III. CIERTA VEZ UN FUEGO

La última guerra medieval fue la que tuvo por escenario Italia en 1943 y 1944. Los ejércitos de nuevos reyes se lanzaron irreflexivos contra ciudades fortificadas, encaramadas en altos promontorios, que diferentes bandos se habían disputado desde el siglo VIII. En torno a los afloramientos de rocas, el trasiego de camillas arrasó los viñedos, donde, si se excavaba bajo los surcos dejados por los tanques, se encontraban hachas y lanzas. Monterchi, Cortona, Urbino, Arezzo, Sansepolcro, Anghiari y después la costa.

Los gatos dormían en las torretas de los cañones mirando hacia el Sur. Ingleses, americanos, indios, australianos y canadienses avanzaban hacia el Norte y las granadas estallaban y, tras dejar un rastro, se disolvían en el aire. Cuando los ejércitos se agruparon en Sansepolcro, ciudad cuyo símbolo es la ballesta, algunos soldados compraron esas armas y las dispararon de noche y en silencio por encima de las murallas de la inexpugnable ciudad. El mariscal de campo Kesselring, del ejército alemán en retirada, acarició en serio la idea de verter aceite hirviendo desde las almenas.

Fueron a buscar a medievalistas en las facultades de Oxford y los enviaron por avión a Umbría. Frisaban en los sesenta años por término medio. Los alojaron con la tropa y, en las reuniones con el mando estratégico, aquellos ancianos olvidaban una y otra vez que se había inventado el aeroplano. Hablaban de las ciudades en función del arte que encerraban. En Monterchi estaba la Madonna del Parto de Piero della Francesca, situada en la capilla contigua al cementerio de la ciudad. Cuando por fin se tomó el castillo del siglo XIII durante la lluviosa primavera, la tropa, alojada bajo la alta cúpula de la iglesia, durmió junto al púlpito de piedra en el que aparece representada la muerte de la Hidra a manos de Hércules. El agua no era potable. Muchos murieron de tifus y otras fiebres. Al mirar hacia arriba con sus prismáticos militares en la iglesia gótica de Arezzo, los soldados se encontraban con los rostros de sus contemporáneos en los frescos de Fiero della Francesca. La reina de Saba conversando con el rey Salomón. Al lado, una ramita del Árbol del Bien y del Mal en la boca de Adán muerto. Años después, aquella reina iba a comprender que el puente sobre el Siloé estaba hecho con madera de aquel árbol sagrado.

La lluvia y el frío no cesaban y el único orden era el de los grandes mapas del arte, que mostraban manifestaciones de juicio, piedad y sacrificio. El VIII Ejército se tropezaba con un río tras otro cuyos puentes estaban destruidos y sus unidades de zapadores se veían obligadas a descolgarse, desafiando el fuego enemigo, por los declives de las orillas con escalas de cuerda y cruzar el río a nado o vadeándolo. El agua arrastraba tiendas y provisiones. Algunos hombres desaparecían atados a su equipo. Tras haber cruzado el río, intentaban lanzarse fuera del agua. Hundían las manos y las muñecas en la pared de lodo del terraplén y se quedaban así, colgados y esperando que el lodo, al endurecerse, los sostuviese.

El joven zapador sij apoyó la mejilla contra el lodo y pensó en la cara de la reina de Saba, la textura de su piel. El único consuelo en aquel río era el deseo que sentía por ella, que en cierto modo mantenía el calor en su interior. Le alzaría el velo del pelo. Introduciría su mano derecha entre su cuello y la blusa verde olivo. También él estaba cansado y triste, como el rey sabio y la reina culpable que había visto en Arezzo dos semanas antes.

Colgaba por encima del agua con las manos trabadas en el banco de lodo. El carácter, arte sutil, los abandonaba en aquellos días y noches, existía sólo en un libro o una pared pintada. ¿Quién era el más triste en aquel fresco de la cúpula? Enamorado de los ojos abatidos de aquella mujer que un día descubriría la sacralidad de los puentes, se inclinó para descansar en la piel de su delicado cuello.

Por la noche, en el catre, sus brazos se estiraban apuntando a la lejanía, como dos ejércitos. No había promesa de solución ni de victoria, excepto el pacto temporal entre él y los reyes de aquel fresco, que lo olvidarían, nunca tendrían noticia de la existencia de él, un sij, colgado a media altura de una escala de zapador y en plena lluvia, levantando un puente provisional para el ejército que venía tras él. Pero recordó el cuadro en que aparecía representada la historia de aquellos reyes. Y, cuando un mes después llegaron al mar los batallones, tras haber sobrevivido a todo y haber entrado en la ciudad costera de Cattolica, y después de que los ingenieros hubiesen limpiado de minas una franja de playa de veinte metros para que los hombres pudieran meterse desnudos en el mar, se acercó a uno de los medievalistas que había tenido un detalle con él -el de haberle hablado, sencillamente, y haberle cedido parte de una lata de carne- y prometió enseñarle algo a cambio de su amabilidad.

El zapador pidió prestada una moto Triumph, se ató una lámpara roja de emergencia al brazo -con el anciano bien abrigado y abrazado a él- y en dirección opuesta recorrieron el camino por el que habían venido, pasando por las ciudades ahora inocentes, como Urbino y Anghiari, a lo largo de la tortuosa cresta de la cordillera que recorría Italia de Norte a Sur como una espina dorsal y bajaron por la ladera occidental hacia Arezzo. De noche no había soldados en la plaza y el zapador aparcó delante de la iglesia. Ayudó a apearse al medievalista, recogió su equipo y entró en la iglesia. Una obscuridad más fría, un vacío mayor, por lo que el ruido de sus botas retumbaba en todo el recinto. Volvió a oler la piedra y la madera antiguas. Encendió tres bengalas. Colgó de las columnas y por encima de la nave un aparejo de polea y después disparó un remache con la cuerda ya enganchada a una alta viga de madera. El profesor lo observaba confuso y de vez en cuando alzaba la vista hacia las alturas en tinieblas. El joven zapador lo ciñó por la cintura y los hombros como con un arnés y le fijó en el pecho con cinta adhesiva una pequeña bengala encendida.

Lo dejó ahí, junto al reclinatorio de la comunión y subió con gran 'estruendo la escalera hasta el nivel en que se encontraba el extremo de la cuerda. Sujeto a ella, se dejó caer desde la balaustrada a la obscuridad y, simultáneamente, el anciano resultó izado a toda velocidad hasta que, cuando el zapador tocó el suelo, quedó suspendido en el aire y balanceándose tan tranquilo a un metro de los frescos y rodeado por el halo que formaba la bengala. Sin soltar la cuerda, el zapador avanzó hacia adelante para hacer oscilar al anciano hacia la derecha hasta dejarlo delante de El vuelo del emperador Majencio.

Cinco minutos después, lo bajó. Encendió una bengala e izó su propio cuerpo hasta la cúpula, hasta el intenso azul del cielo artificial. Recordaba sus estrellas doradas de cuando lo había contemplado con prismáticos. Miró hacia abajo y vio al medievalista sentado en un banco y exhausto. Ahora podía apreciar no la altura, sino la profundidad de aquella iglesia, su dimensión líquida. El vacío y la obscuridad de un pozo. La bengala esparcía luz desde su mano como una varita mágica. Maniobró la polea para izarse hasta el rostro, su Reina de la Tristeza, y su carmelita mano extendida resultaba diminuta contra el gigantesco cuello.


El sij instaló una tienda en la parte más lejana del jardín, donde, según creía Hana, en tiempos había crecido lavanda. Había encontrado hojas secas en esa zona y, tras apreciarlas al tacto, las había identificado. De vez en cuando, reconocía su perfume después de la lluvia.

Al principio, el zapador se negaba rotundamente a entrar en la casa. Pasaba por delante de ella camino de algún cometido relacionado con la desactivación de minas. Siempre cortés, saludaba con una ligera inclinación de la cabeza. Hana lo veía lavarse con agua de lluvia en una palangana ceremoniosamente colocada sobre un reloj de sol. Por el grifo del jardín, que en tiempos se había usado para regar los semilleros, ya no salía agua. Veía su desnudo torso carmelita en el momento en que se echaba agua por encima, como un ave con el ala. Durante el día lo que veía sobre todo eran sus brazos, que sobresalían de la camisa de manga corta del uniforme, y el fusil, del que, pese a que las batallas parecían haber tocado ya a su fin para ellos, nunca se separaba.

Adoptaba diversas posturas con el fusil: media asta, en ángulo para dejar libres los codos cuando lo llevaba al hombro. Se volvía de repente, al darse cuenta de que ella lo estaba mirando. Era un superviviente de sus miedos, daba un rodeo ante todo lo que le inspiraba sospechas, respondía a la mirada de ella en aquel panorama como indicando que podía afrontarlo todo.

Su actitud, tan independiente, era un alivio para ella, para todos los de la casa, aunque Caravaggio se quejaba de que el zapador no cesaba de tararear las canciones occidentales que había aprendido en los tres últimos años de la guerra. El otro zapador, que había llegado con él durante la tormenta, un tal Hardy, estaba alojado en otra parte, más cerca del pueblo, si bien ella los había visto trabajando juntos, entrando en un jardín con sus varillas y aparatos para limpiarlo de minas.

El perro se había apegado a Caravaggio. El joven soldado, que corría y saltaba con el perro por el sendero, se negaba a darle comida alguna, porque consideraba que debía sobrevivir por sí solo. Si encontraba comida, se la comía él. Su cortesía llegaba sólo hasta cierto límite. Algunas noches dormía en el parapeto que dominaba el valle y sólo si llovía se metía a gatas en su tienda.

Observaba, a su vez, el deambular nocturno de Caravaggio. En dos ocasiones, el zapador había seguido los pasos de Caravaggio a distancia. Pero dos días después Caravaggio lo detuvo y le dijo: No vuelvas a seguirme. Empezó negándolo, pero el hombre mayor le puso la mano en la boca, que mentía, y lo hizo callar. De modo que Caravaggio había notado -comprendió- su presencia dos noches antes. En cualquier caso, aquel seguimiento era un vestigio de un hábito que le habían inculcado durante la guerra, igual que seguía sintiendo deseos de apuntar el fusil y disparar a algún blanco preciso. Apuntaba una y otra vez a la nariz de una estatua o a uno de los halcones carmelitas que evolucionaban por el cielo del valle.

Seguía mostrando actitudes en gran medida juveniles. Se zampaba la comida, a la que sólo dedicaba media hora, con voracidad y se levantaba de un brinco para ir a lavar el plato.

Hana lo había visto trabajar, cauteloso y sin prisas como un gato, en el huerto y dentro del jardín invadido por la vegetación que se extendía pendiente arriba detrás de la casa. Había notado que tenía más obscura la piel de la muñeca y que se le deslizaba con holgura dentro del brazalete que a veces, cuando tomaba una taza de té delante de ella, tintineaba.

Nunca hablaba del peligro que entrañaba esa clase de búsqueda. De vez en cuando una explosión hacía salir precipitadamente de la casa a Hana, con el corazón encogido por el estallido amortiguado, y a Caravaggio. Salía corriendo de la casa o hasta una ventana y veía -junto con Caravaggio, al que vislumbraba por el rabillo del ojo- al zapador en la terraza cubierta de hierbas saludando tan tranquilo, sin siquiera volverse, con la mano.

En cierta ocasión, Caravaggio entró en la biblioteca y vio al zapador encaramado en el techo junto al trampantojo -sólo a Caravaggio se le podía ocurrir entrar en una habitación y mirar a los rincones del techo para ver si estaba solo- y el joven soldado, sin apartar la vista de su objetivo, hizo detenerse a Caravaggio alargando una mano y chasqueando los dedos: era un aviso para que, por su seguridad, saliese del cuarto, mientras desconectaba y cortaba una mecha que había rastreado hasta aquel rincón, oculta encima de la cenefa.


Siempre estaba canturreando y silbando. «¿Quién silba?», preguntó una noche el paciente inglés, que no conocía ni había visto siquiera al recién llegado. Tumbado en el parapeto, éste no cesaba de cantar, mientras contemplaba el desplazamiento de las nubes.

Cuando entraba en la villa, que parecía vacía, siempre hacía ruido. Era el único de ellos que seguía llevando uniforme. Salía de su tienda muy limpio, con las hebillas relucientes, las fajas del turbante perfectamente simétricas y las botas, que retumbaban en los pisos de madera o de piedra de la casa, cepilladas. En una fracción de segundo interrumpía el trabajo que estuviera haciendo y estallaba en carcajadas. Al inclinarse para recoger una rebanada de pan y rozar la hierba con los nudillos, al hacer girar incluso, distraído, el fusil, como si fuera una enorme maza, mientras se dirigía por la vereda bordeada de cipreses a reunirse con los demás zapadores en el pueblo, parecía inconscientemente enamorado de su cuerpo, de su físico.

Parecía despreocupado y contento con el grupito de la villa, como una estrella independiente en la linde de su sistema. Después de lo que había pasado en la guerra con el lodo, los ríos y los puentes, aquella vida era como unas vacaciones para él. Entraba en la casa, simple visitante cohibido, sólo cuando le invitaban, como la primera noche cuando había seguido el vacilante sonido del piano de Hana, se había internado por la vereda de los cipreses y había entrado en la biblioteca.

Lo que lo había movido a acercarse a la villa aquella noche de la tormenta no había sido la curiosidad por la música, sino el peligro que podía correr quien tocaba el piano. El ejército en retirada dejaba con frecuencia minas diminutas dentro de instrumentos musicales. Al regresar a sus casas, los propietarios abrían los pianos y perdían las manos. Volvían a poner en marcha el reloj de un abuelo y una bomba de cristal volaba media pared y a quien se encontrara cerca.

Había seguido, corriendo pendiente arriba con Hardy, el sonido del piano, había saltado la tapia y había entrado en la villa. Mientras no hubiera una pausa, el intérprete no se inclinaría hacia adelante para sacar la lengüeta metálica y con ello poner en marcha el metrónomo. La mayoría de las bombas estaban ocultas en esos aparatos, porque resultaba muy fácil soldar en ellos el hilo metálico. Fijaban bombas en los grifos, en los lomos de los libros, las introducían en los árboles frutales para que una manzana, al caer sobre una rama inferior, o una mano, al agarrar la rama, hicieran estallar el árbol. No podía mirar una habitación o un campo sin pensar en la posibilidad de que encerraran explosivos. Se había detenido junto a las puertas vidrieras y había apoyado la cabeza contra el marco, antes de introducirse en la sala y permanecer -excepto cuando destellaban los relámpagos- en la obscuridad. Había una muchacha de pie, como esperándole, con la vista clavada en las teclas que estaba tocando. Sus ojos, antes de fijarse en ella, escudriñaron la sala, la barrieron como las ondas de un radar. El metrónomo estaba ya en marcha, oscilando, inocente, adelante y atrás. No había peligro, no había un hilo metálico diminuto. Se quedó ahí, con el uniforme empapado, sin que al principio la joven advirtiera su presencia.


De los árboles cercanos a su tienda colgaba la antena de un receptor de radio. Mirando con los gemelos de Caravaggio, Hana veía de noche el verde fosforescente del dial, que a veces tapaba de repente el cuerpo del zapador, al cruzar el campo de visión. Durante el día, llevaba encima el aparato portátil, con un auricular en el oído y el otro colgando bajo la barbilla para escuchar ecos del resto del mundo que podían ser importantes para él. Se presentaba en la casa para transmitir alguna información que podía interesar a quienes en ella vivían. Una tarde anunció que había muerto el director de orquesta Glenn Miller, al estrellarse su avión en el trayecto de Inglaterra a Francia.

De modo que se movía entre ellos. Hana lo veía a lo lejos con su varita de zahorí en un jardín abandonado o, si había encontrado algo, desenmarañando el nudo de cables y mechas que, como una carta diabólica, alguien le había dejado.

Se lavaba las manos continuamente. Al principio, Caravaggio pensó que era demasiado escrupuloso. «¿Cómo has podido sobrevivir a una guerra?», le decía riendo.

«Me crié en la India. Allí te lavas las manos todo el tiempo. Antes de todas las comidas. Es una costumbre. Nací en el Punjab.»

«Yo soy de la zona más septentrional de América», dijo ella.


Dormía con medio cuerpo fuera de la tienda. Hana vio que se quitaba el auricular y lo dejaba caer sobre su regazo.

Entonces bajó los gemelos y se volvió.


Estaban bajo la enorme bóveda. El sargento encendió una bengala y el zapador se tumbó en el suelo, miró hacia arriba por la mira telescópica del fusil y fue examinando los rostros de color ocre, como si estuviera buscando a un hermano suyo entre la multitud. El retículo de la mira temblaba al recorrer las figuras bíblicas, mientras la luz bañaba las vestiduras de colores y la carne, obscurecidas por la acción del humo de aceite y velas durante centenares de años. Y ahora aquel humo amarillo del gas, que resultaba -de sobra lo sabían- monstruoso en el santuario, motivo suficiente para expulsar a aquellos soldados y recordarlos por haber abusado del permiso obtenido para ver la Gran Sala, hasta la que habían llegado después de vadear cabezas de playa y pasar por mil escaramuzas, el bombardeo de Monte Cassino, recorrer en respetuoso silencio las Stanze de Rafael y acabar por fin allí, diecisiete hombres que habían desembarcado en Sicilia y se habían abierto paso combatiendo por la bota italiana hasta allí, donde les habían mostrado una simple sala en gran parte a obscuras. Como si la simple presencia en el lugar fuera suficiente.

Y uno de ellos había dicho: «¡Maldita sea! ¿Y si pusiéramos un poco más de luz, sargento Shand?» Y el sargento soltó la lengüeta de la bengala y la sostuvo con el brazo extendido, mientras el niágara de luz se derramaba desde su puño, y se quedó ahí, así, hasta que se consumió. Los demás contemplaron con la vista hacia arriba las figuras y los rostros apiñados en el techo que aparecían a la luz, pero el joven zapador ya estaba tumbado boca arriba y con el fusil apuntado y su ojo casi rozaba las barbas de Noé y Abraham y los diversos demonios hasta que la visión del gran rostro -un rostro como una lanza, sabio, implacable- lo dejó paralizado.

Oyó gritar a los guardas en la entrada y después acudir corriendo, cuando ya sólo faltaban treinta segundos para que se apagara la bengala. Se revolvió y pasó el fusil al capellán. «Ése. ¿Quién es? En las tres en punto, noroeste. ¿Quién es? Rápido, que se apaga la bengala.»

El capellán se colocó el fusil en el hombro y lo giró hacia el rincón y en aquel momento se apagó la bengala.

Devolvió el fusil al joven sij.

«La verdad es que vamos a tener un disgusto todos por haber iluminado con estas armas la Capilla Sixtina. Yo no debería haber venido aquí, pero también debo dar las gracias al sargento Shand, ha sido una heroicidad por su parte. Supongo que no habremos causado ningún daño.»

«¿La ha visto? La cara. ¿Quién era?»

«Ah, sí, es un rostro admirable.»

«Lo ha visto.»

«Sí. Era Isaías.»


Cuando el VIII Ejército llegó a Gabicce, en la costa oriental, el zapador iba al mando de una patrulla nocturna. La segunda noche recibió por radio la comunicación de que había movimientos del enemigo en el agua. La patrulla lanzó una granada, que produjo una erupción en el agua, una severa advertencia. No acertaron, pero con el haz blanco de la explosión distinguió una silueta más obscura en movimiento. Alzó el fusil y la tuvo en la mira durante todo un minuto, pero prefirió no disparar y ver si había otros movimientos cerca. El enemigo seguía acampado más al norte, a las afueras de Rímini. Tenía la sombra en la mira, cuando se iluminó de repente la aureola de la Virgen María. Salía del mar.

Iba de pie en una barca. Dos hombres remaban. Otros dos la sostenían derecha y, cuando tocaron la playa, los habitantes de la ciudad empezaron a aplaudir desde sus obscuras ventanas abiertas.

El zapador veía la cara blanca y la aureola que formaban las lamparitas, alimentadas con pilas. Estaba tumbado en el fortín de hormigón, entre la ciudad y el mar, y la miraba, cuando los cuatro hombres bajaron de la barca y alzaron la estatua de yeso de metro y medio de altura. Cruzaron la playa sin detenerse, sin vacilar por miedo a las minas. Tal vez hubieran visto cómo las enterraban los alemanes y supiesen dónde se encontraban. Sus pies se hundían en la arena. Era en Gabicce Mare, el 29 de mayo de 1944: la fiesta de la Virgen María, Reina de los Mares.

Las calles estaban invadidas de adultos y niños. También habían aparecido hombres con uniformes de la banda, aunque ésta no tocaba para no violar el toque de queda, pero los instrumentos, inmaculados y brillantes, formaban también parte de la ceremonia.

Salió de la obscuridad, con el cañón del mortero atado a la espalda y el fusil en las manos. Su turbante y sus armas los sobresaltaron. No se esperaban que fuese a surgir también él de la tierra de nadie que era la playa.

Alzó el fusil y enfocó la cara de la Virgen en el punto de mira: sin edad, asexuada, las obscuras manos de los hombres en primer plano intentando llegar hasta su luz, la graciosa inclinación de las veinte bombillitas. La figura llevaba un manto azul pálido y tenía la rodilla izquierda ligeramente alzada para sugerir el efecto del ropaje.

No eran gente romántica. Habían sobrevivido a los fascistas, los ingleses, los galos, los godos y los alemanes. Habían estado sometidos tan a menudo, que ya nada significaba para ellos. Pero aquella cara de yeso azul y blanco había llegado del mar y la colocaron en un camión de la vendimia lleno de flores, mientras la banda la precedía en silencio. Fuera cual fuese la protección que había de dar el zapador a aquella ciudad, carecía de sentido. No podía pasearse con sus armas por entre los niños vestidos de blanco.

Se trasladó a una calle paralela y caminó al paso de la procesión para llegar al mismo tiempo a los cruces, donde alzaba el fusil y encuadraba una vez más el rostro de la Virgen en el punto de mira. Acabaron en un promontorio desde el que se dominaba el mar y donde la dejaron y regresaron a sus hogares. Ninguno de ellos advirtió la constante presencia del zapador en la periferia.

Su rostro seguía iluminado. Los cuatros hombres que la habían traído en la barca estaban sentados alrededor de ella, como centinelas. La pila que llevaba fijada a la espalda empezó a fallar; se descargó hacia las cuatro y media de la mañana. En aquel momento el zapador miró su reloj. Observó a los hombres con el telescopio del fusil. Dos estaban dormidos. Alzó la mira hasta el rostro de la Virgen y lo escrutó de nuevo. Con la luz que se iba apagando a su alrededor, tenía expresión diferente: una cara que en la obscuridad se parecía más a la de alguien que conocía, una hermana, algún día una hija. Si hubiera podido llevársela, el zapador habría dejado algo a modo de ofrenda. Pero, al fin y al cabo, tenía su propio credo.


Caravaggio entró en la biblioteca. Ahora pasaba la mayoría de las tardes en ella. Como siempre, los libros eran seres místicos para él. Sacó uno y lo abrió por la página del título. Cuando llevaba cinco minutos en la sala, oyó un ligero gemido.

Se volvió y vio a Hana dormida en el sofá. Cerró el libro y se recostó contra la consola situada bajo los anaqueles. Hana estaba acurrucada, con la mejilla izquierda sobre el polvoriento brocado y el brazo derecho dirigido hacia su rostro, como un puño contra su mejilla. Se le movieron las cejas, mientras su rostro se concentraba en el sueño.

Cuando la había vuelto a ver después de todo ese tiempo, tenía expresión tensa y recursos físicos apenas suficientes para afrontar la situación con eficacia. Su cuerpo había pasado por una guerra y, como en el amor, había usado todo su ser.

Caravaggio estornudó ruidosamente y, cuando volvió a alzar la cabeza, la vio despierta, con los ojos abiertos y clavados en él.

«Adivina qué hora es.»

«Sobre las cuatro y cinco. No, las cuatro y siete», respondió ella.

Era un antiguo juego entre un hombre y una niña.

Él salió de la sala para ir a buscar el reloj y, por la seguridad de sus movimientos, ella comprendió que acababa de tomar morfina y se sentía nuevo y entero, con su aplomo habitual. Cuando volvió moviendo la cabeza de admiración por su exactitud, ella se irguió y sonrió.

«Nací con un reloj de sol en la cabeza, ¿verdad?»

«¿Y de noche?»

«¿Existirán relojes de luna? ¿Habrán inventado uno? Tal vez todos los arquitectos, al construir una villa, oculten un reloj de luna para los ladrones, como un diezmo obligatorio.»

«Menuda preocupación para los ricos.»

«Nos vemos en el reloj de luna, David, lugar en el que los débiles pueden codearse con los ricos.»

«¿Como el paciente inglés y tú?»

«Hace un año estuve a punto de tener un hijo.»

Ahora que la droga despejaba y daba precisión a su mente, Caravaggio podía seguir a Hana en sus escapadas, acompañarla con el pensamiento. Ella se estaba mostrando muy abierta, sin darse cuenta del todo de que estaba despierta y charlando, como si aún hablara en sueños, como si el de él hubiera sido un estornudo en un sueño.

Caravaggio conocía ese estado. Se había reunido a menudo con gente en el reloj de luna, al molestarla a las dos de la mañana con el desplome, provocado por un falso movimiento, de todo un ropero en una alcoba. Esos sobresaltos -según había descubierto- contribuían a que se mostraran menos temerosos y violentos. Cuando los dueños de casas en las que estaba robando lo descubrían, se ponía a dar palmas y a hablar a la desesperada, al tiempo que lanzaba al aire un reloj caro y volvía a atraparlo con las manos y los asediaba a preguntas sobre la ubicación de las cosas que le interesaban.

«Perdí el niño. Quiero decir que hube de perderlo. El padre ya había muerto. Estábamos en guerra.»

«¿Estabas en Italia?»

«En Sicilia, más o menos cuando sucedió eso. No dejé de pensar en ello durante todo el período en que subimos Adriático arriba detrás de las tropas. Conversaba sin cesar con el niño. Trabajaba denodadamente en los hospitales y me aparté de todos los que me rodeaban, excepto el niño, con el que lo compartía todo: en mi cabeza. Hablaba con él mientras bañaba y cuidaba a los pacientes. Estaba un poco loca.»

«Y después murió tu padre.»

«Sí. Después murió Patrick. Cuando me enteré, estaba en Pisa.»

Estaba completamente despierta y sentada.

«Lo sabías, ¿eh?»

«Recibí una carta de casa.»

«¿Por eso viniste aquí? ¿Porque lo sabías?»

«No.»

«Mejor. No creo que Patrick creyera en velatorios y demás. Según solía decir, quería que, cuando muriese, dos mujeres interpretaran un dúo con instrumentos musicales (concertina y violín) y nada más. Era tan rematadamente sentimental.»

«Sí. Podías conseguir de él lo que quisieras. Si le ponías delante una mujer en apuros, estaba perdido.»


El viento que se alzó en el valle llegó hasta su colina y agitó los cipreses que bordeaban los treinta y seis escalones contiguos a la capilla. Las primeras gotas de lluvia empezaron a insinuarse con su tictac sobre ellos, sentados en la balaustrada contigua a la escalera. Era bastante después de la medianoche. Ella estaba tumbada en el antepecho de hormigón y él se paseaba o se asomaba al valle. Sólo se oía el sonido de la lluvia que caía.

«¿Cuándo dejaste de hablar con el niño?»

«De repente, anduvimos de cabeza. Las tropas estaban entrando en combate en el puente sobre el Moro y después en Urbino. Tal vez fuera en Urbino donde dejé de hacerlo. Tenías la sensación de que en cualquier momento podía acertarte un disparo, aunque no fueras soldado, aunque fueses sacerdote o enfermera. Aquellas calles estrechas y en pendiente eran como conejeras. No cesaban de llegar soldados con el cuerpo hecho trizas, se enamoraban de mí durante una hora y morían. Era importante recordar sus nombres. Pero yo no dejaba de ver al niño, siempre que morían, siempre que los barrían. Algunos se erguían e intentaban desgarrarse todas las vendas para poder respirar mejor. Algunos, cuando morían, estaban preocupados por pequeños rasguños en los brazos. Y después venía el borboteo en la boca: la burbuja final. Una vez me incliné a cerrar los ojos de un soldado y los abrió y dijo con una mueca de desprecio: "¿Es que no puedes esperar a que me haya muerto? ¡Cacho puta!" Se irguió y tiró al suelo de un manotazo todo lo que llevaba en la bandeja. ¡Lo furioso que estaba! ¿Quién desearía morir así? Morir con esa rabia. ¡Cacho puta! Después, siempre esperaba al borboteo en la boca. Ahora conozco la muerte, David. Conozco todos los olores. Sé cómo hacerles olvidar la agonía, cuándo ponerles una rápida inyección de morfina en una vena grande, o la solución salina para hacerlos evacuar el vientre antes de morir. Todo puñetero general debería haber pasado por mi trabajo. Todo puñetero general. Debería haber sido el requisito previo para dar la orden de cruzar un río. ¿Quién demonios éramos nosotros para que se nos encomendara aquella responsabilidad? ¿Para que se esperase que tuviéramos el saber de sacerdotes ancianos para guiarlos hacia algo que ninguno deseaba y en cierto modo consolarlos? Nunca pude creerme los servicios que se oficiaban por los muertos, su vulgar retórica. ¡Cómo se atrevían! ¡Cómo podían hablar así sobre la muerte de un ser humano.»

No había luz, todas las lámparas estaban apagadas y casi todo el cielo cubierto de nubes. Más valía olvidarse de que existía un mundo civilizado y con casas confortables. Estaban habituados a moverse por la casa a obscuras.

«¿Sabes por qué el ejército no quería que te quedaras aquí, con el paciente inglés?»

«¿Un matrimonio desconcertante? ¿Mi complejo de Electra?» Le sonrió.

«¿Cómo está ese hombre?»

«Sigue nervioso por lo del perro.»

«Dile que lo traje yo.»

«Tampoco está seguro de que tú vayas a quedarte aquí. Cree que podrías marcharte con la vajilla.»

«¿Crees que le gustaría tomar un poco de vino? Hoy he conseguido agenciarme una botella.»

«¿Dónde?»

«¿La quieres o no?»

«Vamos a tomárnosla ahora. Olvidémonos de él.»

«¡Ah, el gran paso!»

«Nada de gran paso. Me hace mucha falta una bebida de verdad.»

«Veinte años de edad. Cuando yo tenía veinte años…»

«Sí, sí, ¿por qué no te agencias un gramófono un día? Por cierto, creo que eso se llama saqueo.»

«Mi país me enseñó todo eso. Es lo que hice por él durante la guerra.»

Entró en la casa por la capilla bombardeada.

Hana se irguió, un poco mareada, le costaba conservar el equilibrio. «Y mira lo que te hizo», se dijo.

Durante la guerra apenas hablaba, ni siquiera con aquellos con los que trabajaba más estrechamente. Necesitaba a un tío, a un miembro de la familia. Necesitaba al padre del niño, mientras esperaba a emborracharse por primera vez en varios años, mientras en el piso superior un hombre quemado se había sumido en sus cuatro horas de sueño y un antiguo amigo de su padre estaba ahora desvalijándole el botiquín, rompiendo la punta de la ampolla de cristal, ciñéndose un cordón al brazo e inyectándose la morfina rápidamente, en el tiempo que tardaba en darse la vuelta.


Por la noche, en las montañas que los rodeaban, incluso a las diez, sólo la tierra estaba obscura. Un cielo gris claro y colinas verdes.

«Estaba harta de pasar hambre, de no inspirar otra cosa que deseo carnal. Conque me retiré: de las citas, los paseos en jeep, los amoríos. Los últimos bailes antes de que murieran… me consideraban una esnob. Trabajaba más que los demás. Turnos dobles y bajo el fuego: hacía lo que fuera por ellos, vaciaba todos los orinales. Me volví una esnob porque no quería salir a gastar su dinero. Quería volver a mi tierra y ya no tenía a nadie en ella. Y estaba harta de Europa, harta de que me trataran como a un objeto precioso por ser mujer. Salí con un hombre que murió y el niño murió. La verdad es que el niño no murió precisamente, sino que acabé yo con él. Después de aquello, me retraje tanto, que nadie podía acercárseme. Y menos con charlas de esnobs. Ni con la muerte de alguien. Entonces lo conocí, al hombre quemado y con la piel renegrida, que, visto de cerca, resultó ser inglés.

»Hace mucho tiempo, David, que no he pensado en el contacto con un hombre.»


Cuando el zapador llevaba una semana por los alrededores de la villa, se adaptaron a sus hábitos alimentarios. Estuviera donde estuviese -en la colina o en el pueblo-, hacia las doce y media regresaba y se reunía con Hana y Caravaggio, sacaba de la bolsa el hatillo hecho con su pañuelo azul y lo extendía sobre la mesa junto a la comida de ellos: sus cebollas y sus hierbas, que fue cogiendo -sospechaba Caravaggio- en el huerto de los franciscanos, cuando estuvo rastreándolo en busca de minas. Pelaba las cebollas con el mismo cuchillo que utilizaba para pelar el revestimiento de una mecha. Después venía la fruta. Caravaggio sospechaba que, desde que habían desembarcado, no había probado ni una sola vez el rancho de las cantinas.

En realidad, siempre había hecho cola, como Dios manda, al amanecer, con la taza en la mano para recoger el té inglés, que le encantaba y al que añadía leche condensada de sus provisiones particulares. Se lo bebía despacio, de pie y al sol, para poder contemplar el lento movimiento de los soldados, que, si no iban a proseguir la marcha aquel día, a las nueve de la mañana estaban ya jugando a la canasta.

Ahora, al amanecer, bajo los devastados árboles de los jardines semidestruidos de la Villa San Girolamo, bebía un trago de agua de su cantimplora. Echaba polvo dentífrico en el cepillo de dientes e iniciaba una calmosa sesión de higiene dental, al tiempo que se paseaba y miraba el valle, aún envuelto en la bruma, más curioso que embelesado ante la vista sobre la que el azar lo había llevado a vivir. Desde su infancia, el cepillado de los dientes había sido para él una actividad al aire libre.

El paisaje que lo rodeaba era algo temporal, carecía de permanencia. Se contentaba con registrar la posibilidad de que lloviera o apreciar cierto olor de un arbusto. Como si, aun en reposo, fuese su mente un radar y sus ojos localizaran la coreografía de los objetos inanimados en un radio de cuatrocientos metros, es decir, aquel en que resultan mortales los proyectiles de armas pequeñas. Examinaba con cuidado las dos cebollas que había sacado de la tierra, pues sabía que los ejércitos en retirada habían minado también los huertos.

En el almuerzo, Caravaggio miraba con expresión afectuosa los objetos situados sobre el pañuelo azul. Probablemente existiera, pensaba, algún raro animal que comiese los mismos alimentos que aquel joven soldado, quien se los llevaba a la boca con los dedos de la mano derecha. Sólo utilizaba el cuchillo para pelar la piel de la cebolla y para trocear la fruta.


Los dos hombres bajaron en carro hasta el valle para recoger un saco de harina. Además, el soldado tenía que entregar en el cuartel general de San Domenico los mapas de las zonas limpiadas. Como les resultaba difícil hacerse preguntas personales, hablaron de Hana. El zapador hubo de hacer muchas preguntas antes de que el de más edad reconociera que la había conocido antes de la guerra.

«¿En el Canadá?»

«Sí. La conocía allí.»

Pasaron ante numerosas hogueras al borde de la carretera y Caravaggio aprovechó para cambiar de conversación. El apodo del zapador era Kip. «Llamad a Kip.» «Aquí llega Kip.» Le habían puesto ese apodo en circunstancias curiosas. En su primer informe sobre desactivación de bombas en Inglaterra el papel tenía una mancha de mantequilla y el oficial había exclamado: «¿Qué es esto? ¿Grasa de arenque (kipper)?» Y todo el mundo se echó a reír. El joven sij no tenía idea de lo que era un arenque, pero había quedado metamorfoseado en un pescado salado inglés. Al cabo de una semana, todo el mundo había olvidado su nombre auténtico: Kirpal Singh. No le importó. Lord Suffolk y su equipo de demolición se aficionaron a llamarlo por su apodo, cosa que él prefería a la costumbre inglesa de llamar a las personas por su apellido.


Aquel verano el paciente inglés tenía puesto el audífono, gracias al cual podía estar al corriente de todo lo que sucedía en la casa. La concha ambarina fijada en su oído le transmitía los ruidos casuales: el chirrido de la silla en el pasillo, las pisadas del perro junto a su alcoba, que le hacían aumentar el volumen y oír hasta su puñetera respiración, o los gritos del zapador en la terraza. De modo que, pocos días después de la llegada del joven zapador, se había enterado de su presencia en los alrededores de la casa, si bien Hana los mantenía separados, pues suponía que no harían buenas migas.

Pero un día, al entrar en el cuarto del inglés, se encontró con el zapador. Estaba al pie de la cama, con los brazos colgados del fusil, que descansaba en sus hombros. No le gustó esa forma negligente de sostener el arma ni el modo como se había girado, como con desgana, al oírla entrar, como si su cuerpo fuera el eje de una rueda, como si tuviese cosida el arma a los hombros y los brazos y a sus obscuras muñequitas.

El inglés se volvió hacia ella y dijo: «¡Nos estamos entendiendo de maravilla!»

Le molestó que el zapador hubiera entrado como si tal cosa en aquel ámbito, que pareciese rodearla, estar en todas partes. Al enterarse por Caravaggio de que el paciente sabía de fusiles, Kip había subido a su cuarto y se había puesto a hablar con él de la búsqueda de bombas. Había descubierto que el inglés era un pozo de información sobre el armamento aliado y el del enemigo. No sólo conocía las absurdas espoletas italianas, sino también la topografía detallada de aquella región de Toscana. No tardaron en ponerse a ilustrar sus afirmaciones dibujando croquis de bombas y a exponer los aspectos teóricos de cada circuito concreto.

«Las espoletas italianas parecen ir colocadas verticalmente y no siempre en la cola.»

«Eso depende. Las fabricadas en Nápoles son así, pero las fábricas de Roma siguen el sistema alemán. Naturalmente, si nos remontamos al siglo xv, Nápoles…»

Como el joven soldado no estaba acostumbrado a permanecer quieto y callado, se impacientaba, al escuchar la tortuosa forma de hablar del inglés, y no dejaba de interrumpir las pausas y silencios que el inglés se concedía para intentar acelerar la cadena de ideas. El soldado echaba la cabeza hacia atrás y miraba al techo.

«Lo que deberíamos hacer es fabricarle un arnés», dijo pensativo y dirigiéndose a Hana, que acababa de entrar, «para trasladarlo por la casa.»

Ella los miró a los dos, se encogió de hombros y salió del cuarto.

Cuando Caravaggio se cruzó con ella en el pasillo, Hana iba sonriendo. Se quedaron escuchando la conversación que se estaba produciendo en el cuarto.

¿Te he contado mi concepción del hombre virgiliano, Kip? Mira…

¿Tienes puesto el audífono?

¿Qué?

Ponlo en marcha…

«Creo que ha encontrado a un amigo», dijo Hana a Caravaggio.


Hana salió al sol del patio. Al mediodía, los grifos vertían agua en la fuente de la villa durante veinte minutos. Se quitó los zapatos, se subió al pilón y esperó.

A aquella hora todo quedaba invadido por el olor del heno. Los moscardones vacilaban en el aire y chocaban con las personas, como contra una pared, y después se retiraban indiferentes. Advirtió que las arañas de agua habían anidado bajo la pila superior de la fuente, cuyo saledizo dejaba en la sombra su rostro. Le gustaba sentarse en aquella cuna de piedra, le gustaba el olor a aire fresco y oculto que emanaba del caño aún vacío que tenía a su lado, como el aire de un sótano abierto por primera vez al final de la primavera, que contrasta con el calor exterior. Se sacudió el polvo de los brazos y de los dedos de los pies, se acarició la marca que le había dejado la presión de los zapatos y se estiró.

Demasiados hombres en la casa. Se acercó la boca al hombro desnudo. Olió su piel, su intimidad, sus propios sabor y aroma. Recordó cuándo había tenido por primera vez conciencia de ellos, en algún punto de su adolescencia -más que una época le parecía un lugar-, al aplicarse los labios al antebrazo para practicar el arte de besar, al olerse las muñecas o inclinarse hasta su muslo, al respirar en sus propias manos juntas en forma de taza para que el aliento rebotara hacia su nariz. Se frotó su blanco pie desnudo contra el revestimiento moteado de la fuente. El zapador le había hablado de estatuas que había conocido durante la guerra, le había contado que había dormido junto a una que representaba a un ángel abatido, mitad hombre y mitad mujer, que le había parecido hermoso. Se había recostado a mirar el cuerpo y por primera vez en toda la guerra se había sentido en paz.

Olfateó la piedra, su fresco olor a polilla.

¿Se habría debatido su padre al morir o habría muerto en calma? ¿Habría descansado con actitud tan imponente como la del paciente inglés en su catre? ¿Lo habría cuidado una persona a la que no conociera? Un hombre que no es de tu misma sangre puede hacer que te abras a las emociones más que alguien de tu familia. Como si, al caer en brazos de un extraño, descubrieras el reflejo de tu elección. A diferencia del zapador, su padre nunca estuvo del todo cómodo en el mundo. Al hablar, la timidez le hacía comerse algunas sílabas. De las frases de Patrick siempre te perdías -se había quejado su madre- dos o tres palabras decisivas. Pero a Hana le gustaba eso: no parecía tener el menor rasgo de un espíritu feudal. Había en él una vaguedad, una incertidumbre, que le infundían cierto encanto. No se parecía a la mayoría de los hombres. Incluso el herido paciente inglés tenía la habitual resolución del estilo feudal. Pero su padre era un espectro hambriento y le gustaba que quienes lo rodeaban fueran decididos, estridentes incluso.

¿Se habría acercado a su muerte con la misma sensación fortuita de asistir a un accidente? ¿O con furia? Era el hombre menos violento que había conocido, detestaba las discusiones: si alguien hablaba mal de Roosevelt o de Tim Buck o elogiaba a ciertos alcaldes de Toronto, se limitaba a salirse de la habitación. Nunca en su vida había intentado convertir a nadie, sino que se limitaba a amortiguar o celebrar los acontecimientos que se producían a su alrededor y nada más. La novela es un espejo que se pasea por un camino. Había leído esa frase en uno de los libros recomendados por el paciente inglés y así recordaba -siempre que repasaba los recuerdos de él-: a su padre deteniendo a medianoche el coche bajo determinado puente de Toronto, al norte de Pottery Road, y contándole que allí era donde los estorninos y las palomas compartían, incómodos y no precisamente contentos, las vigas por la noche. Conque una noche de verano habían hecho un alto allí y habían sacado la cabeza para apreciar la barabúnda de ruidos y piídos soñolientos.

Me dijeron que Patrick murió en un palomar, comentó Caravaggio.

Su padre amaba una ciudad inventada por él mismo, cuyas calles, paredes y límites habían pintado sus amigos y él. Nunca salió del todo de aquel mundo. Hana comprendió que todo lo que sabía del mundo real lo había aprendido por su cuenta o por Caravaggio o -durante el tiempo en que vivieron juntas- por su madrastra, Clara, que, como sabía -por haber sido en tiempos actriz- expresarse con claridad, había manifestado su rabia cuando todos partieron para la guerra. Durante todo su último año en Italia había llevado consigo las cartas de Clara, que había escrito -lo sabía- sobre una roca rosada de una isla de Georgian Bay, contra el viento que llegaba del agua y agitaba las hojas de su cuaderno, hasta que por fin arrancaba las páginas y las metía en un sobre para Hana. Las llevaba en su maleta, cada una de ellas con una esquirla de aquella roca rosada y un recuerdo de aquel viento. Pero nunca las había contestado. Había echado de menos a Clara con pesar, pero, después de todo lo que le había sucedido, no podía escribirle. No podía soportar la idea de hablar de la muerte de Patrick ni la de aceptar siquiera su evidencia.

Y ahora, en aquel continente, como la guerra se había desplazado a otras zonas, los conventos y las iglesias, convertidos por un breve período en hospitales, estaban solitarios, aislados en las colinas de Toscana y Umbría. Conservaban los restos de las sociedades guerreras, pequeñas morrenas dejadas por un vasto glaciar. Ahora los rodeaba completamente

Se metió los pies bajo su ligero vestido y descansó los brazos a lo largo de los muslos. Todo estaba en calma. Oía el habitual borboteo sordo, incansable, del caño enterrado en la columna central de la fuente. Después silencio. Luego, al irrumpir el hubo de repente un estrépito.


Las historias que Hana había leído al paciente inglés, los viajes con el viejo vagabundo en Kim o con Frabrizio en La cartuja de Parma, los habían embriagado y los habían arrastrado a un torbellino de ejércitos, caballos y carretas: los que huían de una guerra y los que se dirigían a ella. Apilados en un rincón de su alcoba, tenía Hana otros libros que le había leído y por cuyos paisajes ya habían paseado.

Muchos libros se iniciaban con una garantía de orden por parte del autor. Entrabas en sus aguas con el quedo movimiento de un remo.


Comienzo mi obra en la época en que era cónsul Servio Galba. (…) Las historias de Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón escritas cuando ocupaban el poder fueron falsificadas mediante el terror y, después de su muerte, se escribieron otras inspiradas por el odio.


Así iniciaba Tácito sus Anales.

Pero las novelas comenzaban con indecisión o en pleno caos. Los lectores nunca disfrutaban de equilibrio. Se abría una puerta, un cerrojo, una esclusa, y de súbito aparecían con la borda en una mano y un sombrero en la otra.

Cuando Hana comenzaba un libro, entraba por pórticos en amplios patios. Parma, París y la India extendían sus alfombras.


Estaba sentado -contraviniendo las ordenanzas municipales- a horcajadas sobre el cañón Zam-Zammah, que se alzaba en su plataforma de ladrillo frente al antiguo Ajaib-Gber, la Casa de las Maravillas, como llamaban los nativos el Museo de Lahore. Quien tuviera en su poder el Zam-Zammah, el «dragón del aliento de fuego», tenía en su poder el Punjab, pues ese gran cañón de bronce verde era siempre el primer botín de los conquistadores.


«Léelo despacio, querida niña; a Kipling hay que leerlo despacio. Fíjate bien en dónde se encuentran las comas y descubrirás las pausas naturales. Era un autor que escribía con pluma y tintero. Como la mayoría de los escritores que viven solos, levantaba con frecuencia, según tengo entendido, la vista de la página, miraba por la ventana y escuchaba los pájaros. Algunos no saben los nombres de los pájaros, pero él sí. Tus ojos son demasiado rápidos, norteamericanos. Piensa en el ritmo de su pluma. De lo contrario, parecerá un primer párrafo ampuloso y anticuado.»

Ésa fue la primera lección del paciente inglés sobre la lectura. No volvió a interrumpirla. Si se quedaba dormido, Hana proseguía, sin levantar la vista ni un momento, hasta que ella misma se sentía cansada. Si el inglés se había perdido la trama de la última media hora, simplemente iba a quedar a obscuras una habitación en una historia que probablemente ya conociera. Se sabía el mapa de la historia. Al Este quedaba Benarés y al norte del Punjab Chilianwallah. (Todo aquello ocurría antes de que el zapador entrara, como procedente de ese relato, en sus vidas. Como si hubieran frotado las páginas de Kipling por la noche, al modo de una lámpara maravillosa: un remedio prodigioso.)

Había pasado del final de Kim, con sus exquisitas y sagradas frases -ahora leídas con dicción clara-, al cuaderno de notas del paciente, el libro que, a saber cómo, había logrado salvar del fuego. Así abierto, el libro tenía casi el doble de su grosor original.

Había una fina página arrancada de una Biblia y pegada en el texto.


El rey David era ya viejo y entrado en años y, por más que lo cubrían con ropas, no lograba entrar en calor.

Entonces sus servidores dijeron: «Hay que buscar para el Rey, nuestro señor, una joven virgen que lo cuide y duerma en sus brazos para que el Rey, nuestro señor, entre en calor.»

Conque buscaron por toda la tierra de Israel una muchacha hermosa, hallaron a la sunamita Abisag y la llevaron ante el Rey. Y la muchacha cuidó al Rey y le sirvió, pero el Rey no la conoció.


La tribu -, que había salvado al piloto quemado, lo llevó a la base británica de Siwa en 1944. Lo trasladaron del Desierto Occidental a Túnez en el tren ambulancia de medianoche y después por barco a Italia. En aquel momento de la guerra, había centenares de soldados que habían perdido la conciencia de su identidad, sin que se tratara de un engaño. Los que afirmaban no estar seguros de su nacionalidad fueron agrupados en un campamento en Tirrenia, donde se encontraba el hospital del mar. El piloto quemado era un enigma más: sin identificación e irreconocible. En el cercano campamento para criminales, se encontraba -encerrado en una jaula- el poeta americano Ezra Pound, quien ocultaba en su cuerpo y en sus bolsillos -y la cambiaba de sitio todos los días para, según creía, mayor seguridad- la vaina de eucalipto que había recogido, cuando lo detuvieron, en el jardín de quien lo traicionó. «El eucalipto es bueno para la memoria.»

«Deberían intentar confundirme», dijo el piloto quemado a sus interrogadores, «hacerme hablar alemán, lengua que, por cierto, domino, preguntarme por Don Bradman, preguntarme por Marmite, la gran Gertrude Jekyll». Sabía dónde se hallaban todos y cada uno de los cuadros de Giotto en Europa y la mayoría de los lugares en que podían encontrarse trampantojos convincentes.

Habían instalado el hospital del mar en las cabinas de baño que los turistas alquilaban en la playa a finales de siglo. Cuando apretaba el calor, colocaban una vez más las antiguas sombrillas con anuncios de Campari en los huecos de las mesas y los vendados, los heridos y los comatosos se sentaban bajo ellas a tomar la brisa marina, mientras hacían lentamente algún comentario, se quedaban con la mirada perdida o hablaban por los codos. El hombre quemado se fijó en la joven enfermera, separada de las demás. Conocía aquellas miradas mortecinas, sabía que era más paciente que enfermera. Cuando necesitaba algo, sólo hablaba a ella.

Volvieron a interrogarlo. Todo en él era muy inglés, excepto su piel negra como el alquitrán, una momia histórica entre los oficiales que lo interrogaban.

Le preguntaron en qué parte de Italia se encontraban los Aliados y dijo que habrían tomado -suponía- Florencia, pero no habrían podido superar los pueblos encaramados en las colinas, al norte de sus posiciones: la línea gótica. «Su división está bloqueada en Florencia y no puede superar bases como Presto y Fiésole, por ejemplo, porque los alemanes se han atrincherado en villas y conventos excelentemente defendidos. Es algo que viene de lejos: los cruzados cometieron el mismo error contra los sarracenos. Y, como ellos, ustedes necesitan ahora las ciudades fortificadas. Nunca han quedado abandonadas, excepto cuando ha habido epidemias de cólera.»

Había seguido así, volviéndolos locos con sus divagaciones, y nunca podían estar seguros de si se trataba de un traidor o un aliado.

Ahora, meses después, en la Villa San Girolamo, en el pueblo encaramado en una colina al norte de Florencia, en el cuarto decorado como un cenador que le servía de alcoba, descansaba como la escultura del caballero muerto en Rávena. Hablaba fragmentariamente de pueblos situados en oasis, de los últimos Mediéis, del estilo de Kipling, de una mujer que lo había mordido. Y en su libro de citas, su edición de la Historia de Herodoto de 1890, había otros fragmentos: mapas, entradas de diario, escritos en numerosas lenguas, párrafos recortados de otros libros. Lo único que faltaba era su nombre. Seguía sin haber una clave para averiguar quién podía ser en realidad: sin nombre ni grado, batallón ni escuadrón. Todas las referencias que figuraban en su libro databan de antes de la guerra, los desiertos de Egipto y Libia en el decenio de 1930, entremezcladas con referencias al arte rupestre o al arte de los museos o notas de diario de su diminuta caligrafía. «Ninguna de las Madonnas florentinas», dijo el paciente inglés a Hana, cuando ésta se inclinó sobre él, «es morena».

Se había quedado dormido con el libro en las manos. Ella lo recogió y lo dejó en la mesilla de noche. Lo dejó abierto y se quedó ahí, de pie, leyéndolo. Se prometió no pasar la página.

Mayo de 1936.


Te voy a leer un poema, dijo la esposa de Clifton, con su voz de persona muy cumplida, que es lo que siempre parece, a no ser que seas un íntimo. Estábamos todos en el campamento meridional, junto al fuego.


Caminaba por un desierto.

Y grité:

«¡Ay, Dios, sácame de aquí!»

Una voz dijo: «No es un desierto.»

Yo grité: «Ya, pero…

La arena, el calor, el horizonte vacío.»

Una voz dijo: «No es un desierto.»


Nadie dijo nada.

Ella dijo: «Es de Stephen Crane, quien nunca visitó el desierto.»

«Sí que lo visitó», dijo Madox.


Julio de 1936.

En la guerra hay traiciones que, comparadas con nuestras traiciones humanas en época de paz, resultan infantiles. El nuevo amor irrumpe en los hábitos del otro. Todo queda destruido y se ve desde una nueva perspectiva. Para ello se recurre a frases nerviosas o tiernas, aunque el corazón es un órgano de fuego.

Una historia de amor no versa sobre aquellos cuyos corazones se extravían, sino sobre quienes tropiezan con ese hosco personaje interior y comprenden que el cuerpo no puede engañar a nadie ni nada: ni la sabiduría del sueño ni el hábito de la cortesía. Es un consumirse de uno mismo y del pasado.


La habitación verde estaba casi sumida en la obscuridad. Hana se volvió y advirtió que tenía el cuello entumecido por la inmovilidad. Había estado concentrada y absorta en la enrevesada caligrafía del grueso volumen de mapas y textos. Había incluso un pequeño helécho pegado. Los nueve libros de la Historia. No cerró el libro, no lo había tocado después de dejarlo sobre la mesilla. Se alejó de él.


Cuando encontró la gran mina, Kip estaba en un campo al norte de la villa. Al cruzar el huerto, se torció el pie con el que estuvo a punto de pisar el cable verde, perdió el equilibrio y cayó de rodillas. Levantó el cable hasta tensarlo y después lo recorrió, zigzagueando entre los árboles.

Al llegar al punto del que partía el cable, se sentó con la bolsa de lona en las rodillas. Aquella mina le impresionó. La habían cubierto con hormigón. Habían derramado cemento líquido sobre el explosivo para camuflar su mecanismo y su potencia. A unos cuatro metros de distancia, había un árbol desnudo y otro a unos diez metros. La bola de hormigón estaba cubierta por la hierba crecida durante dos meses.

Abrió la bolsa, sacó unas tijeras y cortó la hierba. Rodeó la bomba con una pequeña malla de cuerda y, después de atar una cuerda y una polea a una rama del árbol, alzó despacio la bola en el aire. Dos cables la unían a la tierra. Se sentó, se recostó en el árbol y la examinó. Ya no había razón para apresurarse. Sacó de la bolsa el receptor de radio y se colocó los auriculares. La música americana de la emisora AIF no tardó en llenarle los oídos: dos minutos y medio, por término medio, para cada canción o número de baile. Recibía la música de fondo subconscientemente, pero, si rememoraba A String of Pearls, C-Jam Blues y otras melodías, podía calcular cuánto tiempo llevaba allí.

El ruido no importaba. Con aquella clase de bomba no iba a haber débiles tictacs ni chasquidos que indicaran el peligro. La distracción de la música lo ayudaba a discurrir con claridad sobre la posible estructura de la mina, sobre la personalidad que había dispuesto la red de hilos y después había vertido cemento líquido sobre ella.

La estabilización de la bola de hormigón en el aire, reforzada con una segunda cuerda, garantizaba que, por fuerte que la golpease, no arrancaría los dos cables. Se puso en pie y empezó a raspar suavemente con un escoplo la mina camuflada; soplaba la cascarilla o la apartaba con el plumero y desportillaba el hormigón. Sólo se interrumpía cuando había una variación en la longitud de las ondas y tenía que mover el dial para volver a oír con claridad las melodías de swing. Sacó muy despacio el haz de cables. Había seis cables enmarañados, atados entre sí y pintados todos de negro.

Quitó el polvo de la tabla sobre la que descansaban los cables.

Seis cables negros. Cuando era niño, su padre había juntado los dedos y, dejando al descubierto sólo las puntas, le había preguntado cuál era el más largo. Tocó con su meñique el elegido, su padre desplegó la mano como una flor y reveló el error del niño. Desde luego, se podía hacer que un cable rojo fuera negativo. Pero su oponente no sólo los había cubierto de hormigón, sino que, además, había pintado de negro todos los indicativos. Kip se veía arrastrado a un torbellino psicológico. Empezó a raspar la pintura con el cuchillo y aparecieron uno rojo, otro azul y otro verde. ¿Los habría invertido también su oponente? Iba a tener que preparar un puente con su propio cable negro para averiguar si el circuito era positivo o negativo. Después comprobaría en qué punto fallaba la corriente y sabría dónde radicaba el peligro.


Hana estaba trasladando un gran espejo por el pasillo. Hizo un alto por el peso y después reanudó la marcha con el gastado rosa obscuro del pasillo reflejado en el espejo.

El inglés quería verse. Antes de entrar en el cuarto, Hana volvió con cuidado el reflejo hacia ella para que la luz de la ventana no se reflejase indirectamente en la cara del paciente.

Los únicos colores claros que se le veían, tumbado ahí con su obscura piel, eran la palidez del auricular en el oído y la aparente llamarada del almohadón. Apartó las sábanas con sus manos. Sigue, hasta abajo, dijo, al tiempo que las empujaba, y Hana las recogió hasta la base de la cama.

Se subió a una silla al pie de la cama e inclinó despacio el espejo hacia él. Estaba en esa posición, con las manos estiradas delante de sí, cuando oyó unos gritos apagados.

Al principio, no atendió. Con frecuencia llegaban hasta la casa ecos del valle. Cuando vivía sola con el paciente inglés, siempre la desconcertaban los megáfonos utilizados por los militares que daban instrucciones.

«Mantén el espejo inmóvil, mi amor», dijo él.

«Me ha parecido oír gritos. ¿Los oyes?»

Con la mano izquierda aumentó el volumen del audífono.

«Es el muchacho. Más vale que vayas a ver qué le pasa.»

Apoyó el espejo contra la pared y salió corriendo por el pasillo. Se detuvo fuera a esperar el próximo grito. Cuando lo oyó, se lanzó por el jardín hacia los campos situados por encima de la casa.


El zapador tenía las manos alzadas por encima de su cabeza, como si sostuviera una gigantesca tela de araña. Agitaba la cabeza para soltarse los auriculares. Al verla correr hacia él, le gritó que diera un rodeo por la izquierda, porque había cables de minas por todos lados. Ella se detuvo. Muchas veces había paseado por allí sin tener sensación de peligro. Se alzó la falda y avanzó con la vista clavada en sus pies, que se introducían por entre la alta hierba.

Cuando llegó hasta él, tenía aún las manos levantadas. Había caído en una trampa y había acabado sosteniendo dos cables activos, que no podía soltar sin la protección de un elemento de contrapunto. Necesitaba una tercera mano para anular uno de ellos y tenía que volver de nuevo hasta la espoleta. Le pasó los cables con cuidado y bajó los brazos, por los que volvió a circular la sangre.

«Dentro de un momento vuelvo a cogerlos.»

«No te preocupes.»

«Sobre todo no te muevas.»

Abrió la mochila para buscar el contador Geiger y el imán. Pasó el cuadrante a lo largo de los cables que ella sostenía. No hubo oscilación alguna de la aguja hacia el polo negativo, ninguna pista, nada. Retrocedió, al tiempo que se preguntaba dónde estaría la trampa.

«Mira, voy a pegar ésos con cinta adhesiva al árbol y ya puedes marcharte.»

«No. Te los sostengo. No van a llegar hasta el árbol.»

«No.»

«Kip… puedo sostenerlos.»

«Estamos en un callejón sin salida. Vaya broma. No sé por dónde seguir. No sé hasta dónde llegará la trampa.»

Se separó de ella y corrió hasta el punto en el que había visto por primera vez el cable. Lo levantó y esa vez lo siguió por todo su recorrido con el contador Geiger. Luego se acuclilló a unos diez metros de ella y se puso a pensar: de vez en cuando levantaba la vista hacia ella, sin verla, y miraba sólo los dos ramales de cable que sostenía. No sé, dijo en voz alta y lenta, no sé. Creo que debo cortar el cable de tu mano izquierda. Tienes que marcharte. Se puso los auriculares para que volviera a llegarle el sonido enteramente y lo ayudara a pensar con claridad. Se representó los diferentes trayectos del cable y se desvió por las circunvoluciones de sus nudos, los giros repentinos, los interruptores enterrados que lo convertían de positivo en negativo: un polvorín. Recordó el perro con ojos como platos. Recorrió, al ritmo de la música, los cables, sin dejar de mirar las manos de la muchacha, que los sostenían muy quietas.

«Más vale que te vayas.»

«Necesitas otra mano para cortarlo, ¿no?»

«Puedo atarlo al árbol.»

«Yo te lo sostengo.»

Le cogió el cable de la mano izquierda como si fuera una víbora muy delgada y después el otro. Ella no se apartó. Él no dijo nada más, ahora tenía que pensar con la mayor claridad posible, como si estuviera solo. Ella se le acercó y volvió a coger uno de los cables. El no se dio cuenta de ello, se le había borrado la presencia de Hana. Volvió a recorrer todo el camino hasta la espoleta, acompañado por la mente que había imaginado aquella coreografía, tocando todos los puntos decisivos, radiografiando todo el conjunto, mientras la música invadía todos los demás resquicios.

Antes de que se le desdibujara el teorema, se acercó a ella y cortó el cable que colgaba de su mano izquierda con un chasquido como de mordisco. Vio el obscuro estampado de su vestido a lo largo de su hombro y contra su cuello. La bomba estaba desactivada. Dejó caer las cizallas y le puso la mano en el hombro, porque necesitaba tocar algo humano. Ella estaba diciendo algo que él no podía oír, por lo que alargó la mano y le quitó los auriculares y entonces se hizo el silencio: la brisa y un murmurio. Kip se dio cuenta de que no había oído el ruido seco del corte, sólo lo había sentido, al quebrarse, como la rotura de un huesecillo de conejo. No retiró la mano, sino que se la bajó por el brazo y tiró de los quince centímetros de cable que ella tenía aún apretados en la mano.

Lo miraba inquisitiva, mientras esperaba la respuesta a lo que acababa de decir, pero él no la había oído. Hana movió la cabeza y se sentó. Él se puso a recoger diversos objetos a su alrededor y a guardarlos en su mochila. Ella levantó la vista hacia el árbol y después, sólo por azar, la bajó y vio que estaba en cuclillas y que le temblaban las manos, tensas y rígidas como las de un epiléptico, y tenía la respiración acelerada.

«¿Has oído lo que te he dicho?»

«No. ¿Qué?»

«Pensaba que iba a morir. Quería morir. Y he pensado que, si iba a morir, lo haría contigo. Alguien como tú, joven como yo, como tantos que he visto morir en el pasado año. No he sentido miedo, pero no ha sido por valentía, desde luego. He pensado para mis adentros: tenemos esta villa, esta hierba, deberíamos habernos tumbado juntos, abrazados, antes de morir. Quería tocar ese hueso que tienes en el cuello, la clavícula, y que es como una alita dura bajo tu piel. Quería tocarlo con los dedos. Siempre me ha gustado la carne del color de los ríos y las rocas o como la mota central de las margaritas amarillas, ¿sabes a cuáles me refiero? ¿Las has visto alguna vez? Estoy tan cansada, Kip, quiero dormir. Quiero dormir bajo este árbol, pegar mis ojos a tu clavícula, sólo quiero cerrar los ojos y no pensar en los demás. Quiero encontrar un hueco en un árbol, subirme a él y dormir. ¡Qué capacidad de concentración! Saber qué cable cortar. ¿Cómo lo has sabido? No cesabas de decir: no sé, no sé, pero lo has sabido. ¿Verdad? No tiembles, tienes que ser un lecho tranquilo para mí, déjame acurrucarme, como si fueras un tierno abuelo al que pudiese abrazar, me gusta la palabra "acurrucar", una palabra que no se puede decir precipitadamente…»


Hana tenía la boca pegada a la camisa de él, que estaba tumbado junto a ella con toda la quietud necesaria y los ojos despejados y clavados en una rama y oía su profunda respiración. Cuando le rodeó el hombro con el brazo, ya estaba dormida, pero lo había agarrado y lo había apretado contra sí. Al bajar la vista, Kip vio que aún tenía el cable en la mano, debía de haberlo cogido de nuevo.

Lo más vivo en ella era la respiración. Su peso parecía tan leve, que debía de haber desplazado la mayor parte de su cuerpo. ¿Cuánto tiempo iba a poder estar tumbado así, sin poder moverse ni volver al trabajo? Era esencial permanecer quieto, como las estatuas de las que se había valido durante los meses en que avanzaban costa arriba combatiendo hasta ocupar y rebasar cada una de las ciudades fortificadas que ya no se distinguían unas de otras, con las mismas calles estrechas en todas que se convertían en alcantarillas de sangre, lo que le hacía pensar que, si perdía el equilibrio, resbalaría con el líquido rojo de aquellas pendientes y se precipitaría por el barranco hacia el valle. Todas las noches había entrado, indiferente al frío, a una iglesia capturada y había encontrado una estatua para que fuera su centinela durante la noche. Sólo había otorgado su confianza a esa raza de piedras, se acercaba lo más posible a ella en la obscuridad: un ángel abatido cuyo muslo era un muslo perfecto de mujer y cuyas formas y sombras parecían muy suaves. Reclinaba la cabeza en el regazo de aquellos seres y se entregaba al alivio del sueño.

De repente se volvió más pesada sobre él. Y ahora su respiración se hizo más profunda, como el sonido de un violonchelo. Contempló la cara dormida de ella. Seguía molesto porque la muchacha se hubiese quedado con él, cuando desactivó la bomba, como si con ello lo hubiera puesto en deuda para con ella, lo hubiese hecho sentirse retrospectivamente responsable de ella, aunque en el momento no lo había pensado, como si eso pudiera influir positivamente en su manipulación de una mina.

Pero ahora se sentía parte de algo, tal vez un cuadro que había visto en algún sitio el año anterior: una pareja tranquila en un campo. Cuántas había visto durmiendo, perezosas, sin pensar en el trabajo ni en los peligros del mundo. A su lado tenía los movimientos como de ratón que provocaba la respiración de Hana; sus cejas se encrespaban como en una discusión, una ligera irritación en sueños. Apartó la vista y la alzó hacia el árbol y el cielo de nubes blancas. Su mano se aferraba a él como el barro en la orilla del río Moro, cuando tenía hundido el puño en la tierra mojada para no volver a resbalar hasta el torrente que acababa de cruzar.

Si hubiera sido la figura de un cuadro, habría podido aspirar a un merecido sueño. Pero, como había dicho incluso ella, él era el color carmelita de una roca, de un cenagoso río crecido con la tormenta y algo en su interior lo incitaba a retraerse incluso ante la ingenua inocencia de semejante comentario. La desactivación con éxito de una bomba ponía fin a una novela. Hombres blancos, juiciosos y paternales, estrechaban manos, recibían agradecimientos y se retiraban cojeando a su soledad, de la que los habían sacado con halagos tan sólo para esa ocasión especial. Pero él era un profesional y seguía siendo el extranjero, el sij. Su único contacto humano y personal era con el enemigo que había fabricado aquella bomba y se había marchado barriendo tras sí sus huellas con ayuda de una rama.

¿Por qué no podía dormir? ¿Por qué no podía volverse hacia la muchacha y dejar de pensar que todo seguía medio encendido, que acechaba el fuego en rescoldo? En un cuadro por él imaginado, el campo que rodeaba aquel abrazo habría estado en llamas. En cierta ocasión había seguido con prismáticos la entrada de otro zapador en una casa minada. Lo había visto rozar, al pasar, una caja de cerillas al borde de una mesa y quedar envuelto por la luz medio segundo antes de que el atronador ruido de la bomba llegara hasta él. A eso recordaban los relámpagos en 1944. ¿Cómo iba a poder confiar siquiera en aquella cinta elástica que ceñía la manga del vestido al brazo de la muchacha? ¿Ni en el resonar de su respiración más íntima, tan profunda como los cantos en el lecho de un río?


Cuando la oruga pasó del cuello de su vestido a su mejilla, se despertó y abrió los ojos y lo vio acuclillado a su lado. El zapador quitó la oruga de la cara, sin tocarle la piel y la dejó en la hierba. Hana advirtió que ya había recogido todo su instrumental. Kip retrocedió y se sentó, apoyado en el árbol, y la observó volverse boca arriba y después estirarse y prolongar aquel instante lo más posible. Por la posición del sol, debía de ser la tarde. Echó la cabeza hacia atrás y lo miró.

«¡Debías tenerme abrazada!»

«Lo he hecho. Hasta que te has apartado.»

«¿Cuánto tiempo me has tenido abrazada?»

«Hasta que te has movido, hasta que has necesitado moverte.»

«No te habrás aprovechado de mí, ¿verdad?» Y, al ver que él empezaba a ruborizarse, añadió: «Hablaba en broma.»

«¿Quieres volver a la casa?»

«Sí, tengo hambre.»

Cegada por el sol como estaba y con las piernas cansadas, apenas si podía sostenerse en pie. Seguía sin saber cuánto tiempo habían estado allí. No podía olvidar la profundidad de su sueño, la levedad de la caída.


Cuando Caravaggio exhibió el gramófono que había encontrado en algún sitio, improvisaron una fiesta en el cuarto del paciente inglés.

«Voy a enseñarte a bailar con él, Hana, ritmos que ese joven amigo tuyo no conoce. He visto bailes a los que he dado la espalda. Pero esta canción, How Long Has This Been Going On, es una de las más hermosas, porque la melodía introductoria es más pura que la propia canción. Y sólo los grandes del jazz lo han entendido. Bien, podemos celebrar esa fiesta en la terraza, lo que nos permitiría invitar al perro, o podemos invadir el cuarto del inglés. Ayer tu joven amigo, que no bebe, consiguió botellas de vino en San Domenico. No tenemos sólo música. Dame el brazo. No. Primero hemos de marcar el suelo con tiza y practicar. Tres pasos principales: uno-dos-tres. Bien, dame el brazo. ¿Qué te ha ocurrido hoy?»

«Kip ha desactivado una bomba, una muy difícil. Que te lo cuente él.»

El zapador se encogió de hombros, no por modestia, sino como dando a entender que era demasiado complicado para explicarlo. La noche cayó deprisa, invadió el valle y después las montañas y los obligó una vez más a recurrir a las linternas.

Se dirigieron por los pasillos hacia la alcoba del paciente inglés. Caravaggio llevaba el gramófono y con una mano sujetaba el brazo y la aguja.

«Mira, antes de que empieces con tus historias», dijo a la estática figura tumbada en la cama, «te voy a presentar My Romance».

«Escrita, según creo, en 1935 por Lorenz Hart», murmuró el inglés.

Kip estaba sentado en el alféizar de la ventana y Hana dijo que quería bailar con el zapador.

«Primero tengo que enseñarte, sinvergonzona.»

Hana miró extrañada a Caravaggio: ésa era la calificación cariñosa que le daba su padre. Él la estrechó con su pesado abrazo de oso, al tiempo que volvía a llamarla «sinvergonzona», y comenzaron la clase de baile.

Ella se había puesto un vestido limpio, pero sin planchar. Siempre que giraban, veía al zapador cantando la letra por lo bajito. Si hubiera habido electricidad, habrían podido tener una radio, habrían podido recibir noticias de la guerra. Lo único que tenían era el receptor de Kip, pero había tenido la cortesía de dejarlo en su tienda. El paciente inglés estaba hablando de la desgraciada vida de Lorenz Hart. Tras asegurar que le habían cambiado algunas de sus mejores estrofas de Manhattan, se puso a recitar estos versos:

Nos bañaremos en Brighton,

los peces huirán de espanto,

al vernos entrar.

Ante tu bañador, tan fino,

almejas langostillos

se sonreirán.

«Unos versos admirables, y eróticos, pero Richard Rodgers debía de desear -es de suponer- más seriedad.»

«Mira, tienes que adivinar mis movimientos.»

«¿Y por qué no adivinas tú los míos?»

«Lo haré cuando sepas lo que debes hacer. De momento soy yo el único que lo sabe.»

«Seguro que Kip lo sabe.»

«Puede que lo sepa, pero no lo hará.»

«Me gustaría tomar un poco de vino», dijo el paciente inglés.

El zapador cogió un vaso de agua, tiró su contenido por la ventana y sirvió vino para el inglés.

«Hacía un año que no tomaba una copa.»

Se oyó un ruido amortiguado y el zapador se volvió raudo y miró por la ventana a la obscuridad. Los otros se quedaron paralizados. Podría haber sido una mina. Se volvió y les dijo: «No hay problema, no era una mina. Parecía proceder de una zona limpiada.»

«Da la vuelta al disco, Kip. Ahora os voy a presentar How Long Has This Been Going On, escrita por…»

Calló para que interviniera el paciente inglés, pero éste, que lo ignoraba, negó con la cabeza, al tiempo que sonreía con la boca llena de vino.

«Este alcohol seguramente acabará conmigo.»

«Nada puede acabar contigo. Eres puro carbón.»

«¡Caravaggio!»

«George e Ira Gershwin. Escuchad.»

Hana y él se deslizaban hacia la tristeza del saxo. Tenía razón Caravaggio. Un fraseo tan lento, tan prolongado, que Hana tenía la sensación de que el músico no deseaba salir del diminuto vestíbulo de la introducción y entrar en la melodía, quería permanecer y permanecer allí, donde aún no había empezado la historia, como enamorado de una criada en el prólogo. El inglés murmuró que esa clase de introducciones se llamaban «estribillos».

Tenía apoyada la mejilla en los músculos del hombro de Caravaggio. Sentía aquellas terribles zarpas en la espalda, contra su vestido limpio, mientras se movían en el limitado espacio comprendido entre la cama y la puerta, entre la cama y el hueco de la ventana, en el que seguía sentado Kip. De vez en cuando, al girar, le veía la cara. Tenía las rodillas levantadas y los brazos descansando sobre ellas. O lo veía mirar por la ventana a la obscuridad.

«¿Conoce alguno de vosotros un baile llamado "el abrazo del Bósforo"?», preguntó el inglés.

«En mi vida he oído hablar de semejante cosa.»

Kip contempló las grandes sombras desplazarse por el techo, por la pared pintada. Se levantó con gran esfuerzo, se acercó al paciente inglés para llenarle la copa y tocó, a modo de brindis, el borde de la suya con la botella. El viento del Oeste se colaba en el cuarto. Y de repente se volvió, irritado. Le había llegado un tenue tufo de cordita, que aún impregnaba ligeramente el aire, y después salió del cuarto, haciendo gestos de cansancio, y dejó a Hana en brazos de Caravaggio.


Ninguna luz lo alumbraba mientras corría por el pasillo en penumbra. Recogió rápido la mochila, salió de la casa, bajó corriendo los treinta y seis peldaños hasta la carretera y siguió corriendo y apartando de su cuerpo la idea de agotamiento.

¿Habría sido un zapador o un civil? Sentía el olor a flores y hierbas a lo largo de la pared de la carretera y las punzadas que comenzaban en el costado. Había sido obra del azar o una actuación equivocada. Los zapadores se relacionaban muy poco con los demás. Eran un grupo de carácter extraño, semejantes en parte a los que trabajaban las joyas o las piedras; eran duros y clarividentes y sus decisiones asustaban incluso a otros de su gremio. Kip había advertido esa característica entre los talladores de gemas, pero nunca en sí mismo, si bien sabía que otros la notaban. Los zapadores nunca intimaban entre sí. Cuando hablaban, sólo transmitían informaciones: sobre nuevos artefactos y hábitos del enemigo. Entraban en el Ayuntamiento, donde estaban alojados los demás zapadores, y sus ojos advertían las tres caras y la ausencia del cuarto. O bien estaban los cuatro y en un campo yacía el cadáver de un anciano o una niña.

Al entrar en el ejército, Kip había aprendido diagramas, esquemas cada vez más complicados, como grandes nudos o partituras musicales. Descubrió que estaba dotado de una visión tridimensional, la mirada astuta que podía centrarse en un objeto o una página de información y reordenarla, captar todos los datos superfluos. Era cauteloso por naturaleza, pero también podía imaginar los peores artefactos, las posibilidades de accidentes en una habitación: una ciruela en una mesa, un niño que se acercaba y se tragaba el hueso asesino, un hombre que entraba en una habitación a obscuras y, antes de reunirse con su mujer en la cama, rozaba un quinqué de petróleo y lo hacía caer de su repisa. Cualquier habitación estaba llena de semejante coreografía. La mirada astuta podía ver el cable oculto bajo la superficie, acertar con la urdimbre de un nudo invisible. Dejó de leer novelas de intriga, porque le irritaba la facilidad con que descubría a los criminales. Con quienes más a gusto se encontraba era con los hombres que tenían la locura de la abstracción, propia de los autodidactas, como su mentor, lord Suffolk, como el paciente inglés.

Aún no tenía fe en los libros. Recientemente, Hana lo había visto sentado junto al paciente inglés y esa escena le había parecido una inversión de Kim. Ahora el joven estudiante era un indio y el anciano y sabio maestro era un inglés. Pero quien se quedaba por la noche con el anciano, quien lo guiaba por las montañas hasta el río sagrado, era Hana. Habían leído incluso ese libro juntos y la voz de Hana aminoraba la marcha cuando el viento movía la llama de la vela que tenía a su lado y la página quedaba momentáneamente en penumbra.


Se acuclilló en un rincón de la bulliciosa sala de espera, ajeno a cualquier otro pensamiento y con las manos juntas en el regazo y las pupilas contraídas como puntas de alfiler. Tenía la sensación de que al cabo de un minuto -de medio segundo más- iba a encontrar la solución para el tremendo rompecabezas (…)


Y en cierto modo, durante aquellas largas noches dedicadas a leer y escuchar, se habían preparado -suponía ella- para la llegada del joven soldado, el niño convertido en adulto, que iba a reunirse con ellos. Pero Hana era el muchacho de la historia y Kip, de ser alguien, era el oficial Creighton.

Un libro, un mapa de nudos, un tablero con espoletas, una habitación con cuatro personas en una villa abandonada e iluminada sólo por velas y de vez en cuando los destellos de los relámpagos o el posible resplandor de una explosión. Las montañas, las colinas y Florencia a ciegas, sin electricidad. La luz de las velas no llega más allá de cincuenta metros. Desde una distancia mayor nada había allí que perteneciera al mundo exterior. Con el breve baile de aquella noche en el cuarto del paciente inglés habían celebrado sus sencillas aventuras: Hana, su sueño; Caravaggio, su «hallazgo» del gramófono; Kip, una desactivación difícil, aunque ya casi había olvidado semejante trance. Era de los que se sentían incómodos en las celebraciones, en las victorias.

A apenas cincuenta metros de distancia carecían de representación ante el mundo, ni un sonido ni una visión de ellos llegaba al ojo del valle, mientras las sombras de Hana y Caravaggio se deslizaban por las paredes, Kip permanecía sentado en el cómodo hueco de la ventana y el paciente inglés sorbía su vino y sentía que el alcohol se filtraba en su desacostumbrado cuerpo, por lo que lo emborrachaba rápidamente y su voz emitía el silbido de un zorro del desierto, el aleteo del tordo inglés que, según decía, sólo se encontraba en Essex, pues medraba junto a la lavanda y el ajenjo. El zapador, sentado en el hueco de piedra, pensó para sus adentros que todo el deseo del hombre quemado se localizaba en el cerebro. Después giró la cabeza de pronto y, al oír el sonido, comprendió perfectamente, sin la menor duda. Había vuelto a mirarlos y por primera vez en su vida había mentido («No hay problema, no era una mina. Parecía proceder de una zona limpiada») y se dispuso a esperar a que llegara hasta él el olor a cordita.


Horas después, Kip estaba sentado de nuevo en el hueco de la ventana. Si hubiera podido recorrer los siete metros del cuarto del inglés y tocar a Hana, se habría sentido en sus cabales. Había muy poca luz en el cuarto, tan sólo la vela en la mesa a la que estaba sentada, pero aquella noche no leía; pensó que tal vez estuviera achispada.

Había vuelto del lugar en el que había estallado la mina y había encontrado a Caravaggio dormido en el sofá de la biblioteca con el perro en brazos. Éste lo miró, cuando se detuvo en la puerta abierta, y movió el cuerpo sólo lo necesario para que se viera que estaba despierto y guardando el lugar. Su apagado gruñido se oía un poquito más que los ronquidos de Caravaggio.

Se quitó las botas, ató los cordones y se las colgó del hombro, mientras subía al piso superior. Había empezado a llover y necesitaba una lona para su tienda. Desde el pasillo vio la luz aún encendida en el cuarto del paciente inglés.

Hana estaba sentada en el sillón, con un codo apoyado en la mesa, sobre la que derramaba su luz un cabo de vela, y la cabeza echada hacia atrás. Kip dejó las botas en el suelo y entró en silencio en el cuarto, donde se había celebrado la fiesta tres horas antes. El aire olía a alcohol. Al verlo entrar, ella se llevó un dedo a los labios, y después señaló al paciente, pero éste no podía oír los sigilosos pasos de Kip. El zapador volvió a sentarse en el hueco de la ventana. Si hubiera podido cruzar el cuarto y tocarla, se habría sentido en sus cabales. Pero entre ellos mediaba un trayecto traicionero y complicado, un mundo muy amplio, y el inglés se despertaba con el menor sonido, pues, para poder sentirse seguro, ponía al máximo el volumen de su audífono. Los ojos de la muchacha recorrieron rápidos el cuarto y, al dar con él en el hueco de la ventana, se detuvieron.

Había localizado el cadáver de Hardy, su segundo, y lo que quedaba por allí y lo habían enterrado. Y después siguió pensando en lo que había hecho la muchacha aquella tarde, aterrado por ella de repente, irritado con ella por haber participado en la operación. Había puesto en peligro su vida como si tal cosa. Ella lo miraba fijamente. Su última comunicación había sido con el dedo en los labios. El zapador se inclinó hacia adelante y se limpió la mejilla contra el cordón que le pasaba por el hombro.

Había vuelto caminando por el pueblo y bajo la lluvia que caía en los desmochados árboles de la plaza, sin podar desde el comienzo de la guerra, y había pasado por delante de la extraña estatua de dos hombres a caballo y dándose la mano. Y ahora estaba en aquel cuarto, en el que las oscilaciones de la luz de la vela alteraban el aspecto de Hana, por lo que no podía saber qué sentimientos traslucía: si sabiduría o tristeza o curiosidad.

Si hubiera estado leyendo o inclinada sobre el inglés, le habría hecho una seña con la cabeza y probablemente se habría marchado, pero ahora estaba mirando a Hana y la veía joven y sola. Aquella noche, al contemplar la escena resultante de la explosión de la mina, había empezado a temer la presencia de ella durante la desactivación de aquella tarde. Tenía que apartarla de su cabeza o, si no, la tendría a su lado cada vez que se acercara a una espoleta. La llevaría dentro de sí. Cuando trabajaba, se henchía de claridad y música y el mundo humano se extinguía. Ahora la tenía dentro de sí o sobre su hombro, como la cabra viva que un oficial llevaba cargada -había visto en cierta ocasión- para sacarla de un túnel que intentaban inundar.

No.

No era cierto. Quería el hombro de Hana, quería colocar su palma sobre él, como había hecho a la luz del sol, cuando estaba dormida y él había estado tumbado ahí, como en el punto de mira de un fusil, cohibido ante ella: en el cuadro del pintor imaginario. No deseaba solicitud alguna para sí, pero deseaba colmar a la muchacha de atenciones, guiarla afuera de aquel cuarto. Se negaba a creer en sus propios defectos y en ella no había encontrado defecto alguno al que amoldarse. Ninguno de los dos deseaba dejar traslucir semejante posibilidad al otro. Hana estaba sentada y muy quieta. Lo miró y la vela osciló y alteró su aspecto. Él no sabía que no era para ella sino una silueta, que su esbelto cuerpo y su piel formaban parte de la obscuridad.

Antes, cuando ella había visto que Kip había abandonado el hueco de la alcoba, se había enfurecido. Sabía que los estaba protegiendo de la mina como a niños. Se había apretado más a Caravaggio. Había sido un insulto. Y aquella noche la excitación en aumento de la velada le había impedido leer después de que Caravaggio se hubiera ido a la cama, no sin antes detenerse a desvalijarle el botiquín, y de que el paciente inglés la hubiese llamado con el dedo y le hubiera besado, cuando ella se inclinó, en la mejilla.

Había apagado las demás velas, había encendido sólo el cabo de la mesilla de noche y se había sentado ahí, con el cuerpo del inglés delante y en silencio, tras apaciguarse el frenesí de sus peroratas embriagadas. Un día caballo seré y otro día perro, cerdo, oso decapitado, y un día fuego. Oía la cera derramarse en la bandeja de metal que tenía al lado. El zapador había ido hasta el punto de la colina en el que se había producido la explosión, pasando por el pueblo, y su innecesario silencio seguía irritándola.

No podía leer. Permanecía sentada en el cuarto con su eterno agonizante y seguía sintiéndose dolorida la rabadilla por el golpe que se había dado contra la pared, mientras bailaba con Caravaggio.


Si ahora se le hubiera acercado él, lo habría mirado fijamente y le habría pagado con un silencio semejante. Que adivinara, que diese el primer paso. No era el primer soldado que se le insinuaba.

Pero él hizo lo siguiente. Estaba en el centro del cuarto, con la mano metida hasta la muñeca en la mochila abierta y aún colgada del hombro. Avanzó sin hacer ruido. Giró y se detuvo junto a la cama. Cuando el paciente inglés concluyó una de sus largas exhalaciones, cortó el cable de su audífono con las cizallas y volvió a guardarlas en la mochila. Se volvió y le sonrió.

«Mañana por la mañana volveré a conectarlo.»

Le puso la mano izquierda en el hombro.


«David Caravaggio: ¡qué nombre más absurdo para ti!»

«Al menos tengo un nombre.»

«Sí.»


Caravaggio estaba sentado en la silla de Hana. El sol vespertino inundaba el cuarto y revelaba las motas de polvo que en él flotaban. La obscura y flaca cara del inglés, con su descarnada nariz, parecía la de un halcón envuelto en sábanas. El ataúd de un halcón, pensó Caravaggio.

El inglés se volvió hacia él.

«Hay un cuadro de Caravaggio, pintado al final de su vida, David con la cabeza de Goliat, en el que el joven guerrero sostiene en el extremo de su brazo extendido la cabeza, devastada por los años, de un Goliat anciano. Pero lo más triste de ese cuadro no es eso. Se supone que la cara de David es un retrato de Caravaggio de joven y la de Goliat es su retrato de viejo, del momento en que lo pintó. La juventud juzgando a la vejez en el extremo de su mano extendida. El juicio de su propia mortalidad. Cuando veo a Kip al pie de mi cama, pienso que es mi David.»


Caravaggio estaba ahí sentado en silencio y sus pensamientos se perdían entre las motas de polvo suspendidas. La guerra lo había desequilibrado y, tal como se encontraba, con aquellos brazos falsos prometidos por la morfina, no tenía un mundo al que regresar. Era un hombre de mediana edad que nunca se había acostumbrado a la vida familiar. Durante toda su vida había eludido la intimidad permanente. Hasta aquella guerra había sido mejor amante que marido. Había sido un hombre que se escabullía, como los amantes que dejan tras sí el caos, como los ladrones que dejan tras sí casas desvalijadas.

Contemplaba al hombre que estaba en la cama. Necesitaba saber quién era aquel inglés procedente del desierto y revelarlo, por consideración para con Hana, o quizás inventarle una piel, como el ácido tánico camufla la carne viva de un nombre quemado.

Cuando trabajaba en El Cairo, en los primeros días de la guerra, lo habían adiestrado para inventarse agentes dobles o fantasmas que debían cobrar vida. Tuvo a su cargo a un agente mítico llamado «Cheese» y pasó semanas atribuyéndole aventuras, confiriéndole rasgos caracteriales, como codicia y debilidad por la bebida, cuando propalaba rumores falsos entre el enemigo. Igual que algunos para los que trabajaba en El Cairo inventaban pelotones enteros en el desierto. Había vivido un período de guerra en el que lo único que había ofrecido a quienes lo rodeaban había sido una mentira. Se había sentido como un hombre en la obscuridad de un cuarto imitando los reclamos de un pájaro.

Pero allí se despojaban de la piel. No podían imitar sino lo que eran. La única defensa era buscar la verdad en los otros.


Hana sacó el ejemplar de Kim de su estante en la biblioteca y, apoyada en el piano, se puso a escribir en una de las guardas posteriores.


Dice que el cañón -el Zam-Zammah- sigue allí, delante del Museo de Lahore. Había dos cañones, hechos con el metal de tazas y cuencos recogidos en todas las casas hindúes de la ciudad, como jizya o tributo. Los fundieron y con su metal se hicieron los cañones. Los utilizaron en muchas batallas de los siglos XVIII y XIX contra los sijs. El otro cañón se perdió en una batalla, en el cruce del río Cbenab…


Cerró el libro y, tras subirse a una silla, lo colocó en su alto anaquel invisible.


Entró en la alcoba pintada con un nuevo libro y anunció el título.

«Dejemos los libros de momento, Hana.» Ella lo miró. Aun ahora, le parecían hermosos sus ojos. Todo sucedía ahí, en esa gris mirada que sobresalía de entre su obscuridad. Como si numerosas miradas parpadearan ante ella por un momento, antes de apagarse como los sucesivos destellos de un faro.

«Dejemos los libros. Dame el de Herodoto simplemente.»

Puso el grueso y sucio volumen en sus manos.

«He visto ediciones de las Historias con un retrato del autor en la portada, cierta estatua encontrada en un museo francés. Pero yo nunca me he imaginado a Herodoto así. Lo veo más bien como uno de esos enjutos hombres del desierto que viajan de oasis en oasis comerciando con leyendas, como si se tratara de semillas, consumiéndolo todo sin recelo, juntando las piezas de un espejismo. "Esta historia mía", dice Herodoto, "ha buscado desde el principio el complemento del asunto principal". Lo que encontramos en él es callejones sin salida en el movimiento de la Historia: cómo se traicionan los hombres en pro de las naciones, cómo se enamoran… ¿Qué edad me has dicho que tenías?»

«Veinte años.»

«Yo tenía muchos más cuando me enamoré.»

Hana hizo una pausa. «¿De quién?»

Pero ahora sus ojos se habían apartado de ella.


«Los pájaros prefieren los árboles con ramas muertas», dijo Caravaggio. «Disfrutan de panoramas completos desde sus alcándaras. Pueden lanzarse al vuelo en cualquier dirección.»

«Si te refieres a mí», dijo Hana, «no soy un pájaro. El que lo es de verdad es ese hombre de ahí arriba».

Kip intentó imaginarla como un pájaro.

«Dime: ¿es posible amar a alguien que no sea tan inteligente como tú?» Caravaggio, al que los efectos de la morfina habían puesto de talante combativo, tenía ganas de discutir. «Eso es algo que me ha preocupado en la mayor parte de mi vida sexual, que, por cierto, empezó -debo anunciar a esta selecta compañía- tarde. Del mismo modo que no conocí el placer sexual de la conversación hasta que estuve casado. Nunca me habían parecido eróticas las palabras. A veces me gusta más, la verdad, hablar que follar. Frases: montones sobre esto, montones sobre aquello y después montones sobre esto otra vez. Lo malo de las palabras es que puedes acabar arrinconándote a ti mismo, mientras que follando no puedes acabar así.»

«Ésa es una opinión típica de un hombre», murmuró Hana.

«La verdad es que a mí no me ha ocurrido», prosiguió Caravaggio, «tal vez a ti sí, Kip, cuando bajaste a Bombay de las montañas, cuando fuiste a Inglaterra para recibir la formación militar. Me gustaría saber si habrá acabado alguien acorralado follando. ¿Qué edad tienes, Kip?».

«Veintiséis años.»

«Más que yo.»

«Más que Hana. ¿Podrías enamorarte de ella, si no fuese más inteligente que tú? No quiero decir que no sea menos inteligente que tú. Pero, ¿es importante para ti pensar que es más inteligente que tú para enamorarte? Piénsalo. Puede estar obsesionada con el inglés, porque éste sabe más. Cuando hablamos con ese tipo, nos desborda. Ni siquiera sabemos si es inglés. Probablemente no lo sea. Mira, creo que es más fácil enamorarse de él que de ti. ¿Por qué? Porque lo que queremos es saber cosas, cómo encajan las piezas. Los conversadores seducen, las palabras nos arrinconan. Más que ninguna otra cosa, queremos crecer y cambiar. Un mundo feliz.»

«No lo creo», dijo Hana.

«Yo tampoco. Te voy a hablar de la gente de mi edad. Lo peor es que los demás dan por sentado que a esta edad ya has desarrollado del todo tu personalidad. Lo malo de la edad mediana es que creen que estás del todo formado. Mirad.»

Entonces Caravaggio alzó las manos con las palmas vueltas hacia Hana y Kip. Ella se levantó, fue detrás de él y le rodeó el cuello con su brazo.

«No sigas con eso. ¿Vale, David?»

Envolvió suavemente las manos de Caravaggio con las suyas.

«Ya tenemos ahí arriba un charlatán disparatado.»

«Míranos… aquí sentados, como los asquerosos ricos en sus asquerosas villas encaramadas en asquerosas colinas, cuando en la ciudad hace demasiado calor. Son las nueve de la mañana: ese de ahí arriba está durmiendo. Hana está obsesionada con él. Yo estoy obsesionado con la salud mental de Hana, estoy obsesionado con mi "equilibrio", y Kip probablemente salga volando un día de éstos. ¿Por qué? ¿A beneficio de qué? Tiene veintiséis años. El ejército británico le ha enseñado unas técnicas y los americanos le han enseñado otras y el equipo de zapadores ha asistido a conferencias, ha recibido condecoraciones y después lo han enviado a las colinas de los ricos. Te están utilizando, chaval. No me voy a quedar aquí mucho tiempo. Quiero llevarte a casa. Echando leches de Dodge City.»

«Basta ya, David. Kip va a sobrevivir.»

«¿Cómo se llamaba el zapador que salió volando la otra noche?»

Kip no abrió la boca.

«¿Cómo se llamaba?»

«Sam Hardy.» Kip abandonó la conversación, se acercó a la ventana y se asomó.

«El problema de todos nosotros es que estamos donde no debemos. ¿Qué estamos haciendo en África, en Italia? ¿Qué hace Kip desactivando bombas en huertos, por el amor de Dios? ¿Qué hace participando en guerras inglesas? Un agricultor del frente occidental no puede podar un árbol sin destrozar la sierra. ¿Por qué? Por la cantidad de metralla que le metieron dentro en la última guerra. Hasta los árboles están cargados de enfermedades que hemos provocado. Los ejércitos te adoctrinan y te dejan aquí y se van a tomar por culo y a armar follón en otra parte, inky-dinky parlez-vous? Deberíamos largarnos todos juntos.»

«No podemos abandonar al inglés.»

«El inglés se marchó hace meses, Hana: está con los beduinos o en algún jardín inglés con su césped y toda la leche. Probablemente no recuerde siquiera a la mujer que da vueltas por su cabeza, aquella de la que intenta hablarnos. No sabe dónde cojones se encuentra.

»Crees que estoy enfadado contigo, ¿verdad?, porque te has enamorado. ¿No? Un tío celoso de su sobrina. Me da terror tu situación. Quiero matar al inglés, porque eso es lo único que puede salvarte, sacarte de aquí. Y está empezando a caerme bien. Deserta de tu puesto. ¿Cómo va a poder amarte Kip, si no eres lo bastante lista para hacer que deje de arriesgar la vida?

«Porque sí, porque cree en un mundo civilizado. Es un hombre civilizado.»

«Primer error. La iniciativa correcta es la de montar a un tren, largaros y tener hijos. ¿Queréis que vayamos a preguntar al inglés, el pájaro, qué le parece?

»¿Por qué no eres más lista? Los ricos son los únicos que no pueden permitirse el lujo de ser listos. Están comprometidos. Quedaron encerrados hace años en una vida de privilegio. Tienen que proteger sus posesiones. Nadie es más mezquino que los ricos. Te lo digo yo. Pero tienen que seguir las normas de su putrefacto mundo civilizado. Declaran la guerra, tienen honor y no pueden marcharse. Pero vosotros dos, nosotros tres, somos libres. ¿Cuántos zapadores mueren? ¿Por qué no has muerto tú aún? No seas responsable. La suerte no es eterna.»

Hana estaba vertiendo leche en su taza. Cuando acabó, pasó el borde de la jarra sobre la mano de Kip y siguió vertiendo la leche sobre su carmelita mano y por su brazo hasta el codo. El no la apartó.


Había dos niveles de jardín, largo y estrecho, al oeste de la casa: una terraza propiamente dicha y, más arriba, el jardín más obscuro, en el que los peldaños de piedra y las estatuas de cemento casi desaparecían bajo el verde moho provocado por la lluvia. En él tenía montada su tienda el zapador. Caía la lluvia y la bruma se alzaba del valle y de las ramas de ciprés y abeto caía otra lluvia sobre ese trecho medio despejado en la ladera de la colina.

Sólo las hogueras podían secar el jardín superior, permanentemente húmedo y umbrío. Los desechos de tablas y vigas resultantes de anteriores bombardeos, las ramas arrastradas, la maleza que Hana arrancaba por las tardes, la hierba y las ortigas segadas: todo eso lo llevaban allí y lo quemaban al atardecer. Las húmedas hogueras humeaban y ardían y el humo con olor a plantas se metía entre los arbustos, subía hasta los árboles y después se extinguía en la terraza delante de la casa. Llegaba a la ventana del paciente inglés, que oía retazos de la charla y de vez en cuando risas procedentes del jardín humeante. Identificaba el olor y se remontaba hasta lo que habían quemado. Romero, pensaba, vencetósigo, ajenjo, había ahí algo más, sin aroma, tal vez diente de perro o el falso girasol, que gustaba del suelo, ligeramente ácido, de aquella colina.

El paciente inglés aconsejaba a Hana lo que debía cultivar.

«Pide a tu amigo italiano que te consiga semillas, parece apto para eso. Lo que necesitas es hojas de ciruelo. También claveles de la India y claveles reventones: si quieres el nombre latino para decírselo a tu amigo latino, es Silene virginica. También va bien la ajedrea roja. Si quieres que acudan pinzones, planta avellanos y cormieras.»

Hana lo anotó todo. Después metió la estilográfica en el cajón de la mesita en que guardaba el libro que le estaba leyendo, dos velas y cerillas. En aquel cuarto no había material médico. Lo escondía en otros cuartos. No quería que Caravaggio molestara al inglés, al buscarlo. Se metió la hoja de papel con los nombres de las plantas en el bolsillo del vestido para dársela a Caravaggio. Ahora que la atracción física había alzado la cabeza, había empezado a sentirse incómoda en compañía de los tres hombres; si es que era atracción física, si es que todo aquello tenía algo que ver con el amor a Kip.

Le gustaba descansar la cara contra la parte superior de su brazo, río carmelita obscuro, y despertarse sumergida en él, contra el pulso de una vena no visible en su carne junto a ella. La vena que tendría que localizar y en la que tendría que inyectar una solución salina, si estuviera agonizando.


A las dos o las tres de la mañana, después de separarse del inglés, se dirigía cruzando el jardín hasta donde se encontraba el quinqué del zapador, colgado del brazo de San Cristóbal. Entre la luz y ella había una absoluta obscuridad, pero conocía cada arbusto y cada matorral por el camino, la situación de la hoguera junto a la que pasaba, baja y rosada y a punto de extinguirse. A veces cubría con la mano el cristal del quinqué, soplaba y apagaba la llama y otras veces la dejaba ardiendo, pasaba por debajo de ella, entraba a gatas en la tienda y se apretaba contra el cuerpo de él, el brazo que deseaba, y le ofrecía su lengua en lugar de un algodón, su diente en vez de una aguja, su boca en lugar de la máscara con las gotas de codeína para dormirlo, para aminorar el inmortal tictac de su cerebro hasta reducirlo al sopor. Doblaba su vestido estampado y lo colocaba sobre sus zapatillas de tenis. Sabía que para él el mundo se consumía en llamas a su alrededor con arreglo a unas mínimas reglas decisivas. Había que substituir el TNT por vapor, había que drenarlo, había que… sabía que todo eso daba vueltas en la cabeza de él, mientras dormía junto a él, virtuosa como una hermana.

La tienda y el obscuro bosque los rodeaban.

Sólo habían avanzado un paso respecto del consuelo que había dado ella a otros en los hospitales provisionales de Ortona o Monterchi. Su cuerpo como último calor, su susurro como consuelo, su aguja para dormir. Pero el cuerpo del zapador no permitía que entrara en él nada procedente de otro mundo. Un muchacho enamorado que se negaba a comer los alimentos que ella recolectaba, que no necesitaba ni deseaba la droga en una aguja que ella podría haberle inyectado en el brazo, como hacía Caravaggio, o los ungüentos inventados en el desierto que el inglés anhelaba, ungüentos y polen para que se recuperara, como los que le había preparado el beduino. Tan sólo para que gozara del consuelo que aporta el sueño.


Kip disponía ornamentos a su alrededor. Ciertas hojas que ella le había dado, un cabo de vela y, en su tienda, el receptor de radio y la bolsa, llena con el instrumental de su disciplina, que llevaba al hombro. Había salido de los combates con una calma que, aun cuando fuera falsa, significaba orden para él. Continuaba dando muestras de rigor, seguía el halcón que flotaba por el valle en la V de su punto de mira, abriendo una bomba y nunca apartando la vista de lo que estaba escudriñando, al tiempo que se acercaba un termo, lo destapaba y bebía, sin mirar siquiera una sola vez la taza de metal.

Los demás somos simple periferia -pensaba ella-, sus ojos sólo están atentos al peligro, su oído a lo que esté ocurriendo en Helsinki o en Berlín y que le llega por la onda corta. Incluso cuando se comportaba como un amante tierno y ella lo sujetaba con su mano izquierda por encima del kara, donde se tensaban los músculos de su antebrazo, ella se sentía invisible ante aquella mirada perdida hasta que llegaba el gemido y su cabeza caía contra el cuello de ella. Todo lo demás, aparte del peligro, era periférico. Ella le había enseñado a manifestarse así, ruidosamente, había deseado que lo hiciera y, si en algún momento, pasados los combates, estaba relajado, por poco que fuese, era sólo en ése, como si por fin estuviese dispuesto a indicar su posición en la obscuridad, manifestar su placer con un sonido humano.

No sabemos hasta qué punto estaba enamorada ella de él o él de ella o hasta qué punto se trataba de un juego de secretos. A medida que intimaban, aumentaba el espacio que los separaba durante el día. A ella le gustaba la distancia que él le dejaba, el espacio que, a su juicio, les correspondía. Infundía a los dos una energía particular, un código de aire entre ellos, cuando él pasaba bajo su ventana y sin decir palabra camino del pueblo, donde se reunía con los otros zapadores. Él le pasaba un plato o comida en las manos. Ella le colocaba una hoja en su carmelita muñeca. O trabajaban con Caravaggio en la cimentación de un muro a punto de derrumbarse. El zapador cantaba sus canciones occidentales, con las que Caravaggio, aunque no lo reconociera, disfrutaba.

«Pennsylvania six-five-oh-oh-oh!», cantaba jadeando el joven soldado.


Ella iba aprendiendo a distinguir todas las variedades de su obscura piel, el color de su antebrazo en comparación con el de su cuello, el color de sus palmas, su mejilla, la piel bajo el turbante, la obscuridad de los dedos al separar cables rojos y negros o en contraste con el pan que cogía de la bandeja de bronce que aún utilizaba para la comida. Después se ponía en pie. Su independencia les parecía descortés, aunque él la consideraba sin lugar a dudas el colmo de la educación.

Los que más le gustaban eran los colores que cobraba su cuello con el agua, cuando se bañaba, y el de su pecho cubierto de sudor, al que se aferraban los dedos de ella cuando lo tenía encima, y el de los obscuros y fuertes brazos en las tinieblas de su tienda o, cierta vez, en el cuarto de ella, cuando entre ellos surgió, como el crepúsculo, la luz procedente del pueblo situado en el valle, al fin liberada del toque de queda, e iluminó el color de su cuerpo.

Más adelante Hana iba a comprender que ni él ni ella habían accedido nunca a verse comprometidos el uno para con el otro. Vería esa palabra en una novela, la sacaría del libro e iría a consultarla en un diccionario. Comprometido: que ha contraído un compromiso u obligación. Y él nunca había accedido -y Hana lo sabía- a eso. Si ella cruzaba los doscientos metros de jardín obscuro para reunirse con él, lo hacía por su propia voluntad y podía encontrarlo dormido, no por falta de amor, sino por necesidad, para afrontar con la mente despejada los objetos traicioneros del día siguiente.

A él ella le parecía extraordinaria. Se despertaba y la veía en el haz de luz de la lámpara. Lo que más le gustaba era la expresión inteligente de su cara. O por las noches le gustaba su voz, cuando discutía una tontería de Caravaggio. Y la forma como entraba a gatas en su tienda y se apretaba contra su cuerpo, como una santa.

Hablaban y la voz ligeramente cantarina de él resonaba entre el olor a lona de la tienda que lo había acompañado durante toda la campaña italiana y que tocaba alargando sus finos dedos como si formara también parte de su cuerpo, un ala de color caqui que plegaba sobre sí durante la noche. Era su mundo. Durante aquellas noches, ella se sentía muy lejos del Canadá. Él le preguntaba por qué no podía dormir. Ella estaba tumbada ahí e irritada por su independencia, por la facilidad con la que se apartaba del mundo. Ella quería un techo de hojalata para guarecerse de la lluvia, dos álamos que se estremecieran ante su ventana, un ruido que acunara su sueño, los árboles y los techos bajo los que dormía en el extremo oriental de Toronto, donde se crió, y después, durante un par de años, con Patrick y Clara a orillas del río Skootamatta y posteriormente en la Georgian Bay. Ni siquiera en la densidad de aquel jardín había encontrado un árbol bajo el que dormir.

«Bésame. De tu boca es de lo que estoy más puramente enamorada, de tus dientes.» Y más tarde, cuando su cabeza había caído a un lado, hacia la corriente que entraba por la abertura de la tienda, le había susurrado en voz alta estas palabras, que sólo había oído ella misma: «Tal vez deberíamos preguntar a Caravaggio. Mi padre me dijo una vez que Caravaggio estaba siempre enamorado. No sólo caía en el amor, sino que, además, se hundía dentro de él. Siempre confuso, siempre feliz. ¿Kip? ¿Me oyes? Me siento tan feliz contigo, tan feliz de estar contigo así.»


Lo que más deseaba ella era un río en el que pudieran nadar. En la natación había un ceremonial que le parecía como el de una pista de baile. Pero él tenía una idea diferente de los ríos, se había metido en el Moro en silencio tirando del arnés de cables atados al puente portátil y los paneles de acero remachados se deslizaban tras él dentro del agua como un ser vivo y entonces se había iluminado el cielo con el fuego de obuses y alguien estaba hundiéndose a su lado en el centro del río. Los zapadores se sumergían una y otra vez en busca de las poleas perdidas y recogían los garfios en el agua y las llamaradas del fósforo en el cielo iluminaban el barro, la superficie y los rostros.

Durante toda la noche lloraron, gritaron y se ayudaron mutuamente a no volverse locos. Con la ropa empapada en el río invernal, consiguieron que el puente fuera encarrilándose poco a poco por encima de sus cabezas y dos días después otro río. Todos los ríos a los que llegaban carecían de puentes, como si hubieran borrado sus nombres, como si el cielo no tuviese estrellas ni las casas puertas. Las unidades de zapadores se metían con cuerdas en ellos, trasladaban cables sobre los hombros, encajaban los pernos, cubiertos de grasa para que no chirriara el metal, y después pasaba el ejército. Pasaba con sus vehículos y los zapadores seguían en el agua.

Con mucha frecuencia los sorprendían en plena corriente los obuses, que fulguraban en las cenagosas orillas y hacían trizas el acero y el hierro. Entonces nada había para protegerlos, el río resultaba tan fino como la seda contra los metales que lo rasgaban.

Kip se lo quitaba de la cabeza. Se daba maña para dormirse al instante y apartarse de aquella mujer, que tenía sus propios ríos y se perdía en ellos.

Sí, Caravaggio le explicaría cómo podía hundirse en el amor, cómo hundirse incluso en el amor cauto. «Quiero llevarte al río Skootamatta, Kip», decía Hana. «Quiero enseñarte el lago Smoke. La mujer a la que mi padre amó vive en los lagos, se desplaza más en canoa que en coche. Añoro los truenos que cortaban la electricidad. Quiero que conozcas a Clara, la mujer de las canoas, la única de mi familia que aún vive. Ya no queda nadie más. Mi padre la abandonó para irse a la guerra.»


Caminaba sin dar un paso en falso ni vacilar hacia la tienda en la que él pasaba la noche. Los árboles tamizaban la luz de la luna, como si se encontrara bajo un globo de luces de una sala de baile. Entraba en la tienda, pegaba el oído a su pecho dormido y escuchaba los latidos de su corazón, igual que él escuchaba el reloj de una mina. Las dos de la mañana. Todo el mundo dormía, menos ella.

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