V. KATHARINE

La primera vez que soñó con él, despertó chillando junto a su marido.

Se quedó ahí, en su alcoba, boquiabierta y mirando fijamente la sábana. Su marido le puso la mano en la espalda.

«Una pesadilla. No te preocupes.»

«Sí.»

«¿Te traigo un vaso de agua?»

«Sí.»

No quería moverse. No quería volver a tumbarse en esa parte de la cama que habían ocupado.

El sueño había ocurrido en aquella habitación: la mano de él en su cuello (ahora ella la tocaba), la ira que había sentido en él las primeras veces que se habían visto. No, ira no, falta de interés, irritación porque hubiera entre ellos una mujer casada. Estaban doblados como animales y él le había tirado del cuello hacia atrás y no le dejaba respirar en plena excitación.

Su marido le trajo el vaso sobre un platillo, pero ella no pudo levantar las brazos: los tenía débiles y temblorosos. Él le llevó torpemente el vaso hasta la boca para que pudiera tragar el agua clorada, parte de la cual le corrió por la barbilla y le cayó en el estómago. Cuando volvió a tumbarse, apenas tuvo tiempo de pensar en lo que había presenciado, se quedó al instante profundamente dormida.

Esa había sido la primera señal. El día siguiente, lo recordó en algún momento, pero, como estaba ajetreada, se negó a demorarse largo rato preguntándose por su significado y lo desechó; era una colisión accidental en una noche muy concurrida, nada más.

Un año después, aparecieron los otros sueños, más peligrosos, plácidos y, durante el primero de ellos recordó incluso las manos en su cuello y esperó a que la calma entre ellas se mudara en violencia.

¿Quién arrojaba aquellas migas tentadoras? Respecto de un hombre que nunca le había interesado. Un sueño y más adelante otra serie de sueños.


Posteriormente, él explicó que se trataba de la proximidad: la proximidad en el desierto. Es lo que ocurre aquí, dijo. Le gustaba esa palabra: la proximidad del agua, la proximidad de dos o tres cuerpos en un coche recorriendo el Mar de Arena durante seis horas. La rodilla sudada de ella junto a la caja de cambios del camión, su rodilla apartándose, alzándose con los baches. En el desierto tienes tiempo para mirar a todas partes, para teorizar sobre la coreografía de todas las cosas que te rodean.

Cuando hablaba así, ella lo odiaba: su mirada seguía siendo cortés, pero sentía deseos de abofetearlo. Siempre deseaba abofetearlo y comprendió que hasta eso tenía carácter sexual. Para él, todas las relaciones respondían a categorías. La proximidad o la distancia te marcaba. De igual modo que las historias de Herodoto ilustraban, para él, todas las sociedades. Se imaginaba que era experto en los usos del mundo que esencialmente había abandonado años atrás para esforzarse desde entonces por explorar un mundo, a medias inventado, del desierto.


En el aeródromo de El Cairo cargaron el equipo en los vehículos, mientras su marido se quedaba a comprobar el circuito del carburante del Moth antes de que los tres hombres partieran, la mañana siguiente. Madox fue a una de las embajadas a enviar un cable. Y él iba a ir a la ciudad a emborracharse, la habitual velada de despedida en El Cairo: iría al Casino Opera de Madame Badin y después desaparecería en las calles situadas detrás del hotel Pasha. Antes de iniciar la velada haría el equipaje, lo que le permitiría subir al camión la mañana siguiente, aun con la resaca.

Conque la llevó en coche a la ciudad. El aire estaba húmedo y el tráfico, a esa hora, denso y lento.

«Hace tanto calor que necesito una cerveza. ¿Quieres una también?»

«No, he de hacer muchos recados en las dos próximas horas. Tendrás que disculparme.»

«No te preocupes», dijo ella. «No quiero entretenerte.»

«Cuando vuelva, me tomaré una cerveza contigo.»

«Dentro de tres semanas, ¿verdad?»

«Más o menos.»

«Me gustaría acompañaros.»

Él no respondió nada a eso. Cruzaron el puente Bulaq y el tráfico empeoró: demasiados carros, demasiados peatones, dueños de las calles. Tomó un atajo bordeando el Nilo hacia la zona meridional, donde se encontraba, justo después del cuartel, el hotel Semíramis, en el que se alojaba ella.

«Esta vez vas a encontrar Zerzura, ¿verdad?»

«Esta vez la voy a encontrar.»

Se estaba comportando como en las primeras ocasiones en que se habían visto. Apenas la miraba mientras conducía, ni siquiera cuando el tráfico los obligaba a permanecer parados más de cinco minutos.

En el hotel estuvo excesivamente educado. Cuando se comportaba así, a ella le gustaba aún menos; todos tenían que aparentar que se trataba de cortesía, elegancia. Le recordaba a un perro vestido. Que se fuera a paseo. Si su marido no hubiese tenido que trabajar con él, habría preferido no volver a verlo.

Sacó la maleta de ella del maletero y ya se disponía a llevarla hasta el vestíbulo.

«Dame, ya puedo llevarla yo.» Cuando bajó del asiento del pasajero, ella tenía la camisa empapada.

El portero se ofreció a llevar la maleta, pero él dijo: «No, quiere llevarla ella.» Ella volvió a sentirse irritada por su presunción. El portero se separó de ellos. Ella se volvió hacia él, quien le pasó la bolsa, y se quedó mirándolo, al tiempo que con las dos manos alzaba torpemente su pesada maleta.

«Bueno, pues adiós. Buena suerte.»

«Sí. No temas por ellos, yo me encargo de que no les ocurra nada.»

Ella asintió con la cabeza. Estaba en la sombra y él -como si no notara su violencia- en el sol.

Entonces se acercó un poco más a ella, lo que la hizo pensar por un instante que iba a abrazarla, pero se limitó a adelantar el brazo derecho y retirarlo al instante, al tiempo que rozaba ligeramente el cuello de ella con todo su húmedo antebrazo.

«Adiós.»

Volvió hasta el camión. Ella sentía ahora su sudor, como sangre dejada por una cuchilla que el gesto del brazo de él parecía haber imitado.


Ella tomó un cojín y se lo colocó en el regazo, como para escudarse de él. «Si me haces el amor, no mentiré para ocultarlo y, si te lo hago yo, tampoco.»

Se llevó el cojín al corazón, como si deseara sofocar esa parte de sí que se había desmandado.

«¿Qué es lo que más detestas?», preguntó él.

«La mentira. ¿Y tú?»

«La posesividad», dijo él. «Cuando me dejes, olvídame.»

El puño de ella salió disparado hacia él y le golpeó con fuerza en el hueso debajo del ojo. Se vistió y se marchó.


Todos los días, al volver a casa, se miraba el cardenal en el espejo. Le entró curiosidad, no tanto por el cardenal cuanto por la forma de su cara. Las largas cejas en las que nunca se había fijado en realidad, las primeras canas en su cabello rojizo. Llevaba años sin mirarse así en un espejo. ¡Qué ceja más larga!


Nada podía apartarlo de ella.

Cuando no estaba en el desierto con Madox o con Bermann en las bibliotecas árabes, se reunía con ella en el parque Groppi, junto a los jardines de ciruelos, abundantemente regados. Allí era donde ella se encontraba más a gusto, pues echaba de menos la humedad, siempre le habían gustado los setos verdes y los helechos, mientras que para él tanta verdura era como un carnaval.

Desde el parque Groppi daban un rodeo para entrar en la ciudad antigua, El Cairo meridional, mercados a los que pocos europeos acudían. Las paredes de sus cuartos estaban cubiertas de mapas y, pese a sus intentos de amueblar el piso, seguía dando la impresión de un campamento.

Yacían abrazados, con el pulso y la sombra del ventilador por encima de ellos. Había pasado toda la mañana trabajando con Bermann en el museo arqueológico, cotejando textos árabes e historias europeas para intentar reconocer ecos, coincidencias, cambios de nombre: remontándose desde Herodoto hasta el Kitab al Kanuz, en el que Zerzura recibe el nombre de la mujer que se baña junto a una caravana del desierto. Y también allí había el lento parpadeo de la sombra de un ventilador y aquí también el intercambio íntimo y el eco de una historia de la infancia, una cicatriz, una forma de besar.


«No sé qué hacer. ¡No sé qué hacer! ¿Cómo puedo ser tu amante? Él se va a volver loco.»


Una lista de heridas.

Los diversos colores del cardenal: de rojizo intenso a carmelita. El plato que, tras cruzar el cuarto con él y tirar su contenido, ella le rompió en la cabeza, de la que brotó la sangre y tiñó su azafranado cabello. El tenedor que le entró por detrás del hombro y le dejó marcas que el médico supuso causadas por un zorro.

Antes de abrazarla, se paraba a mirar primero qué objetos arrojadizos había en las inmediaciones. Se reunía en público con ella y con otros, cubierto de cardenales o con la cabeza vendada, y explicaba que el taxi había dado un frenazo repentino y se había golpeado con el deflector. O con yodo en la frente que cubría un verdugón. A Madox le preocupaba que se hubiera vuelto de pronto tan propenso a los accidentes. Ella se mofaba en silencio de la inconsistencia de sus explicaciones. Tal vez sea la edad, tal vez necesite gafas, decía su marido, al tiempo que daba un codazo a Madox. Tal vez sea una mujer que haya conocido, decía ella. Mirad, ¿no es eso un arañazo o un mordisco de mujer?

Fue un escorpión, decía él. Androctonus australis.


Una tarjeta postal con el rectángulo dedicado al texto ocupado por una caligrafía pulcra.

La mitad de los días no soporto no poder

tocarte. El resto del tiempo tengo la

sensación de que no me importaría no

volver a verte. No es cosa de moralidad,

sino de capacidad de resistencia.

Sin fecha ni firma.


A veces, cuando ella podía pasar la noche con él, los despertaban los tres minaretes de la ciudad, que iniciaban las plegarias antes del amanecer. Recorrían juntos los mercados de añil situados entre El Cairo meridional y la casa de ella. Los hermosos cantos de fe entraban en el aire como flechas, un minarete respondía a otro, como si se transmitieran un rumor sobre ellos dos, mientras paseaban en el fresco aire matutino, ya cargado con el olor a carbón y cáñamo. Pecadores en una ciudad santa.

Barría con el brazo los platos y los vasos de una mesa de restaurante para que ella levantara la vista en algún otro punto de la ciudad e intentase averiguar la causa de ese ruido. Cuando estaba sin ella. Él, que nunca se había sentido solo en toda la distancia que separaba los pueblos del desierto. Un hombre en un desierto puede recoger la ausencia en las manos juntas en forma de cuenco, porque sabe que lo sostiene más que el agua. Conocía una planta cerca de El Taj, cuyo corazón, si se corta, es substituido por un fluido que tiene propiedades medicinales. Todas las mañanas se puede beber el líquido que cabe en el hueco dejado por el corazón. La planta sigue floreciendo durante un año hasta que por fin muere por falta de algún nutriente.

Estaba tumbado en su cuarto y rodeado de mapas descoloridos. Estaba sin Katharine. El hambre le inspiraba deseos de acabar con todas las normas sociales, toda cortesía.

La vida de ella con otros ya no le interesaba. Sólo quería su majestuosa belleza, el teatro de sus expresiones. Quería la diminuta y secreta imagen que había entre ellos, la profundidad de campo mínima, su intimidad de extraños, como dos páginas de un libro cerrado.


Ella lo había desmembrado.

Y si ella lo había reducido a eso, ¿a qué la había reducido él?


Cuando ella estaba atrincherada tras la muralla de su clase y él estaba a su lado en un grupo más amplio, contaba chistes que a él mismo no le hacían gracia. Presa de la locuacidad -cosa rara en él-, se ponía a atacar la historia de la exploración. Lo hacía cuando se sentía desgraciado. Sólo Madox había advertido ese hábito. Pero ella ni siquiera lo miraba. Sonreía a todo el mundo, a los objetos que había en la habitación, elogiaba una disposición floral, cosas impersonales e insignificantes. Se equivocaba al interpretar el comportamiento de él, al suponer que era eso lo que él quería, y duplicaba el espesor de la muralla para protegerse.

Pero ahora no podía soportar esa muralla en ella. Tú también construyes tus murallas -le decía ella-, conque yo tengo la mía. Al decirlo, su belleza resplandecía hasta un punto que le resultaba insoportable. Con su preciosa ropa, su pálida cara que se burlaba de todos cuantos le sonreían, con su sonrisa desconcertada ante los airados chistes de él, quien continuaba con sus consternadoras afirmaciones sobre tal o cual detalle de alguna expedición de todos conocida.


En el preciso momento en que ella se separó de él a la entrada del bar del Groppi, después de que la hubiera saludado, se sintió enloquecido. Sabía que la única forma como podía aceptar perderla era poder seguir abrazándola o viéndose abrazado por ella, poder ayudarse mutuamente a poner en cierto modo fin a aquello con mimos, no con una muralla.

El sol inundaba su cuarto de El Cairo. Su mano reposaba flaccida -con toda la tensión acumulada en el resto de su cuerpo- sobre el diario de Herodoto y garabateaba las palabras, como si la pluma careciera de consistencia. Apenas pudo escribir la palabra sol, la palabra enamorado.


La única luz que entraba en el piso era la procedente del río y del desierto, más allá. Caía sobre el cuello de ella, su pie, la cicatriz de la vacuna en su brazo derecho, que tanto le gustaba a él. Se sentó en la cama abrazando su desnudez. Él deslizó la palma de la mano abierta por el sudor de su hombro. Este hombro es mío, pensó, no de su marido, es mío. Como amantes se habían ofrecido así partes de sus cuerpos mutuamente, en aquel cuarto, a orillas del río.

En las pocas horas de que habían dispuesto, el cuarto había ido obscureciéndose hasta albergar sólo esa luz: mera luz de río y de desierto. Sólo cuando se producían las escasas descargas de lluvia se acercaban a la ventana y sacaban los brazos, se estiraban para bañarse la mayor parte posible del cuerpo en ella. La gente en las calles acogía con gritos el breve chaparrón.

«Nunca volveremos a amarnos. No podemos volver a vernos.»

«Ya lo sé», dijo él.

La noche en que ella insistió en que rompieran.

Estaba sentada, encerrada en sí misma, en la armadura de su terrible conciencia. Él no podía llegar hasta ella. Sólo su cuerpo estaba próximo a ella.

«Nunca más, pase lo que pase.»

«De acuerdo.»

«Creo que se va a volver loco. ¿Entiendes?»

Él guardó silencio, abandonó los intentos de hacerla abrirse a él.

Una hora después, caminaban en la noche serena. Oían a lo lejos las canciones de gramófono procedentes del cine Música para Todos, con las ventanas abiertas por el calor. Iban a tener que separarse antes del fin de la sesión, por si salía alguien que la conociera.

Estaban en el jardín botánico, cerca de la catedral de Todos los Santos. Ella vio una lágrima y se inclinó hacia adelante, la lamió y se la metió en la boca. Como había lamido la sangre en la mano de él, cuando se cortó al preparar la comida para ella. Sangre. Lágrima. Él se sentía el cuerpo vacío, tenía la sensación de que sólo contuviese humo. Lo único que estaba vivo era la conciencia del deseo y la necesidad futuros. Lo que le habría gustado decir no podía decirlo a aquella mujer, cuya apertura era como una herida, cuya juventud aún no era mortal. No podía alterar lo que más adoraba en ella: su falta de compromiso, gracias a la cual la sensibilidad de los poemas que amaba aún no chocaba con el mundo real. Él sabía que sin esas cualidades no podía haber orden en el mundo.

La noche en que ella había insistido tanto: veintiocho de septiembre. La cálida luz de la luna ya había secado la lluvia en los árboles. Ni una gota fresca podía caer sobre él, como una lágrima. Aquella separación en el parque Groppi. No le había preguntado si su marido estaba en casa, en aquel cuadrado de luz de allá arriba, al otro lado de la calle.

Vio la alta fila de palmeras por encima de ellos, como brazos extendidos. Como la cabeza y el cabello de ella estaban encima de él, cuando era su amante.

Aquella vez no se besaron, tan sólo un abrazo. Se soltó de ella y se alejó y después se volvió. Ella no se había movido. Él regresó hasta pocos metros de ella con un dedo alzado para hacer un comentario.

«Sólo quiero que sepas que aún no te echo de menos.» Con una expresión horrible, pese a que intentaba sonreír.

Ella apartó la cabeza y se golpeó con un poste de la puerta. Él vio que se había hecho daño, notó la mueca de dolor. Pero ya se habían separado y encerrado en sí mismos, habían alzado las murallas, a insistencia de ella. Su espasmo, su dolor, era accidental, intencionado. Se había llevado la mano a la sien.

«Ya me echarás de menos», dijo.


A partir de este punto en nuestras vidas, le había susurrado ella antes, o encontraremos nuestras almas o las perderemos.


¿Cómo puede ocurrir una cosa así? Enamorarse y quedar desmembrado.

Yo estaba en sus brazos. Le había subido la manga de la blusa hasta el hombro para poder verle la cicatriz de la vacuna. Me encanta, dije. Aquella pálida aureola en su brazo. Veo cómo la raspó el instrumento, inoculó el suero después y luego salió de su piel, años atrás, cuando tenía nueve años, en el gimnasio de un colegio.

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