10

Ha llegado la hora.

Está de camino.

Es ahora cuando todo debe empezar.

Se mueve en silencio por la casa vacía y oscura. La bolsa le cuelga en bandolera, un golpeteo metálico sale de su interior.

Se detiene un segundo delante de la ventana. Se oye un silbido prolongado, hueco, como en sordina, cuando los vientos otoñales se cuelan por el agujero circular que hay en el cristal a la altura de la cerradura de la puerta.

Levanta la mirada y acoge con los ojos la tormenta otoñal, que arroja grandes cortinas de agua sobre el paisaje nocturno, casi negro. Pero en el porche y con la lluvia azotándole las mejillas, es otro viento el que siente. Un viento seco, del desierto, que baja desde Cumberland Plateau y recorre la gélida casa.

A través de la noche, la sombra del armario se perfila como una oscuridad aún más oscura. La sigue.

Atraviesa la lluvia. Pero para él no existe. Todo lo que hay es un objetivo. Una oscuridad aún más oscura.

Se pone al volante del Saab beige y arranca. Los caminos parecen senderos. Con cuidado esquiva las rodadas, que semejan ríos, intentando avanzar sobre los márgenes hasta que la primera luz de la civilización tiñe las capas de lluvia, y descubre la escalera que hay detrás de la puerta secreta en la que se ha enganchado la manga del abrigo. Da el primer paso, el segundo. La luz desaparece, llega el aroma dulce y polvoriento, el mismo que flota, denso, dentro del coche que acaba de enfilar la carretera. Faros de coches dispersos pasan volando. Fachadas iluminadas empiezan a tomar forma a su alrededor. La oscuridad adopta matices, no sólo siente la barandilla, húmeda y fría como el hielo, sino que también la ve, la ve como una difusa cinta que se precipita hacia el abismo, acompañando los serpenteantes peldaños, cubiertos de ruidosa arena, y el rascacielos se alza extrañamente solitario junto a la entrada de la ciudad. Mientras enfila la calle de la mediana verde lo ve a su derecha. No sabe ni un solo nombre, sólo siente el camino, siente el número de pasos, sabe con exactitud cuántos peldaños hay hasta la puerta enmarcada por la luz que ya casi vislumbra: un pequeño resplandor al fondo de la escalera. Siente con certeza cuándo debe mover el volante, rodea el estadio con la vieja torre del reloj; ahora está muy cerca. Otra vez el bosque, bordea el límite de la civilización: a un lado una urbanización de chalets, al otro el bosque, bosque inmemorial, nocturno, en el que se adentra hasta que los contornos de la puerta se hacen visibles. La luz detrás de la puerta se proyecta como un marco icónico en torno a una oscuridad más luminosa que cualquier luz. Una aureola que lo guía en el camino.

Gira a la derecha. Las siluetas tenuemente iluminadas de unos buques permiten adivinar hileras de oficinas y almacenes vacíos. Por lo demás, nada.

Deja el coche en un aparcamiento desierto y echa a andar con paso decidido hacia el agua. La lluvia le azota desde todos los lados pero no le afecta. Ve la puerta, la luz emana de dentro. No se oye ni un solo ruido. Quedan unos pocos pasos. Algo suena detrás de la puerta. La llave produce un leve tintineo al entrar en la cerradura. La gira, abre la pesada puerta, entra y la cierra tras de sí. Busca una toalla en la bolsa, la extiende en el suelo junto a la puerta, se pone encima y espera hasta que su ropa ya no gotea. Luego se cambia de zapatos, devuelve la toalla y los zapatos mojados a la bolsa, saca una linterna y baja por la escalera como el oscuro extremo posterior de un solitario haz de luz. Se detiene ante la puerta. Está rodeada por su halo resplandeciente. Allí se queda. No puede respirar.

Deja que la linterna barra el sótano. Nada ha cambiado. El montón de trastos en uno de los rincones, las provisiones de cajas meticulosamente apiladas en el otro, y un poco más allá la superficie vacía, el suelo de cemento siempre tan limpio, con el sumidero y la sólida, pesada, silla de hierro. Se cuela detrás de la última pila de cajas, se sienta con la espalda apoyada en la fría pared de piedra, apaga la linterna y aguarda.

Está delante de la puerta. Al otro lado algo llamea. Permanece allí. Aguarda.

Pierde la noción del tiempo. Pasan minutos, o segundos, quizá horas. Los ojos se acostumbran a la oscuridad y el húmedo sótano se le va revelando poco a poco. La puerta emerge, perfilándose con nitidez en la parte de arriba de la escalera, a una decena de metros. No desvía la mirada de ella.

El tiempo pasa. Todo está en silencio. Aguarda.

Una llave se introduce en la cerradura. Entran dos hombres, uno mayor y otro más joven. No es capaz de distinguir sus facciones. Mientras bajan por la escalera, hablan en voz baja pero enérgicamente en la lengua extranjera.

De repente algo ocurre. Sucede muy rápido. El hombre mayor presiona algo contra el cuello del más joven. Éste se desploma al instante. El individuo mayor lo arrastra hasta la pesada silla de hierro fundido; de una bolsa saca unas cuantas cuerdas de cuero y ata las piernas, los brazos y el tronco del joven. Luego vuelve a inclinarse para buscar en la bolsa.

En ese preciso instante abre la puerta y todo se le revela. La luz brota a raudales. Entra en el reino milenario.

El hombre mayor saca una enorme jeringa de caballo de la bolsa y con mano experimentada la introduce en el cuello del inconsciente individuo. Ajusta unos pequeños dispositivos situados en la parte superior del mecanismo.

Se estremece detrás de las cajas; casi las vuelca.

El hombre va colocando una serie de instrumentos quirúrgicos encima del suelo de cemento, todo en cuidadoso orden. Al final de la fila hay otro objeto grande que se parece a una jeringa.

Después empieza a abofetear al hombre, cada vez más fuerte, hasta que éste da un respingo. La cabeza se endereza. El cuerpo amarrado es presa de unas intensas sacudidas, pero la silla no se mueve. No se percibe ni un solo ruido.

El hombre mayor pronuncia algunas palabras sordas y se inclina para recoger la segunda jeringa. Cuando se pone de lado para inyectarla en el sitio exacto, una apagada luz procedente de un lugar desconocido cae sobre su rostro. Durante un instante todo se vuelve de una claridad absoluta.

Es entonces cuando se estremece de verdad. Una caja cae al suelo.

El hombre mayor se queda inmóvil. Acto seguido deja la jeringa en el suelo y se pone en movimiento. Se acerca rápido.

Ha llegado la hora, piensa, y sale de su escondite.

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