I. LA VILLA

Se puso de pie en el jardín en el que había estado trabajando y miró a lo lejos. Había notado un cambio en el tiempo. Se había vuelto a levantar viento, voluta sonora en el aire, y los altos cipreses oscilaban. Se volvió y subió la cuesta hacia la casa, trepó una pared baja y sintió las primeras gotas de lluvia en sus desnudos brazos. Cruzó el pórtico y entró rápida en la casa.

No se detuvo en la cocina, sino que la cruzó y subió la escalera, a obscuras, y después continuó por el largo pasillo, a cuyo final se proyectaba la luz que pasaba por una puerta abierta.

Giró y entró en la habitación, otro jardín, de árboles y parras esta vez, pintado en sus paredes y techo. El hombre yacía en la cama con el cuerpo expuesto a la brisa y, al oírla entrar, volvió ligeramente la cabeza hacia ella.


Cada cuatro días le lavaba su negro cuerpo, comenzando por los destrozados pies. Mojaba una manopla y, manteniéndola en el aire, la estrujaba para que el agua le cayera en los tobillos. Al oírlo murmurar, alzó la vista y vio su sonrisa. Por encima de las espinillas, las quemaduras eran más graves, más que violáceas, hasta el hueso.

Llevaba meses cuidándolo y conocía el cuerpo bien: el pene, dormido como un hipocampo; las caderas, estrechas y duras. Los huesos de Cristo, pensó. Era su santo desesperado. Yacía boca arriba, sin almohadón, mirando el follaje pintado en el techo, su baldaquín de ramas y, encima, cielo azul.

Le puso tiras de calamina en el pecho, en los puntos en que estaba menos quemado, en que podía tocarlo. Le gustaba la cavidad bajo la última vértebra, su farallón de piel. Al llegar a los hombros, le soplaba aire fresco en el cuello y él murmuraba algo.

¿Qué?, preguntó ella, tras perder la concentración.

Cuando él giró su obscura cara de ojos grises hacia ella, se metió la mano en el bolsillo. Peló la ciruela con los dientes, sacó el hueso y le introdujo la pulpa en la boca.

Él volvió a murmurar y atrajo el atento corazón de la joven enfermera, que estaba a su lado, hasta sus pensamientos, hasta el pozo de recuerdos en el que no había cesado de sumergirse durante los meses anteriores a su muerte.


El hombre recitaba con voz queda historias que pasaban de un plano a otro del cuarto como un halcón. Se despertaba en el cenador pintado que lo envolvía con su profusión de flores inclinadas, brazos de grandes árboles. Recordaba giras, recordaba a una mujer que besaba partes de su cuerpo ahora quemadas y de color berenjena.

He pasado semanas en el desierto sin acordarme de mirar la luna, como un hombre casado puede pasar días sin mirar la cara de su esposa. No es que peque por omisión, sino que está absorto en otra cosa.

Sus ojos se clavaron en el rostro de la joven. Si ésta apartaba la cabeza, la mirada de él se proyectaba ante ella en la pared. La joven se inclinó. ¿Cómo te quemaste?

Estaba avanzada la tarde. Sus manos jugaban con la sábana, la acariciaban con el dorso de los dedos.

Caí en el desierto, envuelto en llamas.

Encontraron mi cuerpo, me hicieron una balsa con ramitas y me arrastraron por el desierto. Estábamos en el mar de Arena y de vez en cuando cruzábamos lechos de ríos secos. Nómadas, verdad, beduinos. Caí al suelo y la propia arena ardió. Me vieron salir desnudo del aparato, con el casco puesto y en llamas. Me ataron a un soporte, una armadura como de barca, y oía los pesados pasos de los que me llevaban corriendo. Había perturbado la parsimonia del desierto.

Los beduinos conocían el fuego. Conocían los aviones que desde 1939 caían del cielo. Algunos de sus utensilios y herramientas estaban hechos con el metal de aviones estrellados y tanques despedazados. Era la época de la guerra en el cielo. Sabían reconocer el zumbido de un avión tocado, sabían abrirse paso entre semejantes restos de naufragio. Un pequeño perno de cabina se convertía en una joya. Tal vez fuera yo el primero que salió vivo de un aparato en llamas. Un hombre con la cabeza ardiendo. No sabían cómo me llamaba y yo no conocía su tribu.

¿Quién eres?

No lo sé. No dejas de preguntármelo.

Dijiste que eras inglés.


Por la noche nunca estaba lo bastante cansado para dormir. Ella le leía pasajes de cualquier libro que encontrara en la biblioteca del piso inferior. La vela parpadeaba en la página y en el rostro de la joven enfermera y apenas dejaba ver los árboles y el panorama que decoraba las paredes. Él la escuchaba y absorbía sus palabras, como si fueran agua.

Si hacía frío, se metía con cuidado en la cama y se tumbaba a su lado. No podía descansar peso alguno sobre él, ni siquiera su fina muñeca, sin hacerle daño.

A veces, a las dos de la madrugada, aún estaba despierto y mantenía los ojos abiertos en la obscuridad.

Había olido el oasis antes de verlo: la humedad en el aire. Los murmurios de cosas: las palmeras y las bridas. Los ruidos de latas cuya intensidad revelaba que iban llenas de agua.

Vertieron aceite en grandes trozos de tela suave y se los colocaron encima. Estaba ungido.

Sentía la presencia del hombre que permanecía siempre junto a él y en silencio, el olor de su aliento, cuando, cada veinticuatro horas, se inclinaba, a la caída de la noche, para quitarle las telas y examinar su piel en la obscuridad.

Sin las telas, volvía a ser el hombre desnudo junto al aeroplano en llamas. Lo cubrían con capas de fieltro gris. ¿A qué gran nación pertenecerían quienes lo habían encontrado? ¿Qué país era el que había dado con dátiles tan blandos para que el hombre que tenía a su lado los mascase y después los pasara de su boca a la suya? Durante el tiempo que vivió con ellos no consiguió recordar de dónde era. Igual podría haber sido el enemigo contra el que había estado combatiendo desde el aire.

Más adelante, en el hospital de Pisa, le pareció ver junto a él el rostro que había acudido todas las noches a mascar y ablandar los dátiles e introducírselos en la boca.

Aquellas noches carecían de color, de palabras o canciones. Cuando permanecía despierto, los beduinos guardaban silencio. Estaba en un altar en forma de hamaca y con vanidad se imaginaba a centenares de ellos en torno a él, pero podían haber sido sólo dos los que lo habían encontrado y le habían quitado de la cabeza el casco con llamas en forma de astas. A esos dos sólo los conocía por el sabor de la saliva que acompañaba el dátil o por el sonido de sus pies al correr.


Ella se sentaba y leía del libro bajo la luz parpadeante. De vez en cuando echaba un vistazo al pasillo de la villa, que había sido un hospital de guerra y en la que había vivido con otras enfermeras hasta que se habían ido trasladando todas, al avanzar la guerra, ya casi acabada, hacia el Norte.

Fue la época de su vida en que se volcó en los libros como única vía de salvación. Pasaron a ser media vida para ella. Se sentaba, encorvada, ante la mesilla de noche y leía la historia del muchacho que en la India aprendió a memorizar diversas joyas y otros objetos de una bandeja, que pasó de un maestro a otro: unos les enseñaron el dialecto, otros a ejercitar la memoria, otros a evitar la hipnosis.

El libro descansaba sobre su regazo. Se dio cuenta de que llevaba más de cinco minutos mirando la porosidad del papel, el pliegue en la esquina de la página 17, que alguien había dejado como marca. Acarició la piel de la encuadernación. Una idea corrió por su cabeza como un ratón por el techo, una polilla en la ventana de noche. Miró el pasillo, aunque en la Villa San Girolamo ya no vivía nadie, excepto el paciente inglés y ella. En el huerto, situado más arriba de la casa y cubierto de cráteres, tenía plantadas suficientes hortalizas para que pudiesen sobrevivir y de vez en cuando acudía desde la ciudad un hombre con el que intercambiaba jabón, sábanas y cosas que quedaran en ese hospital de guerra por otros productos de primera necesidad: unas habas, algo de carne. Ese hombre le había llevado dos botellas de vino y todas las noches, después de permanecer tumbada con el inglés hasta que se quedaba dormido, se servía, ceremoniosa, una jarrita y se la llevaba hasta la mesilla de noche, junto a la puerta entornada, y, mientras se sumía otra vez en el libro que estuviera leyendo, saboreaba el vino.

Conque, para el inglés, ya escuchara atento o no, los libros presentaban saltos en la trama, como trozos de carretera arrancados por las tormentas, episodios perdidos como la sección de un tapiz comido por langostas, como el yeso reblandecido por los bombardeos y caído de un mural por la noche.

La villa en que ahora vivían el inglés y ella era algo bastante parecido. Los escombros impedían el paso a algunas habitaciones. El cráter causado por una bomba dejaba pasar la luz de la luna y la lluvia en la biblioteca del piso inferior, en uno de cuyos ángulos había un sillón permanentemente empapado.

No le importaba que el inglés se perdiera esos episodios. No le hacía un resumen de los capítulos que faltaban. Se limitaba a sacar el libro y decir «página 96» o «página 111». Ésa era la única referencia. Se llevaba las manos del inglés a la cara y las olía: seguían impregnadas del olor a enfermedad.

Se te están volviendo ásperas las manos, decía él.

De las hierbas y los cardos y de cavar.

Ten cuidado. Ya te avisé sobre los peligros.

Ya lo sé.

Entonces se ponía a leer.

Su padre le había enseñado a conocer las manos y también las patas de los perros. Siempre que su padre estaba solo con un perro en una casa, se agachaba y le olía la piel en la base de la pata. ¡Éste, decía, como si procediera de una copa de coñac, es el mejor olor del mundo! ¡Un aroma exquisito! ¡Resonancias profundas de viajes! Ella fingía sentir asco, pero la pata del perro era, en efecto, una maravilla: su olor nunca recordaba a la suciedad. ¡Es una catedral!, había dicho su padre, el jardín de Fulano, ese campo de hierba, un paseo por entre ciclaminos, los indicios concentrados de todos los senderos que el animal ha seguido durante el día.

Una carrerita como de ratón en el techo y volvía a alzar la vista del libro.


Le quitaron la mascarilla de hierbas de la cara. El día del eclipse. Lo estaban esperando. ¿Dónde se encontraría? ¿Qué civilización sería aquélla, que entendía las predicciones del tiempo y la luz? El Ahmar o El Abyadd, porque debían de ser de una de las tribus del desierto noroccidental, de las que podían recoger a un hombre caído del cielo, las que se cubrían la cara con una mascarilla de cañas de oasis trenzadas. Ahora tenía un lecho de hierba. Su jardín favorito del mundo había sido el que formaba el césped en Kew con tan delicados y diversos colores, como los diferentes niveles de fresnos en una colina.

Contempló el paisaje bajo el eclipse. Ya le habían enseñado a alzar los brazos para atraer a su cuerpo la fuerza del universo, como el desierto abatía aviones. Lo transportaban en un palanquín de fieltro y ramas. Veía cruzar por su campo de visión las vetas de color de los flamencos en la penumbra del sol cubierto.

Siempre tenía ungüentos, u obscuridad, sobre la piel. Una noche oyó un sonido como de campanillas agitadas por el viento en el aire y, cuando, al cabo de un rato, cesó, se quedó dormido con el anhelo de oír ese sonido, como el -apagado- de la garganta de un ave, tal vez un flamenco, o de un zorro del desierto que uno de los hombres llevaba en un bolsillo -medio cerrado por una costura- de su albornoz.

El día siguiente, oyó retazos de aquel sonido cristalino, mientras yacía una vez más cubierto con tela, un sonido procedente de la obscuridad. Al atardecer, le quitaron el fieltro y vio la cabeza de un hombre por encima de una mesa que avanzaba hacia él y después comprendió que el hombre cargaba con un yugo gigantesco del que colgaban centenares de botellitas de diferentes tamaños y sujetas con cuerdas y alambres. Se movía como si formara parte de una cortina de cristal, con el cuerpo en el centro de esa esfera.

La figura se parecía enteramente a los dibujos de arcángeles que había intentado copiar en la escuela, sin lograr entender nunca cómo podía un cuerpo dar cabida a los músculos de semejantes alas. El hombre daba lentas zancadas, tan ágiles, que las botellitas apenas se inclinaban. Una ola de cristal, un arcángel, todos los ungüentos de las botellas iban caldeándose al sol, por lo que, cuando tocaban la piel, parecían calentados a propósito para aplicarlos a una herida. Tras él, aparecía una luz tamizada: azules y otros colores que titilaban en la neblina y la arena. El tenue sonido del cristal, los diversos colores, el majestuoso paso y su rostro parecido a un cañón fino y obscuro.

De cerca, el cristal era basto y estaba rayado por la arena, un cristal que había perdido su lustre. Cada botella tenía un corcho diminuto que el hombre sacaba y sostenía con los dientes, mientras mezclaba el contenido de una botella con el de otra, cuyo corcho mantenía también entre los dientes. Se situó con sus alas por encima del quemado cuerpo supino, hundió dos palos profundamente en la arena y después se separó del yugo de dos metros, que ahora se balanceaba entre los dos soportes. Salió de debajo de su tenderete. Se dejó caer de rodillas, se acercó al piloto quemado, le colocó sus frías manos en el cuello y las mantuvo en él.

Era conocido por todos los que hacían la ruta de camellos del Sudán septentrional a Giza, la de los Cuarenta Días. Iba al encuentro de las caravanas, vendía especias y líquidos y se desplazaba entre oasis y campamentos con agua. Caminaba por entre tormentas de arena con aquella cota de botellas y los oídos taponados con otros dos corchitos, por lo que parecía -aquel doctor mercader, aquel rey de óleos, perfumes y panaceas, aquel bautista- un recipiente, a su vez. Entraba en un campamento e instalaba la cortina de botellas ante quien estuviera enfermo.

Se acuclilló junto al hombre quemado. Formó un cáliz de piel con las plantas de sus pies y se echó hacia atrás para coger, sin mirar siquiera, algunas botellas. Al descorcharlas, de cada una de ellas emanaba perfume, un aroma de mar, olor a herrumbre, índigo, tinta, lodo de río, viburno, formaldehído, parafina, éter: caótica marea de aires. A lo lejos se oían los chillidos que lanzaban los camellos al percibir las fragancias. El hombre empezó a untarle las costillas con una pasta verdinegra. Era hueso molido de pavo real, producto de un trueque en una medina occidental o meridional: el remedio más potente para la piel.

Entre la cocina y la destruida capilla, una puerta daba paso a una biblioteca ovalada. Su interior parecía seguro, excepto un gran agujero, a la altura del rostro, en la pared más lejana, causado por un ataque con proyectiles de mortero que la villa había sufrido dos meses atrás. El resto de la sala se había adaptado a su herida y había aceptado las oscilaciones del clima, las estrellas vespertinas, los sonidos de los pájaros. Había un sofá, un piano tapado con una tela gris y una cabeza de oso disecada y las paredes estaban cubiertas con altas estanterías de libros. Los estantes más próximos a la pared rota estaban combados, porque la lluvia había duplicado el peso de los libros. También entraban rayos en la sala, una y otra vez, que caían sobre el piano tapado y la alfombra.

En el extremo había puertas acristaladas, recubiertas con tablas. Si hubieran estado abiertas, habría podido ir de la biblioteca al pórtico y de éste, tras bajar los treinta y seis peldaños de penitente, pasar por delante de la capilla y llegar a un antiguo prado, ahora devastado por las bombas de fósforo y las explosiones. El ejército alemán había minado muchas casas de las que se retiraba, por lo que se habían precintado la mayoría de las habitaciones innecesarias, como aquélla, clavando las puertas a sus marcos.

La joven conocía esos peligros cuando se introdujo en la sala y caminó por ella en la penumbra de la tarde. Se detuvo, consciente de pronto de su peso sobre el entarimado, y pensó que probablemente fuese suficiente para activar el mecanismo que pudiera haber en él. Tenía los pies sobre el polvo. Sólo entraba luz por el mellado círculo dejado por el mortero, por el cual se veía el cielo.

Sacó El último mohicano, acompañado de un chasquido, como si lo hubiera separado de una pieza compacta, y al ver, aun con tan poca luz, el cielo y el lago de color aguamarina en la ilustración de la portada, con un indio en primer plano, se sintió animada. Y después, como si hubiera alguien en el cuarto a quien no debiese molestar, retrocedió pisando sus propias huellas, para mayor seguridad, pero también como si se lo impusiera un juego secreto, a fin de que pareciese que había entrado en la habitación y después su cuerpo había desaparecido. Cerró la puerta y volvió a colocar el precinto que avisaba del peligro.

Se sentó en el hueco de la ventana del paciente inglés, con las paredes pintadas a un lado y el valle al otro. Abrió el libro. Las páginas estaban pegadas en una ondulación rígida. Se sintió como Crusoe al encontrar un libro arrojado por el mar a la playa y secado al sol. Relato de 1757. Ilustrado por N. C. Wyeth. Como en los mejores libros, tenía la importante página con la lista de ilustraciones, cada una de ellas acompañada de una línea de texto.

Se introdujo en la historia sabiendo que saldría de ella con la sensación de haber estado inmersa en las vidas de otros, en tramas que se remontaban hasta veinte años atrás, con todo su cuerpo lleno de frases y momentos, como si se hubiera despertado con una pesantez causada por sueños que no pudiese recordar.


El pueblo italiano en el que se encontraban, encaramado, como un centinela, en una colina desde la que dominaba la ruta nordoccidental, había sufrido asedio por más de un mes y con el fuego centrado en las dos villas y el monasterio, rodeado de manzanos y ciruelos. Una era la Villa Mediéis, donde vivían los generales. Justo encima de ella estaba situada la Villa San Girolamo, antiguo convento de monjas, cuyas almenas, semejantes a las de un castillo, la habían convertido en el último baluarte del ejército alemán. Había albergado cien soldados. Cuando los proyectiles incendiarios empezaron a desintegrar el pueblo, como un acorazado en el mar, los soldados se trasladaron de las tiendas instaladas en el huerto a las habitaciones, ahora atestadas, del antiguo convento. Secciones de la capilla volaron por los aires. Partes del piso superior de la villa se desplomaron por efecto de las explosiones. Tras tomar por fin el edificio, los aliados lo convirtieron en hospital y cerraron el paso a la escalera que conducía a la tercera planta, pese a que había sobrevivido un trozo de la chimenea y del techo.

Cuando los otros pacientes y enfermeras se trasladaron a un lugar meridional y más seguro, el inglés y ella se empeñaron en quedarse. Durante ese tiempo habían pasado mucho frío, pues carecían de electricidad. Algunas habitaciones que daban al valle se habían quedado sin paredes. La joven abría una puerta y veía una cama empapada, pegada a un rincón y cubierta de hojas. Las puertas daban al paisaje. Otras habitaciones se habían convertido en pajareras abiertas.

La escalinata había perdido sus peldaños inferiores durante el incendio provocado por los soldados antes de marcharse. Ella había sacado veinte libros de la biblioteca y los había clavado al suelo y después unos a otros para reconstruir los dos peldaños inferiores. La mayoría de las sillas habían servido para hacer fuego. El sillón de la biblioteca se había salvado, porque siempre estaba mojado, empapado con las tormentas nocturnas que entraban en el boquete dejado por el proyectil de mortero. En aquel mes de abril de 1945, todo lo que estaba mojado se libró del fuego.

Habían quedado pocas camas. Ella prefería hacer de nómada por la casa con su jergón o hamaca y dormía ora en el cuarto del paciente inglés ora en el pasillo, según la temperatura, el viento o la luz. Por la mañana enrollaba su colchón y lo ataba con una cuerda. Ahora que el tiempo era más cálido, abría más habitaciones, para airear los rincones más obscuros y dejar que el sol secara la humedad. Algunas noches abría puertas y dormía en cuartos a los que faltaban paredes. Se tumbaba en el jergón al borde mismo del cuarto, de cara al errante paisaje de estrellas y nubes de paso, y se despertaba con el retumbar de rayos y truenos. En aquella época tenía veinte años y era una inconsciente, no se preocupaba por la seguridad, no pensaba en el peligro que podían representar la biblioteca, tal vez minada, o el trueno que la sobresaltaba por la noche. Pasados los meses fríos, en los que se había visto reducida a los obscuros espacios protegidos, no podía estarse quieta. Entraba en habitaciones que los soldados habían ensuciado, cuyos muebles habían quemado en su interior. Limpiaba hojas, excrementos, orina y mesas chamuscadas. Vivía como una vagabunda, mientras el paciente inglés descansaba en su cama como un rey.

Desde fuera, la casa parecía devastada. Una escalera exterior acababa en el aire, con la barandilla colgando. Su vida consistía en proveerse y protegerse como podían. Por la noche usaban sólo las velas indispensables, porque los bandidos destruían todo lo que encontraban. Estaban protegidos por el simple hecho de que la villa parecía una ruina. Pero ella se sentía segura allí, a medias adulta y a medias niña. Después de lo que le había ocurrido durante la guerra, se había trazado sus propias reglas mínimas de conducta. No volvería a acatar órdenes ni cumpliría tareas por el bien general. Iba a ocuparse sólo del paciente quemado. Le leería, lo bañaría y le daría sus dosis de morfina: su única comunicación era con él.

Trabajaba en el jardín y en el huerto. Cargó con el crucifijo de casi dos metros que había en la capilla quemada y lo utilizó para hacer sobre su plantel un espantapájaros, del que colgó latas de sardinas vacías que, cuando se levantaba viento, producían un ruidoso golpeteo. Dentro de la villa, pasaba por encima de los escombros hasta un hueco iluminado con una vela, en el que tenía su ordenadita maleta con poco más que unas cartas, un poco de ropa enrollada y una caja de metal con material médico. Había limpiado sólo pequeños rincones de la villa y, si lo deseaba, podía quemar todo lo demás.


Encendió una cerilla en el pasillo a obscuras y la acercó a la mecha de la vela. La luz se elevó hasta sus hombros. Estaba arrodillada. Apoyó las manos en los muslos e inhaló el olor del azufre. Se imaginaba que inhalaba también la luz.

Retrocedió unos pasos y con un trozo de tiza blanca dibujó un rectángulo en el entarimado. Después siguió hacia atrás, dibujando más rectángulos que iban formando una pirámide -sencillo, después doble, luego sencillo, con la mano izquierda extendida sobre el suelo, la cabeza gacha y expresión seria. Se alejó cada vez más de la luz. Después volvió a apoyarse en los talones y se acuclilló.

Se guardó la tiza en el bolsillo del vestido. Se puso de pie y, tras recogerse la falda, se la ató en torno a la cintura. Se sacó de otro bolsillo un trozo de metal y lo lanzó delante de ella para que cayera justo detrás del cuadro más alejado.

Saltó hacia adelante, sus piernas golpearon con fuerza el suelo y su sombra serpenteó tras ella hasta el fondo del pasillo. Iba muy rápida y sus zapatillas de tenis se deslizaban por los números que había escrito en cada rectángulo, primero con un pie, luego con los dos, después con uno otra vez, hasta que llegó al último cuadro.

Se agachó, recogió el trozo de metal y permaneció en aquella posición, inmóvil, con la falda aún recogida por encima de los muslos, las manos caídas y jadeando. Cogió aire, sopló y apagó la vela.

Ahora estaba a obscuras. Sólo olor a humo.

Saltó y en el aire giró para caer mirando en sentido contrario, después avanzó saltando con más fuerza por el pasillo a obscuras, siguió cayendo encima de los cuadrados y sus zapatillas de tenis golpearon con estrépito en el obscuro suelo, por lo que el sonido resonó en los extremos más remotos de la desierta villa italiana y se prolongó hacia la luna y el barranco, cicatriz que a medias circundaba el edificio.

A veces, de noche, el hombre quemado oía un tenue temblor en el edificio. Subía el volumen de su audífono y percibía un ruido de golpes que seguía sin poder reconocer ni situar.

Cogió el cuaderno de notas que había sobre la mesita contigua a la cama del hombre quemado. Era el libro que éste llevaba consigo cuando salió de entre las llamas: un ejemplar de la Historia de Herodoto, en el que había pegado páginas recortadas de otros libros y había escrito sus propios comentarios, todo ello entremezclado con el texto de Herodoto.


Empezó a leer su diminuta y retorcida caligrafía.

En el sur de Marruecos hay un viento en forma de torbellino, el aajej, contra el que los fellahin se defienden con cuchillos. Otro es el africo, que a veces ha llegado hasta la ciudad de Roma. El alm, viento otoñal, procede de Yugoslavia. El arifi, también llamado arefo rifi, abrasa con numerosas lenguas. Ésos son vientos permanentes, que viven en el presente.

Hay otros menos constantes, que cambian de dirección, pueden derribar a un caballo y su jinete y se reorientan en sentido contrario al de las agujas del reloj. El bist roz azota el Afganistán durante ciento setenta días… y entierra aldeas enteras. Otro es el caliente y seco ghi-bli, procedente de Túnez, que da vueltas y más vueltas y ataca el sistema nervioso. El hahooh es una repentina tormenta de polvo procedente del Sudán que se adorna con brillantes cortinas doradas de mil metros de altura y va seguida de lluvia. El harmattan sopla y después se pierde en el Atlántico. Imbat es una brisa marina del África septentrional. Algunos vientos se limitan a suspirar hacia el cielo. Hay tormentas nocturnas de polvo que llegan con el frío. El jamsin, bautizado con la palabra árabe que significa «cincuenta», porque sopla durante cincuenta días, es un polvo que se levanta en Egipto de marzo a mayo: la novena plaga de Egipto. El datoo procede de Gibraltar y va acompañado de fragancias.

Otro es -, el viento secreto del desierto, cuyo nombre suprimió un rey después de que su hijo muriera arrastrado por él. El nafhat es una ráfaga procedente de Arabia. El mezzar-ifoullousen, violento y frío, procede del Sudoeste; los bereberes lo llaman «el que despluma las aves de corral». El beskabar -«viento negro»- es otro viento sombrío y seco procedente del Nordeste, del Cáucaso. El samiel -«veneno y viento»- procede de Turquía y se aprovecha a menudo en las batallas. Tampoco hay que olvidar los otros «vientos envenenados»: el simoom, del norte de África, y el solano, cuyo polvo arranca pétalos preciosos y causa vahídos.

Otros son vientos locales, vientos que pasan a ras del suelo como una inundación, descascarillan la pintura, derriban postes de teléfono y transportan piedras y cabezas de estatuas. El harmattan recorre el Sahara con polvo rojo, polvo como fuego, como harina, que entra y se coagula en los cerrojos de los fusiles. Los marineros llamaron a ese viento el «mar de las tinieblas». Brumas de arena roja procedentes del Sahara han llegado hasta lugares tan lejanos como Cornualles y Devon y han producido lluvias de lodo tan intensas, que se han confundido con sangre. «En 1901 se habló de lluvias de sangre en muchos lugares de Portugal y España.»

En el aire hay siempre millones de toneladas de polvo, como también hay millones de metros cúbicos de aire en la Tierra y más seres vivos dentro del suelo (gusanos, escarabajos, criaturas subterráneas) que pastando y viviendo sobre él. Herodoto registra la muerte de diversos ejércitos envueltos en el simoom, a los que no se volvió a ver. Una nación «se enfureció tanto con ese perverso viento, que le declaró la guerra y avanzó en perfecto orden de batalla para resultar rápida y completamente sepultada».

Las tormentas de polvo revisten tres formas: el remolino, la columna y la cortina. En el primero desaparece el horizonte. En la segunda te ves rodeado de «djinns danzantes». La tercera, la cortina, «aparece teñida de cobre: la naturaleza parece arder».


Levantó la vista del libro y vio que el hombre, con los ojos clavados en ella, empezaba a hablar en la penumbra.


Los beduinos tenían una razón para mantenerme con vida. Yo, verdad, era útil. Cuando mi avión se estrelló en el desierto, uno de ellos supuso que yo poseía dotes particulares. Puedo reconocer una ciudad sin nombre por su croquis en un plano. Siempre he sido un pozo de conocimientos. Soy una persona que, si se queda sola en la casa de alguien, se acerca a la librería, saca un volumen y lo absorbe. Así entra la Historia en nosotros. Conocía mapas del fondo del mar, mapas que representan los puntos débiles de la corteza terrestre, mapas pintados en piel con las diversas rutas de las Cruzadas.

Conque conocía su país antes de estrellarme entre ellos, sabía cuándo lo había cruzado Alejandro en el pasado por tal o cual motivo o interés. Conocía las costumbres de los nómadas obsesionados con la seda o los pozos. Una tribu tiñó el suelo de todo un valle, lo ennegreció para aumentar la convección y, por tanto, la posibilidad de precipitaciones y construyó altas estructuras desde las que perforar el vientre de una nube. Los miembros de algunas tribus, cuando comenzaba a levantarse viento, alzaban la palma abierta y creían que, si lo hacían en el momento oportuno, podían desviar una tormenta hacia una esfera adyacente del desierto, hacia otra tribu rival. Había desapariciones continuas, tribus que entraban en la Historia de repente al ahogarse en la arena.

En el desierto es fácil perder el sentido de la orientación. Cuando me precipité desde el aire en el desierto, en aquellas depresiones doradas, no cesaba de pensar: debo construir una balsa… debo construir una balsa.

Y, pese a estar rodeado de arenas secas, sabía que estaba entre gente de mar.

En Tassili he visto pinturas rupestres de una época en que los habitantes del Sahara cazaban hipopótamos desde barcas hechas con cañas. En Wadi Sura vi grutas cuyas paredes estaban cubiertas con pinturas que representaban a nadadores. Allí había habido un lago. Podía dibujarles su forma en una pared. Podía guiarlos hasta su ribera, seis mil años atrás.

Si preguntas a un marinero cuál es la más antigua vela conocida, te describirá una trapezoidal colgada del mástil de un barco hecho de caña que puede verse en los dibujos rupestres de Nubia: predinástica. Aún se encuentran arpones en el desierto. Eran gente de mar. Todavía hoy las caravanas parecen un río. Aun así, hoy lo extraño allí es el agua. El agua es la exiliada, que regresa transportada en latas y frascos, el fantasma entre tus manos y tu boca.

Cuando estaba perdido entre ellos, sin saber dónde me encontraba, lo único que necesitaba era el nombre de una pequeña loma, una costumbre local, una célula de aquel animal histórico, y el mapa del mundo volvía a encajar en su sitio.

¿Qué sabíamos la mayoría de nosotros de aquellas partes de África? Los ejércitos del Nilo avanzaban y retrocedían en el desierto por un campo de batalla de mil doscientos kilómetros de profundidad. Tanques ligeros, bombarderos Blenheim de mediano alcance, cazas biplanos Gladiator, ocho mil hombres. Pero, ¿quién era el enemigo? ¿Quiénes eran los aliados de aquel país: las fértiles tierras de la Cirenaica, las marismas saladas de El Agheila? Toda Europa guerreaba en el África septentrional, en Sidi Rezegh, en Baguoh.

Durante cinco días viajó a obscuras, cubierto con una capota, en una rastra detrás de los beduinos. Iba envuelto en aquella tela empapada en aceite. Después la temperatura bajó de repente. Habían llegado al valle encajonado entre las altas paredes rojas del cañón y se habían reunido con el resto de la tribu del desierto que se desparramaba deslizándose por la arena y las piedras con sus azules túnicas, que oscilaban en el aire como leche pulverizada o como un ala. Le desprendieron la suave tela, pegada al cuerpo. Estaba dentro del útero mayor del cañón. Los buitres, encaramados en el aire por encima de ellos, se abatían, como desde hacía mil años, hasta la grieta de piedra en que habían acampado.

Por la mañana, lo llevaron hasta el extremo del siq. Hablaban en voz alta en torno a él. De repente se aclaraba el dialecto. Querían que viera los fusiles enterrados.

Lo llevaron hacia algo, con su vendada cara mirando al frente, y le estiraron la mano un metro más o menos. Después de días de viaje, lo hicieron avanzar aquel único metro, inclinarse y tocar algo para algún fin, sin que le soltaran el brazo y con la palma extendida y hacia abajo. Tocó el cañón del Sten y la mano que guiaba la suya la soltó. Una pausa entre las voces. Querían que les descifrara los fusiles.

«Fusil ametrallador Breda de 12 milímetros: italiano.»

Tiró del cerrojo, insertó el dedo y no encontró bala alguna, lo cerró y apretó el gatillo. Puht. «Un fusil excelente», murmuró. Volvieron a inclinarlo hacia adelante.

«Fusil ametrallador ligero Cháttelerault de 7,5 milímetros: francés, 1924.

»MG 15 de 7,9 milímetros: del Ejército del Aire alemán.»

Lo colocaron delante de cada uno de los fusiles. Las armas parecían ser de diferentes períodos y de muchos países: un museo en el desierto. Pasaba la mano por la caja y la recámara o tocaba con los dedos la mira. Decía el nombre del fusil y después lo llevaban ante otro. Ocho le presentaron ceremoniosamente. Decía los nombres en voz alta, en francés y después en la propia lengua de la tribu. Pero, ¿para qué les interesaba? Tal vez lo importante para ellos no fuera el nombre, sino saber que conocía el fusil.


Volvieron a sujetarlo de la muñeca y le metieron la mano en una caja de cartuchos. En otra caja, a la derecha, había más, de siete milímetros. Y después otros.

En cierta ocasión, de niño, su tía, con la que se había criado, había desparramado las cartas de una baraja sin descubrirlas y le había enseñado a jugar a las parejas. Cada jugador podía descubrir dos cartas e ir emparejándolas de memoria. Era otro paisaje: ríos con truchas, voces de aves que sabía reconocer a partir de un fragmento vacilante, un mundo en el que todo tenía nombre. Ahora, con la cara cubierta por una mascarilla de fibras de hierba, cogía un cartucho y avanzaba con sus porteadores, los guiaba hacia un fusil, introducía la bala, echaba el cerrojo y, sosteniéndolo en el aire, disparaba. Se oía un restallar de mil demonios por todo el cañón. «Pues el eco es el alma de la voz que se excita en las oquedades.» Un hombre considerado taciturno y loco había anotado esa frase en un hospital inglés y ahora, en aquel desierto, estaba en sus cabales y, con la cabeza clara, cogía cartas, las emparejaba sin dificultad, al tiempo que dedicaba una sonrisa a su tía, y disparaba cada combinación lograda y los hombres que lo rodeaban iban respondiendo con vítores a cada disparo. Se volvía a mirar en una dirección y después regresaba de nuevo hasta el Breda, esa vez con su extraño palanquín humano, seguido de un hombre con un cuchillo que tallaba un código paralelo en la caja de cartuchos y en la del fusil. Después de la soledad, disfrutaba con el movimiento y los vítores. Con su destreza compensaba a los hombres que lo habían salvado para ese fin.


Viajó con ellos a aldeas en las que no había mujeres. Se transmitían sus conocimientos como prendas de una tribu a otra, compuestas de ocho mil individuos. Se inició en costumbres y música específicas. Con los ojos vendados la mayoría de las veces, oyó las jubilosas canciones de la tribu mzina encaminadas a atraer el agua y acompañadas de danzas dahjiya, sones de zampoñas, utilizadas para transmitir mensajes en casos de emergencia, y de la flauta doble makruna (una de las cuales emite un zumbido constante). Después, en el territorio de las liras de cinco cuerdas, una aldea u oasis de preludios e interludios, palmas, danza antifonal.

No le quitaban la venda de los ojos hasta el crepúsculo, momento en que podía ver a sus captores y salvadores. Ahora sabía dónde estaba. A unos les dibujaba mapas que superaban los límites de su territorio y a otros les explicaba el mecanismo de los fusiles. Los músicos se sentaban frente a él, al otro lado del fuego. Las notas de la lira simsimiya, arrastradas por una ráfaga de brisa, se perdían en la distancia o se dirigían hacia él por sobre el fuego. Bailaba un muchacho que, con aquella luz, era el ser más deseable que había visto. Sus delgados hombros eran blancos como el papiro, la luz del fuego reflejaba el sudor en su estómago y por las aberturas de la tela azul que lo cubría, como un señuelo, desde el cuello hasta los tobillos se vislumbraba su desnudez, se revelaba como una línea de relámpago carmelita.

El desierto nocturno, atravesado por un impreciso orden de tormentas y caravanas, los rodeaba. Siempre había secretos y peligros en torno a él, como cuando movió a ciegas la mano y se cortó con un cuchillo de doble filo que había en la arena. A veces no sabía si se trataba de sueños; el corte, limpio, no le dolía y hubo de enjugarse la sangre en el cráneo (el rostro seguía siendo intocable) para señalar la herida a sus captores. La aldea sin mujeres a la que lo habían llevado en completo silencio o el mes entero en que no vio la luna, ¿los habría imaginado? ¿Los habría soñado cuando estaba envuelto en el fieltro empapado en aceite y en la obscuridad?

Habían pasado ante pozos cuya agua estaba maldita. En ciertos espacios abiertos había ciudades ocultas y, mientras excavaban en la arena para llegar a recintos enterrados o a bolsas de agua, él esperaba. Y la pura belleza de un muchacho inocente que bailaba, como la voz de un niño cantor de coro, que recordaba como el más puro de los sonidos, la más clara de las aguas de río, la más transparente profundidad del mar. Allí, en el desierto, que antiguamente había sido un mar, nada era estable ni permanente, todo evolucionaba: como la tela por el cuerpo del muchacho, como si abrazara un océano o su propia placenta azul o se liberase de ellos. Un muchacho excitándose a sí mismo, con los genitales recortándose sobre el fondo de fuego.

Después apagaron las llamas con arena y su humo se disipó en torno a ellos. La cadencia de los instrumentos musicales como un pulso o la lluvia. El muchacho extendió el brazo por sobre el fuego apagado para acallar las zampoñas. Había desaparecido sin dejar huellas, sólo los harapos prestados. Uno de los hombres avanzó reptando y recogió el semen caído en la arena. Se lo llevó al hombre blanco experto en fusiles y lo depositó en sus manos. En el desierto el único objeto digno de exaltación es el agua.


La enfermera estaba ante la pila, la tenía asida, y miraba la pared de estuco. Había retirado todos los espejos y los había apilado en una habitación vacía. Se agarró a la pila y movió la cabeza a un lado y a otro, seguida por la sombra en movimiento. Se mojó las manos y se peinó el cabello con los dedos hasta que estuvo completamente húmedo. Eso la refrescó y, cuando salió, agradeció con fruición el azote de la brisa, que apagaba el retumbar del trueno.

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