VI. UN AVIÓN ENTERRADO

El paciente paseó la mirada por la larga cama, en cuyo extremo se encontraba Hana. Después de haberlo bañado, la muchacha rompió la punta de una ampolla y se volvió hacia él con la morfina. Una efigie, una cama. El inglés bogaba en el barco de morfina. Esta corría por sus venas e implosionaba el tiempo y la geografía del mismo modo que un mapa comprime el mundo en una hoja de papel de dos dimensiones.


Las largas veladas de El Cairo. El mar de cielo nocturno, halcones en filas hasta que los soltaban al atardecer y se lanzaban formando un arco hacia el último color del desierto: al unísono, como un puñado de semillas arrojado a la tierra.

En 1936 podías comprar cualquier cosa en aquella ciudad: desde un perro o un ave que acudía a golpe de silbato hasta aquellas terribles traíllas que se ajustaban al dedo meñique de una mujer para que no se te perdiera en un mercado atestado.

En el sector nordoriental de El Cairo se encontraba el gran patio de los estudiantes religiosos y, más allá, el bazar Jan el Jalili. Mirábamos desde lo alto gatos encaramados a techos de hojalata ondulada, que, a su vez, miraban la calle y los puestos de abajo. Nuestro cuarto dominaba todo aquel panorama. Por las ventanas abiertas se veían minaretes, falúas, gatos, y entraba el estruendo. Ella me hablaba de los jardines de su infancia. Cuando no podía dormir, dibujaba el jardín de su madre para mí palabra a palabra, arriate a arriate, el hielo de diciembre sobre el estanque con peces, el crujido de los espaldares rosados. Me cogía la muñeca en la confluencia de las venas y la guiaba hasta la depresión de su cuello.


Marzo de 1937, Uweinat. Madox estaba irritable por la falta de aire. Estábamos a trescientos metros sobre el nivel del mar, pero, aun a aquella mínima altura, se encontraba incómodo. Al fin y al cabo, era un hombre del desierto, pues había abandonado Marston Magna, la aldea de su familia, en Somerset, y había cambiado todas sus costumbres y hábitos para vivir lo más cerca posible del nivel del mar y en un clima seco.


«Madox, ¿cómo se llama ese hueco en la base del cuello de una mujer? Por delante. Aquí. ¿Qué es? ¿Tiene un nombre oficial? ¿Ese hueco del tamaño aproximado de la huella de un pulgar?»

Madox me miró un momento a la deslumbrante luz del mediodía.

«Cálmate», murmuró.

«Te voy a contar una historia», dijo Caravaggio a Hana. «Érase una vez un húngaro llamado Almásy, que trabajó para los alemanes durante la guerra. Voló un tiempo con el Afrika Korps, pero era más valioso para otras tareas. En los años treinta, había sido uno de los grandes exploradores del desierto. Conocía todos los puntos donde había agua y había colaborado en la realización de los mapas del Mar de Arena. Lo sabía todo sobre el desierto. Lo sabía todo sobre los dialectos. ¿Te suena? Entre las dos guerras siempre estaba de expedición fuera de El Cairo. Una de ellas en busca de Zerzura: el oasis perdido. Después, cuando estalló la guerra, se unió a los alemanes. En 1941 pasó a hacer de guía para los espías, los llevaba por el desierto hasta El Cairo. Lo que pretendo decirte es que me parece que el paciente inglés no es inglés.

«Claro que lo es. ¿Qué me dices de todos esos arriates de flores en Gloucestershire?»

«Precisamente. Todo ello constituye un telón de fondo perfecto. Anteanoche, cuando estábamos buscando un nombre para el perro. ¿Recuerdas?»

«Sí.»

«¿Cuáles fueron sus propuestas?»

«Estaba extraño esa noche.»

«Estaba muy extraño porque le di una dosis extra de morfina. ¿Recuerdas los nombres? Propuso unos ocho. Cinco de ellos eran bromas evidentes. Quedan tres: Cicerón, Zerzura, Dalila.»

«¿Y qué?»

«Cicerón era el nombre en clave de un espía. Los británicos lo descubrieron. Un agente doble y después triple que se escapó. Zerzura es más complicado.»

«Sé lo que es. Lo ha mencionado. También habla de jardines.»

«Pero ahora, más que nada, del desierto. El jardín inglés sale a relucir cada vez menos. Ese hombre se está muriendo. Creo que ahí arriba tienes al guía de espías Almásy.»

Estaban sentados en los viejos cestos de mimbre del lavadero y mirándose. Caravaggio se encogió de hombros. «Es posible.»

«Yo creo que es inglés», dijo Hana, al tiempo que se mordía los carrillos, como siempre que pensaba o examinaba algo relativo a ella.

«Sé que quieres a ese hombre, pero no es inglés. Al principio de la guerra, yo trabajé en El Cairo: el Eje de Trípoli. El espía Rebecca de Rommel…»

«¿Qué quieres decir con "el espía Rebecca"?»

«En 1942, antes de la batalla de El Alamein, los alemanes enviaron a un espía llamado Eppler a El Cairo. Utilizaba un ejemplar de la novela Rebecca de Daphne du Maurier como libro de claves para enviar mensajes a Rommel sobre los movimientos de tropas. Mira, se convirtió en libro de cabecera del servicio de inteligencia británico. Hasta yo lo leí.»

«¿Que tú leíste un libro?»

«Eres muy amable. El hombre que guió a Eppler por el desierto hasta El Cairo (desde Trípoli hasta El Cairo) por orden personal de Rommel era el conde Ladislaus de Almásy. Se suponía que nadie podía cruzar aquel trecho del desierto.

«Entre las dos guerras, Almásy tuvo amigos ingleses, grandes exploradores. Pero, cuando estalló la guerra se fue con los alemanes. Rommel le pidió que guiara a Eppler por el desierto hasta El Cairo, porque por avión o en paracaídas habría llamado demasiado la atención. Cruzó el desierto con ese tipo y lo dejó en el delta del Nilo.»

«Sabes mucho de todo eso.»

«Estuve destinado en El Cairo. Les seguíamos la pista. Desde Gialo guió a un grupo de ocho hombres por el desierto. Constantemente tenían que desembarrancar los camiones en los montículos de arena. Los dirigió hacia Uweinat y su meseta de granito para que pudiesen conseguir agua y refugiarse en las grutas. Era un punto que quedaba a mitad de camino. En los años treinta había descubierto allí grutas con pinturas rupestres. Pero la meseta estaba infestada de Aliados y no podía utilizar los pozos que había en ella. Volvió a internarse en el desierto. Pillaron reservas de petróleo británicas para llenar sus depósitos. En el oasis de Jarga se vistieron con uniformes británicos y pusieron matrículas del ejército británico en sus vehículos. Cuando los divisaban desde el aire, se escondían en wadis y permanecían inmóviles por períodos de hasta tres días, asándose en la arena.

«Tardaron tres semanas en llegar a El Cairo. Almásy estrechó la mano a Eppler y se separó de él. A partir de ahí le perdimos la pista. Dio media vuelta y regresó solo al desierto. Creemos que volvió a cruzarlo, de vuelta hacia Trípoli, pero ésa fue la última vez que se lo vio. Los británicos acabaron deteniendo a Eppler y utilizaron el código Rebecca para enviar información falsa a Rommel sobre El Alamein.»

«Sigo sin creerlo, David.»

«El hombre que ayudó a atrapar a Eppler en El Cairo llevaba el nombre de Sansón.»

«Dalila.»

«Exactamente.»

«Tal vez sea Sansón.»

«Eso es lo que pensé al principio. Era muy parecido a Almásy. También era un enamorado del desierto. Había pasado la infancia en el Levante y conocía a los beduinos. Pero lo que distinguía a Almásy es que sabía pilotar un avión. Estamos hablando de alguien que se estrelló con un avión. Ahí tenemos a ese hombre, irreconocible a consecuencia de las quemaduras, que a saber cómo acabó en manos de los ingleses en Pisa. Además, habla inglés a la perfección. Almásy fue a la escuela en Inglaterra. En El Cairo lo llamaban el espía inglés.»

Hana, sentada en la cesta, miraba a Caravaggio. Dijo: «Creo que debemos dejarlo tranquilo. No importa en qué bando estuviera, ¿no?»

«Me gustaría hablar más con él», respondió Caravaggio. «Cuando haya tomado más morfina. Soltarlo todo, los dos. ¿Entiendes? Para ver hasta dónde podemos llegar. Dalila, Zerzura. Vas a tener que darle una inyección alterada.»

«No, David. Estás demasiado obsesionado. No importa quién sea. Ya ha acabado la guerra.»

«Entonces lo haré yo. Prepararé un cóctel Brompton: morfina y alcohol. Lo inventaron en el Hospital Brompton de Londres para los pacientes con cáncer. No te preocupes, no lo matará. El cuerpo lo absorbe muy rápido. Puedo prepararlo con lo que tenemos. Dale a beber un sorbo. Después vuelves a darle morfina pura.»

Ella lo observaba sentado en el cesto: tenía la mirada clara y sonreía. Durante las últimas fases de la guerra, Caravaggio se había hecho, como tantos otros, ladrón de morfina. A las pocas horas de su llegada, ya había olfateado dónde tenía Hana el material médico. Ahora los tubitos de morfina -como tubos de dentífrico para muñecas, había pensado Hana la primera vez que los había visto y le habían parecido de lo más pintorescos- eran su fuente de aprovisionamiento. Llevaba en el bolsillo dos o tres durante todo el día y se los inyectaba en la carne. En cierta ocasión en que se lo había encontrado vomitando por haberse inyectado una dosis excesiva, acurrucado y temblando en uno de los rincones obscuros de la villa, alzó la vista y apenas si la reconoció. Había intentado hablar con él, pero se había limitado a mirarla fijamente. Había encontrado el botiquín de metal y lo había roto, a saber con qué fuerzas. En otra ocasión, en que el zapador se había hecho una raja en la palma de la mano con una verja de hierro, Caravaggio rompió la puntita de cristal con los dientes, chupó y escupió la morfina en la mano carmelita antes de que Kip supiese siquiera de qué se trataba. Kip lo apartó de un empujón con expresión indignada.

«Déjalo en paz. Es paciente mío.»

«No voy a hacerle daño. La morfina y el alcohol le quitarán el dolor.»


(3 CC. DE CÓCTEL BROMPTON. 15.00 HORAS.)


Caravaggio cogió el libro de las manos del paciente.

«Cuando te estrellaste en el desierto, ¿de dónde procedías?»

«Había salido del Gilf Kebir. Había ido allí a recoger a alguien, a finales de agosto de 1942.»

«¿Durante la guerra? Todo el mundo debía de haberse marchado ya.»

«Sí. Sólo había ejércitos.»

«El Gilf Kebir.»

«Sí.»

«¿Dónde está?»

«Dame el libro de Kipling… Mira…»

En el frontispicio de Kim había un mapa con una línea de puntos que representaba la ruta seguida por el muchacho y el Santo. Mostraba sólo una porción de la India, el Afganistán envuelto en sombras y Cachemira en la falda de las montañas.

Recorrió con su negra mano el río Numi hasta su desembocadura en el mar, por la latitud 23° 30'. Siguió deslizando el dedo diez centímetros al Oeste, fuera de la página, hasta su pecho; se tocó una costilla.

«Aquí, el Gilf Kebir, un poco al norte del Trópico de Cáncer, en la frontera entre Libia y Egipto.»


¿Qué ocurrió en 1942?

Había hecho el viaje hasta El Cairo y estaba de regreso. Me dirigía a Uweinat y, gracias a que recordaba los mapas antiguos, pude escabullirme entre las líneas enemigas y pasar por los escondrijos de petróleo y agua de la preguerra. Como iba solo, me resultaba más fácil. A un centenar de kilómetros del Gilf Kebir, el camión explotó y volcó y yo rodé automáticamente en la arena, pues no quería que me tocara una chispa. En el desierto siempre aterra el fuego.

El camión estalló, víctima probablemente de un sabotaje. Había espías entre los beduinos, cuyas caravanas seguían errando, como ciudades que transportaban especias, alojamientos y asesores gubernamentales adondequiera que fuesen. En aquellos días de guerra, había constantemente ingleses y alemanes entre los beduinos.

Abandoné el camión y empecé a caminar hacia Uweinat, donde sabía que había un avión enterrado.

Espera. ¿Qué quieres decir con eso de un avión enterrado?

Madox tenía un avión viejo en los primeros tiempos, que había reducido a los elementos esenciales: el único «extra» era la burbuja cerrada de la carlinga, decisiva para los vuelos en el desierto. En el tiempo que pasamos juntos en el desierto, me había enseñado a pilotar, mientras dábamos vueltas los dos en torno a aquel chisme atado con cuerdas y teorizábamos sobre cómo planeaba o giraba con el viento.

Cuando Clifton llegó con su avión -Rupert-, el viejo aparato de Madox se quedó donde estaba, cubierto con una lona y fijado al suelo en uno de los huecos de Uweinat. Durante los años siguientes se fue acumulando arena sobre él. Ninguno de nosotros pensaba volver a verlo. Era otra víctima del desierto. Unos meses después, cuando pasamos por el barranco septentrional, ya ni siquiera se veía su silueta. Entonces ya había aterrizado en nuestra historia el avión, diez años más joven, de Clifton.

Entonces, ¿fuiste caminando hasta donde se encontraba?

Sí, cuatro noches de caminata. Había dejado a aquel hombre en El Cairo y había vuelto al desierto. Por todas partes había guerra. De repente había «bandos». Bermann, Bagnol, Slatin Pasha -que en diferentes ocasiones se habían salvado la vida mutuamente- estaban ahora en bandos opuestos.

Caminé hacia Uweinat. Llegué hacia el mediodía y subí a las grutas de la meseta. Por encima del pozo llamado Ain Dua.


«Caravaggio cree saber quién eres», dijo Hana.

El hombre acostado no dijo nada.

«Dice que no eres inglés. Trabajó por un tiempo para los servicios de inteligencia en El Cairo y en Italia, hasta que lo capturaron. Mi familia conocía a Caravaggio antes de la guerra. Era un ladrón. Creía en "el movimiento de las cosas". Algunos ladrones son coleccionistas, como algunos de los exploradores que tú desprecias, como algunos hombres con las mujeres y algunas mujeres con los hombres, pero Caravaggio no era de ésos. Era demasiado curioso y espléndido para triunfar como ladrón. La mitad de las cosas que robaba nunca llegaban a casa. Le parece que no eres inglés.»

Mientras hablaba, observaba su inmovilidad; no parecía escuchar con atención lo que ella decía, sólo su pensamiento distante: con la misma expresión pensativa con que Duke Ellington interpretaba Solitude.

Dejó de hablar.

Llegó al pozo profundo llamado Ain Dua. Se quitó toda la ropa y la remojó en el pozo, metió la cabeza y después su delgado cuerpo en el agua azul. Tenía los miembros exhaustos por las cuatro noches de caminata. Extendió la ropa en las rocas y siguió ascendiendo por los cantos rodados, alejándose del desierto, que entonces, en 1942, era un vasto campo de batalla y se metió desnudo en la obscuridad de la gruta.

Se encontró entre las pinturas que había descubierto años atrás: jirafas, ganado, los hombres con los brazos alzados y un tocado de plumas, varias figuras en la inconfundible postura de nadadores. Bermann había estado en lo cierto al hablar de la existencia de un lago antiguo. Penetró aún más en el frescor, en la Gruta de los Nadadores, donde la había dejado. Aún seguía allí. Se había arrastrado hasta un rincón, se había envuelto en la tela del paracaídas. Él había prometido volver a recogerla.

Él habría preferido morir en una gruta, en su intimidad, con los nadadores en la roca alrededor de ellos. Bermann le había contado que en los jardines asiáticos podías mirar una roca e imaginar agua, contemplar un estanque inmóvil y creer que era tan duro como una roca. Pero ella se había criado dentro de jardines, entre la humedad, con palabras como espaldar y erizo. Su pasión por el desierto era temporal. Había llegado a amar su austeridad gracias a él, pues quería entender por qué se sentía tan a gusto él en su soledad. Ella se sentía siempre más contenta en la lluvia, en baños saturados de vapor, en la humedad del sueño, como en aquella noche de lluvia en El Cairo en que se había retirado de la ventana de su cuarto y sin secarse se había puesto la ropa para retener la humedad. De igual modo que amaba las tradiciones familiares y la etiqueta y los poemas antiguos que sabía de memoria. Habría detestado morir sin un nombre. Para ella, había una línea tangible que se remontaba hasta sus antepasados, mientras que él había borrado la senda de la que procedía. Se sentía asombrado de que ella lo hubiera amado, pese a la importancia que él atribuía al anonimato.

Estaba tumbada boca arriba, en la posición en que yacen los muertos medievales.

Me acerqué desnudo a su cuerpo, como lo habría hecho en un cuarto de la zona meridional de El Cairo, con el deseo de desnudarla, aún con el deseo de amarla.

¿Qué tiene de terrible lo que hice? ¿Acaso no perdonamos todo a un amante? Perdonamos el egoísmo, el deseo, el engaño, siempre y cuando seamos la causa de ello. Se puede hacer el amor a una mujer con un brazo roto o con fiebre. En cierta ocasión ella me chupó la sangre de un corte en la mano, como yo había probado y tragado su sangre menstrual. Hay palabras europeas que no pueden traducirse correctamente a otra lengua. Félhomály: el polvo de las tumbas. Con la connotación de intimidad entre los muertos y los vivos en ellas.

La cogí en brazos y la levanté de la repisa del sueño. Parecía vestida de telarañas. Perturbé todo aquello.

La saqué al sol. Me vestí. Mi ropa estaba seca y rígida por el calor de las piedras.

Con las manos juntas formé una silla para que descansara. En cuanto llegué a la arena, le di la vuelta para que mirara hacia abajo sobre mi hombro. Noté que pesaba tan poco como una pluma. Estaba acostumbrado a tenerla así, en mis brazos, a verla girando a mi alrededor en mi cuarto como un reflejo humano del ventilador, con los brazos extendidos y los dedos como estrellas de mar.

Avanzamos así hacia el barranco septentrional, donde estaba enterrado el avión. No necesitaba un mapa. Llevaba conmigo el depósito de combustible que había acarreado desde el camión volcado, porque tres años antes nos habíamos visto impotentes sin él.

«¿Qué ocurrió tres años antes?»

«Ella resultó herida. En 1939. Su marido había estrellado el avión. Lo había planeado como un suicidio-asesinato que acabaría con los tres. En aquella época ni siquiera éramos amantes. Supongo que le habrían llegado rumores de nuestra historia.»

«Entonces, ¿sus heridas eran demasiado graves y no podías llevártela contigo?»

«Sí. La única posibilidad de salvarla era la de que yo intentara conseguir ayuda solo.»


En la gruta, tras todos aquellos meses de desesperación e ira, se habían sentido unidos y habían hablado una vez más como amantes, habían apartado rodando la roca que habían colocado entre ellos en aras de una ley social en la que ninguno de los dos creía.

En el jardín botánico, ella se había golpeado la cabeza contra un poste de la entrada, como señal de determinación y furia. Demasiado orgullosa para ser una amante, un secreto. No quería que hubiera compartimentos en su mundo. Él había vuelto hasta ella con un dedo alzado, Todavía no te echo de menos.

Ya me echarás de menos.

Durante los meses de separación él se había vuelto cada vez más resentido y suficiente. La rehuía. No podía soportar la calma de ella, cuando lo veía. Si telefoneaba a su casa y hablaba con su marido, oía su risa en el fondo. En público ella tenía un encanto que tentaba a todo el mundo. Eso era algo que había adorado de ella. Ahora empezaba a no confiar en nada.

Sospechaba que lo había substituido por otro amante. Interpretaba todos y cada uno de sus gestos como una promesa secreta. En cierta ocasión ella cogió de las solapas de la chaqueta a Roundell en un vestíbulo y lo zarandeó, al tiempo que se reía de algo que le había susurrado, y él siguió durante dos días al inocente funcionario para ver si había algo más entre ellos. Ya no confiaba en las últimas muestras de cariño de ella. O estaba con él o contra él. Estaba contra él. No podía soportar ni siquiera las sonrisas indecisas que le dedicaba. Si ella le pasaba una copa, no la bebía. Si en una cena le indicaba un cuenco en el que flotaba un lirio del Nilo, apartaba la mirada. Otra simple flor de los cojones. Ella tenía un nuevo grupo de íntimos que excluían a él y a su marido. Ninguna vuelve con su marido. Del amor y la naturaleza humana sabía por lo menos eso.

Compró papeles de fumar de color carmelita y los pegó en las secciones de las Historias relativas a guerras que no le interesaban. Anotó todos los argumentos de ella contra él: pegados en el libro, con lo que él quedaba reducido a la voz del observador, del oyente, en tercera persona.


Durante los últimos días antes de la guerra, había ido por última vez al Gilf Kebir para levantar el campamento. Su marido debía recogerlo. El marido al que habían querido los dos antes de empezar a quererse.

Clifton voló el día señalado hasta Uweinat para recogerlo y sobrevoló el oasis perdido a tan poca altura, que los arbustos de acacia perdían las hojas al paso del avión, el Moth, que se metía en las depresiones, mientras él le hacía señales con una lona azul desde el risco más alto. Después el avión giró hacia abajo y se dirigió recto hacia él y luego se estrelló en la tierra a cincuenta metros de distancia. Una línea de humo azul se elevó en espiral del tren de aterrizaje. No hubo fuego.

Un marido enloquecido, que los mataba a todos. Se mataba y mataba a su mujer… y a él, dado que ya no había posibilidad de salir del desierto.

Sólo, que ella no había muerto. Él liberó su cuerpo, lo sacó de las estrujadas garras del avión, las garras de su marido.


¿Cómo es que llegaste a odiarme?, susurró ella en la Gruta de los Nadadores, sobreponiéndose al dolor que le causaban las heridas: una muñeca rota, costillas destrozadas. Te portaste muy mal conmigo. Entonces fue cuando mi marido sospechó de ti. Todavía detesto eso en ti: que desaparezcas en desiertos o bares.

Tú me dejaste a mí en el parque Groppi.

Porque tú sólo me querías así.

Porque tú dijiste que tu marido se iba a volver loco. Y la verdad es que enloqueció.

No por mucho tiempo. Yo enloquecí antes que él, me dejaste muerta por dentro. Bésame, anda. Deja de defenderte. Bésame y llámame por mi nombre.

Sus cuerpos se habían juntado entre perfumes, entre el sudor, ansiosos por entrar bajo esa fina película con la lengua o los dientes, como si los dos pudieran captar ahí la personalidad y arrancársela mutuamente durante los abrazos amorosos.

Ahora no había talco en el brazo de ella ni agua de rosas en su muslo.

Te consideras un iconoclasta, pero no lo eres. Te limitas a marcharte a otro sitio o substituir lo que se te niega. Si fracasas en algo, te retiras y te dedicas a otra cosa. Nada te cambia. ¿Cuántas mujeres has tenido? Te dejé porque sabía que nunca podría cambiarte. A veces te quedabas tan inmóvil en el cuarto, tan mudo, como si la mayor traición a ti mismo fuera revelar otro mínimo rasgo de tu carácter.

En la Gruta de los Nadadores hablamos. Estábamos a sólo dos grados de latitud de Kufra, lugar seguro.

Hizo una pausa y alargó la mano. Caravaggio colocó una tableta de morfina en su negra palma, que desapareció en la obscura boca del paciente inglés.

Crucé el lecho seco del lago hacia el oasis de Kufra y sólo llevaba conmigo ropa para protegerme del calor y del frío nocturno, dejé hasta mi Herodoto con ella. Y tres años después, en 1942, me dirigí hacia el avión enterrado cargando con su cuerpo como si fuera la armadura de un caballero.


En el desierto, las herramientas para la supervivencia están bajo tierra: grutas troglodíticas, agua depositada en una planta enterrada, armas, un avión. A 25 grados de longitud y 23 de latitud, excavé en busca de la lona y fue apareciendo el viejo avión de Madox. Era de noche y, pese al aire frío, estaba sudando. Me acerqué a ella con la lámpara de petróleo y me senté un rato, junto a la silueta de su seña de asentimiento. Dos amantes y el desierto: luz de las estrellas o de la luna, no recuerdo. En todos los demás sitios había guerra.

Salió de la arena el avión. No había comido nada y me sentía débil. La lona era tan pesada, que no pude apartarla, tuve que cortarla.

Por la mañana, después de dormir dos horas, la trasladé a la carlinga. Arranqué el motor y se puso en marcha. Avanzamos y después nos lanzamos, con años de retraso, hacia el cielo.


La voz calló. El hombre quemado miraba hacia adelante con la concentración infundida por la morfina.

Ahora tenía el avión a la vista. Su lenta voz lo hacía elevarse con esfuerzo por encima de la tierra, el motor tenía fallos, como si le faltara algún diente en el engranaje, y el sudario de ella se desplegaba en el aire de la ruidosa carlinga, un estruendo terrible después de tantos días de caminar en silencio. Bajó la vista y vio que le caía aceite en las rodillas. Una rama se soltó de la blusa de ella: acacia y hueso. ¿A qué altura volaría por encima de la tierra? ¿A qué profundidad por debajo del cielo?

El tren de aterrizaje rozó la cresta de una palmera, por lo que lo hizo ascender, el aceite se deslizó sobre el asiento y el cuerpo de ella resbaló y se hundió en él. Saltó una chispa de un corto circuito y las ramitas en una de las rodillas de ella se prendieron. Volvió a colocarla derecha en el asiento contiguo al suyo. Empujó con las manos el cristal de la carlinga, pero éste no se movió. Se puso a dar puñetazos, lo agrietó y después lo rompió y el aceite y el fuego se derramaron y extendieron por todos lados. ¿A qué profundidad se encontraba por debajo del cielo? Ella se desplomó: ramitas y hojas de acacia, las ramas que habían recibido forma de brazos se desprendían a su alrededor. Sus miembros empezaban a desaparecer absorbidos por el aire. Su lengua olía a morfina. Caravaggio se reflejaba en el negro lago de sus ojos. Ahora subía y bajaba como un cubo de pozo. Tenía sangre por toda la cara. Volaba en un avión carcomido, las lonas de las alas se desgarraban con la velocidad. Eran carroña. ¿Qué distancia había recorrido desde que había rozado la palmera? ¿Cuánto tiempo hacía? Intentó levantar las piernas del aceite, pero pesaban demasiado. En modo alguno podría volver a levantarlas. Estaba viejo de repente, cansado de vivir sin ella. No podía tumbarse en sus brazos y confiar en que ella velara todo el día y toda la noche, mientras él dormía. No tenía a nadie. Estaba exhausto, no por el desierto, sino por la soledad. Madox desaparecido, la mujer metamorfoseada en hojas y ramitas, el cristal roto por el que se veía el cielo como una mandíbula por encima de él.

Se deslizó en el arnés del paracaídas empapado de aceite y giró el avión boca abajo y, tras vencer la resistencia del viento, salió por entre el cristal roto. Después tenía las piernas completamente libres y estaba en el aire, brillante, sin saber por qué, hasta que comprendió que estaba ardiendo.


Hana oía las voces en el cuarto del paciente inglés y se quedó en el pasillo para intentar captar lo que decían.


¿Qué tal es?

¡Maravillosa!

Ahora me toca a mí.

¡Ah! Espléndida, espléndida.

El invento más extraordinario.

Un gran descubrimiento, joven.


Cuando entró, vio a Kip y al paciente inglés pasándose una lata de leche condensada. El inglés chupaba la lata y después la apartaba para mascar el espeso líquido. Sonreía alegre a Kip, que parecía irritado por no tenerla en su poder. El zapador miró a Hana, se cernió sobre la cama, chasqueó los dedos un par de veces y por fin logró apartar la lata del rostro obscuro.

«Hemos descubierto un placer que compartimos, el muchacho y yo: yo en mis viajes por Egipto; él, en la India.»

«¿Has tomado alguna vez bocadillos de leche condensada?», preguntó el zapador.

Hana miraba primero a uno y luego al otro.

Kip miró el interior de la lata. «Voy a buscar otra», dijo y salió del cuarto.

Hana miró al hombre acostado.

«Kip y yo somos bastardos internacionales: nacimos en un lugar y nos fuimos a vivir en otro. Hemos pasado toda la vida luchando para volver a nuestra patria o alejarnos de ella, si bien Kip aún no lo reconoce. Por eso nos llevamos tan bien.»

En la cocina, Kip hizo dos agujeros con la bayoneta, que ahora utilizaba cada vez más -se daba cuenta- sólo para eso, en la nueva lata de leche condensada y volvió corriendo a la alcoba.

«Debes de haberte criado en otra parte», dijo el zapador. «Los ingleses no la chupan así.»

«Viví varios años en el desierto. Allí aprendí todo lo que sé. Todo lo importante que me ha sucedido en mi vida me sucedió en el desierto.» Sonrió a Hana. «Uno me suministra morfina; el otro, leche condensada. ¡Tal vez hayamos descubierto una dieta equilibrada!» Se volvió hacia Kip. «¿Cuánto tiempo llevas de zapador?»

«Cinco años: la mayor parte en Londres, después en Italia con las unidades de artificieros.»

«¿Quién fue tu profesor?»

«Un inglés en Woolwich, estaba considerado un excéntrico.»

«El mejor tipo de profesor. Debió de ser lord Suffolk. ¿Conociste a Miss Morden?»

«Sí.»

En ningún momento intentaron hacer participar a Hana en la conversación. Pero ella quería oírle hablar de su profesor, ver cómo lo describiría.

«¿Cómo era, Kip?»

«Trabajaba en investigación científica. Dirigía una unidad experimental. Miss Morden, su secretaria, estaba siempre con él, y también su conductor, Mr. Fred Harts. Miss Morden tomaba notas, que él le dictaba, mientras trabajaba con una bomba, y Mr. Harts lo ayudaba con los instrumentos. Era un hombre extraordinario. Los llamaban la Santísima Trinidad. En 1941 volaron por los aires, los tres: en Erith.»


Hana miró al zapador recostado contra la pared, con un pie levantado y la suela de la bota contra un arbusto pintado. No tenía la menor expresión de tristeza, nada que interpretar.

Algunos hombres habían desatado el último lazo de su vida en sus brazos. En la ciudad de Anghiari había levantado a hombres vivos para descubrir que ya los estaban consumiendo los gusanos. En Ortona había llevado cigarrillos a la boca del muchacho sin brazos. Nada la había detenido. Había continuado con sus obligaciones, mientras apartaba su yo en secreto. Muchas enfermeras, enfundadas en sus uniformes amarillos y carmesíes con botones de hueso, se habían convertido en criadas de la guerra, emocionalmente desequilibradas.

Vio a Kip apoyar la cabeza contra la pared. Conocía la expresión neutra de su rostro, sabía interpretarla.

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