32

Paul Hjelm salió del edificio de la policía. Se quedó parado un rato delante de la entrada con la sensación de que se le había olvidado algo. Luego regresó a su despacho a por el paraguas.

Volvió a salir. Pero estaba convencido de que llevaba casi un mes perdido en el interior del barco, yendo de un lado para otro. Y ahora estaba otra vez fuera. Era una noche otoñal bastante desapacible. Abrió el paraguas, y desde arriba los pequeños logos de la policía lo miraban impotentes, pues la tormenta arrojaba la lluvia en horizontal, por todos lados a la vez. Tras caminar sólo unos metros por la encharcada Bergsgatan el paraguas se rajó, así que lo tiró a una papelera que había junto a la boca del metro.

Acababa de llamar a Ray Larner para contarle, sin ocultar nada, todos los pormenores del caso. Las posibles consecuencias se la traían floja. Larner había escuchado sin pronunciar palabra. Al final, lo único que dijo fue:

– Hagas lo que hagas, Jalm, no busques más. Te volverás loco.

Hjelm no pensaba seguir buscando, pero sí seguir pensando; eso era algo que ni podía ni quería evitar. El caso K permanecería siempre en su conciencia, o por debajo de ella; llevaba implícitas unas terribles enseñanzas que, hasta ahora, sólo había intuido. Se aferraba a la convicción de que aprender, a pesar de todo, siempre es bueno. Y se consideraba un racionalista ilustrado lo suficientemente convencido como para no alejarse nunca de esa idea. Pero la cuestión era hasta qué punto uno quería dejar que esos nuevos conocimientos influyeran en su psique. Pues en este caso concreto tenía muy claro que le podían volver loco.

Wayne Jennings había convertido su en apariencia insalvable desventaja en una victoria sonada; y eso, a su pesar, le hizo sentir una punzada de admiración.

¿Y quién, en realidad, era capaz de determinar si se trataba de un éxito o un fracaso? ¿Quién sabía qué consecuencias habrían acarreado las revelaciones de los tres oficiales iraquíes, si la prensa se hubiera hecho con ellas? ¿Representaban los medios de comunicación el único contrapeso posible frente al poder militar y económico? ¿O eran más bien los propios medios de comunicación los que constituían la verdadera amenaza? ¿Se había convertido el fundamentalismo en la única alternativa real a un libre mercado desenfrenado?

No había nada en ningún lugar que pareciera especialmente atractivo.

¿Qué es lo más valioso en la vida? ¿Qué tipo de vida queremos, y qué vida queremos que tengan los demás? ¿Qué precio estamos pagando por vivir tan bien como lo hacemos? ¿Estamos dispuestos a seguir pagándolo? ¿Y qué opciones hay si no lo estamos?

Esas preguntas, sencillas pero fundamentales, resonaban en su interior.

– Llevo seis meses sin acercarme al bajo -había dicho Jorge mientras acariciaba las cuerdas de uno ficticio-. Ahora me voy a casa a tocar toda la noche hasta que venga la policía.

Hombres y mujeres habían muerto en sus brazos, varias cabezas habían sido arrancadas de cuajo ante sus ojos, la sangre de otros les había corrido por encima, y nadie fuera de su reducido círculo lo sabría jamás. ¿Qué podían hacer? Tocar. Y poner en la música toda su alma ennegrecida; porque de alguna manera había que expulsarla.

Compró un periódico vespertino y cogió el metro para recorrer el corto trayecto que había entre Rådhuset y T-Centralen. Leyó los titulares: «Sin rastro todavía del Asesino de Kentucky. La policía justifica su pasividad alegando falta de recursos».

Era Mörner quien había hecho las declaraciones. Hjelm soltó una carcajada en medio del vagón de metro. La gente lo miraba. Le daba igual.

Tampoco le importaban las intrigas políticas que ahora, sin duda, se desarrollarían en la sombra. Lo único que le interesaba en ese preciso momento era ponerse los auriculares y hundirse en el asiento del vagón de metro.

Meditations con John Coltrane. Se encaminó a ese difuso estado de duermevela que constituía el pequeño espacio privilegiado de la paz.

Algo acababa de entrar en Suecia. O al menos eso creíamos, pero la verdad era que ya llevaba muchos años entre nosotros. Sólo hacía falta despertarlo.

Se compraría un piano. Iba madurando la decisión mientras atravesaba el lluvioso barrio. Las uniformes filas de edificios lo contemplaban a través de las nieblas flotantes. Caminaba despacio dejando que la lluvia penetrara en cada poro de su cuerpo. Necesitaba purificarse. Una y otra vez.

No había luna. Hacía mucho tiempo que no veía la luna. En Estados Unidos no había tenido tiempo para mirarla. Se había acercado a Kerstin de una manera que no se esperaba. En algún sitio dentro de él la había añorado, pero sus infantiles sueños de una pequeña y húmeda aventura se habían trocado en otra cosa. ¿Se hacía mayor? ¿O empezaba a convertirse en un adulto?

Llegó a su casa; el adosado le pareció gris y aburrido, igual de impersonal que los bloques de pisos, a pesar de ese disfraz de estatus un poco más alto tras el que se escondía. Todo era ficción. Uno no se podía fiar nunca de las apariencias.

Porque en realidad no tenía nada de gris ni aburrido. No allí dentro. Por dentro todo es único. Y eso al menos era algo. Un pequeño atisbo de una posible reconciliación con lo que acababa de vivir.

Había cogido al Fucking Kentucky Baby él solito, como le dijo Larner. Bueno. El chispazo que impulsó la resolución del misterio al menos había salido de él solito. Y no sólo a uno, sino a dos. No había sido culpa suya que luego el otro se escapara, se trataba más bien de una ley de la naturaleza. Por lo menos así prefirió imaginárselo durante un tiempo.

Cilla estaba en el sofá. Delante de ella había una vela encendida. Leía un libro.

– No puedes leer así -dijo él-. Te vas a destrozar los ojos.

– No -replicó ella dejando el libro en la mesa-. Eso no es verdad, no es más que un mito. Nadie se queda sin vista por leer con poca luz. En realidad, cuanta menos luz mejor.

Él sonrió débilmente y se acercó a Cilla.

– Espera, no te sientes -pidió ella poniéndose de pie.

Desapareció, para al momento volver con unas toallas con las que cubrió el sofá. Él se sentó encima.

– Podría haber ido a buscarlas yo.

– Ya, pero es que me apetecía hacerlo a mí. No te ha parecido mal, ¿no?

Durante unos instantes se instaló el silencio.

– ¿Qué estás leyendo? -preguntó él al final.

– Tu libro -respondió ella, y levantó América, de Kafka-. Como tú nunca tienes tiempo para leer…

– ¿Qué te parece?

– Complicado -contestó ella-. Pero cuando te metes en él no lo puedes soltar. Cuando crees que lo entiendes, te das cuenta de que no has entendido nada.

– Entiendo.

– ¿Sí? -replicó ella.

Se rieron. Luego ella le tocó la ropa.

– Estás empapado. Te ayudo a quitártela.

– No tienes que…

– Que sí… -insistió ella.

Lo desnudó lentamente. Él se permitió el lujo de disfrutar, de dejarse hacer.

– Creo que voy a tener más tiempo para leer ahora -anunció él mientras ella le quitaba los pantalones-, y también que vamos a poder pasar más tiempo juntos.

– Pero aún no habéis detenido a ese Asesino de Montana, ¿no?

– De Kentucky.

– ¿Y cuándo lo vais a coger?

– Nunca -contestó él tranquilamente.

Ella le quitó los empapados calzoncillos y los tiró al montón de ropa mojada que había en el suelo. Luego lo contempló.

– No estás nada mal, Paul Hjelm -admitió ella-. Para ser un funcionario de bajo rango bien entrado en la mediana edad.

– Tú tampoco estás nada mal -reconoció él-. Como puedes ver.

Ella sonrió y empezó a desnudarse. Él extendió la mano hacia la llama de la vela. Al apagarla se quemó.

– ¡Ay, joder! -soltó.

– Mira que eres torpe -dijo ella riéndose antes de acostarse a su lado.

Él contempló la mecha, donde la brasa se iba encogiendo despacio hasta que se apagó del todo.

– Tienes razón, cuanta menos luz mejor -repitió Paul Hjelm.

Y se entregó.

Fuera seguía lloviendo a cántaros.

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