una cámara y, mientras tomaba instantáneas de los oficiales alemanes, me retrató, con un pie en el aire, cuando cruzaba el salón de baile (con un pie en el aire y la cara, que había girado al oír el disparador, mirando a la cámara), conque de pronto el futuro se presentaba cargado de peligros. Era la amante de un general.»Todas las fotografías tomadas durante la guerra se revelaban en laboratorios oficiales, inspeccionados por la Gestapo, conque allí iba a aparecer yo, que, evidentemente, no formaba parte de la lista de invitados, y un oficial me iba a archivar, cuando la película llegara al laboratorio de Milán. Tenía, pues, que intentar robar aquella película de algún modo.»

Hana miró al paciente inglés, cuyo cuerpo dormido probablemente estuviera a kilómetros de distancia, en el desierto, recibiendo el tratamiento de un hombre que seguía metiendo los dedos en el tazón formado por las plantas juntas de sus pies y después se inclinaba hacia adelante y untaba la quemada cara con aquella pasta obscura. Ella se imaginó el peso de la mano en su propia mejilla.

Recorrió el pasillo y se subió a la hamaca, que, en cuanto ella abandonaba el suelo, se balanceaba.

Justo antes de dormirse era cuando se sentía más viva: saltaba de un retazo de la jornada a otro, se llevaba a la cama cada uno de los momentos, como un niño los textos escolares y los lápices. El día no parecía tener orden hasta aquel momento, que era como un libro mayor para ella, para su cuerpo lleno de historias y situaciones. Caravaggio, por ejemplo, le había dado algo: su motivo, un drama, y una imagen robada.


Abandonó la fiesta en un coche, que crujía sobre la grava de la senda, suavemente curvada, por la que se salía de la mansión y zumbaba tan sereno como la noche estival. Había pasado el resto de la velada en la Villa Cosima sin apartar la vista de la fotógrafa y dándole la espalda, siempre que levantaba la cámara para fotografiar a alguien junto a él. Ahora que sabía de su existencia, podía eludirla. Se mantenía a poca distancia para captar sus conversaciones: se llamaba Anna y era amante de un oficial que iba a pasar la noche en la villa y por la mañana viajaría hacia el Norte pasando por la Toscana. La muerte de aquella mujer o su desaparición repentina habría levantado sospechas al instante. En aquellos días se investigaba todo lo que resultara fuera de lo común.

Cuatro horas después, corría por la hierba en calcetines con su sombra -voluta pintada por la luna- debajo. Se detuvo en la senda de grava y avanzó despacio por ella. Alzó la vista para contemplar la Villa Cosima, las lunas cuadrangulares de las ventanas: un palacio de guerreras.

Los chorros de luz que lanzaban -como agua una manguera- los faros de un coche iluminaron la alcoba en la que se encontraba y se detuvo -con un pie en el aire una vez más- al ver los ojos de la misma mujer clavados en él, mientras un hombre se movía encima de ella y le pasaba los dedos por entre la rubia cabellera. Y sabía que ella lo había visto: aunque ahora estuviese desnudo, era el mismo hombre que había fotografiado antes en la multitudinaria fiesta, pues el azar había querido que ahora se encontrara en la misma posición, volviéndose hacia la luz que había revelado por sorpresa su cuerpo en la obscuridad. Las luces del coche barrieron la alcoba hasta el ángulo y desaparecieron.

Después, la obscuridad. No sabía si moverse, si ella susurraría al hombre que la estaba follando la presencia de una persona en la alcoba: un ladrón desnudo, un asesino desnudo. ¿Debía avanzar -con las manos listas para estrangular- hacia la pareja que estaba en la cama? Oyó al hombre, que seguía entregado al amor, oyó el silencio de la mujer -ni un susurro-, la oyó recapitular, con los ojos clavados en él a obscuras, o, mejor dicho, capitular. La cabeza de Caravaggio se sumió en la reflexión sobre la carga de significado que entraña la simple supresión de una sílaba. Las palabras son, como le dijo un amigo, delicadas, mucho más delicadas que violines. Recordó la rubia cabellera de la mujer, recogida en una cinta negra.

Oyó girar el coche y esperó a que reapareciera la luz por otro instante. La mirada que surgió de la obscuridad seguía clavada en él como una flecha. La luz bajó de su cara al cuerpo del general, a la alfombra, y después tocó a Caravaggio y resbaló por su cuerpo una vez más. El ya no podía verla. Movió la cabeza y después remedó con gestos su propio degüello. Tenía la cámara en la mano para que ella entendiera. Luego volvió a quedar sumido en la sombra. Oyó un gemido de placer destinado a su amante y supo que era la conformidad para con él -sin palabras, sin asomo de ironía, un simple contrato con él, el morse del entendimiento-, conque ya sabía que podía salir sin miedo al mirador y desaparecer en la noche.


Encontrar la alcoba de la mujer había sido más difícil. Había entrado en la villa y había pasado en silenció ante los murales medio en penumbra del siglo XVII que decoraban los pasillos. En algún sitio debía del haber alcobas, como bolsillos obscuros en un traje dorado. La única forma de pasar por delante de los guardias era mostrarse como un cándido. Se había desnudado por entero y había dejado la ropa en una era de flores.

Subió desnudo las escaleras hasta el segundo piso, donde estaban los guardias, riéndose, doblado en dos, de un asunto secreto, con lo que la cabeza le caía a la altura de la cadera, insinuando a los guardias su invitación nocturna: ¿era al fresco? ¿O seducción a cappella?

Un largo pasillo en el tercer piso, un guardia junto a la escalera y otro en el extremo, a veinte metros, demasiados, de distancia. Era, por tanto, una larga caminata teatral la que Caravaggio debía representar ahora, ante la mirada suspicaz y desdeñosa de los dos guardias, hieráticos y mudos como cariátides, la caminata en peIota viva, haciendo un alto ante una sección del mural para contemplar, curioso, un borrico representado en un huerto. Reclinó la cabeza contra la pared, como si fuera a caerse de sueño, y después volvió a caminar, tropezó y al instante se irguió y adoptó paso militar. La mano izquierda, libre, se alzó hacia los querubines del techo, con el culo al aire como él -saludo de un ladrón, breve vals-, mientras desfilaban ante él retazos de la escena representada en el mural -castillos, duomos blancos y negros, santos extáticos- en aquel martes de guerra, para salvar el disfraz y la vida. Caravaggio había salido de parranda para buscar su propia fotografía.

Se dio palmadas en el desnudo pecho como buscándose el salvoconducto, se cogió el pene e hizo ademán de usarlo de llave para introducirse en la alcoba custodiada. Retrocedió riendo y tambaleándose, irritado ante su lamentable error, y se coló canturreando en la habitación contigua.

Abrió la ventana y salió a la galería: una noche obscura y hermosa. Después se descolgó balanceándose hasta la galería del piso inferior. Ahora podía entrar por fin en la alcoba de Anna y su general. Era un simple perfume entre ellos, un pie que no dejaba huella, un ser sin sombra. La historia que contó años atrás al hijo de un conocido sobre la persona que buscaba su sombra, como él ahora su imagen en una película fotográfica.

En la alcoba advirtió inmediatamente los inicios del movimiento sexual. Sus manos hurgaron en la ropa de la mujer, tirada sobre respaldos de sillas y por el suelo. Se tumbó y rodó por la alfombra, tocando la piel del cuarto, para ver si notaba algo duro como una cámara. Rodó en silencio formando un abanico, pero no encontró nada. No había ni pizca de luz.

Se puso en pie y buscó a tientas y con cautela, tocó un torso de mármol. Su mano recorrió una mano de piedra -ahora entendía la mentalidad de la mujer-, de la que colgaba la cámara. Entonces oyó el vehículo y al tiempo, cuando se volvió, lo vio la mujer en el súbito haz de luz de los faros.

Caravaggio observó a Hana, que estaba sentada frente a él y lo miraba, intentaba leer, imaginar el raudal de sus pensamientos, como solía hacer su esposa. Observó cómo lo olfateaba, buscaba su rastro, ella. Lo ocultó y volvió a mirarla con ojos -lo sabía- impecables, más claros que río alguno, intachables como un paisaje. La gente -no se le escapaba- se perdía en ellos, porque sabía velarlos a la perfección. Pero la muchacha lo miraba burlona, ladeando, inquisitiva, la cabeza, como haría un perro al que hablaran en tono impropio de un ser humano. Estaba sentada frente a él, delante de las obscuras paredes, de color rojo sangre, que a él desagradaba, y con su pelo negro y aquella mirada, su flaco cuerpo y la tez olivácea que había adquirido con la luz de aquel país, le recordaba a su esposa.

Ahora ya no pensaba en ella, pero sabía que podía cerrar los ojos y evocar hasta el menor de sus gestos, describir hasta el menor detalle de su aspecto, el peso de su muñeca sobre su corazón por la noche.

Estaba sentado con las manos bajo la mesa y miraba a la muchacha comer. Aunque siempre se sentara con Hana durante las comidas, él aún prefería comer solo. Vanidad -pensó-, vanidad mortal. Ella lo había visto desde una ventana comer con las manos, sentado en uno de los treinta y seis escalones contiguos a la capilla, sin tenedor ni cuchillo a la vista, cual si estuviera aprendiendo a hacerlo como un oriental. En su grisácea barba de tres días, en su chaqueta obscura, veía ella por fin al italiano que era. Lo advertía cada vez más.

Él contempló su obscura silueta recortada sobre las paredes de color carmelita rojizo, su piel, su corto cabello negro. La había conocido, junto a su padre, en Toronto, antes de la guerra. Después había sido ladrón, había estado casado, se había movido como pez en el agua en su mundo predilecto, con confianza indolente, con maestría para engañar a los ricos, hechizar a su esposa, Giannetta, o congeniar con la joven hija de su amigo.

Pero ahora apenas si quedaba un mundo a su alrededor y se veían obligados a ensimismarse. Durante aquellos días en el pueblo encaramado en una colina cerca de Florencia, encerrado en la casa cuando llovía, soñando despierto en la única silla cómoda de la cocina, en la cama o en el tejado, no tenía que pensar en montar conspiraciones, sólo le interesaba Hana y parecía que ésta se había encadenado al moribundo que yacía en el piso superior.

Durante las comidas, se sentaba frente a la muchacha y la observaba comer.


Medio año antes, desde una ventana, al final del largo pasillo del Hospital Santa Chiara de Pisa, Hana había visto un león blanco. Se alzaba solitario en lo alto de las almenas, emparentado en color con el blanco mármol del Duomo y del Camposanto, si bien su tosquedad y su sencilla forma parecían de otra era, como un regalo del pasado que había de aceptarse. Y, sin embargo, para ella era lo más aceptable de todo lo que rodeaba aquel hospital. A medianoche, miraba por la ventana y sabía que se alzaba en la obscuridad del toque de queda y que, como ella, aparecería al alba, con el relevo. A las cinco o las cinco y media y después a las seis, alzaba la vista para ver su silueta, cada vez más precisa. Todas las noches era su centinela, mientras ella se movía entre los pacientes. El ejército, mucho más preocupado por el resto del fabuloso edificio -con la disparatada lógica de su torre inclinada, como una persona traumatizada por la guerra-, lo había dejado allí, incluso durante los bombardeos.

Los edificios del hospital se encontraban en terrenos de un antiguo monasterio. Los arbustos esculpidos durante miles de años por monjes más que meticulosos poco tenían ya que ver con formas animales y, durante el día, las enfermeras paseaban en sillas de ruedas a los pacientes por entre las formas desaparecidas. Parecía que sólo la piedra blanca fuese permanente.

También las enfermeras resultaban traumatizadas por el espectáculo de tantos moribundos a su alrededor. O por algo tan pequeño como una carta. Llevaban un brazo cortado por un pasillo o enjugaban sangre que no cesaba de manar, como si la herida fuera un pozo, y empezaban a no creer en nada, no confiaban ya en nada. Se quebraban como un hombre al desactivar una mina, en el preciso segundo en que su geografía estallaba. Como Hana en el Hospital Santa Chiara, cuando un oficial recorrió el corredor entre cien camas y le entregó una carta en la que le anunciaban la muerte de su padre.

Un león blanco.

Poco después se había encontrado con el paciente inglés: alguien que parecía un animal quemado, tenso y obscuro, para ella como un estanque. Y ahora, meses después -acabada ya la guerra para ellos por haberse negado los dos a regresar con los demás a la seguridad de los hospitales de Pisa-, era su último paciente en la Villa San Girolamo. En todos los puertos, como Sorrento y Marina di Pisa, multitudes de soldados norteamericanos y británicos esperaban ahora a que los enviaran de vuelta a casa. Pero ella lavó su uniforme, lo plegó y se lo devolvió a las enfermeras que se marchaban. La guerra no ha acabado en todas partes, le dijeron. La guerra ha acabado. Esta guerra ha acabado. Esta guerra de aquí. Le dijeron que equivaldría a una deserción. No es una deserción. Me voy a quedar aquí. Le advirtieron que quedaban minas por desactivar, que no había agua ni comida. Subió al piso superior y dijo al hombre quemado, el paciente inglés, que también ella se quedaría.

Él no dijo nada, pues ni siquiera podía mover la cabeza hacia ella, pero deslizó sus dedos en la blanca mano de Hana y, cuando ésta se inclinó hacia él, metió sus obscuros dedos por entre su cabello y sintió frescor en el valle que formaban.

¿Qué edad tienes?

Veinte años.

Él le contó que un duque, cuando estaba agonizando, quiso que lo llevaran hasta media altura de la torre de Pisa para morir contemplando la lejanía.

Un amigo de mi padre quería morir bailando el Shanghai. No sé lo que es. Él mismo acababa de oír hablar de ello.

¿Qué hace tu padre?

Está… está en la guerra.

Tú también estás en la guerra.

Aun después de un mes, más o menos, de cuidarlo y administrarle las inyecciones de morfina, no sabía nada de él. Al principio se sentían cohibidos los dos, tanto más cuanto que ahora estaban solos. Después vencieron de repente la timidez. Los pacientes, los doctores, las enfermeras, el equipo, las sábanas y las toallas: todo regresó, colina abajo, a Florencia y después a Pisa. Ella había ido haciendo acopio de morfina y tabletas de codeína. Contempló la partida, la fila de camiones. Bueno, pues adiós. Agitó la mano desde la ventana para despedirse y después cerró las contraventanas.


Detrás de la villa, se alzaba una pared de piedra por encima de la casa. Al oeste del edificio había un largo jardín cercado y, a unos treinta kilómetros, se encontraba, como una alfombra, la ciudad de Florencia, que con frecuencia desaparecía bajo la bruma del valle. Corría el rumor de que uno de los generales que vivían en la antigua Villa Mediéis contigua se había comido un ruiseñor.

La Villa San Girolamo, construida para proteger a los habitantes de la diabólica carne, tenía el aspecto de una fortaleza asediada y los bombardeos de los primeros días habían arrancado las extremidades a la mayoría de sus estatuas. Apenas parecía haber línea divisoria entre la casa y el paisaje, entre el edificio dañado y los restos, quemados y bombardeados, de la tierra. Para Hana, los jardines, invadidos por la vegetación, eran como otros cuartos de la casa. Trabajaba en sus lindes, atenta siempre a las minas sin estallar. En una zona de suelo fértil contigua a la casa, pese a la tierra quemada, pese a la falta de agua, se puso a cultivar con una pasión frenética que sólo podía asaltar a quien se hubiera criado en una ciudad. Un día habría una enramada de tilos, habitaciones de luz verde.


Caravaggio entró en la cocina y encontró a Hana sentada e inclinada sobre la mesa. No podía verle la cara ni los brazos, remetidos bajo su cuerpo, sólo la espalda y los brazos desnudos.

No estaba inmóvil ni dormida. Con cada estremecimiento, su cabeza se agitaba sobre la mesa.

Caravaggio se quedó ahí. Quienes lloran consumen más energía que con ningún otro acto. Aún no había amanecido. Su cara se recortaba sobre la obscura madera de la mesa.

«Hana», dijo y ella se inmovilizó, como si la inmovilidad pudiera camuflarla. «Hana.»

Ella empezó a gemir para que el sonido fuese una barrera entre ellos, un río cuya orilla opuesta no pudiese él alcanzar.

Al principio, él vaciló ante la idea de tocarla, desnuda como estaba, dijo «Hana» y después le posó su vendada mano en el hombro. Ella no cesó de estremecerse. La pena más profunda, pensó él. Cuando la única forma de sobrevivir es excavarlo todo.

Se levantó con la cabeza aún gacha y después se apretó contra él, como para vencer la atracción -como de imán- de la mesa.

«Si vas a intentar follarme, no me toques.»

Tenía pálida la piel por encima de la falda, su única vestimenta en aquel momento, como si se hubiera levantado de la cama, se hubiese vestido a medias y hubiera ido a la cocina, donde la hubiese arropado el aire fresco procedente de las colinas que entraba por la puerta.

Tenía la cara roja y mojada.

«Hana.»

«¿Entiendes?»

«¿Cómo es que lo adoras tanto?»

«Le quiero.»

«No es que le quieras, le adoras.»

«Vete, Caravaggio, por favor.»

«No sé por qué te has atado a un cadáver.»

«Es un santo. Estoy convencida. Un santo desesperado. ¿Existe cosa semejante? Nos inspira el deseo de protegerlo.»

«¡A él ni siquiera le importa!»

«Soy capaz de quererle.»

«¡Una muchacha de veinte años que se aparta del mundo para amar a un espectro!»

Caravaggio hizo una pausa. «Tienes que protegerte de la tristeza. La tristeza está muy próxima al odio. Déjame decirte algo que he aprendido. Si te tomas el veneno de otro, por creer que compartiéndolo puedes curarlo, lo único que conseguirás es almacenarlo dentro de ti. Aquellos hombres del desierto fueron más listos que tú. Consideraron que podía ser útil y lo salvaron, pero, cuando dejó de ser útil, lo abandonaron.»

«Déjame en paz.»


Cuando estaba sola, se sentaba y notaba un cosquilleo en el tobillo, humedecido por las altas hierbas del huerto. Peló una ciruela que había encontrado y se había guardado en el bolsillo de su vestido de algodón obscuro. Cuando estaba sola, intentaba imaginar quién podría llegar por la antigua carretera bajo la verde cúpula de los dieciocho cipreses.

Cuando el inglés se despertó, ella se inclinó sobre su cuerpo y le colocó un tercio de la ciruela en la boca. Él la sujetó con la boca abierta, como si fuera agua, sin mover la mandíbula. Parecía que iba a echarse a llorar de placer. Ella sintió cómo tragaba la ciruela.

Él alzó la mano y se enjugó la última gota del labio, hasta la que no llegaba su lengua, y se llevó el dedo a la boca para chuparlo. Te voy a contar una historia sobre ciruelas, dijo. Cuando yo era niño…


Después de las primeras noches, después de haber quemado la mayoría de las camas para protegerse del frío, Hana había cogido la hamaca de un muerto y había empezado a usarla. Clavaba escarpias en cualquier pared que le apeteciera, en la habitación en que deseara despertar, flotando por encima de toda la suciedad: la cordita y el agua de los suelos, las ratas que habían empezado a bajar del tercer piso. Todas las noches trepaba a la fantasmal línea caqui de la hamaca que había pertenecido a un soldado muerto, uno de los que ella había atendido.

Un par de zapatillas de tenis y una hamaca eran su único botín en aquella guerra. Se despertaba bajo la transparencia de la luz de la luna en el techo, envuelta en la vieja camisa que siempre se ponía para dormir, tras dejar su vestido colgado de un clavo junto a la puerta. Ahora hacía más calor y podía dormir así. Antes, cuando arreciaba el frío, habían tenido que quemar algunas cosas.

Su hamaca, sus zapatillas y su vestido. Se sentía segura en el mundo en miniatura que se había construido: los otros dos hombres parecían planetas distantes, cada cual en su esfera de recuerdos y soledad. Caravaggio, que había sido amigo gregario de su padre en el Canadá, podía en aquellos días, sin mover un dedo, causar estragos en la cohorte de mujeres a las que parecía haberse entregado. Ahora yacía en su obscuridad. Se había hecho ladrón a fin de no trabajar para los hombres, de los que no se fiaba; aunque hablaba con ellos, prefería hacerlo con las mujeres y, tan pronto como cambiaba unas palabras con una mujer, quedaba prendido en las redes de una relación. Cuando, al amanecer, Hana volvía a casa a hurtadillas, se lo encontraba dormido en el sillón de su padre, agotado con los robos profesionales o personales.

Pensaba en Caravaggio: había personas a las que no se podía por menos de abrazar, de un modo o de otro, por menos de morder en el músculo, para conservar la salud mental en su compañía. Había que agarrarlas del cabello y mantenerse aferrado a él como un náufrago, para que te llevaran consigo. De lo contrario, podrían venir caminando por la calle hacia ti y, estando casi a punto de saludar con la mano, saltarse una tapia y desaparecer durante meses. Para ella, él había sido el tío que no cesaba de desaparecer.

Caravaggio te perturbaba con el simple gesto de envolverte en sus brazos, en sus alas. Te abrazaba una personalidad. Pero ahora yacía en la obscuridad, como ella, en algún punto recóndito de la gran casa. Conque allí estaba Caravaggio y también el inglés del desierto.

Durante toda la guerra, con todos sus pacientes más graves, Hana había sobrevivido manteniendo una frialdad oculta bajo su papel de enfermera. Sobreviviré a esto. No me desmoronaré ante esto. Durante toda la guerra, por todas las ciudades hacia las que se habían acercado lentísimamente y habían dejado atrás -Urbino, Anghiari, Monterchi-, hasta que entraron en Florencia y continuaron adelante y, por último, alcanzaron la otra orilla del mar, cerca de Pisa, no dejó de repetirse esas palabras para sus adentros.

En el hospital de Pisa había visto por primera vez al paciente inglés: un hombre sin rostro, una poza de ébano. Toda posible identificación había quedado consumida por las llamas. Habían rociado algunas partes de su cuerpo y su rostro quemados con ácido tánico, que, al endurecerse, formaba un caparazón protector sobre su piel en carne viva. La zona alrededor de los ojos estaba cubierta por una capa de violeta de genciana. No le quedaba nada reconocible.


A veces se arrebujaba debajo de varias mantas y disfrutaba más con su peso que con el calor que le daban. Y, cuando la luz de la luna se deslizaba por el techo y la despertaba, se quedaba en la hamaca y dejaba errar sus pensamientos. El reposo en vela le resultaba el estado más placentero. Si hubiera sido escritora, habría cogido sus lápices y libretas y su gato preferido y habría escrito en la cama. Los extraños y los amantes nunca traspasarían la puerta cerrada.

Descansar era aceptar todos los aspectos del mundo sin juzgarlos. Bañarse en el mar, follar con un soldado que nunca sabía tu nombre. Ternura para con lo desconocido y anónimo, es decir, ternura para consigo misma.

Sus piernas se movían bajo el peso de las mantas militares. Nadaba en la lana, como el paciente inglés se movía en su placenta de tela.

Lo que echaba de menos allí era el atardecer lento, el sonido de los árboles familiares. Durante su adolescencia en Toronto, había aprendido a descifrar las noches estivales. Tumbándose en una cama, saliendo a sentarse en la escalera para incendios con un gato en los brazos se sentía en su elemento.

Durante su infancia, Caravaggio había sido su escuela. Le había enseñado a dar el salto mortal. Ahora, con las manos siempre en los bolsillos, se limitaba a gesticular con los hombros. A saber en qué país le habría obligado la guerra a vivir. Ella había recibido su capacitación en el hospital universitario femenino y después la habían enviado a Europa durante la invasión de Sicilia. Había sido en 1943. Mientras la primera división de infantería canadiense iba abriéndose camino hacia el norte de Italia, los cuerpos destrozados hacían el recorrido inverso hacia los hospitales de campaña, como el barro que los constructores de túneles se van pasando hacia atrás en la obscuridad. Cuando las tropas de primera línea retrocedieron después de la batalla de Arezzo, se encontró rodeada noche y día de soldados heridos. Después de tres días enteros sin descansar, se tumbó por fin en el suelo, junto a un colchón en el que yacía un cadáver, cerró los ojos para no ver lo que la rodeaba y durmió doce horas seguidas.

Cuando se despertó, cogió unas tijeras del cuenco de porcelana, se inclinó hacia adelante y empezó a cortarse el pelo, sin preocuparse de la forma ni la longitud, sin poder olvidar su presencia en los días anteriores, cuando se había inclinado hacia adelante y su pelo había tocado la sangre de una herida. No quería tener nada que la vinculara, la atase, a la muerte. Tiró del pelo para cerciorarse de que no le quedaban mechas largas y se volvió para afrontar de nuevo las salas llenas de heridos.

No volvió a mirarse en ningún espejo. A medida que arreciaba la guerra, se iba enterando de la muerte de personas a las que había conocido. Temía el día en que, al limpiar de sangre la cara de un paciente, reconociera a su padre o a alguien que le hubiese servido la comida en la barra de un establecimiento de Danforth Avenue. Se fue volviendo dura consigo misma y con los pacientes. Se había perdido lo único que podía salvarlos a todos: la razón. El nivel del termómetro de sangre subía país arriba. ¿Dónde estaba Toronto y qué representaba a aquellas alturas para ella? Se encontraba inmersa en una ópera engañosa. La gente se iba mostrando cada vez más dura con sus semejantes: soldados, médicos, enfermeras, civiles. Hana se acercaba cada vez más a los heridos a los que cuidaba y les hablaba en susurros.

Llamaba «compa» a todo el mundo y se reía al oír este retazo de canción:

Siempre que a, Roosevelt veía,

«Hola, compa», iba y me decía.

Limpiaba brazos que no cesaban de sangrar. Había extraído tantas esquirlas de metralla, que tenía la sensación de haber sacado una tonelada de metal del gigantesco cuerpo humano que cuidaba, mientras el ejército avanzaba hacia el Norte. Una noche en que murió uno de los pacientes, se saltó todas las reglas: cogió las zapatillas de tenis que el difunto tenía en su mochila y se las puso. Le venían un poco grandes, pero se encontraba cómoda.

El rostro -el rostro con el que se iba a encontrar Caravaggio más adelante- se le fue volviendo más duro y flaco. Estaba delgada, más que nada del cansancio. Tenía hambre permanente y la exasperaba tener que dar la comida a un paciente que no podía o no quería comer y ver desmigajarse el pan y enfriarse la sopa, que ella habría devorado en un segundo. No deseaba nada exótico, sólo pan, carne. El hospital de una de las ciudades tenía una panadería adosada y en sus ratos libres Hana se paseaba entre los panaderos y aspiraba el polvo y la promesa de la comida. Más adelante, cuando se encontraban al este de Roma, alguien le regaló una aguaturma.

Resultaba extraño dormir en las basílicas o los monasterios o dondequiera que hubiesen alojado a los heridos, sin dejar de avanzar hacia el Norte. Cuando uno de ellos moría, Hana rompía la banderita de cañón para que los camilleros lo viesen desde lejos. Después salía del macizo edificio y se iba a pasear, ya fuese primavera, invierno o verano, temporadas todas que parecían arcaicas, como caballeros ancianos que se pasaran la guerra sentados. Hiciera el tiempo que hiciese, salía. Quería aspirar aire que no oliera a nada humano, ver la luz de la luna, aun cuando tuviese que soportar un aguacero.

Hola, compa; adiós, compa. Los cuidados eran breves. El contrato sólo era válido hasta la muerte. Ni su carácter ni su pasado la habían preparado para ser enfermera. Pero el corte del cabello fue un contrato y duró hasta que los instalaron en la Villa San Girolamo, al norte de Florencia. En ella había otras cuatro enfermeras, dos médicos y cien pacientes. La guerra se desplazó más al norte de Italia y ellos quedaron atrás.

Después, durante la celebración de una victoria local, un poco mustia en aquel pueblo encaramado en las colinas, dijo que no regresaría a Florencia ni a Roma ni a ningún otro hospital, la guerra se había acabado para ella. Se quedaría ella sola con el hombre quemado, al que llamaban «el paciente inglés», porque, dada la fragilidad de sus miembros, no era aconsejable -ahora le resultaba claro- trasladarlo. Le pondría belladona en los ojos, le daría baños de sal para la piel, cubierta de queloides y quemaduras extensas. Le dijeron que el hospital -un convento que durante meses había sido un puesto defensivo alemán y que los Aliados habían bombardeado con granadas y bengalas- no era seguro. Se iba a quedar sin nada, sin protección contra los bandidos. Aun así, se negó a marcharse, se quitó el uniforme de enfermera, sacó el vestido estampado de color carmelita que durante meses había llevado en su equipaje y se lo puso junto con las zapatillas de tenis. Se apartó de la guerra. Había ido de acá para allá, a su dictado. Permanecería en aquella villa con el inglés hasta que las monjas la reclamaran. Había algo en él que quería aprender, hacer suyo, algo que podía servirle de escondrijo, permitirle abandonar la vida adulta. La forma en que él le hablaba y pensaba le recordaba a un vals. Quería salvarlo, a aquel inglés sin nombre, casi sin rostro, que había sido uno de los cien heridos, más o menos, confiados a sus cuidados durante la invasión del Norte.

Se marchó de la celebración, a la que había asistido con su vestido estampado. Fue a la habitación que compartía con las demás enfermeras y se sentó. Al hacerlo, vislumbró un parpadeo, que atrajo su atención: era un espejito redondo. Se levantó despacio y se acercó a él. Era muy pequeño, pero, aun así, parecía un lujo. Hacía más de un año que había decidido no mirarse a un espejo, tan sólo veía su sombra de vez en cuando en las paredes. El espejo sólo mostraba su mejilla y tuvo que sostenerlo, con mano temblorosa, en el extremo del brazo extendido. Se vio como retratada en un medallón. Era ella. Por la ventana se oía a los pacientes, que reían y gritaban de entusiasmo en sus sillas, y al personal que los sacaba a la luz del sol. Sólo permanecían dentro los más graves. Se sonrió. Hola, compa, dijo. Miró su imagen para intentar reconocerse.


La obscuridad se interponía entre Hana y Caravaggio, mientras paseaban por el jardín. Él empezó a hablar con su lento deje habitual.

«Era una fiesta de cumpleaños, a las tantas de la noche, en Danforth Avenue. En el restaurante The Night Crawler. ¿Recuerdas, Hana? Todo el mundo -tu padre, Gianetta, yo, los amigos- tenía que levantarse y entonar una canción y tú dijiste que también querías hacerlo: por primera vez. Todavía ibas al colegio y habías aprendido aquella canción en una clase de francés.

»Lo hiciste muy en serio: te pusiste de pie en el banco y después diste otro paso y te subiste a la mesa, entre los platos y las velas encendidas.

»"Alonson fon!"

»Cantaste con la mano en el corazón. Alonson fon! La mitad de los presentes no sabían qué diablos estabas cantando y tal vez tú tampoco supieras el significado exacto de las palabras, pero sabías de qué trataba la canción.

»La brisa que llegaba de la ventana hacía ondear tu falda hasta casi tocar una vela y tus tobillos parecían estar al rojo blanco. Tu padre tenía la vista alzada hacia ti, que, como por milagro, expresabas en aquella nueva lengua, sin fallos ni vacilaciones y con todo el fervor requerido, el ideal revolucionario, mientras las velas oscilaban y por muy poco no tocaban tu vestido. Al final nos pusimos en pie y saltaste de la tabla a sus brazos.»


«Debería quitarte esas vendas de las manos. Ya sabes que soy enfermera.»

«Son cómodas. Como guantes.»

«¿Cómo ocurrió?»

«Me sorprendieron saltando de la ventana de una mujer. La mujer de que te hablé, la que tomó la foto. No fue culpa suya.»

Ella le cogió el brazo y le dio friegas en el músculo. «Déjame hacerlo.» Le sacó las manos vendadas de los bolsillos de la chaqueta. A la luz del día las había visto grises, pero con aquella luz resultaban casi luminosas.

Mientras Hana deshacía las vendas, él iba retrocediendo, con lo que el blanco salía de sus brazos, como si fuera un truco de magia, hasta que quedó liberado de ellas. Ella se acercó al tío de su infancia, vio en sus ojos la esperanza de que se cruzaran con los suyos para instarla a aplazarlo, por lo que ella lo miró directamente a los ojos.

Caravaggio tenía las manos juntas formando un cuenco. Ella se las cogió, mientras acercaba la cara a su mejilla, y después la apretó contra su cuello. Al tacto parecían firmes, curadas.

«La verdad es que tuve que negociar para que me dejaran esto.»

«¿Cómo?»

«Con las habilidades que entonces tenía.»

«Ah, ya recuerdo. No, no te muevas. No te apartes de mí.»

«Es un momento extraño, el final de una guerra.»

«Sí. Un período de adaptación.»

«Sí.»

Él alzó las manos como para introducir el cuarto de luna en el cuenco que formaban.

«Me cortaron los dos pulgares, Hana. Mira.»

Le colocó las manos delante de los ojos para enseñarle lo que ella tan sólo había vislumbrado. Volvió una mano como para mostrarle que no era un truco, que lo que parecía una branquia era el punto en el que habían cortado el pulgar. Le acercó la mano a la blusa.

Ella sintió que la tela se levantaba por debajo del hombro, cuando él la cogió con dos dedos y tiró de ella despacio hacia sí.

«Así es como aprecio el algodón.»

«Cuando era niña, siempre te imaginaba como Pimpinela Escarlata y en mis sueños subía de noche a los tejados contigo. Llegabas a casa con fiambres en los bolsillos, estuches de lápices y partituras de piano para mí.»

Hablaba a la cara de él, sumida en la obscuridad, con la boca oculta por la sombra de unas hojas, como el encaje de una mujer rica. «Te gustan las mujeres, ¿verdad? Te gustaban.»

«Me gustan. ¿A qué viene el pretérito?»

«Ahora parece algo carente de importancia, con la guerra y demás.»

Él asintió con la cabeza y la sombra de las hojas dejó de recortarse en su cara.

«Eras como esos artistas que sólo pintan de noche y su luz es la única encendida en la calle. Como los buscadores de gusanos con sus viejas latas de café atadas a los tobillos y la linterna del casco enfocando la hierba: por todos los parques de la ciudad. Me llevaste a aquel sitio, aquel café en el que los vendían. Según dijiste, era como la Bolsa, porque el precio de los gusanos no cesaba de bajar y subir: cinco centavos, diez centavos. La gente se arruinaba o amasaba fortunas. ¿Recuerdas?»

«Sí.»

«Acompáñame hasta la casa, que empieza a hacer frío.»

«Los grandes carteristas nacen con los dedos índice y medio casi de la misma longitud. No necesitan introducirlos demasiado en un bolsillo. ¡Qué diferencia supone media pulgada!»

Se dirigían hacia la casa, bajo los árboles.

«¿Quién te lo hizo?»

«Buscaron a una mujer, una de sus enfermeras, para hacerlo. Les pareció más tajante. Me ataron las muñecas a las patas de la mesa. Cuando me cortaron los pulgares, mis manos los dejaron escapar, impotentes. Como un deseo en un sueño. Pero el hombre que la mandó llamar (Ranuccio Tommasoni) fue el auténtico responsable. Ella era inocente, nada sabía de mí, ni mi nombre ni mi nacionalidad ni lo que podía haber hecho.»

Cuando llegaron a la casa, el paciente inglés estaba gritando. Hana se apartó de Caravaggio, que la vio subir corriendo la escalera, con sus zapatillas de tenis centelleando, mientras ascendía y giraba a lo largo de la barandilla.

La voz resonaba en toda la casa. Caravaggio entró en la cocina, arrancó un trozo de pan y siguió a Hana escalera arriba. Al acercarse, los gritos se volvieron más intensos. Cuando entró en el cuarto, el inglés estaba mirando un perro, que tenía la cabeza vuelta hacia atrás, como aturdido por los gritos. Hana miró a Caravaggio y sonrió.

«Llevaba años sin ver un perro. En toda la guerra no he visto ninguno.»

Ella se acuclilló y abrazó el animal, le olfateó el pelaje y percibió dentro de él el olor a hierbas de las colinas. Dirigió el perro hacia Caravaggio, que le ofrecía el trozo de pan. Entonces el inglés vio a Caravaggio y se quedó boquiabierto. Debió de parecerle que el perro -ahora oculto por la espalda de Hana- se había convertido en un hombre. Caravaggio cogió en brazos el perro y salió del cuarto.


He estado pensando, dijo el paciente inglés, que ésta debió de ser la habitación de Poliziano y esta que ocupamos su villa. El agua que sale por esa pared es aquella fuente antigua. Es una habitación famosa. Todos ellos se reunían aquí.

Era un hospital, dijo ella en voz baja. Antes, mucho antes, fue un convento. Después lo ocuparon los ejércitos.

Creo que ésta era la Villa Bruscoli. Poliziano: el gran protégé de Lorenzo. Hablo de 1483. En Florencia, en la iglesia de la Santa Trinitá, se puede ver el retrato de los Mediéis con Poliziano, ataviado con capa roja, en primer plano. Un hombre tan brillante como terrible. Un genio que se abrió camino hasta la cima de la sociedad.

Hacía rato que habían dado las doce de la noche y volvía a estar completamente despierto.

Muy bien, cuéntame, pensó ella, llévame a alguna parte, sin poder quitarse aún de la cabeza las manos de Caravaggio, quien probablemente estuviera ahora dando algo de comer al perro vagabundo en la cocina de la Villa Bruscoli, si es que se llamaba así.

Era una vida terrible. Dagas, política, sombreros pomposos, medias guateadas y pelucas. ¡Pelucas de seda! Naturalmente, después, poco después, apareció Savonarola y encendió su Hoguera de las Vanidades. Poliziano tradujo a Hornero. Escribió un gran poema sobre Simonetta Vespucci, ¿sabes quién es?

No, dijo Hana riendo.

Hay retratos de ella por toda Florencia. Murió de tuberculosis a los veintitrés años. Poliziano la hizo famosa con Le Stanze per la Giostra y después Botticelli pintó escenas de esa obra y Leonardo también. Todos los días Poliziano daba dos horas de clase en latín por la mañana y dos en griego por la tarde. Tenía un amigo llamado Pico de la Mirándola, personaje desaforadamente mundano que de repente se convirtió y se unió a Savonarola. Ese era mi apodo de niño: Pico.

Sí, creo que sucedieron muchas cosas aquí. La fuente en la pared. Pico, Lorenzo, Poliziano y el joven Miguel Ángel. Sostenían el nuevo mundo en una mano y en la otra el viejo. En la biblioteca figuraban los cuatro últimos libros de Cicerón, tenazmente buscados. Importaron una jirafa, un rinoceronte, un dodó. Toscanelli trazó mapas del mundo basados en la correspondencia con los mercaderes. Se sentaban en este cuarto junto a un busto de Platón y pasaban toda la noche discutiendo.

Y después se elevaron por las calles los gritos de Savonarola: «¡Arrepentios, que se acerca el diluvio!» Barrió con todo: el libre albedrío, la aspiración a la elegancia, la fama, el derecho a venerar a Platón tanto como a Cristo. Llegaron las hogueras: la quema de pelucas, libros, pieles de animales, mapas. Más de cuatrocientos años después abrieron las tumbas. Los huesos de Pico se habían conservado. Los de Poliziano habían quedado reducidos a polvo.

Hana escuchaba al inglés, que pasaba las páginas de su cuaderno de apuntes y leía los pasajes de otros libros que había pegado en ellas: sobre los grandes mapas perdidos en las hogueras y la quema de la estatua de Platón, cuyo mármol se exfolió con el calor, las grietas en el saber cuyas detonaciones en forma de crónicas precisas les llegaban desde la vertiente opuesta del valle, mientras Poliziano olfateaba el futuro en las colinas cubiertas de hierba. También Pico, en algún punto de allá abajo, en su gris celda, lo observaba todo con el tercer ojo de la salvación.

Vertió un poco de agua en un cuenco para el perro, un chucho viejo, más viejo que la guerra.

Se sentó con la garrafa de vino que los monjes del monasterio habían dado a Hana. Era la casa de Hana y él se movía por ella con cautela, sin alterar nada. Advertía su refinamiento en las florecillas silvestres, los regalitos que se hacía a sí misma. Incluso en el jardín invadido por la vegetación se encontraba con medio metro cuadrado cortado con sus tijeras de enfermera. Si él hubiese sido más joven, ese detalle le habría bastado para enamorarse.

Ya no era joven. ¿Cómo lo vería ella? Con sus heridas, su desequilibrio, sus rizos grises en la nuca. Nunca se había considerado un hombre al que la edad pudiera aportar la sabiduría. Habían envejecido todos, pero él seguía considerándose desprovisto de la sensatez que acompaña a la edad.

Se acuclilló para observar cómo bebía el perro. Al erguirse, perdió el equilibrio, se agarró in extremis a la mesa y volcó la garrafa de vino.

Te llamas David Caravaggio, ¿verdad?

Lo habían esposado a las gruesas patas de una mesa de roble. En determinado momento, se incorporó abrazando la mesa y chorreando sangre por la mano izquierda e intentó cruzar corriendo con ella la estrecha puerta, pero se cayó. La mujer se detuvo, tiró el cuchillo y se negó a seguir. El cajón de la mesa se deslizó y cayó contra su pecho, con todo lo que contenía, y él pensó que tal vez hubiera una pistola con la que defenderse. Entonces Ranuccio Tommasoni recogió el cuchillo y se le acercó. Caravaggio, ¿verdad? Aún no estaba seguro.

Estando bajo la mesa, le cayó en la cara la sangre de las manos y tuvo una súbita idea práctica. Deslizó una esposa fuera de la pata de la mesa, lanzó la silla lejos de un golpe para ahogar el dolor y después se inclinó hacía la izquierda y se sacó la otra esposa. Ahora todo estaba cubierto de sangre. Sus manos habían quedado ya inutilizadas. Durante los meses siguientes se dio cuenta de que sólo miraba los pulgares de la gente, como si el único cambio producido por aquel incidente hubiera sido el de volverlo envidioso. Pero, en realidad, le había hecho envejecer, como si durante la noche que había pasado sujeto a aquella mesa le hubieran administrado una solución que hubiese reducido su rapidez mental.

Se quedó aturdido junto al perro, junto a la mesa empapada de vino tinto. Dos guardias, la mujer, los teléfonos sonando e interrumpiendo a Tommasoni, quien soltó el cuchillo, murmuró, cáustico: Disculpadme, y, tras levantar el auricular con su ensangrentada mano, escuchó. Nada había dicho, pensaba Caravaggio, que pudiera resultarles útil, pero, en vista de que lo dejaron marcharse, tal vez anduviera errado.

Después se había dirigido por la Vía di Santo Spirito al único lugar que mantenía oculto en su cabeza. Pasó por delante de la iglesia de Brunelleschi, camino de la biblioteca del Instituto Alemán, donde conocía a alguien que lo atendería. De repente comprendió que ésa era la razón por la que lo habían dejado marcharse y caminar en libertad: para que les revelara ese contacto. Giró por una calle lateral sin mirar atrás en ningún momento. Buscaba una fogata callejera para restañar sus heridas, mantenerlas por encima de una caldera de alquitrán a fin de que el negro humo le envolviese las manos. Se encontraba en el puente de la Santa Trinitá. A su alrededor, no había tráfico ni nada, cosa que le extrañó. Se sentó en la tersa balaustrada del puente y después se tumbó. No se oía sonido alguno. Antes, cuando iba caminando con las manos en los bolsillos, había advertido un gran movimiento de tanques y jeeps.

Estando así tumbado, estalló el puente minado y él salió despedido hacia arriba y después cayó, víctima del fin del mundo. Cuando abrió los ojos, vio una cabeza gigantesca a su lado. Aspiró y el pecho se le llenó de agua. Estaba bajo el agua. Tenía a su lado, en las aguas poco profundas del Arno, una cabeza con barba. Alargó la mano hasta ella, pero ni siquiera pudo empujarla. La luz se filtraba dentro del río. Salió nadando a la superficie, parcialmente en llamas.


Cuando contó esa historia a Hana horas más tarde, aquella misma noche, ella dijo:

«Dejaron de torturarte porque se acercaban los Aliados. Los alemanes estaban abandonando la ciudad, al tiempo que volaban los puentes.»

«No sé. Tal vez yo les contara todo. ¿De quién sería aquella cabeza? No cesaba de sonar el teléfono en aquella habitación. Se hacía el silencio, aquel hombre se alejaba de mí y todos ellos lo miraban escuchar el silencio de la otra voz, que no podíamos oír. ¿De quién era la voz? ¿De quién la cabeza?»

«Se marchaban, David.»


Hana abrió El último mohicano por la página en blanco del final y se puso a escribir en ella.


Está aquí un hombre llamado Caravaggio, un amigo de mi padre. Siempre le he querido. Es mayor que yo, unos cuarenta y cinco años, me parece. Está sumido en las tinieblas. Por una razón que desconozco, este amigo de mi padre me cuida.


Cerró el libro y después bajó a la biblioteca y lo escondió en uno de los estantes superiores.


El inglés se había quedado dormido y -como siempre, despierto o dormido- respiraba por la boca. Hana se levantó de la silla y le quitó con suavidad la vela encendida que sujetaba en las manos. Se acercó a la ventana y la apagó fuera, para que no entrara el humo en el cuarto. No le gustaba verlo ahí tumbado con una vela en las manos, remedando una postura fúnebre y con la cera cayéndole en la muñeca sin que lo notara. Como si estuviera preparándose, como si desease meterse en su propia muerte imitando su atmósfera y su luz.

Se quedó junto a la ventana y se agarró el pelo con fuerza y tiró de él. Si cortas una vena en la obscuridad, en cualquier momento después del anochecer, la sangre parece negra.

Tenía que salir del cuarto. De repente se sintió rebosante de energía y claustrofobia. Recorrió el pasillo a grandes zancadas, bajó la escalera saltando y salió a la terraza de la villa, luego alzó la vista, como si intentara divisar la figura de la muchacha de la que acababa de alejarse. Volvió a entrar en el edificio. Empujó la rígida y alabeada puerta, entró en la biblioteca, quitó las tablas que tapaban las puertas vidrieras en el otro extremo de la sala y las abrió para dejar correr el aire de la noche. Ignoraba dónde estaría Caravaggio. Ahora pasaba fuera la mayoría de las noches y solía regresar unas horas antes del amanecer. En cualquier caso, no había rastro de él.

Asió la tela gris que cubría el piano y la arrastró hasta un rincón de la sala, como si fuera un rollo de tela, una red de pesca.

No había luz. Oyó el estruendo lejano de un trueno.

Ahora estaba de pie delante del piano. Sin bajar la vista, sólo las manos, empezó a tocar acordes reduciendo la melodía a un esqueleto. Después de cada grupo de notas, hacía una pausa, como si sacara las manos del agua para ver lo que había atrapado, y después proseguía colocando los huesos principales de la melodía. Aminoró aún más los movimientos de sus dedos. Cuando dos hombres se introdujeron por las puertas vidrieras, colocaron sus fusiles en el extremo del piano y, se plantaron delante de ella, tenía la vista clavada en el teclado. Los acordes siguieron resonando en la alterada atmósfera de la sala.

Con los brazos pegados a los costados y un pie descalzo en el pedal de los bajos, siguió interpretando la canción que su madre le había enseñado, que había practicado en cualquier superficie: una mesa de cocina, una pared, mientras subía al piso superior, su propia cama antes de quedarse dormida. En su casa no tenían piano. Solía ir los domingos por la mañana a tocar en el centro comunitario, pero durante la semana practicaba dondequiera que estuviese, aprendía las notas que su madre había dibujado con tiza en la mesa de la cocina y más tarde había borrado. Pese a llevar en la villa tres meses, era la primera vez que tocaba aquel piano, cuyas formas había vislumbrado el primer día a través de las puertas vidrieras. En el Canadá los pianos necesitaban agua. Se levantaba la tapa trasera y se dejaba un vaso lleno de agua y un mes después el vaso estaba vacío. Su padre le había hablado de los enanitos que bebían sólo en los pianos, nunca en los bares. Ella nunca lo había creído, pero al principio había pensado que tal vez se tratara de ratones.

A la luz de un destello de relámpago que recorrió el valle -la tormenta llevaba toda la noche acercándose-, vio que uno de los hombres era un sij. Entonces se detuvo y sonrió, un poco asombrada, pero aliviada, en cualquier caso. El ciclorama de luz detrás de ellos fue tan breve, que sólo pudo vislumbrar su turbante y los lustrosos fusiles mojados. Unos meses antes se habían llevado la tapa trasera para usarla de mesa de hospital, por lo que los fusiles se encontraban sobre el hueco de las cuerdas. El paciente inglés habría podido identificar las armas. ¡Huy! Estaba rodeada de extraños. Ninguno italiano puro. Idilio en una villa. ¿Qué habría pensado Poliziano de aquella escena de 1945, dos hombres y una mujer a ambos extremos de un piano, con la guerra casi acabada y los fusiles mojados brillando, cuando la luz de los relámpagos se colaba en la sala, cada medio minuto ahora, acompañada del crepitar de los truenos por todo el valle, y la inundaba de color y sombras, y la música antifonal, la insistencia de los acordes, When I take my sugar to tea…?

¿Conocen la letra?

No se movieron. Abandonó los acordes y dejó en libertad los dedos para que se sumieran en la complejidad melódica y se lanzaran desenfrenados a interpretarla, audaces, al modo del jazz: partiendo las notas y los ángulos del tronco melódico.

Cuando llevo a mi cielito a tomar el té,

Todos los chicos sienten envidia de mí,

Conque nunca la llevo adonde la pandilla va,

Cuando llevo a mi cielito a tomar el té…

Cuando los destellos de relámpago invadían la sala, los hombres, con la ropa empapada, contemplaban sus manos, que ahora acompañaban los relámpagos y truenos o les hacían contrapunto en los intervalos de obscuridad. Había tal concentración en su rostro, que los soldados se sentían invisibles, mientras ella se esforzaba por recordar la mano de su madre rasgando un periódico, mojándolo bajo un grifo de la cocina y usándolo para borrar de la mesa las notas dibujadas, el infernáculo de notas, tras lo cual iba a su clase semanal en la sala de actos del centro comunitario, donde tocaba sin alcanzar aún los pedales con los pies, estando sentada, por lo que prefería permanecer de pie con la sandalia veraniega en el pedal izquierdo, mientras el metrónomo marcaba el compás.

No quería terminar, renunciar a aquellas palabras de una canción antigua. Veía los lugares a los que iban, que la pandilla no conocía, invadidos por la aspidistra. Alzó la vista y les hizo una seña con la cabeza para indicar que ya estaba a punto de concluir.


Caravaggio no vio aquella escena. Cuando volvió, encontró a Hana y los dos soldados de una unidad de zapadores preparándose bocadillos en la cocina.

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