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Afirmar que la investigación estaba avanzando habría sido, ciertamente, una mentira; aun así algún tipo de cambio sí se había producido durante la noche. Decir que el ambiente que reinaba en el «cuartel general del alto mando» se había transformado quizá sería exagerado, pero lo cierto es que se percibía una mayor tensión.

Arto Söderstedt se había tomado la libertad de usar el coche del trabajo para llevar a los cinco niños a sus respectivos colegios y guarderías en el barrio de Södermalm; esos kilómetros de más no quedaban registrados en ningún sitio. Paul Hjelm, que todavía no había sacado del depósito de la policía el vehículo que le correspondía, prefería ir en metro desde Norsborg, tranquilamente sentado y escuchando música, para no sufrir el tráfico de la hora punta. Jorge Chávez, en cambio, a esa misma hora se metía en un atasco tras otro en el trayecto desde su apartamento de soltero de Rågsved, adonde había regresado tras haber alquilado durante un tiempo una habitación en el centro. No dejaba de asombrarle la magnitud de los embotellamientos que encontraba cada mañana; era como si el coche se hiciera cada vez más importante en la vida de la gente, como si los claros confines metálicos del automóvil sustituyeran los límites cada vez más difusos de la propia identidad personal. Todas las mañanas se prometía a sí mismo no volver a coger el viejo BMW, para al día siguiente faltar a su promesa y enseguida repetirla de nuevo, convirtiéndola así en una letanía de lo más estéril. Gunnar Nyberg había llegado a su casa al alba, se había tumbado encima de la cama sin desvestirse y se había dormido en el acto, como una foca apaleada. Dos horas después la foca se despertó prácticamente molida a palos, como si a un noruego agresivo, al darle el primer mazazo al pobre animal, se le hubiera ido la olla y hubiese seguido aporreando hasta dejar sólo un steak tartar de tres metros cuadrados. Al final se cansó de fantasear con su parecido con los bebés foca, tan monos y tan amenazados, y se unió a los amargados automovilistas de las caravanas de la carretera de Värmdö, donde al poco rato tuvo claro que tenía más derecho a estar resentido que los demás conductores. Viggo Norlander, por su parte, había desafiado las largas horas de trabajo tomándose una copa en el King Creole a las tres de la madrugada, con la idea de conseguir un ligue de última hora. Aunque salió airoso, empezó a plantearse que quizá sería oportuno llegar a conocer un poco a las damas objeto de su interés antes de ponerse manos a la obra, pues resultó que la mujer de esa noche a todas luces no tenía otro objetivo que el de quedarse embarazada. Nada más consumar el acto en cuestión, se vistió deprisa y corriendo y salió apresuradamente por la puerta, fecundada y contenta, escupiéndole a la menopausia en la cara y dejando tras de sí a un inspector de policía tumbado en la cama con la boca abierta. Le llevó media hora recuperarse lo suficiente del estupor como para poder cerrarla. Más tarde, en el autobús matutino que lo llevaba al trabajo desde el barrio de Östermalm, cayó en una especie de trance en el que fantaseó sobre un desconocido y exitoso hijo que iba en búsqueda de su padre, un viejo madero que pasaba el final de sus días en una residencia. En cuanto a Kerstin Holm, recorrió misteriosos caminos desde su nuevo apartamento en el barrio de Vasastan; tal vez porque estaba quemada por dos relaciones fracasadas con colegas del cuerpo, ponía cada vez más distancia entre su vida privada y profesional. Pese a ello, le faltaba mucho para alcanzar el secretismo de Jan-Olov Hultin, el hombre sin vida privada. Corría el rumor de que vivía solo con su mujer en un chalet al norte de la ciudad, sin los hijos, que ya se habían marchado de casa, y que jugaba al fútbol con una brutalidad asombrosa en el equipo de veteranos de la policía; pero nadie había logrado averiguar más que eso. Hultin era su puesto. Como un dios: pura presencia y pura eficacia. La figura del padre vista con la mirada selectiva de un niño de cinco años.

Hultin ya estaba en la sala de reuniones cuando los demás entraron, cada uno procedente de su lugar y de su particular experiencia, e instintivamente percibieron la elevada tensión que había en el ambiente.

En la calle la lluvia caía con fuerza. Solía tener cierto efecto disuasorio sobre la delincuencia, así que por lo menos, mientras durase, aparecerían menos pistas falsas que comprobar.

Empezaron abordando la de Laban Hassel. Hjelm y Chávez resumieron rápidamente el caso sin entrar en detalle en la honda tragedia: hijo obsesionado con el padre ausente amenaza a éste para llamar su atención, mientras se acerca a la madre de su hermanastro e inicia con ella una relación medio incestuosa en la que descubren que los dos han decidido eliminar su capacidad de procreación a causa del padre-marido, quien es asesinado casi de la misma manera que el hijo describe en sus amenazas.

Hjelm y Chávez tenían la sensación de estar presentando la sinopsis de un nuevo culebrón para el director de programación de un canal comercial de la tele. Éste replicó con un tono escéptico que daba a entender que el guión se iba a rechazar.

– ¿Y no lo ha hecho el hijo?

– No -contestaron ambos policías al unísono.

– Pero dejemos esa puerta entreabierta -añadió Hjelm.

– Vale. ¿Gunnar?

Nyberg ofreció una malhumorada y lacónica presentación de los acontecimientos nocturnos en el puerto franco.

– Eso suena igual de prometedor que el exhibicionista del parque Tantolunden -se burló Söderstedt.

Ante las miradas que le lanzaron todos se apresuró a aclarar:

– Ese al que le dieron una paliza las chicas del equipo de fútbol.

– De todos modos, también es una puerta que dejaremos entreabierta -sentenció Hultin.

A pesar de la mediocridad de las exposiciones realizadas y de las lánguidas reacciones entre los integrantes del grupo, se traslucía una creciente tensión en el ambiente. En algún punto de todo lo que habían comentado esa mañana había un hilo del que tirar que ahora no encontraban.

– Y el cadáver del puerto, ¿quién era? -preguntó Chávez.

– Desconocido -respondió Hultin-. Las huellas dactilares no han revelado nada. El típico John Doe, como llaman los yanquis a los muertos sin identificar. En torno a los veinticinco años y rubio; eso es todo lo que tenemos. La autopsia tampoco ha aportado ninguna novedad. Supongo que cuatro tiros en el corazón dejan poco que añadir sobre la causa de la muerte. Aparte de eso, sano como una manzana.

– Sano como una manzana yacía sobre la mesa de autopsias… -recitó Söderstedt contando con que nadie le hiciera caso. Así fue.

– Estamos buscando posibles vehículos que podría haber utilizado -continuó Hultin-. Gunnar, tú te vas a hablar con los de LinkCoop sobre el robo. Las huellas dactilares se han enviado a la Interpol para una comprobación, y hemos llamado a algunos familiares de personas desaparecidas para ver si pueden identificar el cadáver. Viggo, tú a la morgue para tomarles declaración. Por lo demás, seguimos como antes.

En la práctica, seguir como antes significaba seguir esperando. Teniendo en cuenta las circunstancias, resultaba raro que todos salieran de la reunión con esperanzas renovadas. Nadie podía dar otra explicación que no fuera el olfato, característica que en realidad era la única que tenían en común y que había sido, en su momento, el factor decisivo que Hultin tuvo en cuenta cuando los eligió a dedo para formar parte del Grupo A.

Incluso Viggo Norlander, cuyo cometido, una vez más, podría entenderse como un castigo, se sentía animado, y no sólo por la convicción de que sus genes estaban en proceso de transmitirse a una nueva generación. Iba a pasarse el resto del día con familiares más o menos desesperados, que con toda probabilidad no volverían a reunirse con sus seres queridos, pero aun así también él se vio arrastrado por esa difusa sensación de expectación que se había generado.

Pasó por el despacho para coger su cazadora de cuero, una prenda perfectamente acorde con la moda, pero quizá no del todo con su edad. Hasta el día en el que la mafia rusa lo clavó en el suelo en Tallin, Norlander había sido un modélico funcionario policial, correctamente trajeado en todo momento, que enarbolaba una imperturbable fe en el sistema, en la cadena de mando y en el orden social. Sin embargo, durante la investigación de los Asesinatos de Poder le resultó cada vez más evidente que se había criado en un mundo diferente al actual, con valores que ya habían pasado de moda. Fue cobrar conciencia de eso lo que al final provocó la desesperada medida de obviarlo todo y marcharse a Estonia para intentar resolver el caso por su cuenta. La estigmatización de la que fue objeto no se borraría jamás de sus extremidades. Los contundentes martillazos pusieron un drástico fin a la era de confianza de su existencia: ya nunca se fiaría de nadie más que de sí mismo, y ni siquiera eso lo haría totalmente. Se refugió en el género femenino, por el que hasta entonces no había sentido especial interés; la barriga cervecera desapareció y el mismo destino corrieron la calva y el traje de funcionario, que fue sustituido por los jerséis de cuello vuelto y esa cazadora de cuero que había ido a buscar.

Su compañero de despacho, Arto Söderstedt, ya se había sentado delante del ordenador, pero su mirada se dirigía mucho más allá, hacia el desapacible ambiente otoñal del exterior. Aunque empezaron como antagonistas, hacía ya bastante que se habían convertido en buenos amigos, quizá sobre todo porque no tenían absolutamente nada en común, lo cual les pareció un excelente punto de partida para la amistad. Tras despedirse con un gesto de cabeza apenas perceptible, Norlander cogió su chupa de cuero y se marchó hasta el garaje subterráneo donde estaba aparcado el Volvo que le habían asignado. Se puso al volante y salió a Bergsgatan, que más que una calle parecía el río Torne en plena crecida. Un torrente otoñal bajaba hacia Scheelegatan. Viggo Norlander condujo a contracorriente hasta la plaza de Fridhemsplan, para después continuar en dirección al hospital de Karolinska.

En un futuro no demasiado lejano cumpliría los cincuenta. Hacía casi treinta que se había casado, aunque el matrimonio duró poco, un par de miserables años. Desde entonces toda relación con el otro sexo se había mantenido en barbecho, para brotar ahora con fuerza, síntoma de una severa crisis de los cincuenta que se manifestaba en decenas de líos de una noche con escaso criterio de selección. Hasta la madrugada anterior lo había atribuido al renacer de un deseo sexual reprimido, aunque ahora empezaba a sospechar que se trataba del reloj biológico. Sentía que estaba en el extremo de una cadena infinita de antepasados humanos que se remontaba desde el propio Norlander hasta el mismísimo Adán. Cada uno llamaba al sucesor dándole golpecitos en el hombro, que se transformaban en un imperioso tictac biológico. Todos alzaban al unísono sus atronadoras voces: «No dejes que se acabe contigo. No rompas el linaje. No te conviertas en el último». Y aunque no se hubiese planteado nunca ser padre, ahora esa idea le obsesionaba: iba a ser padre, quería serlo, tenía que serlo. Y debía agradecérselo a esa extraña mujer que pasó como una brisa refrescante por su apartamento de soltero, se dejó fecundar y desapareció en la intemperie otoñal. Todo en apenas quince minutos. Ahora llevaba su simiente dentro de ella, de eso estaba seguro. Cuanto más lo pensaba, más se convencía de que lo había visto en su cara ya en ese momento.

Además, la situación era perfecta. Sus genes se perpetuarían, la llamada de sus antepasados se acallaría, y sucedería sin que él tuviera que participar en las fatigas de la paternidad. A lo sumo, su hijo, premio Nobel, lo hallaría en un geriátrico tras haberse dado cuenta, de repente, de dónde procedía su excepcional talento y de haber invertido toda su inteligencia, y una gran parte de su enorme fortuna, en encontrar a su padre antes de que éste falleciera para arrodillarse ante él y darle las gracias.

La bocina de un camión lo devolvió de forma brutal a la realidad, o sea, a su propio carril de la carretera, y eso le permitió coger en el último momento el desvío que le llevaría al hospital Karolinska, donde el desconocido cadáver esperaba su gloriosa llegada.

Viggo Norlander atravesó pasillos no muy diferentes a los del edificio de la policía, bajó al tristemente célebre sótano y allí lo recibió una enfermera no demasiado cordial, sin duda también enviada allí como castigo; acto seguido se encontró ante el legendario forense Sigvard Qvarfordt. Se trataba de un caballero de setenta y cinco años como poco, eminente y desastrado a partes iguales como sólo los investigadores y los forenses pueden permitirse ser dentro del cuerpo médico, pues el riesgo de que los pacientes se quejen es muy pequeño. El señor Qvarfordt llevaba mucho tiempo en su cargo y era conocido por sus macabros y trillados chistes. Soltó uno enseguida, nada más ver a su visitante.

– Norlander, qué sorpresa. ¿Y el volante con la cita?

– No, no traigo volante, y sabe muy bien por qué estoy aquí -respondió con sequedad Norlander.

Qvarfordt agitó en el aire una pequeña bolsa de plástico, haciendo sonar su contenido.

– Los efectos personales del finado -anunció, y se los entregó al policía-. A esto le llaman viajar ligero de equipaje. Por lo demás, no tengo nada nuevo que añadir. Un joven sanote, cuya última cena debe de haber consistido en unas hamburguesas no especialmente ligeras. Con miel, por raro que pueda parecer. La defunción se produjo entre las doce de la noche y las tres de la madrugada; imposible ser más exacto. Cuatro tiros que le atravesaron el corazón. Muerte instantánea. Su reloj de pulsera no se paró en ese mismo momento, desgraciadamente -añadió mientras señalaba la bolsa con el dedo.

Por indicación del forense, Norlander se sentó en un banco junto a la entrada de la sala y, provisto con el informe de la autopsia, esperó la llegada de los posibles familiares.

En total pudo hablar con seis de los visitantes antes de marcharse. Los primeros fueron los Johnsson, una pareja mayor cuyo yerno llevaba un par de semanas desaparecido. La visita no era más que una formalidad, puesto que en los papeles de Norlander se informaba de que el yerno, con toda probabilidad, se había largado con la cuantiosa fortuna de su esposa a Bahrain, donde había montado un harén cuyo mantenimiento le estaba costando un ojo de la cara.

Los gestos de la pareja Johnsson mudaron de la esperanza a la desesperación al contemplar al fallecido y verse obligados a responder negativamente. Al parecer, nada podría haberles dado mayor alegría que ver al yerno en ese macabro entorno.

Norlander observó el cadáver por primera vez. Tendido en la gélida y desnuda sala, las paredes cubiertas por hileras de puertas frigoríficas, irradiaba cierto brillo blanquecino que reflejaba la desoladora luz de los tubos fluorescentes. Le llamó la atención el aspecto corriente del joven. No tenía ni un solo rasgo distintivo. «Si hubiera que elegir a un prototipo de hombre para enviar su foto al espacio con la Voyager como representante masculino del Homo sapiens, este joven sería idóneo para el papel», pensó Norlander con asombro.

Después se presentó una pareja cuyos hijos habían desaparecido en los años setenta, cuando todavía eran unos niños; personas de ese tipo que nunca se rinden, que nunca pierden la esperanza. Norlander se compadeció de ellos y su caso le afectó profundamente: toda una vida marcada por la impotencia y por la negativa a aceptar la evidencia de los hechos.

Luego siguió una larga espera. Norlander aprovechó para leer el informe de la autopsia y vaciar la bolsa de plástico que contenía las pertenencias del muerto. Había tres objetos: un Rolex falso que, en efecto, seguía marcando la hora; un largo tubo con monedas de diez coronas, y una llave lisa que parecía recién hecha. Nada más. No le sugería nada. Y justo por esa razón encajaba tan bien con el aspecto general del cadáver.

Más tarde llegaron dos mujeres, una tras otra en rápida sucesión; su hijo y su marido, respectivamente, habían desaparecido la noche anterior. Ésa fue una experiencia muy distinta. La angustia provocada por los pocos segundos que se necesitaron para sacar el cadáver del frigorífico se vio reflejada en la inescrutable oscuridad de aquellos ojos femeninos. La primera fue Emma Nilsson; su hijo tenía que haber vuelto de la clínica de desintoxicación la noche anterior, pero no aparecía. Norlander sabía ya de antemano que la descripción no encajaba con el muerto, y sin embargo acompañó a la mujer, cuya espalda se había encorvado de forma prematura por culpa de la exagerada carga que se veía obligada a llevar. Su gesto negativo con la cabeza resultó liberador, casi feliz: aún había esperanza.

Con Justine Lindberger fue diferente. Se trataba de una mujer joven y bella, diplomática del Ministerio de Asuntos Exteriores, cuyo marido -también diplomático y joven- no había regresado a casa la noche anterior. Permaneció inmóvil esperando a que se sacara el cuerpo, irradiando una desesperación absoluta, una completa convicción de que iba a ver a su marido asesinado. Cuando no resultó así, se derrumbó. Los torpes intentos de consuelo por parte de Norlander no sirvieron de nada, por lo que acabó pidiendo ayuda al personal de psiquiatría, que le administró una buena dosis de tranquilizantes. Cuando Norlander se sentó de nuevo en su banco, notó que estaba temblando.

La última persona citada era Egil Högberg, un viejo piragüista de la provincia de Dalsland, especialista en descenso de rápidos, al que le habían amputado las dos piernas. Iba en silla de ruedas acompañado por una joven auxiliar de enfermería que le había bajado desde la planta de geriatría.

– Mi hijo -balbuceó con una voz trémula que salía de su desdentada boca-. Tiene que ser mi hijo.

Norlander hizo un esfuerzo para ignorar el repulsivo aliento de Högberg y se volvió hacia la joven auxiliar, quien, sin dejar de masticar chicle, puso los ojos en blanco en un gesto irónico. Dejó pasar a la extraña pareja y abrió la cámara frigorífica.

– Es él -constató Högberg tranquilo, y puso su mano reumática contra la mejilla gélida del muerto-. Mi único hijo.

La chica le dio unos ligeros golpecitos en el hombro a Norlander indicándole que salieran y dejaran a Högberg solo con el muerto. Una vez cerrada la puerta de la morgue la auxiliar dijo con indiferencia:

– No tiene hijos.

Norlander la observó escéptico para luego desplazar la mirada al otro lado del cristal, hacia el viejo, que estaba acercando su mejilla a la del muerto. La chica continuó:

– Se vuelve absolutamente ingobernable si no puede bajar a ver los nuevos cadáveres que entran. No sabemos por qué, pero es mejor dejarle.

Norlander no desvió la vista del anciano.

– O se está preparando para afrontar su propia muerte… -empezó la chica.

– ¿O?

– O es un viejo necrófilo -concluyó la joven auxiliar, y acto seguido hizo un gran globo con el chicle rosa.

Permanecieron callados unos segundos. Luego alguien añadió:

– O tal vez echa de menos un hijo.

Al cabo de unos instantes, Norlander se dio cuenta de que esas palabras habían salido de su propia boca.

Abrió la puerta. Egil Högberg levantó la vista del cadáver y lanzó una cristalina mirada azul a los ojos de Norlander antes de anunciar:

– El linaje se ha roto.

Viggo Norlander cerró los ojos durante un buen rato, con todas sus fuerzas.

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