VII. INSITU

Westbury, Inglaterra, 1940


Kirpal Singh se puso de pie en el punto del lomo del caballo en el que debería haber estado la silla de montar. Al principio se limitó a permanecer de pie en el lomo del caballo y detenerse a saludar a quienes no podía ver, pero estarían mirándolo, lo sabía. Lord Suffolk lo observó con los prismáticos y vio al joven saludar con los dos brazos en alto.

Después bajó por el gigantesco y blanco caballo de creta de Westbury, por la blancura del caballo labrado en la colina. Ahora era una figura negra, pues el fondo intensificaba la obscuridad de su piel y su uniforme caqui. Si los prismáticos estaban bien enfocados, lord Suffolk vería la fina línea del cordón rojo en el hombro de Singh, que indicaba su unidad de zapadores. A ellos debía de parecerles que bajaba por un mapa de papel recortado en forma de animal, pero Singh sólo tenía conciencia de sus botas, que arañaban la áspera creta blanca, al bajar la pendiente.

También Miss Morden bajaba despacio, tras él, la colina, con una mochila al hombro y apoyándose en una sombrilla plegada. Se detuvo a tres metros del caballo, abrió la sombrilla y se sentó a su sombra. Después abrió sus cuadernos de notas.

«¿Me oye?», preguntó Singh.

«Sí, perfectamente.» Se limpió la creta de las manos con la falda y se ajustó las gafas. Alzó la vista a lo lejos, como había hecho Singh, y saludó a quienes no podía ver.

Singh la apreciaba. En efecto, era la primera inglesa con la que había hablado de verdad desde que había llegado a Inglaterra. Había pasado la mayor parte del tiempo en el cuartel de Woolwich. En los tres meses que llevaba allí sólo había conocido a otros indios y a oficiales ingleses. En la cantina de la naafi una mujer respondía, si se le hacía una pregunta, pero las conversaciones con las mujeres se limitaban a dos o tres frases.

Era el segundo hijo. El hijo mayor iba al ejército, el segundo se hacía médico y el siguiente comerciante. Una antigua tradición en su familia. Pero todo había cambiado con la guerra. Se incorporó a un regimiento sij y lo enviaron a Inglaterra. Después de los primeros meses en Londres, se había ofrecido voluntario para una unidad de ingenieros destinada a la desactivación de las bombas de acción retardada y las que no hubieran estallado. En 1939 las órdenes de las autoridades eran ingenuas: De las bombas que no hayan estallado se hará cargo el ministerio del Interior, que encargará su recogida a agentes del ARP y de la policía para que las entreguen en los depósitos oportunos, donde miembros de las fuerzas armadas las detonarán en su momento.

Hasta 1940 no se encargó el Ministerio de la Guerra de la desactivación de bombas, tarea que después delegó, a su vez, en el Real Cuerpo de Ingenieros. Se crearon veinticinco unidades de artificieros. Carecían de equipo técnico y sólo disponían de martillos, escoplos y herramientas de peones camineros. No había especialistas.


Una bomba se compone de las siguientes partes:

1. Un recipiente o caja de la bomba.

2. Una espoleta.

3. Una carga de iniciación o multiplicador.

4. Una carga principal de explosivo instantáneo.

5. Accesorios superestructurales: aletas, agarraderas, Kopfrings, etc.


El 80 por ciento de las bombas arrojadas por aviones sobre Gran Bretaña eran de paredes finas, bombas de uso general. Por lo general, pesaban entre cincuenta y cien kilos. Las bombas de una tonelada se llamaban Hermann o Esau; las de dos toneladas, Satán.


Después de las largas jornadas de adiestramiento, Singh se quedaba dormido con los diagramas y los gráficos en las manos. Entraba medio dormido en el laberinto de un cilindro, pasaba junto al ácido pícrico, el multiplicador y los condensadores y llegaba a la espoleta, en lo más profundo del cuerpo principal. Entonces se despertaba de repente.

Cuando una bomba daba en el blanco, la resistencia hacía que un temblador activara y encendiera el fulminante de la espoleta. La miniexplosión saltaba al multiplicador y hacía que la pentrita detonara, lo que liberaba el ácido pícrico, que, a su vez, explosionaba la carga principal de TNT, amatol y polvo de aluminio. El trayecto desde el temblador hasta la explosión duraba un microsegundo.

Las bombas más peligrosas eran las lanzadas desde baja altitud, pues no se activaban hasta que tocaban el suelo. Esas bombas no detonadas quedaban enterradas en las ciudades y los campos y permanecían inactivas hasta que algo -el bastón de un agricultor, la rueda de un coche, el choque de una pelota de tenis contra la caja- activaba los contactos y estallaban.

Singh fue trasladado en un camión con los demás voluntarios al departamento de investigación de Woolwich. En aquella época el porcentaje de víctimas en las unidades de artificieros era espantosamente elevado, si tenemos en cuenta que había muy pocas bombas que no explotasen. En 1940, después de que Francia cayera y Gran Bretaña se encontrara en estado de sitio, la situación empeoró.

Los bombardeos comenzaron en agosto y de repente, en un mes, hubo que hacerse cargo de 2.500 bombas que no habían estallado. Se cerraron carreteras, se abandonaron fábricas. En septiembre, el número de bombas activas había llegado a 3.700. Se crearon cien nuevas brigadas de artificieros, pero aún no se entendía cómo funcionaban las bombas. La esperanza de vida en esas unidades era de diez semanas.

Fue la época heroica de la desactivación, un período de proezas individuales, en el que la urgencia y la falta de conocimientos y equipo hacía que se corrieran riesgos fantásticos. (…) Sin embargo, fue una época heroica cuyos protagonistas permanecieron en la obscuridad, pues por razones de seguridad se ocultaban al público sus acciones. Evidentemente, no era conveniente publicar informes que podían ayudar al enemigo a calibrar la capacidad para afrontar las bombas.


En el coche, camino de Westbury, Singh se había sentado en el asiento delantero con Mr. Harts, mientras que Miss Morden iba detrás con lord Suffolk. El Humber pintado de caqui era famoso. Los guardabarros estaban pintados de un rojo vivo -como todos los vehículos de las unidades de artificieros- y por la noche un filtro azul cubría el faro de posición izquierdo. Dos días antes, un hombre que pasó cerca del famoso caballo de creta en los Downs había volado por los aires. Cuando los ingenieros llegaron al lugar, descubrieron que otra bomba había aterrizado en el centro de aquel paraje histórico: en el estómago del gigantesco caballo blanco de Westbury, labrado en las onduladas colinas de creta en 1778. Poco después de aquel suceso, todos los caballos de creta de los Downs -había siete- habían quedado cubiertos con redes de camuflaje, no tanto para protegerlos cuanto para que dejaran de ser evidentes puntos de referencia para las incursiones de los bombarderos sobre Inglaterra.

En el asiento trasero, lord Suffolk iba hablando sobre la migración de los petirrojos desde las zonas de guerra de Europa, la historia de la desactivación de bombas, la crema de Devon. Informaba al joven sij sobre las costumbres de Inglaterra, como si fuera una cultura recién descubierta. Pese a ser lord Suffolk, vivía en Devon y hasta el estallido de la guerra su pasión había sido el estudio de Lorna Doone y la profunda autenticidad histórica y geográfica de esa novela. Pasaba la mayoría de los inviernos recorriendo las aldeas de Branden y Porlock y había convencido a las autoridades de que Exmoor era un lugar ideal para el adiestramiento de los artificieros. Tenía a sus órdenes a doce hombres, talentos procedentes de diversas unidades de zapadores e ingenieros, y Singh era uno de ellos. Pasaban la mayor parte de la semana en el Richmond Park de Londres, donde mientras los gamos corrían a su alrededor, les enseñaban los nuevos métodos de desactivación o trabajaban con bombas no detonadas. Pero los fines de semana iban a Exmoor, donde seguían recibiendo formación por el día y después lord Suffolk los llevaba a la iglesia en la que habían disparado a Lorna Doone durante la ceremonia de su boda. «Le dispararon desde esta ventana o desde la puerta trasera… cuando avanzaba por la nave lateral… y le acertaron en el hombro. Un disparo espléndido, la verdad, si bien reprensible, desde luego. El criminal fue atrapado en los brezales y descuartizado.» A Singh le recordó a uno de los cuentos indios que conocía.

El amigo más íntimo de lord Suffolk en esa región era una mujer aviadora que odiaba la sociedad, pero apreciaba a lord Suffolk. Iban a cazar juntos. Vivía en una casita de campo en Countisbury, sobre un acantilado desde el que se dominaba el canal de Bristol. Lord Suffolk les describía los detalles pintorescos de cada aldea por la que pasaban con el Humber. «Éste es el sitio ideal para comprar bastones de endrino.» Como si Singh estuviera pensando en entrar, con su uniforme y su turbante, en la tienda estilo Tudor de la esquina para ponerse a charlar, como si tal cosa, con los propietarios sobre bastones. Más adelante dijo a Hana que lord Suffolk era el inglés más inglés y mejor que había conocido. Si no hubiera habido guerra, nunca se habría animado a salir de Countisbury y de su retiro, llamado Home Farm, donde, a sus cincuenta años, casado, pero con carácter esencialmente de soltero, meditaba, mientras envejecía, junto con el vino y las moscas del antiguo lavadero, y recorría todos los días los farallones para ir a visitar a su amiga aviadora. Le gustaba reparar aparatos: viejas tinas de lavandería, generadores para instalaciones de fontanería o asadores accionados por ruedas hidráulicas. Había estado ayudando a Miss Swift, la aviadora, a acopiar información sobre los hábitos de los tejones.

Así, pues, el trayecto hasta el caballo de creta de Westbury estuvo jalonado de anécdotas e informaciones. Incluso en guerra lord Suffolk conocía el mejor sitio para parar a tomar el té. Entró con mucha solemnidad en el Salón de Té de Pamela, con un brazo en cabestrillo resultante de un accidente con fulmicotón, e introdujo a los miembros de su clan -secretaria, conductor y zapador-, como si fueran sus hijos. Nadie sabía exactamente cómo había convencido al comité encargado de las bombas no detonadas para que le permitiera crear su equipo experimental de artificieros, pero con sus antecedentes de inventor probablemente tuviese más cualidades que nadie para ello. Era un autodidacta y estaba convencido de que podía entender los motivos y los principios que inspiraban cualquier invento. Había inventado enseguida una camisa con bolsillos que permitía al zapador en pleno trabajo tener espoletas y accesorios al alcance de la mano.

Tomaron el té y esperaron a que les trajeran los bollos charlando sobre la desactivación de bombas in situ.

«Sabe usted, señor Singh, que le tengo confianza, ¿verdad?»

«Sí, señor.» Singh lo adoraba. En su opinión, lord Suffolk era el primer caballero auténtico que había conocido en Inglaterra.

«Ya sabe que lo considero apto para hacerlo tan bien como yo. Miss Morden lo acompañará para tomar notas. Mr. Harts estará un poco más atrás. Si necesita más equipo o más fuerza, toque el silbato de policía y se le unirá. No da consejos, pero entiende perfectamente. Si se niega a hacer algo, querrá decir que no está de acuerdo con usted y yo seguiría su consejo, pero tiene usted autoridad total in situ. Aquí tiene mi pistola. Ahora probablemente sean más complejas las espoletas, pero, nunca se sabe, podría acompañarlo la suerte.

Lord Suffolk se refería a un incidente que lo había hecho famoso. Había descubierto un método para inhibir la espoleta de una bomba de acción retardada: sacaba su revólver reglamentario y disparaba a la cabeza de la espoleta, con lo que detenía el movimiento del aparato de relojería. Cuando los alemanes introdujeron una nueva espoleta en la que la parte superior estaba ocupada por la cápsula de percusión y no por el aparato de relojería, se abandonó aquel método.


Kirpal Singh nunca olvidaría la amistad que se le había brindado. Desde que había entrado en filas, había pasado la mitad del período de guerra en la estela de aquel lord que nunca había salido de Inglaterra y, una vez acabada la guerra, no pensaba salir nunca de Countisbury. Cuando Singh había llegado a Inglaterra, tan lejos de su familia en Punjab, no conocía a nadie. Tenía veintiún años y no había conocido a nadie, salvo soldados. Por eso, cuando leyó el anuncio en el que se pedían voluntarios para una brigada experimental de artificieros, pese a haber oído a otros zapadores hablar de lord Suffolk como de un loco, ya había llegado a la conclusión de que en una guerra había que hacerse con el control y junto a una personalidad o un individuo había más posibilidades de elección y superviviencia.

Era el único indio entre los candidatos. Como lord Suffolk se retrasó, la secretaria condujo a los quince a la biblioteca y les pidió que esperaran. Ella se quedó en el escritorio, copiando nombres, mientras los soldados hacían bromas sobre la entrevista y el examen. No conocía a nadie. Singh se acercó a una pared y observó un barómetro, estuvo a punto de tocarlo, pero se contuvo y se limitó a acercar la cara junto a él. Muy seco, buen tiempo, tormenta,. Susurró las palabras para sus adentros con su nueva pronunciación inglesa. Se volvió a mirar a los otros, paseó la mirada por la sala y se cruzó con la de la secretaria de mediana edad, quien lo miró con expresión severa. Un muchacho indio. Él sonrió y se acercó a las estanterías. Tampoco tocó nada. En determinado momento acercó la nariz a un volumen titulado Raymond o la vida y la muerte de sir Oliver Hodge. Encontró otro título similar: Pierre o las ambigüedades. Se volvió y vio que la mujer tenía otra vez los ojos clavados en él. Se sintió tan culpable como si se hubiera metido el libro en el bolsillo. Probablemente fuese la primera vez que ella veía un turbante. ¡Hay que ver cómo son los ingleses! Les parece normal que luches por ellos, pero se niegan a hablarte. Singh y las ambigüedades.

Durante el almuerzo conocieron a un lord Suffolk muy campechano, que sirvió vino a todos los que lo desearon y rió con ganas de todos los chistes de los reclutas. Por la tarde todos fueron sometidos a un examen extraño, consistente en volver a montar una pieza de maquinaria sin información previa sobre su función. Les dieron dos horas, pero podían salir en cuanto hubieran resuelto el problema. Singh acabó el examen rápidamente, pero pasó el resto del tiempo inventando otros objetos que podían hacerse con los diversos componentes. Tuvo la sensación de que, de no ser por su raza, sería fácil que lo admitiesen. Procedía de un país en el que las matemáticas y la mecánica eran capacidades innatas. Nunca se destruían los coches. Se cogían las piezas y se readaptaban en una máquina de coser o una bomba de agua de la misma aldea. Se volvía a tapizar el asiento trasero de un Ford y se lo convertía en un sofá. La mayoría de los habitantes de su aldea llevaban encima con más probabilidad una llave inglesa o un destornillador que un lápiz. De modo que las piezas no imprescindibles de un coche pasaban a formar parte del reloj de pared de un abuelo, de una polea para riego o del mecanismo de rotación de una silla de oficina. Se encontraban con facilidad antídotos para los desastres mecanizados. No se enfriaba un motor recalentado con nuevos manguitos de goma, sino recogiendo excremento de vaca y aplicándolo en torno al condensador. Con la superabundancia de piezas que vio en Inglaterra se habría podido mantener en marcha el continente indio durante doscientos años.

Fue uno de los tres candidatos seleccionados por lord Suffolk. Aquel hombre que no le había hablado (y no se había reído con él, por la sencilla razón de que no había hecho ningún chiste) cruzó la sala y le pasó el brazo por el hombro. La severa secretaria resultó ser Miss Morden, quien acudió con una bandeja y dos grandes copas de jerez, entregó una a lord Suffolk y, tras decir: «Sé que usted no bebe», se quedó con la otra y, al tiempo que brindaba por Singh, le dijo: «Enhorabuena, su examen ha sido espléndido, si bien, antes de que lo hiciera, ya estaba segura de que iba a resultar usted seleccionado.»

«Miss Morden tiene un don para apreciar el carácter de las personas. Tiene olfato para reconocer a las personas brillantes y con carácter.»

«¿Carácter, señor?»

«Sí. Desde luego, no es necesario, en realidad, pero es que vamos a trabajar juntos. Aquí somos en muchos sentidos como una familia y antes del almuerzo Miss Morden ya lo había seleccionado a usted.»

«He tenido que hacer un gran esfuerzo para no guiñarle un ojo, Mr. Singh.»

Lord Suffolk volvió a pasar el brazo por el hombro de Singh y lo llevó hasta la ventana.

«He pensado que, como no tenemos que empezar hasta mediados de la próxima semana, me gustaría invitar a algunos miembros de la unidad a visitar mi Home Farm. En Devon podremos compartir nuestros conocimientos y conocernos mejor. Puede usted venir con nosotros en el Humber.»


De modo que había conseguido el ingreso y se había liberado de la caótica maquinaria de la guerra. Después de un año en el extranjero, entró en una familia, como si fuera el hijo pródigo de regreso, le ofrecieron un puesto a la mesa y le brindaron conversación.

Cuando cruzaron los lindes de Somerset y entraron en Devon por la carretera costera que dominaba el canal de Bristol, era casi de noche. Mr. Harts se internó por la estrecha senda bordeada de brezo y rododendros, que la mortecina luz teñía de púrpura. La distancia hasta la casa era de cuatro kilómetros.

Aparte de la trinidad formada por Suffolk, Morden y Harts, había seis zapadores, que componían la unidad. Durante el fin de semana se pasearon por los brezales en torno a la casa de piedra. Miss Swift, la aviadora, que se había unido a la Miss Morden, lord Suffolk y su esposa, dijo a Singh que siempre había deseado sobrevolar la India. Singh, alejado de su cuartel, no tenía idea de dónde se encontraba. En lo alto del techo había un mapa enrollado. Una mañana en que estaba solo, desplegó el mapa hasta tocar el suelo. Countisbury y su región. Cartografiado por R. Fornes. Trazado por encargo de Mr. James Halliday.

«Trazado por encargo de…» Los ingleses estaban empezando a encantarle.


Estaba con Hana en la tienda nocturna, cuando le contó la explosión en Erith. Una bomba de 250 kilos estalló en el momento en que lord Suffolk intentaba desactivarla. Mató también a Mr. Fred Harts y Miss Morden y a cuatro zapadores a los que lord Suffolk estaba adiestrando. Corría mayo de 1941. Singh llevaba un año en la unidad de Suffolk. Aquel día estaba trabajando con el teniente Blackler, desactivando una bomba Satán en la zona de Elephant and Castle. Habían estado trabajando juntos con la bomba de dos toneladas y estaban exhaustos. Recordó que en plena tarea había levantado la vista y había visto a dos oficiales de artificieros que lo señalaban y se había preguntado qué sucedería. Probablemente significara que habían encontrado otra bomba. Eran más de las diez de la noche y estaba peligrosamente cansado. Había otra esperándolo. Reanudó su tarea.

Cuando hubieron acabado con la Satán, se dirigió, para ahorrar tiempo, hacia uno de los oficiales, que al principio se había vuelto a medias, como si fuera a marcharse.

«Sí, dígame. ¿Dónde está?»

El hombre le cogió la mano derecha y Singh comprendió que algo grave había sucedido. El teniente Blackler estaba detrás de él y, cuando el oficial les contó lo que había ocurrido, puso las manos en los hombros de Singh y las apretó.

Se trasladó en coche a Erith. Había adivinado lo que el oficial no se atrevía a pedirle. Sabía que aquel hombre no habría ido hasta allí sólo para notificarle las muertes. Al fin y al cabo, estaban en guerra. Eso quería decir que en algún punto cercano había otra bomba, probablemente del mismo modelo, y ésa era la única oportunidad de averiguar la causa del accidente.

Quería hacerlo solo. El teniente Blackler se quedaría en Londres. Eran los únicos que quedaban de la unidad y habría sido imprudente arriesgar la vida de los dos. Si lord Suffolk había fallado, debía de haber algún elemento nuevo. En cualquier caso, quería hacerlo solo. Cuando dos hombres trabajaban juntos, tenía que haber un fundamento lógico. Tenían que compartir y transigir sobre las decisiones.

Durante el viaje nocturno, mantuvo a raya sus emociones. Para que pudiese mantener la mente despejada, era necesario que estuviesen aún vivos. Miss Morden bebiendo un whisky doble y fuerte, antes de pasar al jerez. Así podría beber más despacio, mantener la compostura de una dama durante el resto de la velada. «Usted, Mr. Singh, no bebe, pero, si lo hiciera, debería seguir mi ejemplo: un whisky bien servido y después se puede tomar a sorbitos como un buen cortesano.»

Y luego había lanzado una de sus secas risitas. Era la única mujer que iba a conocer en su vida que llevara siempre consigo dos botellitas de plata. Conque estaba aún bebiendo y lord Suffolk mordisqueando sus bizcochos de estilo Kipling.

La otra bomba había caído a ochocientos metros de distancia, otra SC-250 kg. Parecía de la clase habitual. Habían desactivado centenares de ellas, la mayoría de memoria. Así avanzaba la guerra: cada seis meses más o menos, el enemigo cambiaba algo, aprendían el truco, el capricho, el contrapunto, y se lo enseñaban al resto de las unidades. Ahora se encontraban en una fase nueva.

No llevó a nadie con él. Iba a tener que recordar todos los pasos. El sargento que lo había llevado, llamado Hardy, se iba a quedar en el jeep. Le habían insinuado que esperara hasta la mañana siguiente, pero preferían -lo sabía- que lo hiciese en aquel momento. La SC-250 kg era muy común. Si había algún cambio, tenían que saberlo enseguida. Les pidió que telefonearan por adelantado para que tuvieran preparadas las luces. No le importaba trabajar cansado, pero quería hacerlo con luces adecuadas y no con los simples faros de dos jeeps.

Cuando llegó a Erith, ya estaba iluminada la zona de la bomba. A la luz del día -de un día inocente-, habría sido un campo: setos, tal vez un estanque. Ahora era un coso. Tenía frío y pidió prestado el jersey a Hardy y se lo puso sobre el suyo. De todos modos, las luces daban calor. Cuando se acercó a la bomba, todavía estaban vivos en su cabeza. Examen.

A la potente luz, se apreciaba con precisión la porosidad del metal. Entonces se olvidó de todo, excepto la desconfianza. Lord Suffolk había dicho que puede existir un jugador brillante de ajedrez de diecisiete años, de trece incluso, que podría vencer a un gran maestro, pero a esa edad no puede existir un jugador brillante de bridge. El bridge depende del carácter, del propio y del de los oponentes. Hay que tener en cuenta el carácter del contrincante. Lo mismo se puede decir de la desactivación de bombas. Es una partida de bridge a dos manos. Tienes un enemigo y no tienes compañero. A veces, para los exámenes les hago jugar al bridge. La gente cree que una bomba es un objetivo mecánico, un enemigo mecánico, pero se ha de tener en cuenta que alguien la hizo.


La pared de la bomba se había abierto al estrellarse contra el suelo y Singh veía el material explosivo dentro. Tuvo la sensación de que lo estaban mirando y se negó a optar por Suffolk o por el inventor de aquel artefacto. La intensidad de la luz artificial lo había reanimado. Dio vueltas alrededor de la bomba, al tiempo que la observaba desde todos los ángulos. Para extraer la espoleta, iba a tener que abrir la cámara principal y pasar junto a la carga explosiva. Desabrochó la mochila y, con una llave universal, giró y sacó con cuidado la placa de la parte trasera de la envoltura de la bomba. Miró en su interior y vio que, con el golpe, el estuche de la espoleta se había soltado de la envoltura. Podía ser buena suerte… o mala; aún no podía saberlo. El problema estribaba en que aún no sabía si estaba ya en marcha el mecanismo, si se había accionado ya. Se encontraba de rodillas, inclinado sobre la bomba, contento de estar solo, de vuelta en el mundo de las opciones claras -girar a la derecha o a la izquierda, cortar aquí o allá-, pero estaba cansado y aún sentía rabia.

No sabía de cuánto tiempo disponía. Esperar demasiado entrañaba más peligro. Al tiempo que sujetaba firmemente la nariz del cilindro entre las botas, metió la mano, arrancó el estuche de la espoleta y lo sacó de la bomba. Tan pronto lo hubo hecho, se echó a temblar. Ya lo tenía fuera. Ahora la bomba era prácticamente inofensiva. Colocó en la hierba la espoleta con su maraña de cables, que, a aquella luz, se veían claros y brillantes.

Empezó a arrastrar la envoltura principal hacia el camión, a unos cincuenta metros de allí, para que sus compañeros vaciaran su contenido explosivo puro. Mientras lo hacía, una tercera bomba estalló a unos cuatrocientos metros de distancia y el cielo se iluminó, con lo que hasta las lámparas de arco parecieron sutiles y humanas.

Un oficial le dio una taza de Horlicks que contenía algún alcohol y volvió solo hasta el estuche de la espoleta. Inhaló los vapores de la bebida.

Ya no había peligro grave. Si se equivocaba, la pequeña explosión podía arrancarle la mano, pero, de no tenerla pegada al corazón en el momento del impacto, no moriría. Ahora el problema era simplemente el problema: la espoleta, la nueva «bromita» que había en la bomba.

Iba a tener que deshacer el laberinto de cables para devolverles su disposición original. Volvió hasta donde estaba el oficial y le pidió el termo con el resto de la bebida caliente. Después regresó otra vez junto a la espoleta y se sentó. Era la una de la mañana más o menos. Lo suponía, porque no llevaba reloj. Durante media hora, se limitó a mirarla con una lupa, como un monóculo que le colgaba del ojal. Se dobló y observó el metal para ver si tenía algún indicio de otras marcas que hubiera podido dejar una laña. Nada.

Más adelante iba a necesitar distracciones. Más adelante, cuando tuviera en la cabeza toda una historia personal de acontecimientos e instantes, iba a necesitar algo equivalente al ruido blanco para que eliminara o enterrase todo, mientras pensaba en los problemas que tenía delante. El receptor de radio y su música de orquesta a todo volumen vendrían después, como una lona que lo protegería contra la lluvia de la vida real, pero ahora algo le llamaba la atención a lo lejos, como el reflejo de un relámpago en una nube. Harts, Morden y Suffolk estaban muertos, de repente eran meros nombres ya. Sus ojos volvieron a centrarse en la caja de la espoleta.

Empezó a dar vueltas a la espoleta en su cabeza, mientras examinaba las posibilidades lógicas. Después la puso horizontal otra vez. Tras inclinarse y acercarle el oído hasta tocar el metal, desatornilló el multiplicador. No se oyó ningún clic. Se desprendió en silencio. Separó con tacto las secciones de relojería de la espoleta y las dejó aparte. Cogió el tubo de la cavidad de la espoleta y lo examinó. No vio nada. Estaba a punto de dejarlo sobre la hierba, cuando vaciló y volvió a llevarlo ante la luz. No había notado nada extraño, excepto el peso. Si no hubiera estado buscando una trampa, nunca se le habría ocurrido pensar en el peso. Por lo general, lo único que hacían era escuchar o mirar. Ladeó el tubo con cuidado y el peso cayó hacia la abertura. Era otro multiplicador -todo un artefacto distinto- para frustrar cualquier intento de desactivación.

Sacó despacio el artefacto y desatornilló el multiplicador. El artefacto emitió un destello blanco-verdoso y un chasquido. La segunda espoleta se había disparado. La sacó y la colocó junto a las otras partes sobre la hierba. Volvió hasta el jeep.

«Había otro multiplicador», murmuró. «He tenido mucha suerte de poder separar esos cables. Llama al cuartel general y averigua si hay otras bombas.»

Apartó a los soldados del jeep, colocó un banco poco estable y pidió que apuntaran las lámparas de arco hacia él. Se inclinó, recogió los tres componentes y los colocó a treinta centímetros uno de otro sobre el improvisado banco. Ahora tenía frío y, al exhalar el aire, más caliente, de su cuerpo, sus labios dibujaron una pluma. Levantó la vista. A lo lejos se veía a unos soldados que seguían vaciando el explosivo principal. Escribió unas notas rápidas y entregó a un oficial la solución para la nueva bomba. Naturalmente, no la entendía del todo, pero esa información les resultaría útil.

Cuando el sol entra en una habitación en la que hay fuego, éste desaparece. Había adorado a lord Suffolk y las insólitas enseñanzas que le impartía, pero su ausencia allí, en la medida en que todo dependía ahora de Singh, significaba que en adelante habría de encargarse de todas las bombas de aquella variedad por desactivar en la ciudad de Londres. De pronto tenía un panorama preciso de su responsabilidad, algo inherente, comprendió, a la personalidad de lord Suffolk. Esa comprensión fue lo que más adelante le inspiró la necesidad de interrumpir prácticamente el contacto con el exterior, mientras trabajaba con una bomba. Era de los que nunca sentían interés por la coreografía del poder. Se sentía incómodo con el trasiego de planes y soluciones. Sólo se sentía capaz para el reconocimiento del terreno, el hallazgo de una solución. Cuando tomó conciencia de la muerte de lord Suffolk, concluyó la labor que tenía asignada y volvió a alistarse en la anónima maquinaria de la guerra. Iba a bordo del buque de transporte MacDonald, que trasladaba a otros cien zapadores a la campaña italiana. En ella los utilizaron no sólo para las bombas, sino también para construir puentes, limpiar escombros e instalar vías para el paso de ferrocarriles blindados. Allí se ocultó durante el resto de la guerra. Pocos recordaban al sij que había pertenecido a la unidad de Suffolk. Al cabo de un año disolvieron la unidad, que quedó olvidada, y el teniente Blackler fue el único que ascendió a oficial gracias a su talento.

Pero aquella noche, mientras Singh pasaba por Lewisham y Blackheath camino de Erith, sabía que había asimilado mejor que ningún otro zapador los conocimientos de lord Suffolk. Esperaban de él que fuera su clarividente sucesor.

Estaba aún delante del camión cuando oyó el silbato que indicaba que iban a apagar las lámparas de arco. Al cabo de treinta segundos, habían substituido la luz metálica por bengalas de azufre en la parte trasera del camión: otra incursión de bombarderos. Aquellas luces menos intensas podían apagarlas, cuando oyeran los aviones. Se sentó en la lata de gasolina vacía frente a los tres componentes que había sacado de la SC-250 kg, rodeado por los siseos de las bengalas, que, tras el silencio de las lámparas de arco, resultaban ruidosos.

Se sentó a observar y escuchar y en espera de que le revelaran de repente su misterio. Los otros hombres, a cincuenta metros, se mantenían en silencio. Sabía que por el momento era un rey, que manejaba los hilos y podía pedir lo que quisiera, un cubo de arena, un pastel de fruta o lo que necesitara y aquellos hombres, que, no estando de servicio, habrían sido incapaces de cruzar un bar vacío para hablar con él, harían lo que deseara. Le resultaba extraño. Como si le hubieran entregado un traje muy grande en el que pudiese moverse con demasiada holgura y cuyas mangas fuesen arrastrando tras él. Pero sabía que no le gustaba. Estaba acostumbrado a su invisibilidad. En los diversos cuarteles por los que había pasado en Inglaterra no le habían hecho el menor caso y había llegado a preferirlo. La independencia y el celo por la intimidad que Hana vio en él más adelante no se debían sólo a que fuese un zapador en la campaña italiana. Eran también consecuencia de que fuese un anónimo miembro de otra raza, parte del mundo invisible. Se había forjado defensas de carácter contra todo aquello y sólo confiaba en quienes le brindaban su amistad, pero aquella noche en Erith se sentía como si tuviera hilos conectados a él que ponían en acción a todos cuantos a su alrededor carecían de su talento técnico.

Unos meses después había escapado a Italia, había empaquetado la sombra de su profesor en una mochila como en su primer permiso por Navidad había visto hacer al muchacho vestido de verde en el Hippodrome. Lord Suffolk y Miss Morden se habían ofrecido para llevarlo a ver una obra de teatro inglesa. Seleccionó Peter Pan y ellos aceptaron sin rechistar y lo acompañaron a una función en una sala llena de niños que no cesaban de gritar. Ésos eran los recuerdos fantasmales que lo acompañaban cuando estaba tumbado en su tienda con Hana en el pueblecito italiano encaramado en una colina.

Revelar su pasado o rasgos de su carácter habría sido un gesto demasiado estridente. De igual modo que nunca habría podido dirigirse a ella y preguntarle cuál era la razón más profunda de aquella relación. Sentía por ella la misma intensidad de cariño que por aquellos tres ingleses extraños, a cuya mesa comía, que habían contemplado su placer, sus risas y su entusiasmo, al ver al muchacho vestido de verde alzar los brazos y volar en la obscuridad por encima del escenario y regresar a enseñar semejantes prodigios también a la muchacha de la familia condenada a permanecer en la tierra.

En la obscuridad iluminada con bengalas de Erith, había de interrumpir, siempre que, al oírse aviones, hundían, una tras otra, las bengalas de azufre en cubos de arena. Permanecía sentado en la obscuridad colmada de zumbidos y adelantaba la silla para poder inclinarse y colocar el oído junto a los mecanismos de relojería y seguía contando con gran esfuerzo los clics bajo la vibración de los bombarderos alemanes que pasaban por encima.

Entonces sucedió lo que había estado esperando. Al cabo de una hora exactamente, el aparato de relojería se detuvo y la cápsula del percutor explotó. Al quitar el multiplicador principal, se soltaba un percutor invisible que activaba el segundo multiplicador oculto. Estaba programado para que explotara sesenta minutos después: mucho después de que un zapador hubiera supuesto normalmente que la bomba, ya desactivada, no representaba un peligro.

Aquel nuevo artefacto iba a cambiar toda la orientación de la desactivación de bombas de los Aliados. En adelante, toda bomba de acción retardada entrañaría la amenaza de un segundo multiplicador. Los zapadores ya no iban a poder considerar desactivada una bomba tras quitarle la espoleta simplemente. Iban a tener que neutralizar las bombas con la espoleta intacta. Antes, rodeado de lámparas de arco y presa de la rabia, había retirado la segunda espoleta cizallada de la trampa. En la obscuridad sulfurosa bajo la incursión de los bombardeos presenció el destello blanco-verdoso del tamaño aproximado de su mano. Una hora después. Había sobrevivido por pura suerte. Volvió junto al oficial y dijo: «Necesito otra espoleta para asegurarme.» De nuevo encendieron las bengalas a su alrededor. Una vez más se derramó la luz en el círculo de obscuridad en que se encontraba. Siguió probando las nuevas espoletas durante dos horas más. El desfase de sesenta minutos resultó constante.


Pasó en Erith la mayor parte de aquella noche. Por la mañana, al despertarse, se encontró en Londres. No recordaba que lo hubieran traído de vuelta en coche. Se levantó, se acercó a una mesa y se puso a dibujar el esquema de la bomba, los multiplicadores, las espoletas, todo el problema que representaba el ZUS-40, desde la espoleta hasta los anillos de sujeción. Después cubrió el dibujo básico con todas las líneas de ataque posibles para desactivarla: las flechas, dibujadas con precisión, el texto, escrito con claridad, como le habían enseñado. Lo que había descubierto la noche anterior seguía teniendo validez. Había sobrevivido por pura suerte, no había forma de desactivar semejante bomba in situ sin hacerla estallar. Dibujó y escribió todo lo que sabía en la gran hoja de fotocalco. Al pie escribió: Dibujado, por encargo de lord Suffolk, por su alumno el teniente Kirpal Singb, 10 de mayo de 1941.


Después de la muerte de Suffolk, trabajó sin descanso como un loco. Las bombas iban cambiando rápidamente con las nuevas técnicas y artefactos. Estaba destinado en el cuartel de Regent's Park, junto con el teniente Blackler y otros tres especialistas, dedicados a encontrar soluciones y confeccionar diagramas de cada nueva bomba, a medida que llegaban.

Al cabo de doce días de trabajo en la Dirección de Investigación Científica, dieron con la solución: no tener en cuenta la espoleta para nada, olvidar el principio, hasta entonces fundamental, de «desactivar la bomba». Una solución brillante. Rieron, aplaudieron y se abrazaron en el comedor de oficiales. No tenían idea de cuál sería el método substitutorio, pero sabían que en teoría estaban en lo cierto. No se podía resolver el problema abordándolo directamente. Ese era el razonamiento del teniente Blackler.

«Si te encuentras en un cuarto con un problema, no le hables.»

Una ocurrencia repentina. Singh se le acercó y lo expresó de otro modo.

«Entonces lo que debemos hacer es no tocar la espoleta para nada.»

Una vez que llegaron a esa conclusión, alguien dio con la solución al cabo de una semana: un estirilizador de vapor. Se podía abrir un agujero en la envoltura principal de una bomba y después emulsionar el explosivo principal inyectando vapor y hacerlo salir. Con eso quedaba resuelto el problema de momento. Pero entonces Singh se encontraba ya en un barco con destino a Italia.


«Siempre hay garabatos escritos con tiza amarilla en la parte lateral de las bombas. ¿Lo has notado? Como las inscripciones que hacían en nuestros cuerpos con tiza amarilla, cuando estábamos en fila en el patio de Lahore.

»Cuando nos alistamos, formábamos una línea que avanzaba despacio desde la calle hacia el dispensario. Un médico aceptaba o rechazaba nuestros cuerpos con sus instrumentos, nos exploraba el cuello con las manos. Sacaba las tenacillas del Dettol y recogía muestras de nuestra piel.

»Los aceptados iban agrupándose en el patio, con los resultados cifrados escritos en la piel con tiza amarilla. Luego, en la formación, después de una breve entrevista, un oficial indio escribía más inscripciones amarillas en la pizarrita que llevábamos atada al cuello: nuestro peso, edad, distrito, nivel de estudios, estado de la dentadura y la unidad para la que éramos más idóneos.

»No me sentí ofendido. Estoy seguro de que mi hermano sí que se habría ofendido, se habría acercado furioso al pozo, habría subido el cubo y se habría lavado las marcas de tiza. Yo no era como él, aunque lo quería, lo admiraba. Yo tenía la facultad de ver una razón de ser en todas las cosas. Era el que adoptaba una actitud seria y formal en la escuela, que él remedaba y de la que se burlaba. Claro, que yo era mucho menos serio que él; sólo, que detestaba la confrontación. Lo que no me impedía hacer lo que me apetecía o salirme con la mía. Muy pronto había descubierto un espacio del que disfrutábamos sólo los que llevábamos una vida reservada. No discutía con el policía que me impedía circular en bicicleta por determinado puente o entrar por determinada puerta del fuerte, me limitaba a quedarme ahí, inmóvil hasta que me volvía invisible y entonces entraba: como un grillo, como una taza de agua escondida. ¿Entiendes? Eso fue lo que me enseñaron las batallas públicas de mi hermano.

»Pero, para mí, mi hermano fue siempre el héroe de mi familia. Yo iba a remolque de él, de su fama de agitador. Presenciaba el agotamiento que le sobrevenía después de cada protesta, cuando todo su cuerpo se tensaba para responder a tal o cual insulto o ley. Rompió la tradición de nuestra familia y, pese a ser el hermano mayor, se negó a entrar en el ejército. Se negaba a aceptar situación alguna en la que los ingleses tuvieran poder, conque lo metieron en sus prisiones: primero en la cárcel central de Lahore; después, en la de Jatnagar. De noche yacía en el catre con el brazo enyesado en alto, el que le habían roto sus amigos para protegerlo, para impedir que intentara escapar. En la cárcel se volvió más sereno y astuto, más parecido a mí. No se sintió ofendido cuando se enteró de que yo me había alistado para substituirlo y no iba a estudiar Medicina, se echó a reír simplemente y me envió por mediación de mi padre el mensaje de que tuviera cuidado. Nunca combatiría contra mí ni contra lo que yo hiciese. Estaba seguro de que yo tenía un don para la supervivencia, de que era sigiloso y sabía ocultarme.»

Estaba sentado en el mostrador de la cocina hablando con Hana. Caravaggio la cruzó camino del exterior, cargado con cuerdas pesadas que, como decía cuando alguien le preguntaba por ellas, eran asunto suyo. Las llevaba arrastrando y, al cruzar la puerta, dijo: «El paciente inglés quiere verte, chaval.»

«Vale, chaval.»

El zapador se levantó de un brinco del mostrador.

«Mi padre tenía un pájaro -un pequeño vencejo, creo- que conservaba a su lado, tan esencial para su bienestar como un par de gafas o un vaso de agua durante la comida. Lo llevaba consigo por toda la casa, hasta cuando entraba a su alcoba. Cuando se iba al trabajo, llevaba colgada la jaulita en el manillar de la bicicleta.»

«¿Vive aún tu padre?»

«Oh, sí. Creo que sí. Hace tiempo que no recibo carta. Y es probable que mi hermano siga en la cárcel.»

Seguía recordando una cosa. Se encontraba en el caballo blanco. Sentía calor en la colina de creta y el blanco polvo se arremolinaba en torno a él. Estaba trabajando con el artefacto, que era bastante sencillo, pero por primera vez lo hacía solo. Miss Morden se encontraba a veinte metros de distancia de él, en un punto más alto de la pendiente y tomaba notas sobre lo que él hacía. Sabía que abajo, al otro lado del valle, lord Suffolk lo observaba con los prismáticos.

Trabajaba despacio. El polvo de creta que se levantaba se posaba en todas partes, en sus manos, en el artefacto, por lo que tenía que soplar continuamente las cápsulas de la espoleta y los cables para poder ver los detalles. La guerrera le daba calor. Ño cesaba de llevarse las sudorosas muñecas a la espalda para secárselas. Tenía llenos los diferentes bolsillos del pecho con las piezas sueltas y las que había desmontado. Estaba cansado y comprobaba cada cosa una y otra vez. Oyó la voz de Miss Morden.

«¿Kip?» «Sí.» «Interrumpa por un rato lo que está haciendo, que bajo.» «Más valdría que no lo hiciera, Miss Morden.» «Ya lo creo que sí.»

Se abrochó los botones de los diferentes bolsillos del chaleco y cubrió la bomba con una tela; ella bajó torpemente hasta el caballo blanco y después se sentó junto a él y abrió su mochila. Humedeció un pañuelo de encaje con el contenido de un frasquito de agua de colonia y se lo pasó. «Enjugúese la cara con esto. Lord Suffolk lo usa para refrescarse.» Tras una vacilación, él lo cogió y se frotó la frente, el cuello y las muñecas, como le había indicado. Ella desenroscó la tapa del termo y sirvió té para los dos. Abrió el paquete de papel encerado y sacó unos bizcochos.

Miss Morden no parecía tener prisa por volver a lo alto de la pendiente y recuperar la seguridad y habría resultado grosero recordarle que debía hacerlo. Se puso a comentar, como si tal cosa, el espantoso calor y menos mal que habían reservado habitaciones con baño en la ciudad, lo que era un consuelo por anticipado para todos. Se puso a contar con todo lujo de divagaciones una historia sobre cómo había conocido a lord Suffolk. Ni una palabra sobre la bomba que tenían junto a ellos. El ritmo de trabajo de Kip había aminorado, como cuando medio dormidos releemos una y otra vez el mismo párrafo para intentar encontrar la conexión entre las oraciones. Miss Morden lo había sacado del vórtice del problema. Guardó cuidadosamente todas las cosas en su mochila y, tras poner una mano en el hombro derecho de Kip, volvió a su posición sobre la manta más arriba del caballo de Westbury. Le prestó unas gafas de sol, pero no veía con suficiente claridad con ellas, por lo que las dejó a un lado. Después reanudó el trabajo. El aroma de agua de colonia. Recordó que lo había olido una vez de niño. Tenía fiebre y alguien le había frotado el cuerpo con colonia.

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