24

Llegaron, vieron y vencieron. Aunque sólo a su jet lag. El campo visual se había reducido de manera asombrosa, eliminando toda la ciudad de Nueva York. Sólo quedaban dos ordenadores encima de una mesa.

El material era, en efecto, ingente. Miles de páginas con una riqueza de detalles impresionante; una información tan pormenorizada que llegaba a recoger aspectos aparentemente de lo más irrelevante: largas entrevistas con gente que había encontrado un cadáver, con sus vecinos y los vecinos de los vecinos; comparaciones científicas con asesinos en serie tanto anteriores como contemporáneos, de una meticulosidad a todas luces excesiva; mapas muy detallados de las áreas donde se había hecho algún hallazgo; análisis de política interior y social realizados por catedráticos universitarios; actas de autopsias que reparaban en las formaciones de cálculos renales y en los incipientes problemas de encías que tenían las víctimas; y prolijas investigaciones de los lugares del crimen, así como las descripciones, recopiladas con tanta dificultad, de Ray Larner sobre las actividades del Commando Cool en las junglas asiáticas.

Seguramente no era el sitio más adecuado por donde empezar, pero Hjelm se fijó enseguida en esta última parte. Si Larner había averiguado la verdad, algo sobre lo que, claro está, no existía una certeza absoluta, el Commando Cool se había creado a instancias del presidente Nixon, después de que se le informara sobre la resistencia inquebrantable que mostraban los soldados del FNL al ser capturados. Como tendían a fallecer antes de que lograran hacerles hablar, decidieron que lo que se necesitaba era un pequeño y secreto grupo de torturadores -aunque por descontado no se empleaba nunca ese término-, con gran movilidad y experiencia en el campo de batalla. El cometido fue encargado a los servicios de seguridad militares -y aquí Larner había escrito bastantes signos de interrogación-, que reclutaron a ocho individuos, algunos más jóvenes que otros, altamente capacitados para acometer la misión, que se habría llevado a cabo de forma constante durante la fase final de la guerra. De dónde salieron las tenazas no quedaba del todo claro, pero entre líneas Hjelm creyó ver el nombre de la CIA. Pasó al archivo sobre las tenazas, clasificado como alto secreto.

Allí estaban, negro sobre blanco: a la izquierda, una fotografía de las tenazas para las cuerdas vocales utilizadas por el Commando Cool, y a la derecha un dibujo que reconstruía las tenazas de K. La función era en principio la misma, pero las diferencias resultaban significativas. Las tenazas de K eran una variante más depurada que parecía haber pasado por algún tipo de proceso industrial de perfeccionamiento. A continuación, se proporcionaban detalladas descripciones del funcionamiento, el modo en que los microcables se movían por la cánula con la ayuda de unas minúsculas ruedas de mando, penetraban en la garganta y se enganchaban, con pequeñas lengüetas, a las cuerdas vocales, inutilizándolas. Luego, un ligero movimiento de una de las dos pequeñas ruedas permitía a la víctima pronunciar susurros. Acto seguido sólo había que volver a apretarlo todo de nuevo y terminar el trabajo en el más absoluto de los silencios. La variante de K estaba diseñada de tal modo que resultaba más fácil atinar. Sin embargo, el Commando Cool no llegó a usar esta versión, sino que siguió utilizando el primer tipo hasta el final de la guerra. De ese dato se podían sacar dos conclusiones: primero, que no existía la completa seguridad de que la identidad de K hubiera que buscarla entre alguien vinculado al Commando Cool, puesto que se trataba de unas tenazas diferentes. Segundo: que tras la guerra de Vietnam, ese horrible invento se había seguido desarrollando. ¿Por qué? ¿Por quién? En los informes de Larner no se formulaba hipótesis alguna.

Después venía la información sobre las otras tenazas: las que tenían como único objetivo torturar, las que agarraban y tiraban de los nervios de la nuca. Sobre éstas también se realizaron modificaciones: se habían localizado nuevos puntos de dolor, capaces de provocar un sufrimiento todavía mayor, aumentando así la eficacia de las tenazas. Además, se recogía una detallada descripción de cómo, exactamente, se distribuía el dolor; cómo descendía hacia los hombros y la espalda para al instante subir hasta el cerebro, provocando explosivos ataques.

Lo interesante era que tanto en la primera como en la segunda serie de asesinatos se habían utilizado las mismas tenazas; no es que se hablara de unas tenazas parecidas, sino que ciertas características en las heridas de las víctimas demostraban que se trataba exactamente de las mismas tenazas, y de ello se deducía que el autor de los crímenes debía ser la misma persona: K.

Si había tenido lugar un proceso de desarrollo industrial, entonces muchas personas debían haber estado implicadas en el trabajo de perfeccionamiento de la herramienta, ya se tratara de los servicios de seguridad militar, la CIA o quien fuera. Pero justo en ese punto de la investigación, donde se podría haber identificado a un número considerablemente mayor de sospechosos, Larner se dio de bruces con un muro de silencio total. ¿Habían inventado el personaje de Balls porque Larner sospechaba que de hecho existía un Balls? ¿Un comandante secreto que habría ido ganando posiciones hasta llegar al mismísimo corazón del Pentágono, donde, con gran eficacia, habría logrado impedir cualquier posible filtración de la información? Pero para empezar, ¿cómo había podido Larner conseguir los nombres de los miembros del Commando Cool, si luego no había conseguido averiguar nada más?

Llamó a Larner para preguntárselo.

– Eso fue un proceso de lo más raro -contestó Larner al teléfono-. Tuvimos que recurrir a toda una serie de sobornos, trapicheos y amenazas veladas. Tras haberme estrellado contra todos los muros que te puedas imaginar, conseguí dar con un funcionario anónimo que, a cambio de una determinada cantidad de dinero, copió el archivo, altamente secreto, sobre el Commando Cool. Pero lo único que encontré allí fue una relación de los miembros del grupo. El resto de la información ni siquiera los mismos militares la tenían.

– Y fue entonces cuando empezaste a pensar en la CIA, ¿no?

Larner se rió.

– Pensé en la CIA desde el primer momento -dijo y colgó.

Por su parte, Kerstin se ocupaba de otros aspectos de la investigación. Buscó la lista completa de víctimas y la imprimió para estudiarla. Una relación macabra que sólo recogía la información imprescindible: nombre, raza, edad, lugar de residencia, lugar del hallazgo y fecha aproximada de la defunción:

Michael Spender, blanco, 46 años, ingeniero de la empresa Macintosh, residente en Louisville, hallado en el NO de Kentucky, fecha de la muerte: en torno al 5 de septiembre de 1978.

Hombre blanco sin identificar, de 45 a 50 años, hallado en el S de Kentucky, fecha de la muerte: principios de noviembre de 1978.

Hombre blanco sin identificar, aprox. 60 años, hallado en el E de Kentucky, fecha de la muerte: en torno al 14 de marzo de 1979.

Yin Li-Tang, ciudadano taiwanés, 28 años, residente en Lexington, biólogo de la Universidad de Kentucky, Lexington, hallado en el campus universitario, fecha de la muerte: 9 de mayo de 1979.

Robin Marsh-Eliot, blanco, 44 años, residente en Washington, corresponsal del Washington Post, hallado en Cincinnati, Ohio, fecha de la muerte: junio-julio de 1979.

Mujer blanca sin identificar, aprox. 35 años, hallada en el S de Kentucky, fecha de la muerte: en torno al 3 de septiembre de 1979.

Hombre blanco sin identificar, aprox. 55 años, hallado en el S de Illinois, fecha de la muerte: enero-marzo de 1980.

Hombre hindú sin identificar, aprox. 30 años, hallado en el SO de Tennessee, fecha de la muerte: 13-15 marzo de 1980.

Andrew Schultz, blanco, 36 años, residente en Nueva York, piloto de Lufthansa, encontrado en el E de Kentucky, fecha de la muerte: octubre de 1980.

Hombre blanco sin identificar, aprox. 65 años, hallado en Kansas City, fecha de la muerte: diciembre de 1980.

Atle Gundersen, blanco, ciudadano noruego, 48 años, residente en Los Ángeles, físico nuclear de UCLA, hallado en el SO de West Virginia, fecha de la muerte: 28 de mayo de 1981.

Hombre blanco sin identificar, 50-55 años, hallado en Frankfort, Kentucky, fecha de la muerte: agosto de 1981.

Tony Barrett, blanco, 27 años, residente en Chicago, ingeniero químico de Brabham Chemicals, Chicago, hallado en el SO de Kentucky, fecha de la muerte: 24-27 agosto de 1981.

Hombre blanco sin identificar, 30-35 años, hallado en el N de Kentucky, fecha de la muerte: octubre-noviembre de 1981.

Hombre blanco sin identificar, 55-60 años, hallado en el S de Indiana, fecha de la muerte: enero de 1982.

Lawrence B. R. Carp, blanco, 64 años, residente en Atlanta, director adjunto de RampTech Computer Parts, hallado en su casa en Atlanta, Georgia, fecha de la muerte: 14 de marzo de 1982.


[El principal sospechoso, Wayne Jennings, fecha de la muerte: 3 de julio de 1982.]


Hombre negro sin identificar, 44 años, hallado en el SO de Kentucky, fecha de la muerte: octubre de 1982.

Richard G. de Clarke, blanco, ciudadano de Sudáfrica, 51 años, residente en Las Vegas, propietario de un club porno de Las Vegas, hallado en el E de Missouri, fecha de la muerte: 2-5 noviembre de 1982.


(Período de inactividad de casi quince años.)


Sally Browne, blanca, 24 años, residente en Nueva York, prostituta, hallada en el East Village, Manhattan, fecha de la muerte: 27 de julio de 1997.

Nick Phelps, blanco, 47 años, residente en Nueva York, carpintero en paro, hallado en el Soho, Manhattan, fecha de la muerte: noviembre de 1997.

Daniel Dan the Man Jones, negro, 21 años, residente en Nueva York, rapero, hallado en Brooklyn, fecha de la muerte: marzo-abril de 1998.

Alice Coley, blanca, 65 años, residente en Atlantic City, New Jersey, pensionista por enfermedad, hallada en su casa, fecha de la muerte: 12-14 mayo de 1998.

Pierre Fontaine, blanco, ciudadano francés, 23 años, residente en París, turista, estudiante universitario, hallado en Greenwich Village, Manhattan, fecha de la muerte: 23-24 de julio de 1998.

Lars-Erik Hassel, blanco, ciudadano sueco, 58 años, residente en Estocolmo, crítico literario, hallado en el aeropuerto de Newark, fecha de la muerte: 2 de septiembre de 1998.

Andreas Gallano, blanco, ciudadano sueco, 42 años, residente en Alby, narcotraficante, hallado en Riala, fecha de la muerte: 3-6 de septiembre de 1998.

Eric Lindberger, blanco, ciudadano sueco, 33 años, residente en Estocolmo, funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores, hallado en Lidingö, fecha de la muerte: 12 de septiembre de 1998.

Hombre blanco sin identificar, 25-30 años, hallado en Estocolmo, fecha de la muerte: 12 de septiembre de 1998.


Kerstin Holm se detuvo. ¿Realmente no era posible sacar de esta lista unas conclusiones diferentes a las que había extraído Larner? De repente, le asaltó la sospecha de que Larner llevaba un doble juego.

Pasó al perfil psicológico. Un grupo de expertos había intentado explicar ese receso de quince años. Al parecer, no fue tarea fácil; detrás de las diversas interpretaciones se intuían graves diferencias de opinión que en un esfuerzo de armonización habían dado un resultado fascinante. Se preguntó por qué Larner no había incluido ese perfil en la documentación que envió a Suecia.

Según el grupo de expertos, los primeros asesinatos manifestaban el odio por la autoridad, personificada en hombres mayores con estudios superiores, por parte de un individuo relativamente joven. El complejo de inferioridad se trueca en megalomanía cuando es capaz de silenciar las voces que lo han oprimido, que quizá le negaron la entrada a la universidad. Los inaccesibles se vuelven accesibles. Puede acallar sus voces y provocarles el mismo dolor que él ha sentido, controlando, con la ayuda de una pequeña rueda, cuánto dolor les será permitido expresar; pues ¿no era precisamente así como ellos se habían comportado con él, negándole la posibilidad de hablar, alejándole de esa educación superior que le habría hecho posible comprender y expresar su sufrimiento? Su comportamiento constituye una variante distorsionada del ojo por ojo; la venganza imita los agravios que cree haber soportado. Recupera el poder. El gran número de muertos no significa que cada vez sea más sanguinario -en realidad, el ritmo al que se producían los crímenes nunca se fue acelerando-, sino que más bien se trata de una indicación del grado de humillación que ha sufrido. Necesita dieciocho muertos antes de ser capaz de salir a flote y empezar a formar parte de la sociedad. Quizá lo que ocurre es que la sed de sangre disminuye de manera gradual porque consigue un equilibrio; es decir, los asesinatos tienen un auténtico efecto terapéutico. Alcanza un punto en el que cree haber igualado el marcador entre él y la autoridad, lo cual le permite dejarlo para, desde ahí, ascender al nivel de los otros. A eso se dedica durante los quince años de inactividad, a lograr una posición de superioridad. Quizá haya podido formarse y, en su trabajo, llegar a mandar, a ser jefe, aunque naturalmente no ha salido indemne de su pasado. Ahora el opresor es él -eso era lo que pretendía con su formación-, y golpea a los más débiles. El odio a la autoridad se revela como envidia. En realidad, sentía envidia del poder. Y ahora el que golpea primero es él; el que primero saca el ojo -no sólo lo venga- es él. Juega un papel protagonista. Sus actos ya no sólo reflejan los de los más fuertes, sino que él es el más fuerte. Y ahora puede continuar todo el tiempo que quiera.

De todo ello se podía llegar a deducir que el Asesino de Kentucky, probablemente, fuera un hombre blanco con una posición profesional importante que había tenido que luchar con uñas y dientes para, en contra de todo pronóstico, llegar hasta allí. Eso, en resumidas cuentas, era el contenido del informe del grupo experto.

De nuevo se olvidó de toda diplomacia y llamó a Larner.

– Ray, aquí Kerstin. Halm, sí, Halm… ¡Que sí joder, que sí!

Esta última frase le salió en sueco. Se calmó y volvió al inglés.

– Quería saber por qué hasta ahora no hemos podido ver el perfil psicológico del grupo de expertos.

– ¡Pues porque no son más que gilipolleces! -resonó en el auricular.

– Pero si aquí hay un montón de aspectos que no hemos tenido en cuenta.

– Formé parte de ese grupo de expertos y estoy de acuerdo en que es una historia coherente. El problema es que las molestas objeciones que plantearon los policías del grupo fueron devoradas por la historia en sí. La voluntad de lograr unanimidad hizo que se ignorara el dato más importante de todos.

– ¿Cuál?

– La profesionalidad.

– ¿Qué quieres decir?

– El asesino no pretende alcanzar ningún punto de equilibrio social ni nada por el estilo. No se trata de un proceso, sino de un exterminio a sangre fría. No deja tras de sí signos ardientes, sino más bien restos congelados. Son ruinas, no edificios.

Ella se calló. El razonamiento le resultaba familiar. Le dio las gracias y se despidió.

– Está de acuerdo contigo -dijo nada más colgar.

Paul Hjelm, en esos momentos sumergido en el escrutinio de las sutiles diferencias entre las tenazas, se sobresaltó.

– ¿A qué te refieres? -repuso irritado.

– A nada.

Volvió a intentar abrirse camino a través del material. No tuvo mucho éxito, así que llamó de nuevo a Larner, cuya voz no había perdido un ápice de paciencia.

– ¿Se trata realmente de profesionalidad en la segunda serie? -preguntó sin rodeos.

– Como ya habréis notado, tengo muy poco que decir acerca de la segunda serie. No la entiendo. Es la misma profesionalidad, exactamente el mismo modus operandi. Lo que ha cambiado es el tipo de víctimas.

– Pero ¿por qué? -exclamó ella, casi gritando-. ¿Por qué ha pasado de ingenieros e investigadores a prostitutas y pensionistas?

– Responde a eso y habrás resuelto el caso -replicó Larner con tranquilidad-. Pero ¿es en realidad tan radical el cambio? Los suecos habéis perdido tanto a críticos literarios y diplomáticos como a camellos. Bien podría decirse que se trata de los dos tipos, ¿no?

– Es verdad, lo siento -dijo ella un poco arrepentida-. Es que todo esto resulta tan frustrante…

– Cuando lleves veinte años con el caso sabrás lo que es la frustración…

Ella colgó e hizo un esfuerzo por recuperar la concentración. La dificultad residía en no aventurar hipótesis, en asimilar la información sin sacar conclusiones. Ampliar el campo de visión. Esperar hasta el momento adecuado.

Les llevó todo el día hacerse con una razonable idea general del material. Y la noche también. A la vuelta guiada por Manhattan le tocó esperar otro día más.

A la mañana siguiente aguzaron la mirada con el fin de peinar las miles de páginas en busca de una posible conexión con Suecia. ¿Por qué viajó a Suecia? En algún punto dentro de esa voluminosa documentación debía hallarse la solución.

Hjelm se encargó de la investigación de la decimoprimera víctima, Atle Gundersen, el físico nuclear noruego; allí podía haber algo. Contactó con la UCLA para intentar dar con posibles colegas suecos de principios de los años ochenta y habló con la familia en Noruega. Echó a perder medio día para nada.

La atención de Holm se dirigió hacia Chris Anderson, el miembro del Commando Cool con ascendencia sueca. Incluso lo llamó. Parecía cansado, fatigado. Estaba harto de que lo interrogaran. Vietnam quedaba muy lejos, ¿no podían dejarle enterrar de una puñetera vez todos esos recuerdos que todavía lo perseguían por las noches? Habían hecho cosas terribles, pero estaban en guerra, y además habían actuado bajo las órdenes casi directas del presidente. ¿Qué otra opción les quedaba? No, no sabía cómo funcionaba exactamente la cadena de mando; eso debería de figurar en el material de la investigación. Sí, había sido íntimo amigo de Wayne Jennings, pero después de la guerra se habían distanciado. Y no, Anderson no tenía ningún tipo de contacto con la tierra de sus antepasados; ni siquiera hablaba con sus padres.

Continuaron buscando con ahínco. En cuanto les surgía una duda que los carcomía, Larner calmaba la desazón con su inagotable paciencia. Efectivamente, parecía haber pensado en todo. Empezaron a reevaluar su trabajo. Era muy probable que la ausencia de hipótesis e ideas se debiera a que no había manera de plantearlas. Había mantenido la cabeza fría, sin dejarse llevar por teorías descabelladas a falta de otras más sensatas.

Avanzar sin pistas que seguir constituía el malabarismo más complicado de la profesión.

Aun así, les daba la impresión -y hablaban mucho de eso, lo cierto es que hablaban mucho en general, llevaban camino de convertirse en amigos en vez de amantes- de que sólo faltaba una pequeña y decisiva pieza para completar el rompecabezas. Se sentían frustrantemente cerca, sin que existiera, la verdad, el menor motivo para tener esa sensación.

– Hay algo que hemos pasado por alto -afirmó Paul una noche cenando en el restaurante del hotel.

A esas alturas ya habían olvidado cualquier ambición de colocar sus cuerpos en un sitio que no fuera el edificio del FBI, un taxi o el hotel. La estancia en Nueva York se estaba convirtiendo en una rutina. Hjelm mantenía un contacto bastante bueno con Cilla y la familia en Suecia. Al principio, cuando no sabía lo que iba a pasar entre él y Kerstin, no había tenido muchas ganas de llamar, pero a medida que se hizo evidente que la relación entre los dos policías se iba a limitar al aspecto profesional, el rechazo que había sentido desapareció y vivía las llamadas a Cilla con absoluta normalidad. Simplemente, la echaba de menos; a veces, cuando le quedaba tiempo para eso.

– ¿Cómo que pasar por alto? -replicó Kerstin con la boca llena de lomo de bacalao-. Pero si eso lo hacemos todo el tiempo. Cuanto más descubrimos, más se nos escapa.

Ella bebió un poco de vino. ¿Se sentía tan cercano a ella que ya no le parecía bella? Contempló su garganta mientras el vino bajaba. No, no era eso. Pero quizá el deseo había encontrado un camino alternativo que antes no existía en su mapa. «Estoy penetrando en terreno virgen», pensó, y enseguida maldijo las trampas equívocas del lenguaje metafórico.

– Todo el tiempo tengo la sensación de que no necesitamos saber más.

– Entonces, ¿qué hacemos aquí? -preguntó Kerstin.

– Buscamos un impulso. Ese pequeño chispazo que hará que todas las piezas encajen.

– Menudo romántico estás hecho -constató ella sonriendo.

¿Había visto esa sonrisa tan a menudo que ya no le resultaba atractiva? La idea era ridícula.

Dejaron de contar los días. Pasaban todo el tiempo encerrados en su despacho como dos peces en una pecera. Una mañana, temprano, se asomó Larner por la puerta. Acelerado y con el arma reglamentaria en la funda sobaquera.

– ¿Qué? ¿Ya estáis hartos? -gritó jovial y desenfadado.

Cuatro ojos cuadrados lo observaron con escepticismo.

– ¿Qué os parece un poco de auténtico trabajo policial? ¿Observadores extranjeros presencian una redada contra un centro de tráfico de drogas?

Intercambiaron una rápida mirada. Quizá les vendría bien.

– Estamos de comisión de servicio con los de la ATF -explicó Larner mientras recorrían el pasillo apretando el paso tras Jerry Schonbauer, que hacía retumbar el suelo como si sus pasos hubiesen desplazado el cinturón sísmico de la costa Oeste a la del Este-, ahora que la investigación de K es vuestra, no saben muy bien qué hacer con nosotros. Los demás asesinos en serie del estado están en otras manos. El objetivo es un centro de crack en Harlem, os dará una oportunidad de ver la realidad americana de cerca. ¡Venga, vamos!

En la calle los esperaba una caravana de enormes coches negros. Los cuatro se metieron en el asiento de atrás de uno de ellos; cabían sin problemas. Larner y Schonbauer se enfundaron con no poca dificultad sendas cazadoras provistas de luminosas letras amarillas en la espalda: ATF, Bureau of Alcohol, Tobacco and Firearms. La caravana se abrió camino a través del tráfico neoyorquino como la procesión de un entierro bajo amenaza de que le roben la tumba. Se dirigían al norte de Manhattan, a los barrios de la desesperanza, una parte de la ciudad sacrificada, enterrada. Las fachadas se volvían cada vez más ruinosas, como si estuvieran en una ciudad bombardeada. Parecía Dresde. Al mismo tiempo, a medida que se adentraban más en la zona, las caras de la gente iban oscureciéndose y al final sólo había personas de raza negra. Se trataba de una transformación que les resultaba terrible y lógica a la vez: una transición gradual del Downtown blanco al Harlem negro. Imposible ignorarla o buscar excusas. Era así, sin más.

Los coches pararon en una disciplinada fila. Agentes ataviados con cazadoras de la ATF manaron de los coches en líneas igual de ordenadas y, empuñando las armas, atravesaron un jardín quemado, destrozado, arrollando a su paso la poca vegetación que quedaba.

– Manteneos a distancia -ordenó Larner.

Luego se unió al grupo de agentes arrolladores, situados a lo largo de la acera del siguiente bloque. Todas las miradas se dirigían al mismo edificio destartalado, uno de los dos que todavía se mantenían en pie entre las ruinas de la manzana. Una serie de agentes, armados con ametralladoras y pegados a las cochambrosas paredes de barro que parecían agrietarse bajo un sol desértico, ya lo había rodeado. El asfalto vibraba. Reinaban el silencio y la desolación. En lugar de rostros negros, se veían cazadoras negras con letras amarillas. De repente, unas palomas alzaron el vuelo y empezaron a dar vueltas alrededor del edificio elevándose cada vez más en extraños círculos concéntricos, como si emprendieran rumbo hacia el sol. Una última franja de nubes se desvaneció ante sus ojos. Todos estaban en su sitio. Como en una fotografía; una imagen congelada. Luego, de pronto, todos se pusieron en movimiento a la vez. Entraron rápida y sigilosamente en el ruinoso edificio, un ejército de hormigas superiores preparadas para conquistar el hormiguero enemigo, ya en plena descomposición. Al final, Hjelm y Holm se quedaron solos: un dúo de observadores extranjeros al descubierto que en cualquier momento podían ser arrastrados a un portal para recibir una buena muestra de la realidad americana. Se oían tiroteos dispersos procedentes de la casa -una serie de ráfagas de ametralladora y unos cuantos tiros sueltos-, y ruidos sordos, como de mentira, como si Hollywood se hubiese encargado de los efectos de sonido. Acto seguido, una pequeña explosión. Luego se instaló un silencio absoluto. Por el portal se asomó una figura negra con una cazadora del mismo color que les hizo gestos con la mano. Les llevó un rato darse cuenta de que se dirigía a ellos y aún más advertir que era Larner. Se acercaron.

– Venid -dijo haciendo señas con la pistola-. Lo que vais a ver ahora es la realidad.

Al otro lado de la puerta, una leve neblina de polvo fue a su encuentro, transparente, atravesada por los rayos de sol. Les escocía la garganta. Tardaron un rato en ser conscientes de que lo que estaban inhalando era una nube de crack. En la primera planta sólo había gente: grandes hombres negros tumbados en el suelo boca abajo con las manos en la nuca. La guardia real desarmada. Otros dos estaban medio tirados, apoyados contra la pared, con las piernas y las espinas dorsales formando ángulos extraños. La sangre goteaba despacio de una herida abierta, cada vez más viscosa, hasta que la última gota pareció detenerse en el aire y volver a subir, como aspirada por la herida. Subieron a la segunda planta, donde las salas convertidas en laboratorios químicos se sucedían una tras otra, llenas de matraces rotos, botellas tiradas y jadeantes quemadores de gas butano. En el aire flotaba una nube de polvo más densa. En medio de los añicos, encima de una mesa, yacía un cadáver acribillado a balazos, hecho trizas, medio cubierto por el polvo blanco, que se fue transformando en rosa para, al final, pasar al rojo y acabar endureciéndose, formando así un cuerpo encima del otro cuerpo. Aquí también había personas tumbadas boca abajo con las manos en la nuca. Silencio. La calma después de la tormenta. La quietud de la advertencia de tormenta. Pasaron a la siguiente planta, la tercera, donde al igual que en la anterior había un laboratorio químico, pero con otro tipo de aparatos, y lleno de bolsas de plástico con un contenido blanco, medio abiertas, con el polvo todavía elevándose por el aire como la neblina que se desliza sobre una laguna. Manos en la nuca. Una persona muerta con medio cuerpo colgando fuera de la ventana, un trozo de cristal penetrándole el tórax, como la aleta de un tiburón. Las ventanas se abrieron. La nube de polvo se dispersó sobre la ciudad. Unas palomas drogadas arrullaban ruidosamente. Un viento blanco barría la casa, alcanzando los fajos de billetes bien empaquetados que había en la habitación al fondo, el sanctasanctórum. La cinta de papel en torno a uno de los fajos estaba rota, y el viento atrapó los billetes verdes que salieron revoloteando por la habitación. Los intentaron atrapar en el aire. La habitación empezaba a dar vueltas. En el suelo, una mancha marrón se extendía alrededor de un trasero enfundado en unos pantalones vaqueros. Estaban al fondo, dentro del espacio más protegido. Larner sonrió. Su sonrisa le partió la cara en dos. Una de las mitades se elevó de repente medio metro para luego regresar a su sitio. La piel se le despegó, revelando una calavera con mandíbulas que castañeteaban; luego la piel volvió a cubrirle el rostro.

Hjelm se dirigió tambaleante a la ventana abierta para inspirar con avidez el aire sucio, pero desprovisto de la neblina cristalina.

– Notaréis los efectos de la droga -advirtió Larner-. Pero se pasa enseguida.

Kerstin se sentó en el suelo junto a la ventana. Se abrazó a sí misma. Hjelm sacó medio cuerpo fuera, intentando recuperar la estabilidad, fijar la mirada en algo, pero todo daba vueltas. De pronto, detrás de ellos, la imagen congelada se rompió. El silencio murió. Entre gritos y aullidos, comenzaron a sacar a la gente. Pero Paul y Kerstin no lo vieron.

Una pareja de palomas descendió de forma inesperada del cielo y aterrizó con suavidad en el tejado del edificio de enfrente, un poco más bajo. Hjelm no les quitó el ojo de encima. No se movían. Un punto fijo en un mundo que no paraba de girar.

– Hay que evitar respirar durante un rato -dijo Larner detrás de él-. De los errores se aprende.

Hjelm se dio cuenta en ese momento de que Larner los estaba castigando. Sí, los estaba castigando. Permaneció con la mirada clavada en las palomas, que se elevaron desplazándose un poco. Picotearon. Volvieron a levantar el vuelo, aunque se quedaron dentro de su campo de visión. Observó cómo daban muestras de su arte siguiéndose en el aire la una a la otra con impecable precisión. Al alcanzar el apestoso cráter que era el centro de crack, ascendieron verticalmente para luego volver a bajar deslizándose despacio a través del viciado aire hasta el alféizar de una ventana ubicada en el último piso del edificio de enfrente, que brillaba como oro al sol. Luego los vio. Tras el sucio aunque resplandeciente cristal fue materializándose una imagen: un hombre y un niño. Como a cámara lenta, el padre alzó la mano, la dirigió al niño y lo abofeteó, una bofetada clásica, heredada, repetida varias veces, exactamente con el mismo movimiento, como si la escena se reprodujera constantemente, sólo para él, insistiendo en que prestara atención. Después, en lugar de ver de nuevo la misma secuencia, se produjo una fabulosa superposición de imágenes: sobre la mirada del hijo, después del golpe -una mirada infinita dirigida al padre-, se veía a Laban Hassel, levantando la mirada hacia su padre; luego Danne, levantando la mirada hacia su padre; luego los hijos de Gunnar Nyberg, levantando la mirada hacia su padre. Y al final, K. La última imagen de la serie: K, que levanta la mirada hacia los ojos de K.

Quien siembra sangre…

– ¡Joder! ¡Ya está! -gritó a pleno pulmón.

Kerstin se puso de pie tambaleándose y se lo quedó mirando.

– ¡Eso es! ¡Claro! -continuó gritando como un loco.

Las miradas de los agentes de la ATF le quemaban la nuca. No le importó lo más mínimo.

– ¿Qué? -gritó Kerstin con una voz extraña, como con sordina.

– El chispazo -añadió, de pronto recuperada la calma-. Ahora todo encaja.

Se giró bruscamente y se dirigió con pasos firmes hasta Larner, quien lo observaba con gran escepticismo.

– Tengo a K -fue lo único que dijo, con los ojos clavados en los de Larner.

Luego se precipitó escaleras abajo. Larner le dirigió una mirada inquisitiva a Kerstin, quien le respondió con un movimiento afirmativo de cabeza. Acto seguido salieron corriendo tras él. Lo encontraron en la calle, delante del edificio, junto a Schonbauer, que estaba metiendo a un fabricante de droga tan fornido como él en uno de los coches negros. Subieron todos en otro de los vehículos. Schonbauer se puso al volante y arrancó. Hjelm, con la mirada clara y fija, no pronunció palabra.

– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó Larner al cabo de quince minutos.

– Ver una foto -respondió Hjelm.

Fueron las únicas palabras que mediaron entre ellos en todo el camino de vuelta al edificio del FBI.

Recorrieron el pasillo. Hjelm entró en el despacho de Larner. Cogió de un tirón la voluminosa carpeta sobre Wayne Jennings de entre los papeles del despacho y se puso a hojear las fotografías. Dio con la terrible foto de Jennings y el vietnamita, pero la dejó a un lado. En su lugar levantó la de Jennings con el niño en las rodillas.

– ¿Quién es éste?

– El hijo de Jennings -repuso Larner sorprendido-. Lamar.

Hjelm la puso encima de la mesa y la señaló con el dedo. Jennings parecía un cowboy, lo único que le faltaba era el sombrero: pantalones vaqueros, camisa de franela a cuadros rojos, azules y blancos, botas de piel de serpiente marrones, arenosas. Apoyaba la mano en la cabeza de su hijo pero no sonreía, como cabría imaginarse, su rostro denotaba una total falta de sentimiento y la mirada de los helados ojos azules penetraba hasta el fondo de la cámara. Daba la impresión de estar presionando la cabeza de su hijo hacia abajo, como para que éste se quedara quieto. La mirada del niño era otra. Rondaría los diez años, también era rubio y tenía los ojos igual de azules, aunque no parecían ver nada. Si uno examinaba la foto de cerca, se podía divisar en ellos una ausencia absoluta, como si el hijo sólo fuera una envoltura carente de contenido.

– Éstos son K -anunció Hjelm-. Los dos.

Finalmente salió de su estado maníaco, se esfumó toda esa apariencia dramática y volvió a ser policía. Carraspeó y preguntó:

– ¿Qué pasó con la familia de Jennings después de su muerte?

– Se quedaron en la granja durante algunos años. Luego la madre se quitó la vida. El chico fue a parar a un orfanato y después a una familia de acogida.

– ¿Cuántos años tenía?

– Cuando Jennings murió, once, si mal no recuerdo.

– Debe de haberlo visto.

– ¿A qué te refieres?

Hjelm se pasó la mano por el pelo un par de veces, se serenó y dijo:

– Tiene que haberlo visto. Tiene que haber visto a su padre en acción.

Respiró hondo y siguió.

– Eso explicaría la diferencia entre la primera y la segunda serie, y el motivo de su marcha a Suecia. La primera ronda es obra de Wayne Jennings, tal y como tú has pensado todo el tiempo, Ray. Son ejecuciones, trabajos profesionales, el porqué aún no lo sabemos. Pero la segunda es la obra de una persona profundamente perturbada. Es la obra del hijo. Sin duda, debió de sorprender in fraganti a su padre alguna vez cuando tenía unos nueve o diez años. Y eso lo trastornó por completo. Obviamente. Podemos suponer que eso sólo fue el punto culminante de una infancia infernal marcada por el maltrato, la ausencia de afecto y un largo etcétera. Cuando muere el padre se queda con sus tenazas. Con ellas le ha visto realizar actos propios de las peores pesadillas imaginables. Cada pequeño movimiento se le ha quedado grabado y se convierte en una reliquia para él, aunque no sabe qué hacer con ello. Porque no es un asesino, sino una víctima. Luego, hará más o menos un año, algo ocurre. Creo que de alguna forma se entera de que su padre está vivo. Estoy convencido de que Wayne Jennings sigue con vida, que el accidente fue un montaje, algo para lo que, seguramente, necesitó bastantes recursos, aunque no cabe duda de que contaba con ellos. Después desapareció del mapa, pero no sin antes cometer un par de asesinatos más, creo que en gran medida para castigarte, Ray, por tu insistencia, y por probar de modo póstumo su inocencia. Los asesinatos número diecisiete y dieciocho te llevan a juicio. Entonces, Jennings abandona el país. La oleada de asesinatos cesa. La viuda de Jennings, por llamarla de alguna manera, se quita la vida. Ella sabe que su marido es el asesino: o lo ha sabido todo el tiempo y ya no puede vivir más con esa realidad, o bien lo descubre entonces y de pura desesperación se suicida. Cuando el hijo, ya adulto, se entera de que el padre vive, se da cuenta de que el suicidio de su madre también es obra de él. De pronto, el culpable de todo su sufrimiento ha resucitado. Ya está trastornado, más allá de toda esperanza, pero en ese momento se convierte también en un asesino. Sus crímenes son actos de locura, quizá para desahogarse o para satisfacer su sed de sangre, aunque también son ensayos: se prepara para el verdadero asesinato, el único asesinato, el parricidio. De alguna manera, descubre que el padre se encuentra en el extranjero, en Suecia, concretamente, y decide ir a por él. Tiene un buen lugar donde instalarse en ese país, una aislada casa de campo a unos cuantos kilómetros al norte de Estocolmo. Se dirige hasta allí, con pasaporte falso, para prepararse. Lo que ocurre después no está del todo claro, pero lo que sí queda claro es que en Suecia en estos momentos no sólo hay a un asesino en serie, sino dos.

Larner se dejó caer en su silla, cerró los ojos y reflexionó.

– Me acuerdo muy bien de ese chaval -comentó despacio-. Parecía bastante perturbado, en eso tienes razón. Siempre estaba sentado sobre las rodillas de su madre, sin abrir la boca, jamás. Tenía un aire casi autista. Y eso explicaría bastantes cosas. ¿Tú qué dices, Jerry?

Schonbauer se sentó encima de la mesa balanceando sus largas piernas; por lo visto, ésa era su postura de reflexión. Siguió así un rato mientras la mesa crujía peligrosamente. Al final dijo:

– Quizá suene un poco rebuscado, pero no perdemos nada comprobándolo.

– A lo mejor no es tan difícil -replicó Kerstin-. ¿Alguien tiene una guía telefónica?

Riéndose, Larner tiró una enorme guía de teléfonos encima de la mesa. Kerstin la hojeó con frenesí hasta que dio con la página que buscaba. La arrancó sin miramientos.

– Hay un solo Lamar Jennings en Nueva York -informó-. En Queens.

– ¡Venga, vamos! -exclamó Larner.

Antes de bajar al coche, Larner los llevó a una estancia protegida por cuádruples cerraduras de seguridad y triples códigos de tarjetas. De un enorme armario metálico sacó dos fundas sobaqueras completas y se las lanzó a los suecos.

– Permiso especial -indicó antes de salir de la sala.

Los policías suecos se las abrocharon, preparándose para un viaje al corazón de las tinieblas.


Era un anodino edificio de apartamentos que formaba parte de una serie interminable de casas idénticas. Estaba ubicado en una manzana con aires de auténtica fortificación a la que se llegaba por una bocacalle del enorme Northern Boulevard en Queens. Pobre pero no ruinoso. Bajo, aunque sin llegar a ser un gueto. La escalera, sórdida y destartalada, armonizaba a la perfección con el estilo general de la zona. Una colección de trastos tirados de cualquier forma decoraba los diversos tramos de la escalera; hacía mucho que nadie la limpiaba.

Empezaron a subir, planta por planta. A medida que ascendían, había menos luz y la temperatura iba elevándose. La escalera estaba bañada en un calor tórrido, seco y absolutamente inmóvil. Chorreaban sudor.

Se situaron delante de una de las numerosas puertas que daban a un largo pasillo. De ella colgaba una discreta placa con el nombre de Jennings.

Los cuatro desenfundaron sus armas. Las mandíbulas tensas, la respiración entrecortada. Temían más por sus almas que por sus cuerpos. Estaban a punto de entrar en la guarida de la bestia. ¿Qué deformes manifestaciones de la perversión humana los esperaban allí dentro?

Schonbauer llamó a la puerta. No hubo respuesta ni movimiento alguno. Con mucho cuidado bajó el picaporte. Cerrada con llave. Miró a Larner, quien movió la cabeza ligeramente. Acto seguido, echó abajo la puerta de una sola patada. Las astillas salieron volando. Irrumpió en la casa y los demás lo siguieron como si de un enorme escudo se tratara.

No había nadie. La mortecina luz que traían consigo y que se filtraba a través de la destrozada puerta era la primera que esa casa veía en mucho tiempo. La estancia se fue materializando lentamente en todo su desconcertante vacío, un espacio desnudo, deshabitado, pobre. El aire inmóvil, caliente. Motas de polvo bailaban en piruetas recién despertadas. No había pieles humanas desplegadas en las paredes, ni cabezas podridas atravesadas por palos, ni ninguna otra insignia diabólica. No era más que un estudio con una mesa escritorio y una cama, despojado de cualquier adorno. Una cocina americana y un cuarto de baño vacíos. Un estor negro tapaba la única ventana.

Larner lo subió. El sol penetró con sus rayos sin filtrar y la luz casi obscena desveló las escasas señales de vida, la herencia norteamericana de Lamar Jennings.

Hjelm se acercó hasta el escritorio para examinar lo único que había encima: papeles a medio quemar en un montón de ceniza. La madera estaba dañada. Quizá había pretendido prenderle fuego a la casa antes de abandonarla. Un fuego de despedida. Estiró la mano hacia los restos.

– No toques nada -le advirtió Larner antes de sacar un par de guantes de plástico del bolsillo y ponérselos-. Seguís siendo observadores. Jerry, ¿te encargas de los vecinos?

Schonbauer salió. Larner contempló el montón de ceniza.

– ¿Quería incendiar la casa? -preguntó Hjelm.

– No creo que ésa fuera su intención en absoluto -respondió Larner mientras rozaba los restos con la mano-. Algo donde rascar para los técnicos forenses. No podemos moverlo ni un milímetro.

Sacó un móvil del bolsillo de la americana y marcó un número.

– Policía científica, unidad primaria -solicitó-. Calle Harper 147, Queens, octavo piso. Urgente.

Colgó, metió el teléfono en el bolsillo y continuó.

– Ve hacia el otro lado del escritorio, con mucho cuidado. Cualquier soplo de aire, por pequeño que sea, puede hacernos perder una palabra.

Hjelm se retiró prudentemente. Larner sacó el cajón de arriba. Allí había una sola cosa, pero era más que suficiente. Larner rió ligeramente mientras meneaba la cabeza. El mensaje era tan explícito que resultaba casi ridículo: una foto de Wayne Jennings mostrando una juvenil sonrisa, con el cuello penetrado por un alfiler que clavaba la fotografía en el fondo del cajón, como si de una mariposa disecada se tratara.

– Es para mí -comentó Larner tranquilo-. Veinte años. ¿Cómo coño lo hiciste? Vi cómo te consumías bajo las llamas. Vi tu dentadura.

Abrió el siguiente cajón. Se encontró con unos papeles desgarrados, pequeños fragmentos de más o menos un centímetro de tamaño. En uno se intuía una fecha.

– ¿Un diario? -preguntó Hjelm.

– Nos ha dejado lo justo -contestó Larner-. Lo suficiente como para dar una idea del infierno por el que ha pasado. Pero sólo eso.

No había nada más. Nada de nada.

Jerry Schonbauer volvió acompañado por una señora mayor, pequeña, casi transparente, que apenas le llegaba a la cadera. Se quedaron esperando en la entrada.

– ¿Sí? -dijo Larner.

– Ésta es la única vecina que sabía que había alguien viviendo aquí -informó Schonbauer-. La señora Wilma Stewart.

– Señora Stewart, ¿qué nos puede contar? -preguntó Larner acercándose a saludarla.

La anciana recorrió la estancia con la mirada.

– Exactamente así era él -constató-. Anónimo, inexpresivo. Intentaba pasar desapercibido. Saludaba con desgana. Una vez lo invité a tomar una taza de té. Declinó la invitación sin mucha educación, pero tampoco de forma maleducada, sólo dijo: «No, gracias» y se marchó.

La cara de Larner se torció en una pequeña mueca.

– ¿Qué ha hecho? -preguntó la señora Stewart.

– ¿Cree que nos podría ayudar a confeccionar un retrato robot? -le pidió Larner-. Le estaríamos muy agradecidos.

– Me podría haber matado -replicó ella, con lucidez y muy tranquila.

Larner se despidió de la vecina con una ligera sonrisa antes de que Schonbauer la acompañara hasta el coche. En el pasillo, la extraña pareja se cruzó con un auténtico ejército de técnicos de la policía científica. Uno de ellos se acercó a Larner, que los esperaba en la puerta.

– Ahora nos encargamos nosotros -anunció.

Larner asintió con la cabeza.

– Nos toca esperar -comentó a los suecos mientras empezaban a descender por los ocho tramos de escalera-. Como si no hubiésemos esperado ya bastante.

Unos pisos más abajo se volvió hacia ellos y sentenció:

– La morada del diablo nunca es como uno se la imagina.

Загрузка...