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Arto Söderstedt vivía con su mujer y sus cinco hijos en un piso del centro de la ciudad, y le encantaba. Además, estaba convencido de que a los niños, desde el de tres años hasta el adolescente de trece, también les gustaba mucho. Cada vez que los llevaba a la guardería o al colegio se veía rodeado de padres que se atormentaban con la idea de que el mayor sueño de cualquier niño era poseer un jardín propio donde jugar. Le intrigaban los mecanismos psicosociales que provocaban esa constante mala conciencia entre la mayoría de los padres que vivían en el centro.

Sin embargo, entre los padres que residían en las afueras la actitud era otra: todos, sin excepción, se esforzaban al máximo para convencer al resto del mundo de que habían encontrado el paraíso en la tierra. Un estudio más minucioso del fenómeno solía revelar, por lo general, que aquel paraíso consistía en tres cosas: primero, poder echar a los niños al jardín y así no tener que aguantarlos; segundo, aparcar el coche con mucha facilidad; tercero, hacer barbacoas.

La tensa confrontación entre los representantes de la conciencia atormentada y los de la inflada autoestima a menudo acababa en otra mudanza hacia el norte, el sur o el oeste.

Söderstedt conocía de primera mano las dos realidades. Cuando el Grupo A se convirtió en una unidad permanente, la familia se trasladó desde una urbanización de chalets en Västerås hasta la calle Bondegatan, en el barrio de Södermalm, en pleno centro de la capital. No echaba de menos su anterior vida: la forzada relación con unos vecinos con los que no tenía nada en común, la autosuficiencia en la carrera por las posesiones, la fijación con el coche, las enormes distancias que había a todas partes, el pésimo transporte público, las fiestas de barbacoa, el inmóvil vegetar en casa, la artificial cercanía a la naturaleza, las previsibles conversaciones en torno a la manguera, el césped y las plantas que consumían más tiempo que agua, la tediosa arquitectura, desprovista de sentido histórico e imaginación, las desiertas calles y, sobre todo, la total ausencia de cultura. Y en cuanto a los niños, Arto Söderstedt había redactado una pequeña lista con argumentos a los que los padres que residían en el centro podían recurrir cuando se vieran acosados por los agresivos residentes del extrarradio con acusaciones de maltrato. Las imágenes de la infancia acompañan a una persona a lo largo de toda la vida, y si éstas consisten en parques infantiles, campos de grava y carreteras desiertas en vez de fachadas de edificios variados, torres de iglesias y gente, entonces eso constituye una razón de peso para vivir en la ciudad. Además, la probabilidad de recibir una buena educación es mayor, las visitas a museos y teatros son mucho más frecuentes, la oferta de actividades es enorme y los encuentros con gente de todo tipo son innumerables. En general, uno perfecciona la atención y la curiosidad intelectual de una manera que no tiene parangón fuera de la ciudad.

Sin embargo, ahora, paseando por Estocolmo, se le ocurrió que todos sus argumentos estaban dictados por una marcada mala conciencia.

¿Cuáles eran en realidad los estereotipos sociales en los que se basaba nuestra imagen de la felicidad?

Desde luego no ese piso de cuatro dormitorios en Bondegatan donde su familia de siete miembros vivía no tan holgada de espacio como querría. La cuestión era si eso tenía mucha importancia o no.

Como Anja se había encargado de llevar a los niños al colegio, Arto Söderstedt se dio el gusto de pasear hasta Kungsholmen. Tenía la sensación de que sería la última vez en mucho tiempo que se le brindaría esa posibilidad, así que al entrar en la comisaría esa bonita mañana de finales de verano se dirigió primero a la entrega de coches para sacar un Audi.

Con las llaves del coche en el bolsillo, entró en el ascensor y se miró en el espejo. «Otro verano más sin cáncer de piel», pensó, y buscó una madera que tocar. «Esta piel, tan blanca, que enrojece al primer contacto con el sol, la tenemos sólo los finlandeses y los ingleses», reflexionó, dejándose llevar por el cliché. Era cuatro de septiembre y acababa de dar el decisivo paso de cambiar el índice de protección solar 15, la variante infantil, por el 12.

Prefería el otoño.

Aunque quizá no este otoño.

Durante el caso del Asesino del Poder se había documentado sobre los asesinos en serie y, como solía ser habitual, sus intervenciones en las reuniones del grupo se habían convertido en conferencias. Desde entonces había hecho un esfuerzo por racionar esas charlas un poco más, pero sospechaba que la época de limitarlas había acabado; la última barrera de protección de Suecia se había derrumbado, y la criminalidad violenta de carácter internacional, por citar una fuente bien conocida, ya estaba aquí. Sin duda no se trataba de un fenómeno aislado.

Conocía al Asesino de Kentucky; había leído sobre su caso y se acordaba vagamente de él. Fue uno de los primeros de una larga serie de asesinos que había estudiado.

Había algo raro en su modus operandi, algo que no encajaba con la imagen de un asesino en serie. Esas aterradoras tenazas… No sabía exactamente qué, pero algo no cuadraba. Necesitaba hablar directamente con Ray Larner, del FBI, aunque no tenía nada claro cómo puentear a Hultin. Era el mejor jefe que había tenido nunca, pero carecía de los conocimientos sobre los entresijos de la maquinaria jurídica que poseía Söderstedt. Cuando ejercía de abogado, uno de los mejores de Finlandia, había defendido a peces gordos de la peor calaña. Pero un día su conciencia no pudo más: abandonó su carrera, huyó a Suecia, entró en la Academia de Policía y se instaló tranquilamente como inspector en la pequeña ciudad de Västerås. Söderstedt pensaba que su experiencia de abogado, como una especie de álter ego del delincuente, podría resultar útil en este caso, pues estaba convencido de que para atrapar a un asesino en serie era necesario poder identificarse de alguna manera con él.

Estaba tan absorto en sus reflexiones sobre los padres que vivían en el centro y los asesinos en serie que no se dio cuenta de que llegaba tarde. No era algo habitual en él. Por lo tanto, le supuso una sorpresa bastante grande entrar en el «cuartel general» y encontrarse no sólo a todo el grupo reunido, sino también a Waldemar Mörner en persona ocupando la mesa de Hultin y tamborileando impaciente con los dedos.

La sorpresa fue tal que no pudo reprimir una carcajada espontánea. Un error. A Mörner, que presentaba un aspecto inmejorable, los acontecimientos de Arlanda no parecían haberle afectado en absoluto, pero la risa de Söderstedt le irritó y no la olvidaría con facilidad. Arqueó una ceja durante un breve y letal segundo. Luego volvió en sí.

– Espero que esto de llegar tarde no se convierta en una costumbre, inspector Söderstedt -dijo, adusto-. Estamos ante una misión de un calado desconocido en este país en los últimos tiempos. Pero tempus fugit, y nosotros con él. No permitamos que las cuatro denuncias derivadas de lo ocurrido en Arlanda afecten al trabajo, y pongamos todo nuestro empeño en intentar avanzar en la investigación.

– ¿Cuatro? -preguntó Nyberg.

– Ahora sí -replicó Hultin con su habitual tono neutro.

Mörner, que no se percató de lo que decían, siguió con voz cargada de fervor.

– Tras realizar un titánico esfuerzo en los pasillos de las altas esferas, he logrado acreditar que este caso se encomiende a las calurosas manos de ustedes, y albergo por consiguiente el deseo profundo de que sepan corresponder a la confianza que les ha sido depositada. Resulta imperioso un despliegue de máxima fuerza. ¡Amplíen los horizontes! ¡Alcen las miradas! Su capital se halla afianzado en las visiones del grupo directivo, por lo que el futuro se presenta luminoso. Al final del túnel la luz se estratifica. Por delante de la pesada carga se esconde una sincera recompensa. Carpe diem, aprovechen el momento, repartan sus gracias. ¡A por todas, caballeros! Y la dama también, naturalmente. El bienestar de Suecia descansa en sus cunas.

Tras pronunciar esas reconfortantes palabras llenas de sabiduría, Mörner salió precipitadamente de la sala con los ojos clavados en el reloj.

Se hizo un silencio absoluto. Como si el idioma hubiese entrado en estado de shock. Tras ese discurso ninguna palabra sería inocente; cualquier comentario podría convertirse en un arma homicida dirigida al corazón de la lengua sueca.

– Con amigos así, no hacen falta enemigos -dijo al final Hultin, recurriendo sabiamente a un refrán para normalizar el estado lingüístico. Luego continuó-: He pasado la noche con el Asesino de Kentucky.

– Entonces no debería ser demasiado difícil localizarlo -intervino Söderstedt, quien aún no se había recuperado del todo.

Hultin lo ignoró por completo.

– Encontraréis un resumen en vuestros despachos. El material es ingente, aunque en algún lugar se esconde la relación con Suecia. En realidad no he dado con nada nuevo, pero si tenéis un momento estudiadlo, por favor. No obstante, me temo que va a ser necesario que nuestro hombre empiece a actuar para que tengamos algún hilo del que tirar.

– ¿Y si ha venido aquí para jubilarse? -aventuró Nyberg, que no veía la hora de retirarse del mundo laboral-. Entonces nos quedaríamos aquí con los brazos cruzados hasta que también nos tocara a nosotros.

Ésa era una idea que no le desagradaba a Gunnar Nyberg. Durante la caza del Asesino del Poder le habían disparado en el cuello. Fue un momento crítico: el cantante de coro a punto estuvo de haber entonado su última canción. Sin embargo, tras seis meses de convalecencia, pudo volver al coro de la iglesia de Nacka. Su voz de bajo se había profundizado aún más, adquiriendo un timbre con mayor registro, y Nyberg cantaba con júbilo, no tanto por la bondad de Dios, aunque puede que también la tuviera presente, sino por la gratitud de no haber perdido la voz. Las tenazas del Asesino de Kentucky, que atacaban las cuerdas vocales, representaban para Nyberg el mismísimo tridente del diablo. Corría el riesgo de involucrarse personalmente de una forma que ahora quería evitar, en espera de la jubilación; el problema era que para eso todavía le quedaban otros veinte años.

– Llegó aquí con las manos manchadas de sangre -continuó Hultin-. No creo que sea la mejor manera de retirarse. Podría haber pasado desapercibido al entrar en el país, pero el deseo de matar fue más fuerte. No, tiene algún tipo de objetivo…

– Le he estado dando vueltas a eso -comentó Kerstin Holm, la otra cantante eclesiástica del grupo.

Iba vestida de negro, como siempre, con una pequeña falda de cuero ante la que Paul Hjelm era incapaz de permanecer indiferente. La paz hogareña de la noche anterior parecía haber abierto las puertas prohibidas a lo que pasó hacía ya un año. De repente, no podía dejar de pensar en Kerstin y en cómo se encontraría. ¿Quién sería el nuevo hombre en su vida? ¿Qué opinaría de él ahora, un año después? La relación que mantuvieron había sido intensa pero irreal. ¿Le odiaba? A veces creía que sí. ¿La había dejado él? ¿O fue ella quien lo dejó? Todo permanecía envuelto en una niebla. «Misterioso», pensó.

Las palabras de Kerstin lo devolvieron al presente:

– Lo que busca un asesino en serie es, en gran medida, llamar la atención.

Sus intervenciones siempre se basaban en un razonamiento algo diferente. Femenino, quizá.

– Las víctimas deben ver a su verdugo, a poder ser durante bastante tiempo; y la gente de la calle debe ver a las víctimas y así, indirectamente, al asesino. Un asesino en serie no esconde a sus víctimas; si lo hace se trata de otra cosa, como en el caso de Thomas Quick. Por cierto, ¿sabemos algo sobre ese tema? ¿Alguna vez ha escondido a una víctima?

Hultin volvió a hojear sus papeles.

– No creo, al menos no recuerdo haber visto nada, pero si consideras que eso es importante estudia el material más detenidamente, a ver si encuentras algo.

– Creo que todos compartimos una vaga sensación de que algo no encaja del todo… Tiene una insaciable sed de sangre, pero permanece inactivo durante quince años. Se lleva un pasaporte falso al aeropuerto, pero no ha reservado ningún vuelo. Asesina a Hassel en uno de los aeropuertos más grandes del mundo, en plena hora punta y sin dejar rastro, pero no esconde el cadáver. Posee todos los atributos del clásico asesino en serie, pero al mismo tiempo hay algo en él más propio de un expeditivo sicario profesional. ¿Quería realmente llamar la atención? ¿O lo que pretendía era comunicarnos adónde se dirigía? Y si es así, ¿nos dejó también algún mensaje acerca del motivo por el cual venía a este país? Ya lo hemos comentado, pero esa combinación de asesino en serie y sicario no sólo me parece peligrosa, sino que también hay en ella algo que no cuadra…

Con lo que todo el mundo estaba de acuerdo, sobre todo, era con esa última frase: «Algo no cuadra».

– ¿Y si, a pesar de todo, tiene que ver con Hassel como persona? -se aventuró Hjelm-. He echado un vistazo a sus textos maoístas de los años setenta, y son la leche.

Toqueteó la tirita que llevaba en la ceja y siguió.

– Supongamos que el Asesino de Kentucky es de la KGB y que la ola de asesinos en serie en Estados Unidos se ha importado en realidad de la Unión Soviética. De ahí que haya tantas víctimas sin identificar. ¿Tenía Hassel alguna información de los años setenta que no podía salir a la luz? ¿Era Hassel una persona que representaba un riesgo potencial para la seguridad? ¿O un traidor? ¿Un agente doble? Tal vez podríamos comentar esa idea de forma no oficial con Larner, a ver si se ha barajado antes…

– En tal caso -se animó Kerstin Holm- eso explicaría el largo período de inactividad. Simplemente lo mandaron a casa, a él o a todos, si es que era un grupo entero, después de la muerte de Brezhnev, a principios de los años ochenta. En esa época, la KGB empezó a reducir sus actividades, así que encaja muy bien. Luego, quince años más tarde, empieza a cundir el descontento en Rusia, los comunistas avanzan, sacan a los viejos agentes de la nevera y a nuestro amigo lo mandan de nuevo a Estados Unidos para volver a la carga.

– Una vez allí, termina con la lista americana y decide pasar a la sueca -Hjelm tomó el relevo-. Calcula el riesgo con una precisión profesional: ¿cómo puedo avisar a las futuras víctimas de que voy a por ellas sin que me detengan? Porque resulta obvio que se trata de llamar la atención de las personas a las que se va a ajusticiar. Se ha lanzado a una cruzada, con el objetivo de meterles el miedo en el cuerpo a todos los traidores. Que sepan que nunca se puede escapar del Estado soviético, que está vivito y coleando como un Estado dentro del Estado.

– Por otra parte -completó Holm-, es consciente de que al principio el mensaje sólo le llegará a la policía. Eso significa que ahora, o está esperando a que se produzcan las filtraciones habituales y que todo salga a la luz, o va a por la policía, y en ese caso a por un pequeño grupo de policías: justo los que sabe que se encargarán del caso.

– Si resulta que alguien aquí -continuó Hjelm-, en el Grupo A o en esferas más altas, tiene un pasado parecido al de Lars-Erik Hassel, que ande con cuidado…

– Y que se dé a conocer -añadió Holm.

– Que salga del armario -concluyó Hjelm.

Se hizo el silencio. De pronto, no sólo habían entrado en el terreno de la política internacional y la continuación de la guerra fría, sino que también habían involucrado al Grupo A de forma personal en la investigación. ¿No sería una teoría demasiado rebuscada?

El Asesino de Kentucky ¿iba a por uno de ellos?

– ¿Qué sabemos del pasado de Mörner? -insinuó Hjelm con malicia.

En medio de las miradas desconfiadas que se movían de uno a otro, Hjelm se cruzó con la de Kerstin. Su mirada cómplice, la primera en meses, lo expresaba y lo ocultaba todo. Ella esbozó una sonrisa indescifrable y cautivadora.

Hultin no sonreía.

– No creo que Mörner sea un riesgo para la seguridad de nadie más que para él mismo -zanjó adusto-. ¿Hay alguien que quiera salir del armario?

Nadie parecía estar por la labor.

Hultin continuó con una voz suave como la seda.

– No tengo nada en contra de las especulaciones, pero con ésta os habéis ganado el gran premio a la paranoia. Partiendo de la banal circunstancia de que el cadáver fue descubierto antes de que aterrizara el avión, sacáis la sagaz conclusión de que la KGB va a por nosotros porque uno del grupo podría haber tenido contactos con la KGB; que toda la ola de asesinatos en serie en Estados Unidos se basa en el adoctrinamiento soviético, que las veinticuatro víctimas, de las que no sabéis nada, eran traidores soviéticos, y que todo esto se le ha escapado por completo al FBI. Casi nada.

– Pero tienes que reconocer que ha sido divertido, ¿verdad? -repuso Hjelm con la misma suavidad.

Hultin lo ignoró y alzó la voz.

– Si resulta que existe alguna relación con las intrigas políticas de alto nivel internacional, nosotros no seremos más que una insignificante ficha en ese juego. Ni Larner ni yo hemos pasado por alto esa posibilidad. Pero en ese caso, ni será como lo describís vosotros ni, me temo, llegaremos nunca al fondo del asunto.

– De todos modos -dijo Kerstin Holm-, tengo la sensación de que hay muchas cosas que se nos ocultan.

– Vamos a hacer lo siguiente -propuso Hultin con actitud conciliadora-. Kerstin, tú te ocupas de las víctimas americanas: ¿qué dice el FBI sobre esas personas? ¿Existe algún vínculo entre ellas? ¿O entre ellas y Suecia? Mira si desde tu punto de vista puedes encontrar algo que se le haya escapado al FBI. Un hueso duro de roer, sí, pero tú te lo has buscado.

Hultin revolvió sus papeles y por un momento pareció igual de perdido que éstos. Luego se recompuso y continuó.

– En realidad, convoqué esta reunión para que escucháramos a Jorge, que ha estado toda la noche navegando por internet.

Chávez parecía algo alterado. Para el que pasa mucho tiempo en la red, la paranoia no deja de ejercer una atracción constante; Chávez daba la impresión de sentirla pero, sobre todo, de estar muy cansado.

– Bueno -empezó-. No sé si tenemos fuerzas para escuchar muchas más teorías ahora, pero, en fin, llevo horas chateando en la página web de la FASK, la Fans of American Serial Killers, una organización clandestina que está bien oculta en la red. Para acceder he tenido que recurrir a unas cuantas artimañas y también, debo reconocer, a una considerable inversión económica. Al Asesino de Kentucky lo conocen como K, y es un gran héroe para esos chalados de la FASK. Sabían que K había vuelto a asesinar, pero no, por lo que he podido ver, que se hubiera ido a Suecia. Supongo que eso indica que los contactos de esta organización no llegan muy arriba.

– Espero que no hayas dejado ningún rastro que los pueda conducir hasta nosotros -se inquietó Hultin, cuyos conocimientos de los entresijos de la red eran muy limitados.

– Me camuflé bien -replicó Chávez lacónico-. De todos modos, circulan bastantes teorías acerca de K que creo que nos conviene conocer. La mayoría son ideas tan peregrinas como las de Kerstin y Paul, pero hay otras más sensatas. Ellos también barajan la teoría de que se trata de alguien con cierta profesionalidad. Un par de ellos piensan que K es un militar de alto rango. Al parecer, detrás del Commando Cool de Vietnam se ocultaba un alto oficial que dependía directamente del presidente. Su identidad se desconoce, Larner nunca consiguió identificarle, pero en estos círculos lo llaman Balls; al parecer, no han visto las películas de la Pantera Rosa. Corre el rumor de que fue ese tal Balls quien inventó las terribles tenazas y que luego pasó a desempeñar un cargo importante en el Pentágono. En cambio, el sospechoso de Larner, el que tiene nombre de cantante de country y que se mató en un accidente de coche…

– Wayne Jennings -dijo Hultin.

– Gracias. Según FASK, Jennings no era más que un ayudante de Balls, que es quien habría estado al mando de las operaciones más importantes en Vietnam. Están convencidos de que Balls es K. Probablemente a estas alturas ya será general. Según sus fans, dejó de matar cuando fue trasladado a Washington y logró sacarse Vietnam de la cabeza. Luego supuestamente lo retomó al jubilarse. En fin, un razonamiento que me parece bastante coherente.

– Pero no puede ser tu Balls el que esté aquí ahora -objetó Hultin-. No creo que viaje con el pasaporte de alguien que tiene treinta y dos años.

Chávez asintió con toda la energía que le permitió su cansancio.

– Cierto, y eso pone en cuestión el argumento del FBI. La verdad es que la teoría de que el Asesino de Kentucky ha viajado a Suecia tiene muy poca base. Es una conclusión rápida exigida por las circunstancias, pero que se fundamenta en algo tan trivial como que Hassel no llevaba un billete de avión encima. Luego, esa apresurada teoría se convirtió en axioma. No sabemos ni siquiera cuándo mataron a Hassel. Puede que cuando estaba en el aeropuerto decidiera quedarse un día más porque se le había olvidado hacer no sé qué. Tal vez fue el propio Hassel quien llamó para cancelar el vuelo y luego tiró el billete. Quizá se quedó un rato rondando por el aeropuerto para tomarse una copa; y de camino al baño lo atacan y lo matan. Mientras tanto, un delincuente joven con pasaporte falso se presenta en el aeropuerto, huyendo de unos corredores de apuestas a los que ha engañado o algo por el estilo, y se va en el primer vuelo internacional que encuentra. Quedan doce minutos para que salga el avión a Estocolmo y sube a bordo. En tal caso, el Asesino de Kentucky no habría abandonado Estados Unidos. ¿Qué os parece?

Hultin recorrió la sala con la mirada. Como no dio con nadie que se prestara a ello, no tuvo más remedio que ser él mismo el portavoz de las objeciones. Y lo hizo con todos los honores.

– Aparte de que, en general, hay demasiadas casualidades, me parece absurdo que Hassel fuera al aeropuerto para, una vez allí, cambiar de opinión, pasar olímpicamente de facturar con la hora de antelación exigida, esperar más de media hora y luego llamar por teléfono para cancelar la reserva en vez de acercarse sin más al mostrador.

– Me recuerda al típico comportamiento de un alcohólico -intervino Gunnar Nyberg-. A lo mejor llega tarde, deambula por allí medio perdido, descubre que se le ha pasado la hora de la facturación y llama para no tener que enfrentarse con el desprecio de las azafatas del mostrador. Luego sigue empinando el codo en el aeropuerto y le busca las cosquillas a la persona menos adecuada. Si Hassel fuera alcohólico, la hipótesis de Jorge me convencería más.

– El problema -dijo Hultin fríamente- es que la autopsia no indicaba ninguna concentración elevada de alcohol en la sangre. Ni de drogas tampoco. Algo que sabrías si hubieses leído el informe de Larner.

– ¿Qué pasó con el equipaje? -insistió Nyberg como para confirmar las sospechas de Hultin.

– Lo tenía junto a él cuando lo encontraron, lo cual no hace más que reforzar la imagen de frialdad en la ejecución del crimen. No sólo consiguió meter a Hassel en un cuarto de la limpieza en medio de la muchedumbre de Newark, sino también su equipaje.

Suspiró y concluyó:

– Intentemos mantener la cabeza fría y ser lógicos. La cancelación llegó diecisiete minutos antes de la salida del avión. El personal, como es natural, dio por descontado que se trataba del propio Hassel y que la llamada era externa. Pero si llamó desde fuera para cancelar, ¿por qué ir al aeropuerto? Porque lo que parece claro es que fue al aeropuerto: por un lado, el estudio forense del cuarto de la limpieza demuestra que con toda probabilidad fue el lugar del crimen; y por otro, habría sido imposible atravesar el aeropuerto lleno de gente cargando con un cadáver. ¿De acuerdo? Por lo tanto, quedan dos posibilidades: una, que el propio Hassel llamara desde dentro del aeropuerto, algo que sería absurdo, ya que: a) si estaba allí le habría dado tiempo a coger el avión, como hizo Reynolds cinco minutos más tarde; o b) si se arrepintió en el último momento, entonces, ¿por qué llamar? ¿Por qué no darse la vuelta y coger un taxi a Manhattan? Y dos, que otra persona hiciera la llamada en nombre de Hassel; y si otra persona llamó, es que tenía buenas razones para hacerlo. Y en estos momentos la razón de más peso parece ser que quería, a cualquier precio, coger el avión para Estocolmo. La hipótesis del comisario Hayden de Newark sigue vigente, si no como axioma, al menos como hipótesis de trabajo.

– De acuerdo -reconoció Chávez, quien daba la impresión de haber esnifado amoníaco en su rincón del cuadrilátero-. De todas maneras, no era mi hipótesis principal; ésa se basa en Balls. Si resulta que nuestro hombre es un general retirado, no le debería suponer mayor problema ir dejando pistas falsas. Seguro que tiene a su disposición montones de ambiciosos oficiales treintañeros que se prestarían a hacer de su doble sin preguntar. Quizá Balls pensaba que ya era hora de quitarse de en medio al FBI; quizá ya le empezaba a irritar la obstinada persecución por parte de Larner. ¿Y cómo podía desarmar al FBI? Pues abandonando el país. El FBI no es la CIA. Su campo de actuación está muy definido: dentro de las fronteras de Estados Unidos. Por lo tanto, es cuestión de elegir un país donde los recursos policiales sean escasos, las prioridades incomprensibles, los jefes nombrados de forma sumamente rara… En resumen, donde resulte probable que la policía la líe. Luego asesinas a un ciudadano de ese país, te quedas con su billete de avión y envías al doble al país en cuestión, de forma que el FBI se convenza de que has logrado escapar. Al igual que Paul y Kerstin, considero que puede haber un mensaje en esa curiosa secuencia de acontecimientos del aeropuerto, pero creo que ese mensaje más bien va dirigido al FBI. Toda la parte sueca de este caso puede perfectamente ser falsa. Dudo que el Asesino de Kentucky se halle en Suecia. Entró el doble, cambió de pasaporte y regresó sin abandonar el aeropuerto; y en su país le esperaba un general retirado pero todavía con suficiente poder como para darle un buen empujón a su carrera.

El Grupo A parecía estar en las últimas. Al borde de la muerte súbita. Durante la última hora habían surcado el aire tantas hipótesis que ventilar empezaba a ser urgente. Viggo Norlander, que mantenía un perfil bajo tras su actuación en el aeropuerto y había permanecido callado como un colegial al que han castigado de cara a la pared, intervino ahora para resumir la situación.

– En otras palabras, estamos dando palos de ciego.

– Exacto -asintió Hultin de buen talante.

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