IV. EL CAIRO MERIDIONAL, 1930-1938

Después de Herodoto, durante centenares de años el mundo occidental se interesó poco por el desierto. Desde 425 a.C. hasta comienzos del siglo XX no se fijó en él. Hubo silencio. El siglo XIX fue una época de exploradores de ríos y, después, en el decenio de 1920, hubo un epílogo positivo de esa historia en ese rincón de la Tierra, compuesto sobre todo de expediciones financiadas por particulares y a las que seguían conferencias modestas en la Sociedad Geográfica de Londres, en Kensington Gore. Las pronunciaban hombres quemados por el sol y exhaustos que, como los marinos de Conrad, no se sentían demasiado cómodos con el ceremonial de los taxis y el ocurrente, pero pesado, humor de los cobradores de autobús.

Cuando viajaban en trenes de cercanías desde los suburbios hacia Knightsbridge para asistir a las sesiones de la Sociedad, se perdían con frecuencia, extraviaban los billetes, atentos exclusivamente a no perder sus viejos mapas y sus notas para la conferencia, escritas lenta y laboriosamente y guardadas en las omnipresentes mochilas que siempre serían como partes de sus cuerpos. Aquellos hombres de todas las nacionalidades viajaban a última hora de la tarde, las seis, iluminados por la luz de los solitarios. Era una hora anónima, cuando la mayoría de los habitantes de la ciudad volvían a sus casas. Los exploradores llegaban demasiado temprano a Kensington Gore, cenaban en Lyons Córner House y después entraban en la Sociedad Geográfica, donde se sentaban en la sala del primer piso, junto a la gran canoa maorí, a repasar sus notas. A las ocho comenzaban las sesiones.

Cada dos semanas había una conferencia. Una persona hacía una presentación y otra expresaba agradecimiento. El orador final solía poner objeciones o someter a prueba la consistencia de la exposición, se mostraba pertinentemente crítico, pero nunca impertinente. Los oradores principales se atenían -según daban todos por descontado- a los hechos y presentaban con modestia hasta las hipótesis más osadas.


Mi viaje por el desierto de Libia, desde Sokum, en la costa mediterránea, hasta El Obeid, en el Sudán, trascurrió por una de las pocas rutas de la superficie terrestre que presentan diversos problemas geográficos interesantes.


En aquellas salas revestidas de madera de roble nunca se mencionaban los años de preparación, investigación y acopio de fondos. El conferenciante de la semana anterior había citado la pérdida de treinta vidas en el hielo de la Antártida. Se anunciaban con panegíricos mínimos pérdidas similares a consecuencia del calor extremo o de los huracanes. Toda consideración relativa al comportamiento humano y financiero resultaba absolutamente ajena a la cuestión que se examinaba, a saber, la superficie de la Tierra y sus «interesantes problemas geográficos».


¿Pueden considerarse otras depresiones de esa región, además de la tan debatida de Wadi Ryan, susceptibles de utilización con vistas al riego o al drenaje del delta del Nilo? ¿Están disminuyendo gradualmente los recursos hídricos procedentes de pozos artesianos? ¿Por dónde hemos de buscar la misteriosa Zerzura? ¿Queda algún otro oasis perdido por descubrir? ¿Dónde están las marismas de las tortugas de que habla Ptolomeo?


John Bell, director de estudios sobre el desierto en Egipto, formuló esas preguntas en 1927. En el decenio de 1930 las comunicaciones se volvieron aún más modestas. «Quisiera añadir unas observaciones a algunas de las tesis expuestas en el interesante debate sobre la "Geografía prehistórica del oasis de Jarga".» A mediados del mismo decenio, Ladislaus de Alamásy y sus compañeros encontraron el oasis de Zerzura.

En 1939 tocó a su fin el gran decenio de expediciones por el desierto de Libia y esa vasta y silenciosa zona de la Tierra pasó a ser uno de los escenarios de la guerra.


En la alcoba decorada como un cenador, el paciente quemado podía contemplar un panorama muy lejano. Igual que el caballero muerto de Rávena, cuyo cuerpo de mármol parece vivo, casi líquido, tiene la cabeza alzada sobre un cojín de piedra para que pueda contemplar el panorama por encima de sus pies. Más allá de la lluvia, tan deseada, en África, hacia todas sus vidas en El Cairo, sus trabajos y sus días.

Hana, sentada junto a su cama, lo acompañaba, como un escudero, en aquellos viajes.


En 1930 habíamos empezado a cartografiar la mayor parte de la meseta del Gilf Kebir en busca del oasis perdido llamado Zerzura: la Ciudad de las Acacias.

Éramos europeos del desierto. En 1917, John Bell había avistado el Gilf, luego Kermal el Din, después Bagnold, que se abrió paso por el Sur hasta el Mar de Arena. Otros eran Madox, Walpole, del departamento de estudios sobre el desierto, Su Excelencia Wasfi Bey, el fotógrafo Casparius, el geólogo Dr. Kadar y Bermann. Y el Gilf Kebir -la gran meseta del tamaño de Suiza, como gustaba de recordar Madox, situada en el desierto de Libia- era nuestro meollo y sus escarpas se precipitaban hacia el Este y el Oeste, mientras que la meseta descendía gradualmente hacia el Norte. Se alzaba en medio del desierto a setecientos kilómetros al oeste del Nilo.

Los antiguos egipcios suponían que al oeste de las ciudades-oasis no había agua. El mundo acababa allí. El interior carecía de agua. Pero en el vacío de los desiertos siempre estás rodeado por la historia perdida. Las tribus tebu y senussi habían recorrido esas regiones y poseían pozos que conservaban en gran secreto. Corrían rumores sobre tierras fértiles situadas en el interior del desierto, escritores árabes del siglo xoi hablaron de Zerzura. «El Oasis de los Pajaritos.» «La Ciudad de las Acacias.» En El libro de los tesoros ocultos, el Kitab al Kanuz, Zerzura aparece descrita como una ciudad blanca, «blanca como una paloma».

Si se observa un mapa del desierto de Libia, se ven nombres: Kemal el Din, que en 1925 llevó a cabo, prácticamente solo, la primera gran expedición moderna; Bagnold, 1930-1932; Almásy-Madox, 1931-1937. Un poco al norte del Trópico de Cáncer.

Éramos un grupito perteneciente a una misma nación que entre las dos guerras mundiales cartografiaba y recorría las rutas de exploraciones anteriores. Nos reuníamos en Dajla y Kufra, como si fueran bares o cafés: una sociedad de los oasis, como la llamaba Bagnold. Conocíamos nuestras respectivas vidas íntimas, nuestras capacidades y fallos mutuos. Perdonábamos todo a Bagnold por su descripción de las dunas. «Las estrías y la arena ondulada se parecen a la cavidad del paladar de un perro.» Ése era el Bagnold auténtico, un hombre capaz de meter su investigadora mano entre las fauces de un perro.

1930. Nuestro primer viaje desde Jaghbub hacia el Sur y por el interior del desierto, por entre el territorio de las tribus zwaya y majabra. Un viaje de siete días hasta El Taj. Madox y Bermann y cuatro más. Unos camellos, un caballo y un perro. Cuando partimos, nos contaron el viejo chiste: «Comenzar un viaje con una tormenta de arena trae buena suerte.»

La primera noche acampamos a unos treinta kilómetros al sur. La mañana siguiente nos despertamos y salimos de nuestras tiendas a las cinco. El frío era tan intenso, que nos impedía dormir. Nos acercamos a los fuegos y nos sentamos ante su luz en la obscuridad más extensa. Sobre nosotros estaban las últimas estrellas. El amanecer iba a tardar aún dos horas más. Nos pasábamos vasos de té caliente. Dábamos de comer a los camellos, que masticaban, aún medio dormidos, los dátiles con sus huesos y todo. Desayunábamos y después bebíamos tres vasos más de té.

Horas después, nos encontrábamos envueltos en una tormenta de arena procedente de la nada que nos ocultaba la clara mañana. La brisa había ido refrescando y arreciando gradualmente. Cuando por fin pudimos mirar más abajo, la superficie del desierto había cambiado. Pásame el libro… aquí. Ésta es la maravillosa crónica que de semejantes tormentas de arena hace Hassanein Bey:


Es como si la superficie descansara sobre conductos de vapor con miles de orificios que despidieran diminutos chorros de vapor. La arena salta con brinquitos y remolinos mínimos. La pertubación aumenta pulgada a pulgada a medida que arrecia el viento. Parece como si toda la superficie del desierto se alzase obedeciendo a cierta fuerza subterránea que la impulsara hacia arriba. Los guijarros te golpean en las espinillas, las rodillas, los muslos. Los granos de arena te suben por el cuerpo hasta azotarte la cara y seguir por encima de la cabeza. El cielo está cubierto, todos los objetos, menos los más cercanos, desaparecen de la vista, el universo está colmado.


Teníamos que continuar en movimiento. Si te paras, la arena se va acumulando, como en torno a todo lo que esté inmóvil, y te encierra. Te pierdes para siempre. Una tormenta de arena puede durar cinco horas. Hasta cuando, en años posteriores, viajábamos en camiones, teníamos que seguir avanzando sin ver nada. Los peores terrores sobrevenían de noche. En cierta ocasión, al norte de Kufra, nos asaltó una tormenta en la obscuridad, a las tres de la mañana. La tormenta arrancó las tiendas de sus amarras y rodamos con ellas, al tiempo que nos llenábamos de arena -como un barco, al hundirse, se llena de agua-, abrumados, sofocándonos, hasta que un camellero cortó las ataduras y nos liberó.

Pasamos por tres tormentas durante nueve días. No dimos con las aldeas del desierto en las que esperábamos obtener más provisiones. El caballo desapareció. Tres de los camellos murieron. Durante los dos últimos días carecimos de comida, sólo teníamos té. El último vínculo con cualquier otro mundo era el tintineo de la tetera ennegrecida por el fuego, la larga cuchara y el vaso que llegaban hasta nosotros en la obscuridad de las mañanas. Después de la tercera noche, dejamos de hablar. Lo único que importaba era el fuego y el mínimo líquido carmelita.

Por pura suerte nos topamos con El Taj, un pueblo del desierto. Me paseé por el zoco, por la avenida en la que resonaban los carillones de los relojes, hasta la calle de los barómetros, pasé por delante de los puestos de venta de cartuchos para fusil, los de salsa de tomate italiana y otros alimentos enlatados procedentes de Benghazi, percal de Egipto, adornos hechos con cola de avestruz, los dentistas callejeros, los vendedores de libros. Seguimos mudos y cada cual por su camino. Tardamos en reaccionar ante aquel nuevo mundo, como si hubiéramos estado a punto de ahogarnos. En la plaza central de El Taj nos sentamos a comer cordero, arroz y pasteles de badawi y bebimos leche con pulpa de almendra machacada. Todo ello después de la larga espera de los tres vasos de té ceremoniales, aromatizados con ámbar y menta.


En 1931, me uní a una caravana de beduinos y me dijeron que había otro de nuestro grupo en ella. Resultó ser Fenelon-Barnes. Fui a su tienda. Había salido a pasar el día fuera, una pequeña expedición para catalogar árboles fosilizados. Eché un vistazo a su tienda: el fajo de mapas, las fotos de su familia que siempre llevaba consigo, etcétera. Cuando me marchaba, vi un espejo colgado en lo alto de la pared de piel y en él reflejada la cama. Parecía haber un bultito, un perro tal vez, bajo las sábanas. Levanté la chilaba y debajo había una niñita árabe atada y dormida.


Hacia 1932, Bagnold había acabado y Madox y los demás andábamos por doquier: buscando el ejército perdido de Cambises, buscando Zerzura. 1932, 1933 y 1934. Sin vernos durante meses. Sólo los beduinos y nosotros cruzando y volviendo a cruzar la Ruta de los Cuarenta Días. Las tribus del desierto, los seres humanos más hermosos que he conocido en mi vida, formaban como ríos. Nosotros éramos alemanes, ingleses, húngaros, africanos, insignificantes todos para ellos. Gradualmente nos fuimos despegando de las naciones. Llegué a odiar las naciones. Los Estados-nación nos deforman. Madox murió por culpa de las naciones.

El desierto no podía reclamarse ni poseerse: era un trozo de tela arrastrado por los vientos, nunca sujeto por piedras y que mucho antes de que existiera Canterbury, mucho antes de que las batallas y los tratados redujesen Europa y el Este a un centón, había recibido cien nombres efímeros. Sus caravanas, extraños vagabundeos compuestos de fiestas y culturas, nada dejaban detrás, ni una pavesa. Todos nosotros, incluso los que teníamos hogares e hijos lejos, en Europa, deseábamos quitarnos la ropa de nuestros países. Era un lugar en el que reinaba la fe. Desaparecíamos en el paisaje. Fuego y arena. Abandonábamos los puertos de los oasis, los lugares a los que llegaba y tocaba el agua… Ain, Bir, Wadi, Foggara, Jottara, Shaduf. No quería que mi nombre sonase junto a nombres tan hermosos. ¡Borrar el apellido! ¡Borrar las naciones! Ésas fueron las enseñanzas que me aportó el desierto.

Aun así, algunos querían dejar su huella en él: en aquel lecho de río, en este montículo pedregoso; pequeñas vanidades en aquella parcela de terreno al noroeste del Sudán, al sur de la Cirenaica. Fenelon-Barnes quería que los árboles fosilizados que descubría llevaran su nombre. Quería incluso que una tribu llevase su nombre y pasó un año celebrando negociaciones para ello. Después Bauchan lo superó, al hacer que se bautizara con su nombre un tipo de arena. Pero yo quería borrar mi nombre y el lugar del que procedía. Cuando llegó la guerra, después de diez años en el desierto, me resultaba fácil cruzar las fronteras clandestinamente, no pertenecer a nadie, a ninguna nación.


1933 o 1934. He olvidado el año. Madox, Casparius, Bermann y yo, más dos conductores sudaneses y un cocinero. Entonces viajábamos ya en coches cubiertos Ford modelo A y en aquella ocasión utilizamos por primera vez grandes neumáticos hinchables llamados ruedas de aire. Eran mejores para la arena, pero estaba por ver si resistirían los campos pedregosos y las rocas astilladas.

Partimos de Jarga el 22 de marzo. Bermann y yo habíamos lanzado la hipótesis de que Zerzura estaba compuesta por tres wadis sobre los que había escrito Williamson en 1838.

Al sudoeste del Gilf Kebir había tres macizos graníticos aislados que se alzaban en la llanura: Gebel Arkanu, Gebel Uweinat y Gebel Kissu. Distaban veinte kilómetros unos de otros. En varias de las gargantas había agua potable, aunque la de los pozos de Gebel Archanu era amarga y se reservaba sólo para casos de emergencia. Williamson dijo que Zerzura estaba formada por tres wadis, pero nunca los localizó y su teoría acabó considerada una leyenda. Sin embargo, un sólo oasis de lluvia en aquellas colinas con forma de cráteres habría resuelto el enigma de cómo es que Cambises y su ejército pudieron emprender la travesía de semejante desierto y el de las incursiones de los senussi durante la Gran Guerra, cuando aquellos gigantescos jinetes negros cruzaban un desierto que, según se decía, carecía de agua y pasto. Era un mundo civilizado desde hacía siglos, con miles de sendas y caminos.


En Abu Bailas encontramos tinajas con la forma clásica de las ánforas griegas. Herodoto habla de esas jarras.


Bermann y yo hablamos con un misterioso anciano que se parecía a una serpiente en la fortaleza de El Jof: en el vestíbulo de piedra que en tiempos había sido la biblioteca del gran jeque senussi. Un viejo tebu, guía de caravanas de profesión, que hablaba árabe con acento. Más adelante Bermann dijo, citando a Herodoto: «Como los chillidos de los murciélagos.» Hablamos con él todo el día y toda la noche y no soltó prenda. El credo senussi, su doctrina primordial, seguía siendo el de no revelar los secretos del desierto a los extranjeros.

En Wadi el Melik vimos aves de una especie desconocida.

El 5 de mayo, escalé un risco de piedra y me acerqué a la meseta de Uweinat desde una nueva dirección. Llegué a un gran wadi lleno de acacias.


Hubo un tiempo en que los cartógrafos bautizaban los lugares por los que viajaban con los nombres de sus amantes y no con los suyos: una mujer de una caravana del desierto a la que había visto bañarse, mientras ocultaba su desnudez con muselina sujeta ante sí por una de sus manos, la mujer de un anciano poeta árabe, cuyos hombros de blanca paloma lo incitaron a bautizar un oasis con su nombre. El odre vertió el agua sobre la mujer, que se envolvió en la tela, y el anciano escriba apartó la vista de ella para ponerse a describir Zerzura.

Así, en el desierto un hombre puede deslizarse en un nombre como en un pozo que haya descubierto y en el frescor de su sombra sentir la tentación de no abandonar nunca semejante recinto. Yo sentí el profundo deseo de permanecer allí, entre aquellas acacias. No estaba paseando por un lugar por el que nadie se hubiera paseado antes, sino por un lugar en el que había habido poblaciones repentinas y breves a lo largo de los siglos: un ejército del siglo XIV, una caravana tebu, los jinetes senussi de 1915. Y entre esos períodos… nada había. Cuando no llovía, las acacias se marchitaban, los wadis se secaban… hasta que, cincuenta o cien años después, reaparecía el agua de repente. Apariciones y desapariciones esporádicas, como las leyendas y los rumores a lo largo de la Historia.

En el desierto las aguas más amadas, como el nombre de una amante, cobran color azul en las manos que las recogen, entran en la garganta. Tragas ausencia. Una mujer en El Cairo alza la sinuosa blancura de su cuerpo y se asoma a la ventana para que su desnudez reciba la lluvia de una tormenta.


Hana se inclinó hacia adelante, al sentir su desvarío, y lo contempló sin decir palabra. ¿Quién era esa mujer?


Los confines de la Tierra nunca son los puntos en un mapa que los colonizadores hacen retroceder para ampliar su esfera de influencia. Por una parte, sirvientes y esclavos, el flujo y el reflujo del poder y la correspondencia con la Sociedad Geográfica. Por otra, el primer paso de un blanco en la otra orilla de un gran río, la primera visión -por los ojos de un blanco- de una montaña que ha estado ahí desde siempre.

Cuando somos jóvenes, no nos miramos en los espejos. Lo hacemos cuando somos viejos y nos preocupa nuestro nombre, nuestra leyenda, lo que nuestras vidas significarán en el futuro. Nos envanecemos con nuestro nombre, con nuestro derecho a afirmar que nuestros ojos fueron los primeros en ver determinado panorama, que nuestro ejército fue el más fuerte, nuestro astuto comerciar el más provechoso. Al envejecer es cuando Narciso desea una imagen esculpida de sí mismo.

Pero nos interesaba saber en qué sentido podían significar nuestras vidas algo para el pasado. Éramos jóvenes. Sabíamos que el poder y las grandes finanzas eran cosas pasajeras. Herodoto era el libro de cabecera de todos nosotros. «Pues las ciudades que fueron grandes en épocas pasadas han de haber perdido su importancia ahora y las que eran grandes en mi época eran pequeñas en la anterior. (…) La buena fortuna del hombre nunca permanece en el mismo lugar.»


En 1936 un joven llamado Geoffrey Clifton se encontró en Oxford con un amigo que le habló de lo que estábamos haciendo. Se puso en contacto conmigo, se casó el día siguiente y dos semanas después se trasladó en avión a El Cairo con su esposa.

Aquella pareja entró en nuestro mundo, el formado por nosotros cuatro: Príncipe Kemal el Din, Bell, Almásy y Madox. El nombre que aún no nos quitábamos de la boca era Gilf Kebir. En algún punto del Gilf se encontraba Zerzura, cuyo nombre aparece en escritos árabes en época tan temprana como el siglo XIII. Cuando se viaja hasta tan lejos en el tiempo, se necesita un avión y el joven Clifton, que era rico, tenía un avión y sabía pilotarlo.

Clifton se reunió con nosotros en El Jof, al norte de Uweinat. Estaba sentado en su avión de dos plazas y nos dirigimos hacia él desde el campamento. Se puso en pie en la carlinga y se sirvió un trago de su frasco. Su esposa estaba sentada a su lado.

«Bautizo este lugar con el nombre de Club de Campo Messaha», anunció.

Vi una afable incertidumbre en la cara de su esposa, que, cuando se quitó el casco de cuero, reveló una melena de leona.

Eran jóvenes, podrían haber sido nuestros hijos. Saltaron del avión y nos dimos la mano.

Era 1936, el comienzo de nuestra historia…

Saltaron desde el ala del Moth. Clifton se dirigió hacia nosotros con el frasco de licor en la mano y todos probamos el alcohol caliente. Le encantaban las ceremonias. Había bautizado su avión con el nombre de Rupert Bear. No creo que le gustara el desierto, pero sentía hacia él un afecto inspirado por la admiración hacia nuestro austero orden, en el que quería encajar: como un alegre universitario que respeta el silencio de una biblioteca. No esperábamos que trajera a su esposa, pero nos mostramos -supongo- corteses al respecto. Ahí la teníamos recogiendo arena en su melena.

¿Qué éramos para aquella joven pareja? Algunos de nosotros habíamos escrito libros sobre la formación de las dunas, la desaparición y reaparición de los oasis, la cultura perdida de los desiertos. Parecía que sólo nos interesaban cosas que no podían comprarse ni venderse, carentes de interés para el mundo exterior. Debatíamos sobre latitudes o sobre un acontecimiento sucedido setecientos años atrás. Los teoremas de la exploración: como el de que Abd el Malik Ibrahim el Zaya, quien vivía en el oasis de Zuck dedicado al pastoreo de camellos, había sido el primer hombre de aquellas tribus que había entendido el concepto de fotografía.

La luna de miel de los Clifton tocaba a su fin. Yo me separé de ellos y de los demás, fui a ver a un hombre de Kufra y pasé días con él poniendo a prueba teorías que no había expuesto a los demás miembros de la expedición. Regresé al campamento de El Jof tres noches después.

El fuego del desierto estaba entre nosotros: los Clifton, Madox, Bell y yo. Si uno de nosotros se echaba hacia atrás unos centímetros, desaparecía en las tinieblas. Katharine Clifton se puso a recitar y mi cabeza abandonó la aureola que rodeaba el fuego de ramitas en el campamento.

Su rostro tenía reminiscencias clásicas. Sus padres eran famosos, al parecer, en el mundo de la historia del derecho. Yo soy una persona que no disfrutó con la poesía hasta que oyó a una mujer recitárnosla. Y en aquel desierto ella revivió su época universitaria ante nosotros para describir las estrellas, del mismo modo que Adán se las enseñó con ternura a una mujer valiéndose de metáforas elegantes.

Esos astros, aun invisibles en lo profundo de la noche,

No brillan, pues, en vano; no pienses que, aunque hombres

No hubiera, carecería de espectadores el Cielo y de

Alabanzas; millones de criaturas espirituales recorren la

Tierra invisibles, cuando en vela estamos y cuando

Dormimos; todas ellas sin cesar de alabarlo día y noche

Sus obras contemplan: cuántas veces desde la falda de

Una colina o un bosquecillo en que el eco resuena voces

Hemos oído celestiales en el aire de la medianoche,

Solas o respondiéndose, que cantaban a su Creador…

Aquella noche me enamoré de una voz. Sólo una voz. No quería oír nada más. Me levanté y me marché.


Aquella mujer era un sauce. ¿Qué aspecto tendría en invierno, a mi edad? La veo aún, siempre, con los ojos de Adán: sus torpes miembros al saltar de un avión, al agacharse entre nosotros para avivar el fuego, su codo alzado y apuntado hacia mí al beber de una cantimplora.

Unos meses después, un día en que habíamos salido en grupo, estaba bailando conmigo un vals en El Cairo. Aunque ligeramente bebida, la expresión de su cara era impenetrable. Incluso ahora creo que nunca se mostró su rostro más revelador que en aquella ocasión, en que los dos estábamos medio bebidos y no éramos amantes.

Durante todos estos años he estado intentando descubrir qué quería transmitirme con aquella mirada. Parecía desprecio. Ésa fue mi impresión. Ahora creo que estaba estudiándome. Era una persona inocente y algo en mí le extrañaba. Yo estaba comportándome como suelo hacerlo en los bares, pero aquella vez no con la compañía idónea. Soy de los que no mezclan los códigos de comportamiento. Me había olvidado de que ella era más joven que yo.

Estaba estudiándome, pura y simplemente. Y yo la observaba para descubrir un falso movimiento en su mirada como de estatua, algo que la traicionara.


Dame un mapa y te construiré una ciudad. Dame un lápiz y te dibujaré una habitación en El Cairo meridional, con mapas del desierto en la pared. El desierto estaba siempre entre nosotros. Al despertar, podía alzar los ojos y ver el mapa de los antiguos asentamientos a lo largo de la costa mediterránea -Gazala, Tobruk, Mersa Matruth- y al sur los wadis pintados a mano, rodeados por los matices de amarillo que invadíamos, en los que intentábamos perdernos. «Mi tarea consiste en describir brevemente las diversas expediciones que han abordado el GilfKebir. Después el doctor Bermann nos trasladará al desierto, tal como era hace miles de años.»


Así hablaba Madox a otros geógrafos en Kensigton Gore. Pero en las actas de la Sociedad Geográfica no se menciona el adulterio. Nuestro cuarto nunca apareció en los detallados informes en que se describía cada montículo y cada incidente de la historia.


En la calle de El Cairo en que se vendían los loros importados, aves exóticas y casi dotadas de la palabra amonestaban a los transeúntes. Gritaban y silbaban en filas, como una avenida emplumada. Yo sabía qué tribu había recorrido determinada ruta de la seda o de los camellos y las había traído en sus pequeños palanquines por los desiertos. Viajes de cuarenta jornadas, después de que las hubieran capturado los esclavos o las hubiesen recogido, como si fueran flores, en jardines ecuatoriales y después las hubiesen metido en jaulas de bambú para que entraran en el río del comercio. Parecían novias en un cortejo medieval.

Nos paseábamos entre ellos. Estaba enseñándole una ciudad que ella no conocía.

Me tocó la muñeca con la mano.

«Si te ofreciera mi vida, la rechazarías, ¿verdad?»

No dije nada.

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