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Gunnar Nyberg empezó a sentir la necesidad de ir al baño. Llevaba horas sin moverse, sentado en una silla en el sótano del edificio de la policía. No se había distraído ni un segundo. Los dos guardias habían jugado un par de horas al Black Jack, luego los relevaron y ahora había otros dos dedicándose a lo mismo.

En otras palabras, la monotonía resultaba mortal, algo a lo que la arquitectura, sin duda, aportaba su granito de arena. Las paredes estaban mal pintadas en un amarillo claro, los tubos fluorescentes, cubiertos en la parte de arriba por una fina capa de polvo, difundían una repulsiva luz por los pasillos y ahora, para colmo, su vejiga le acechaba en una cobarde emboscada que no le dejaba muchas más opciones que ir al baño.

Llegó la comida de Wayne Jennings. Era un momento delicado. Los guardias, sin embargo, centraban toda su atención en esa eterna partida de Black Jack, de modo que el absurdo plato de sopa se quedó encima de la mesa tanto tiempo que dejó de humear.

– ¿No es el Black Jack un juego bastante rápido? -dijo su vejiga-. Sólo hay que echar unas malditas cartas hasta llegar a veintiuno y ya está.

Los guardias lo miraron con gesto hosco. Luego cogieron la bandeja con el plato de sopa, el pan y el tazón de leche, y se dispusieron a acceder a la celda.

Entraron. Cerraron la puerta tras de sí con llave. Nyberg se quedó en el pasillo. Sacó el arma reglamentaria, quitó el seguro y apuntó a la gruesa puerta con su mano sana, la izquierda. Temía a lo que saldría reptando de allí. Le separaban cinco metros de la puerta y estaba preparado para disparar a bocajarro, listo para matar.

El tiempo avanzaba a paso de tortuga. Los guardias seguían dentro. Por cada segundo que pasaba sus temores se avivaban, convirtiéndose en una certeza. Sus necesidades pasaron a un segundo plano.

La puerta se abrió deslizándose despacio.

Wayne Jennings dio la impresión de estar algo asombrado cuando vio a Nyberg ahí sentado con la pistola apuntándole al corazón.

– Gunnar Nyberg -dijo Jennings educadamente-. Encantado de volver a verle.

El policía se levantó. La silla cayó con un ruido que se difundió por el pasillo, produciendo un eco que rebotaba de un lado a otro dentro de la guarida de la bestia.

Mantuvo el arma firme, dirigida al corazón. Jennings dio un paso hacia él.

Gunnar Nyberg disparó. Dos tiros en pleno corazón. El impacto lanzó a Jennings hacia atrás. Permaneció tumbado en el suelo del pasillo, inmóvil.

Nyberg se aproximó un par de pasos sin dejar de apuntarle.

De repente, el norteamericano se puso de pie.

Sonrió. Pero la mirada gélida no sonreía.

Nyberg se estremeció. Estaba a dos metros. Vació el cargador en el cuerpo del Asesino de Kentucky, que de nuevo fue arrojado hacia atrás y quedó tirado en el suelo.

Ahora Gunnar Nyberg estaba muy cerca.

Wayne Jennings se volvió a levantar. Los agujeros dejados por la bala brillaban como negras luces en su camisa blanca. Sonreía.

Nyberg disparó otra vez. La pistola dio un chasquido. La tiró. Luego lanzó un gancho. Esta vez lo dejaría KO para siempre.

Le dio al aire. No había nadie. Acto seguido, un terrible dolor le recorrió todo el cuerpo. Nunca hubiera podido imaginar que su voluminoso cuerpo pudiera temblar con tanta intensidad. Estaba tumbado en el suelo, Jennings le presionaba un punto en el cuello. Lo miró a la cara. La situación era crítica.

– Olvídame -dijo K-. Tienes que borrarme de tu mente. Si no, nunca encontrarás la paz.

Lo soltó. Nyberg intentó sentarse, pero los temblores continuaron.

Lo último que escuchó antes de que todo se volviese negro fue una voz que dijo:

– Soy Nadie.

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