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Ya era por la tarde cuando todo el equipo se reunió en aquella sala que, en su momento, fue bautizada como «cuartel general del alto mando», con unas comillas que a medida que había avanzado la investigación de los Asesinatos del Poder habían ido perdiendo la ironía. Alguna que otra esperanza secreta de que ocurriera lo mismo con este caso recorría el aire ligeramente viciado de la sala. Por lo demás, reinaba una especie de controlado ambiente de terror: todos eran conscientes de la gravedad de la situación.

Jan-Olov Hultin salió del cuarto de baño con la mirada sumergida en unos papeles cuyo aspecto sugería que quizá deberían haberse quedado allí dentro.

Se acomodó en su vieja silla de siempre y dejó que una suerte de preparación estructural interior precediera a su presentación, la cual, por tanto, se retrasó unos diez segundos.

– El resultado de la debacle de Arlanda es decepcionante. Lo único que hemos conseguido son tres denuncias contra la policía. Dos de ellas se refieren a Viggo.

El semblante de Viggo Norlander logró aunar en la misma expresión la vergüenza con el orgullo.

– La primera es de la agente de control de pasaportes -continuó Hultin sin levantar la vista-. Encontró el cortejo al que la sometiste de una intensidad exagerada, pero afirma contentarse con una reprimenda. Si no tuviéramos otras cosas más importantes entre manos yo no me conformaría con eso. ¡Imbécil! La segunda denuncia concierne a una niña pequeña a la que atropellaste mientras perseguías al peligrosísimo narcotraficante Robert E. Norton. Lo tuyo sí que es tener tacto con el sexo débil. ¡Reimbécil! La tercera resulta un poco difícil de interpretar: un agente de la policía de Märsta ha sido denunciado por estar, cito textualmente, «borracho como una cuba» en el bar de la sala de tránsito.

Arto Söderstedt soltó una carcajada.

– Perdón -dijo al momento-. Se llama Adolfsson.

A falta de una explicación más precisa, Hultin siguió con el mismo tono neutro.

– Pasemos a lo fundamental. Edwin Andrew Reynolds no existe. El pasaporte, claro, era falso. Y pese a todos los esfuerzos por parte de nuestros técnicos de informática no se ha podido mejorar la calidad de la fotografía.

Giró la pantalla del ordenador que había sobre la mesa para mostrarles la ampliación de una cara muy oscura. Se adivinaban ciertos contornos, puede que la forma del rostro. Quizá fuera rubio. Por lo demás, la foto resultaba de lo más anónima.

– Ni siquiera sabemos si empleaba su propia fotografía; se aceptan fotos de hasta diez años de antigüedad, así que, en realidad, no supone ningún problema poner una de otra persona con un parecido razonable. En cualquier caso, el invento del escáner de las aduanas no sirvió para nada. Todas las fotos tienen más o menos el mismo aspecto. Por lo visto, la tecnología es nueva y no les dio tiempo a prepararla como es debido y un largo etcétera. Hemos enviado información a hoteles, estaciones de trenes, aeropuertos, compañías de ferries; en fin, a todo Cristo. Sinceramente, no creo que debamos esperar nada por ese lado, pero, por supuesto, seguiremos buscando. Es una suerte que los medios de comunicación no sepan nada todavía, aunque las cámaras de televisión se presentaron enseguida en el aeropuerto; el resultado se emitirá esta noche. Nuestro excelentísimo jefe Mörner se personó para hacer una declaración, algo que sin duda augura un gran momento televisivo, al menos de cierto género. ¿Preguntas?

– ¿Han dado algún resultado los controles de carretera? -quiso saber Gunnar Nyberg.

– Sólo un par de horas de auténtico caos en el tráfico de la E 4. La circulación en torno al aeropuerto es muy densa y, además, les llevó una eternidad montarlos; sólo habrían pillado a un verdadero aficionado. También estamos intentando identificar a todos los conductores de taxi y de autobús que estaban trabajando en Arlanda a la hora en cuestión pero, como ya sabéis, la desregulación ha convertido la actividad del taxi en un lío incontrolable, así que me temo que en ese punto no nos queda otra que darnos por vencidos. ¿Algo más?

– No es una pregunta -intervino Kerstin Holm-. Sólo quería haceros saber que, según los datos registrados en el ordenador, nuestro hombre fue la decimoctava persona que pasó por mi control de pasaportes. He intentado hacer memoria y he hablado con el agente que estaba conmigo, pero nada. No recordamos nada en absoluto de ese individuo. Tal vez caigamos en la cuenta de algo dentro de un tiempo…

Hultin asintió con la cabeza para luego proseguir, enfatizando algunas palabras de una forma muy extraña.

– Por si acaso, me he asegurado de que, a partir de ahora, se nos informe directamente de todos los fallecimientos denunciados a la policía, y de todas las sospechas que se dirijan hacia ciudadanos estadounidenses en Suecia. Allí donde exista la menor sospecha de un comportamiento fuera de lo normal debemos plantearnos todos: ¿Esto puede estar relacionado con nuestro objetivo? Ahora, de manera oficial, el caso es nuestro. De dedicación exclusiva por parte de todo el grupo. Es top secret: no podéis dejar que nadie de vuestro entorno, bajo ningún concepto, os oiga decir que un brutal asesino en serie estadounidense anda suelto en Suecia. Estéis donde estéis, debéis preguntaros: ¿Existirá alguna conexión entre el asesino y este accidente de bicicletas? ¿Y con el retraso de este autobús? ¿Y con los temblores espásticos de ese señor? ¿O con los intensos ronquidos de vuestras parejas? En otras palabras, ¡concentración absoluta!

Aparte de extensa, la presentación de Hultin estaba siendo bastante explícita, por decir algo. Todos captaron la idea.

– He mantenido un estrecho contacto con las autoridades policiales estadounidenses -prosiguió-. El agente especial Ray Larner, del FBI, nos ha proporcionado un perfil del asesino, así como un detallado informe del desarrollo de los acontecimientos de ayer. Recibiremos más información durante los próximos días. De momento, y a grandes rasgos, lo que sabemos es esto: el crítico literario Lars-Erik Hassel fue torturado hasta la muerte poco antes de medianoche, hora sueca, dentro de un cuarto de limpieza del aeropuerto Newark, a las afueras de Nueva York, donde lo hallaron pasadas unas horas. No llevaba ningún billete de avión encima, aunque en su agenda aparecía anotado un vuelo con destino Arlanda y con salida esa misma noche. Por tanto, parece probable que el asesino cogiera su billete, pero como no se puede facturar sin que el nombre de la reserva corresponda con el del pasaporte, el FBI contactó con SAS para que comprobaran si la reserva de Hassel había sido cancelada. Porque si no, ¿para qué cogió el billete? La cartera, la agenda y todo lo demás seguían allí. Y hubo suerte: dieron con una vendedora de billetes que se acordaba de una cancelación tardía, a la que enseguida le siguió una nueva reserva. Pero todo esto ocurrió durante la noche, y para averiguar el nombre de la persona que había realizado la última reserva había que encontrar a un experto informático que pudiera entrar en el sistema. Al final, consiguieron localizar a uno y sacarlo de la cama. Éste dio con el nombre, que nos fue comunicado de inmediato. Aunque once minutos tarde.

Hultin hizo una pausa para dejar que los cerebros del Grupo A, algo sobrecargados en ese instante, asimilaran la información.

– Esto nos plantea algunos problemas. Lo que probablemente ocurrió es que el asesino mató a Hassel, llamó haciéndose pasar por él y canceló la reserva; luego volvió a telefonear para reservar, bajo un nombre falso, el asiento que acababa de cancelar. ¿Qué nos dice esto?

Como todo el mundo sabía que la pregunta no esperaba respuesta, nadie se molestó en intentar contestarla. Hultin complicó aún más las leyes de la retórica respondiendo con un nuevo interrogante.

– La cuestión fundamental es, por supuesto: ¿por qué Suecia? ¿Qué hemos hecho para merecer esto? Supongamos lo siguiente: notorio asesino en serie se encuentra en un aeropuerto con la intención de abandonar el país, de ahí que lleve un pasaporte falso. Quizá ya percibe que el FBI anda pisándole los talones. Pero de pronto, debido a su exaltación por el viaje, el deseo de matar se convierte en una necesidad imperiosa, por lo que se pone a esperar en un sitio apropiado hasta que se le acerca la víctima adecuada. Actúa, encuentra el billete de avión a Estocolmo y se le ocurre que es un buen sitio adonde huir, porque el vuelo sale dentro de poco. Pero cuando llama para reservar, resulta que el avión está lleno. Sin embargo, él sabe a ciencia cierta que hay un sitio libre; en el billete encuentra el número de reserva y el nombre -tan difícil de pronunciar- de Lars-Erik Hassel. Llama para cancelar, tras lo cual, claro, queda un sitio vacante. ¿Qué falla en toda esta hipótesis?

– Encuentre las cinco diferencias en este dibujo… -bromeó Hjelm.

Nadie le rió la gracia.

– Lo cierto es que, en efecto, se podría llegar a cinco -dijo Chávez.

La pulla, seguramente involuntaria pero aun así poco beneficiosa para su carrera profesional, iba dirigida a Hultin, quien, como era de esperar, ni se inmutó.

– La clave de tu razonamiento, Jan-Olov, es la casualidad -siguió Chávez-. En el caso de que aceptemos que decidió viajar a Suecia después del asesinato podríamos preguntarnos si de verdad resulta verosímil que se tome tantas molestias para llegar a un país elegido de forma arbitraria. El tráfico aéreo de Newark es constante. ¿Por qué no Düsseldorf cinco minutos más tarde, o Cagliari ocho minutos después? Total…

– ¿Cagliari? -preguntó Nyberg.

– Está en Cerdeña -intervino Hjelm servicialmente.

– Eran sólo ejemplos -replicó Chávez impaciente -. El quid de la cuestión es que no parece que Suecia haya sido una elección al azar. Algo que resulta aún más desagradable, si cabe.

– Además, habría que preguntarse -añadió Kerstin Holm- si tiene sentido que corra el riesgo de presentarse primero en el mostrador de SAS y recibir una respuesta negativa, luego llamar en nombre de Hassel para poco después regresar de nuevo a ese mostrador y preguntar por el mismo vuelo. No creo que un hombre que lleva veinte años burlando al FBI vaya por ahí llamando la atención de esa manera, corriendo el riesgo de que lo relacionen con un cadáver que podría descubrirse en cualquier momento.

Hultin parecía un poco tocado tras las dos perspicaces intervenciones que cuestionaban su teoría. Contempló a sus adversarios y contraatacó.

– En realidad, existe un peligro evidente en lo que hace. Si hubiesen dado con el experto en informática once minutos antes, lo habríamos cogido. Dista bastante de ser un plan perfecto.

– Aun así, me inclino a pensar que Suecia ya era su destino antes de ir al aeropuerto -insistió Chávez-. Pero una vez llega allí, resulta que el avión va lleno. Y es entonces cuando traza su plan. ¿Por qué no combinar los negocios con el placer? Localiza a un viajero solitario con destino a Estocolmo y lo asesina con su procedimiento habitual para acto seguido ocupar su sitio en el avión, a pesar de que suponga un cierto aunque calculado riesgo. No olvidemos que exponerse a ser descubierto constituye un ingrediente fundamental del deleite que busca el asesino en serie.

– Entonces, ¿a qué conclusión nos lleva todo esto? -inquirió Hultin de modo pedagógico.

– Pues a que el deseo de llegar a Suecia era tan fuerte que le hizo exponerse a un peligro que, sin duda, habría evitado en circunstancias normales. Y si es así, seguro que tiene un objetivo muy claro en nuestro país.

– Planificación fría y calculada en combinación con la impulsiva búsqueda de placer. Casi nada…

– ¿Hay algo que apunte a Suecia en su perfil? -quiso saber Arto Söderstedt con una precisión ejemplar.

– Según el FBI, no -dijo Hultin mientras hojeaba sus papeles-. Incluso el hecho de que abandone Estados Unidos encaja muy mal con la información de que disponemos sobre él. Su historia es la siguiente: todo comenzó hace veinte años en Kentucky, donde empezaron a aparecer una serie de víctimas que habían sido asesinadas de la misma forma atroz. Luego la ola se extendió por toda la región del Medio Oeste. Atrajo mucha atención mediática y pronto el desconocido asesino fue bautizado como el Asesino de Kentucky. Dentro del culto que en la actualidad hay por los asesinos en serie, muy preocupante, por cierto, es toda una leyenda, un pionero, y al parecer ha inspirado a muchos seguidores. Durante un período de cuatro años perpetró dieciocho asesinatos antes de interrumpir de repente sus actividades. Hace poco más de un año empezó una nueva serie con un idéntico modus operandi, en esta ocasión en el noreste de Estados Unidos. Hassel se ha convertido en la sexta víctima de la nueva tanda, la vigesimocuarta en total. O mejor dicho, la vigesimocuarta víctima conocida.

– Una pausa de… casi quince años -reflexionó Kerstin Holm en voz alta-. ¿Se trata en realidad de la misma persona? ¿Y no de un imitador, un… cómo se llama?

– Copycat -completó Hjelm.

Hultin negó con la cabeza.

– El FBI lo ha descartado; al parecer, hay detalles en el modus operandi que nunca se han hecho públicos y que sólo un par de responsables de la agencia conocen. O lleva quince años ocultando muy bien a sus víctimas o lo dejó, quizá sentó la cabeza, hasta que el deseo de sangre resurgió y lo dominó de nuevo. Ésta es, en todo caso, la teoría que defiende el FBI y la razón por la que emitió una orden de busca y captura contra un hombre blanco de mediana edad. La probabilidad de que tuviera menos de veinticinco años cuando empezó es escasa, así que ahora rondará como mínimo los cuarenta y cinco.

– Y lo de «blanco» también se basa en la probabilidad, supongo -intervino Söderstedt.

– Casi todos los asesinos en serie son varones de raza blanca -apuntó Kerstin Holm-. Es un fenómeno que ha hecho correr ríos de tinta. Quizá se líale de una especie de compensación ante la inminente pérdida de su dominio mundial de muchos siglos, una reacción provocada por esa idea heredada de la supuesta superioridad de los blancos.

Un fascismo al azar -se le escapó a Hjelm.

La expresión desconcertó a sus compañeros, sumiéndolos en unos momentos de reflexión; incluso a Hultin parecieron intrigarle las palabras de Hjelm.

– ¿Qué tipo de personas eran las víctimas? -preguntó Chávez al final.

Hultin volvió a sumergirse entre los papeles mientras Hjelm meditaba sobre las ventajas de internet y los correos electrónicos codificados, algo que no era habitual en él; ésos eran los dominios de Jorge y Kerstin, que en esos instantes, efectivamente, parecían los más irritados por la tardanza de su jefe en dar cuenta de la información.

– Veamos -dijo éste al cabo de un rato algo excesivo.

Chávez no pudo reprimir un ligero gemido, que le valió una mirada canjeable sin duda por otro borrón en su expediente profesional.

– Las víctimas tienen características muy heterogéneas -anunció por fin con sabiduría el gran jefe de la tribu-. Son veinticuatro personas de distinta procedencia. Cinco ciudadanos extranjeros, incluyendo a Hassel. En esencia, hombres blancos de mediana edad, algo que un policía de talante feminista podría interpretar, sin devanarse mucho los sesos, como la manifestación de un indirecto desprecio hacia sí mismo.

– Si no fuera porque cuando empezó a matar la mediana edad todavía le quedaba muy lejos -replicó Kerstin Holm, rápida como un rayo.

La gelidez en la mirada de Hultin era letal.

– Muchas de sus víctimas siguen sin identificar -continuó al final-, concretamente diez de veinticuatro; parece un número desproporcionado teniendo en cuenta que la lista de personas desaparecidas en Estados Unidos es un mamotreto del tamaño de la Biblia.

– ¿Ha habido algún cambio en eso entre la primera serie y la segunda? -preguntó Söderstedt, alerta.

De nuevo Hultin lanzó una mirada de las suyas, tras lo cual volvió a hojear sus papeles frenéticamente hasta que dio con el que buscaba.

– Las seis víctimas de la segunda tanda han sido identificadas. Eso significa que, en la primera serie, de las dieciocho hay diez sin identificar. La mayor parte. Quizá se pueda extraer alguna conclusión de ese dato; no obstante, de momento yo no soy capaz de hacerlo.

– ¿Es el modus operandi en sí lo que ha dificultado la identificación? -preguntó Hjelm.

Se notaba que los lápices cerebrales de los presentes tenían las puntas bien afiladas. Muchos llevaban tiempo esperando ese momento. Una ansiosa espera que implicaba un grado de cinismo que nadie quería reconocer.

– No -respondió Hultin-. La crueldad no consiste en dientes arrancados ni en dedos cortados.

– ¿Y en qué consiste? -quiso saber Nyberg.

– Espera, espera -intervino Chávez mirando su cuaderno atiborrado de notas-. No hemos terminado todavía con este tema; entonces, ¿quiénes son las víctimas identificadas? ¿Se centra en alguna clase social determinada?

Hultin volvió a echar mano de su machete mental penetrando en la jungla de papeles.

– Muchas de las preguntas que os estáis haciendo ahora encontrarán respuesta en el informe completo que el agente especial Larner mandará por fax en el transcurso de la tarde, pero, bueno, de acuerdo, podemos adelantarnos un poco a eso…

Al final dio con lo que buscaba.

– Las ocho víctimas identificadas de la primera serie son personas con estudios superiores; al parecer tiene debilidad por gente con preparación académica. Las seis de la segunda son más variadas. Igual se ha convertido en todo un demócrata.

– Venga, habla ya del sexo de una vez -soltó Kerstin Holm con brusquedad.

Hubo unos instantes de desconcertado silencio entre el público masculino. Hultin cayó en la cuenta.

– Una única mujer entre las dieciocho víctimas de la primera serie. Dos de seis en la segunda.

– Así que, a pesar de todo, hay bastantes diferencias entre las dos -concluyó Holm.

– Es verdad -dijo Hultin-. Igual se ha vuelto demócrata también respecto al tema del género. Esperemos a ver lo que Larner tiene que decirnos sobre este asunto. Ha trabajado en el caso desde el principio. Debido al modus operandi, a finales de los años setenta la investigación se centró en un círculo de individuos que, si bien no alcanzaban la categoría de sospechosos, al menos podían ser considerados como posibles autores. Resulta que guarda cierta similitud con un método de tortura empleado en la guerra de Vietnam. Una fuerza de intervención especial y, por supuesto, altamente secreta, lo usaba para hacer hablar a los soldados del FNL sin que gritaran. Un método de tortura silencioso, adaptado a las condiciones de la jungla. Como las autoridades militares negaron siempre la existencia de este comando y lo rechazaron como otro mito más de la guerra, les resultó casi imposible dar con nombres. Larner insinúa que se trataba de un asunto tan delicado entre un gran número de altos funcionarios que sus investigaciones, con toda probabilidad, lo convirtieron en una persona non grata, fastidiándole además cualquier posibilidad de promoción dentro de la agencia. A pesar de todo, lenta e insistentemente fue reconstruyendo el pasado de esa fuerza especial, que se conocía bajo el desagradable nombre en clave de Commando Cool, y consiguió averiguar la identidad de los integrantes. En especial, centró su atención en uno de ellos, que poco a poco fue perfilándose casi como el único sospechoso: un tal Wayne Jennings, el líder del grupo, procedente precisamente de Kentucky. Nunca encontró pruebas de ningún tipo contra él, pero Larner no le perdía de vista fuera donde fuera. Y pasó lo que no debería haber pasado: Jennings se cansó de la vigilancia y, al intentar quitarse de encima al FBI, sufrió un accidente con el coche, un choque frontal. Larner estaba allí y presenció cómo Jennings desaparecía bajo las llamas.

– ¿Continuaron los asesinatos después de eso? -preguntó Chávez.

– Desgraciadamente, sí. Se cometieron otros dos poco tiempo después, de modo que Larner fue acusado de haber provocado la muerte de un inocente. Lo llevaron a juicio. Fue absuelto, pero supuso un duro golpe para su carrera. Y luego, para más inri, tras quince años intentando que el caso avanzara contra viento y marea, el asesino volvió a las andadas. Desde hace poco más de un año, Ray Larner se encuentra otra vez en el punto de partida, con el Asesino de Kentucky burlándose de él. No envidio su situación en absoluto.

– Pues deberías -comentó Söderstedt-, porque ya no es su problema sino el tuyo. Larner es libre, tú no.

Söderstedt hizo una pausa para luego seguir con el mismo tono malicioso.

– Asumes la investigación desde cero, tras veinte años de intensas pesquisas realizadas por el FBI, que, dicho sea de paso, cuenta con unos recursos que superan el producto interior bruto de toda Suecia.

Hultin lo observó sin inmutarse.

– ¿Qué había entonces de especial en el modus operandi del Commando Cool? -volvió a preguntar Gunnar Nyberg-. ¿Cómo murió ese crítico literario?

Hultin se giró hacia Nyberg con un gesto que, posiblemente, podría interpretarse como un alivio contenido.

– La clave está en que son dos cosas distintas -dijo-. El asesino emplea lo que podríamos denominar una adaptación personal del método inventado por el Commando Cool. Todo el procedimiento se basa en un instrumento singular: unas tenazas micromecánicas de diseño especial que en posición desplegada se asemejan a una especie de aterradora cánula. Como una jeringa de caballo. Se introducen en el cuello desde un lado y, con la ayuda de unos pequeños cables de regulación, se abren unos diminutos dispositivos prensiles dentro de la tráquea que agarran las cuerdas vocales haciendo que la víctima no sea capaz de emitir ni un solo sonido. Se le silencia por completo. Incluso en plena jungla, con soldados del FNL pululando por todas partes, uno puede permitirse el lujo de entregarse a un rato de refrescante tortura. Una vez que se ha hecho callar a la víctima, se pueden poner en práctica sin miramientos todo tipo de métodos convencionales, sobre todo dirigidos a uñas y órganos genitales, donde basta con unos pequeños movimientos para provocar el máximo dolor. Y después se afloja la presión en torno a las cuerdas vocales un poco, sólo lo suficiente como para que la víctima sea capaz de emitir algo parecido a un susurro y así, silenciosamente, pueda revelar algún secreto. Además, el Commando Cool desarrolló unas tenazas gemelas, basadas en el mismo principio que las otras pero diseñadas para aplicarse a ganglios nerviosos situados en la nuca, a los cuales se ataca desde dentro en un tira y afloja que causa un inmenso dolor que sube a la cabeza y recorre todo el cuerpo. En todas las víctimas del asesino de Kentucky se han hallado los dos agujeros característicos, en el cuello y la nuca, con los correspondientes daños internos, así como algunas lesiones en genitales y dedos propias de los clásicos métodos de tortura. Larner se muestra algo reticente a desvelar en qué consiste exactamente la diferencia entre la actuación de nuestro hombre y la del comando, pero al parecer tiene que ver con el diseño de las dos microtenazas; como si, tras algún proceso de desarrollo industrial, se hubiesen perfeccionado aún más para su lúgubre objetivo.

Hultin se calló y bajó la mirada a la mesa.

– Quiero que nos detengamos un momento a reflexionar sobre el caso -dijo con gravedad-. Lars-Erik Hassel sufrió con toda probabilidad una de las muertes más terribles que podamos imaginar. Me gustaría que meditarais con detenimiento sobre lo que nos vamos a encontrar. No tiene nada que ver con nuestro viejo amigo el Asesino del Poder, ni con ningún otro criminal que se haya cruzado en nuestro camino hasta ahora. La gélida indiferencia ante la vida y el perverso placer ante el sufrimiento humano a los que nos enfrentamos no son ni siquiera imaginables. Se trata de un ser gravemente perturbado, de un tipo que el sistema estadounidense parece producir en cadena y que, por mí, podrían haber renunciado a exportar. Pero ahora ese individuo está aquí, y no nos queda otra que esperar a que pase a la acción. Tal vez tarde mucho o quizá se ponga manos a la obra mañana mismo. Pero actuará, y tenemos que estar preparados.

Hultin se levantó para ir al baño; se había controlado durante un tiempo asombrosamente largo para alguien que sufre de incontinencia. Mientras se dirigía hacia la puerta le dijo al grupo, que se estaba dispersando con cierta pereza:

– En cuanto reciba el material de Larner os pasaré copias. El resultado de este caso depende de vuestra capacidad para estudiar el tema.

Se despidió de ellos con un movimiento de cabeza y se acercó con prisas a su puerta privada.

– ¿Cuántos años tenía Edwin Reynolds según el pasaporte? -preguntó Jorge Chávez.

La cara de Hultin se torció en un gesto rígido, hurgó entre los papeles apretando al mismo tiempo las piernas en un esfuerzo por contenerse y consiguió sacar una copia de la página de pasaporte escaneada.

– Treinta y dos.

Chávez movió la cabeza pensativo.

– El pasaporte es evidentemente falso -comentó-, pero ¿por qué quitarse quince años?

– Por el riesgo, quizá -especuló Hultin, aun sin estar muy convencido de lo que decía, antes de apresurarse hacia el baño con los papeles volando en el aire.

Chávez y Hjelm cruzaron la mirada. Hjelm se encogió de hombros.

– Puede que comprara o robase un pasaporte falso que ya estaba hecho.

– Sí, quizá -dijo Chávez.

Pero se quedaron con la sensación de que algo no cuadraba. Algo fundamental no cuadraba.

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