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Lo primero que le llamó la atención a Gunnar Nyberg fue el contraste entre la oficina principal de LinkCoop, en Täby, y los almacenes en el puerto franco. Lo único que tenían en común era el vulgar logo centelleante que desplegaba todos los colores del arco iris, como si anunciara el burdel más caro de Estocolmo.

El edificio que albergaba la empresa era de dos plantas y tenía un diseño muy de los ochenta. Mirándolo de cerca se veía que no era más que un rascacielos bien camuflado que, presagiando la crisis del final de la década, simplemente se había desplomado. El selecto ambiente que se respiraba al otro lado de la verja tenía más de club de golf que de edificio industrial. LinkCoop no fabricaba nada, sólo transportaba material informático de este a oeste y viceversa. A Nyberg no le quedaban muy claros los motivos por los que una actividad así podía resultar tan rentable como daba a entender la sede. Por otra parte, la economía no era su fuerte, y ya le empezaba a agobiar la jerga que sin duda pronto le caería encima.

Tras superar un control de seguridad maquillado de recepción de coches, el Renault pudo pasar y seguir hacia el edificio central. En un acto de rebeldía infantil, Nyberg aparcó el coche atravesando dos plazas reservadas para minusválidos, que brillaban con una artificial corrección política, en parte porque no creía que LinkCoop tuviera ningún empleado discapacitado y en parte porque eran los únicos sitios libres de todo el aparcamiento. Por lo demás, no vio ni un solo coche que costara menos de doscientas mil coronas, así que o los conserjes y recepcionistas se desplazaban en transporte público o existía algún parking oculto, de segunda clase, al estilo de las viejas entradas de servicio que había en los pisos señoriales.

En otras palabras, Gunnar Nyberg no tenía la mejor disposición hacia LinkCoop cuando, con sus voluminosos michelines bamboleándose, atravesó corriendo la intensa lluvia otoñal hasta la entrada principal de la empresa. En cuanto pasó las puertas automáticas, se sacudió la lluvia como una morsa atiborrada de anfetas. Al parecer, las bellezas gemelas de la recepción estaban advertidas de su llegada, pues su única reacción ante la entrada de ese anticuerpo en su sistema sanguíneo fue una encantadora sonrisa a dúo, de esas que actúan como un suave bálsamo en el alma más exaltada.

– Señor Nyberg, el señor Nilsson le está esperando -dijeron al unísono.

El señor Nyberg se las quedó mirando. ¿Señor Nilsson? ¿Dónde estaba, en Villa Villerkulla? ¿Pippi Calzaslargas y Pequeño Tío también estaban esperándolo en algún sitio?

Se recuperó y devolvió la sonrisa, consciente de los derroteros que seguirían sus sueños esa noche. En eso consistía seguramente la misión del dúo de recepcionistas: suministrar al subconsciente de los clientes una imagen positiva para que, incluso durante los momentos de mayor intimidad, LinkCoop estuviera presente.

No obstante, el bello dúo se dividió cuando una de las deslumbrantes mujeres lo acompañó a través de las estancias de la empresa, cuya elegancia, por desgracia, él no fue capaz de apreciar por culpa del sugerente baile de la minifalda que tenía delante. En cuestión de segundos, Nyberg había pasado de enardecido agitador radical a babeante viejo verde, sin duda víctima de una estudiada estrategia de relaciones públicas.

«La seducción del capital», pensó Nyberg indefenso.

Llegaron a una puerta que se abrió en cuanto la alcanzaron. El sistema de videovigilancia debía de ser perfecto. Apareció una sofisticada señora de mediana edad que despidió a la recepcionista con un breve gesto de cabeza y que, tras conseguir que Nyberg fijara su errática mirada le estrechó la mano con gran firmeza.

– Betty Rogèr-Gullbrandsen. Soy la secretaria del señor Nilsson. Acompáñeme, por favor.

«Pippi Calzaslargas en persona degradada a secretaria del señor Nilsson», pensó Nyberg. Siguió a Betty Rogèr-Gullbrandsen hasta una sala gigantesca cuyo único mobiliario consistía en una enorme mesa de trabajo presidida por un ordenador ultramoderno y un equipo telefónico de diseño.

– El inspector Gunnar Nyberg, de la policía criminal nacional, está aquí -anunció la secretaria tras pulsar un botón del teléfono.

– Que pase -replicó una voz clara y llena de autoridad.

Betty Rogèr-Gullbrandsen hizo un discreto gesto en dirección a una puerta al fondo de la estancia y se sentó delante del ordenador sin dedicarle al policía ni una sola mirada más.

Nyberg entró en el despacho del director, que era el doble de grande que la antesala de la secretaria. En toda la estancia -llamarla despacho sería un sacrilegio- la decoración era de una pureza cristalina, sofisticada y equilibrada; un estilo muy ostentoso a la vez que sobrio. Al fondo, a lo lejos, un hombre impecablemente trajeado, de unos cuarenta años, se levantó de detrás de un brillante escritorio de roble y le tendió la mano. Nyberg se la estrechó. El apretón de manos resultó de una gran firmeza.

– Henrik Nilsson, director ejecutivo -dijo el hombre vocalizando con nitidez.

– Nyberg.

Henrik Nilsson lo invitó a sentarse en una silla delante del escritorio.

– No recuerdo haber mencionado la palabra «inspector» ni «policía criminal nacional» cuando fijamos la cita -continuó Nyberg.

Henrik Nilsson sonrió, seguro de sí mismo.

– Disponer de toda la información accesible forma parte del trabajo de Betty -explicó.

– Y demostrarlo -repuso el policía.

Su comentario fue ignorado. Solía pasarle.

– La policía criminal nacional -repitió Nilsson-. Eso significa que ustedes piensan que existe una relación entre el banal robo que hubo en uno de nuestros almacenes y el cadáver hallado por la zona.

– Es algo que estamos barajando, sí.

– Eso implica que no es un cadáver cualquiera, sino una persona de interés nacional. Y también que LinkCoop, de alguna manera, se ha visto implicada en la investigación del caso, algo que preferiríamos evitar. Pero naturalmente estamos a su entera disposición.

– Se lo agradecemos -dijo Nyberg en lugar de ese otro comentario que reprimió mordiéndose la lengua-. ¿Les han robado algo?

– Causaron muchos desperfectos, pero no se llevaron nada. Hay que cambiar la puerta. Por lo demás, hemos salido asombrosamente indemnes en esta ocasión.

– ¿En esta ocasión?

– Nuestros productos resultan tan atractivos para los ladrones que nos cuesta encontrar una compañía que quiera asegurarlos. Hemos sufrido varios robos últimamente. La mercancía se vende luego en los países del Este.

Nyberg reflexionó unos instantes.

– O sea que el guarda debería haber estado ojo avizor, ¿no?

– Sin duda.

– Entonces, ¿por qué no vio el robo en sus monitores? Su Betty ahí fuera ha podido seguir en su ordenador todo mi paseo desde la recepción.

– Esos detalles los tendrá que tratar con nuestro jefe de seguridad. Ésa es su responsabilidad.

– Lo haré. Pero primero me gustaría que me diera un poco de información acerca de la empresa. Tengo entendido que compran equipamiento informático del Oeste y del Este y que luego lo venden al Este y al Oeste. ¿En eso consiste el negocio?

– Es el mejor que hay hoy en día -respondió Henrik Nilsson no sin cierta dosis de orgullo-. Mientras las vías comerciales entre el Este y el Oeste permanezcan tan bloqueadas como lo están ahora, el enlace que nosotros ofrecemos resulta decisivo.

– ¿Y cuando el bloqueo se levante?

Nilsson se inclinó hacia adelante y lo miró fijamente a los ojos.

– Eso no pasará. Es un negocio con grandes fluctuaciones. Quiebran viejas empresas y nacen nuevas todo el tiempo. Lo único constante somos nosotros.

– ¿De qué tipo de equipamiento informático se trata?

– De todo tipo.

– ¿Militar también?

– Dentro del marco legal, sí.

– ¿Era equipamiento militar lo que había en el almacén objeto del robo?

– No, allí sólo teníamos ordenadores normales. WriteCom de Taiwán. Encontrará toda la información en esta carpeta; una lista completa de lo que se guardaba en el almacén en cuestión, así como una pequeña presentación de la empresa. Estoy convencido de que si algo no se entiende bien, sus expertos se lo podrán aclarar.

Nyberg ignoró el sarcasmo mientras recibía una elegante carpeta de piel en tono Burdeos con el logo de la empresa discretamente reducido a un solo color, eso sí, dorado.

– Gracias. Entonces ya no le molesto más. Ahora me gustaría hablar con el jefe de seguridad.

– Robert Mayer -precisó Henrik Nilsson al levantarse para tenderle de nuevo la mano a Nyberg-. Le está esperando. Betty lo acompañará.

La secretaria apareció en ese mismo instante para guiar a Nyberg. Salieron de la monumental habitación ejecutiva y recorrieron el pasillo hasta detenerse delante de la última puerta. Tras un par de segundos de molesto desfase, abrió un hombre fornido de unos cincuenta años que encajaba a la perfección con la imagen del típico jefe de seguridad de una empresa de alto riesgo: ex policía o militar, cara curtida por el sol, pelo rapado, mirada fija y apretón de manos firme como una roca. Nyberg empezaba a hartarse de los apretones firmes, así que no pudo resistir la tentación y replicó con un apretón aún más fuerte, como el antiguo Mister Suecia que era.

– Robert Mayer -dijo con un leve acento y una ceja ligeramente alzada.

Por el acento no parecía alemán, como Nyberg había sospechado, sino más bien anglosajón.

– Nyberg -respondió, y añadió sin rodeos-. ¿Es usted inglés?

La ceja subió algún milímetro más.

– Soy originario de Nueva Zelanda, si es que tiene algún interés.

Mayer hizo un discreto gesto con la mano y entraron en lo que sin duda era sólo la primera de las habitaciones del jefe de seguridad: un rinconcito de tamaño relativamente modesto con las paredes cubiertas de monitores. Se sentaron uno a cada lado de la mesa de trabajo.

Nyberg decidió ir al grano.

– ¿Por qué no vio el guarda Benny Lundberg el robo en sus monitores?

Robert Mayer ni se inmutó.

– Es muy sencillo -comenzó-. Nuestro almacén del puerto franco comprende treinta y cuatro locales de diferente tamaño. Sólo hemos instalado vigilancia con monitores en ocho de ellos, los más importantes. Vigilar treinta y cuatro pantallas requeriría otros dos guardas, lo que implicaría, teniendo en cuenta que estamos hablando de una vigilancia de veinticuatro horas, por lo menos otros seis empleos a jornada completa, y muchas horas de trabajo nocturno y fines de semana. Si a eso sumamos los costes de material e instalación, queda claro que el gasto superaría con creces el posible beneficio. Resumiendo, el local donde se produjo el robo no está vigilado con cámaras.

«Respuestas claras», pensó Nyberg. Cambió de táctica.

– ¿Conoce bien a Benny Lundberg?

– No puedo decir que lo conozca bien en el terreno personal, pero sería difícil encontrar a otro guarda más concienzudo.

– El señor Nilsson me ha comentado que últimamente ha habido un buen número de robos en esas naves. ¿Cómo se han producido?

– Han sido ocho durante los últimos dos años, lo cual no creo que pueda considerarse un desastre pero tampoco del todo aceptable. Nuestros guardas, Lundberg entre otros, frustraron tres de ellos; dos fracasaron por otras razones y tres fueron devastadores, trabajos de auténticos profesionales. Fue después del último de esos tres robos cuando decidimos contratar a guardas propios en vez de confiar en empresas de seguridad. Desde entonces no nos ha ido del todo mal.

– ¿Así que Lundberg sólo lleva un año trabajando en la empresa?

– Sí, un año y pico. Desde que reorganizamos la seguridad. Y ésa es la razón por la que hay que descartar cualquier sospecha de un trabajo desde dentro, si es eso lo que está insinuando, pues desde que empleamos a nuestros propios guardas no se ha consumado ningún robo. Los chicos hacen una excelente labor.

– ¿Y qué se llevaron en los robos que podríamos llamar «exitosos»?

– He recopilado la información en una carpeta -dijo Mayer.

Con una fuerte sensación de déjà vu, Nyberg recibió una carpeta con el logo dorado de LinkCoop.

– Son copias de los informes que hemos enviado a la policía y a la compañía de seguros -prosiguió el jefe de seguridad-. Toda la información está ahí. Estoy convencido de que si algo no se entiende bien, sus expertos se lo podrán aclarar.

Gunnar Nyberg contempló al hombre que tenía delante: Robert Mayer era, sin duda alguna, el jefe de seguridad perfecto. Firme como una roca, profesional, lúcido, curtido en mil batallas, duro como una piedra y frío como el hielo. La mirada del policía se cruzó con la azul acero de Mayer y Nyberg advirtió que aún recordaba su apretón de manos de culturista. Por un momento se preguntó a qué se habría dedicado en Nueva Zelanda en realidad.

Luego se relajó. No había nada más que añadir.

Se preguntó cuánto ganaría un jefe de seguridad.

«La seducción del capital», pensó antes de despedirse.

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