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Paul Hjelm estaba convencido de que existían mañanas inmóviles, y esa mañana de finales de verano era definitivamente una de ellas. No temblaba ni una hoja en los mustios arriates del patio interior ni tampoco circulaba una sola mota de polvo en el despacho donde se encontraba mirando por la ventana. Es más, la cantidad de células cerebrales activas dentro de su cráneo era ínfima. En otras palabras: se trataba de una mañana inmóvil en el edificio de policía de Kungsholmen, en Estocolmo.

Por desgracia, también había sido un año bastante inerte. Paul Hjelm pertenecía al equipo policial que el año anterior había trabajado en la investigación sobre el llamado Asesino del Poder, un asesino en serie que saltó a los titulares de todo el país cuando empezó a eliminar metódicamente a diversos peces gordos del mundo empresarial sueco. Debido al éxito de la investigación, el grupo se convirtió en una unidad permanente dentro de la policía criminal nacional, un recurso de reserva destinado a «crímenes violentos de carácter internacional», tal y como rezaba la denominación oficial. En la práctica se trataba de estar preparado para las nuevas formas de criminalidad que aún no se habían instalado de forma definitiva en Suecia.

Y ahí estaba el problema. Había pasado un año sin que ningún «crimen violento de carácter internacional» de esa naturaleza hubiera azotado el país, motivo por el cual cada vez se alzaban más voces críticas cuestionando la utilidad del Grupo A.

En realidad no se llamaba Grupo A; ése era el nombre que se les había ocurrido cuando, un año y medio antes, se formó la unidad y hubo que inventarse algo deprisa y corriendo. Por razones formales y para justificar su existencia, ahora se referían a ellos como «La unidad especial de la policía criminal nacional para crímenes violentos de carácter internacional», pero como nadie conseguía pronunciar dicha denominación sin echarse a reír, extraoficialmente seguía siendo el Grupo A, nombre que ya de por sí también resultaba bastante cómico pero que por lo menos tenía cierto valor sentimental. Y ahora estaban a punto de ser relegados al olvido. Empleados públicos sin nada que hacer no era precisamente lo que más se llevaba en esos tiempos, por lo que, poco a poco, empezaron a desmantelar el grupo; les encomendaban ridículas misiones de índole muy diversa y los prestaban a diestro y siniestro a otras unidades. A pesar de que el jefe formal del equipo, Waldemar Mörner, director de departamento de la Dirección General de Policía, lo defendía con uñas y dientes, todo parecía indicar que la saga del Grupo A pronto pasaría a mejor vida.

Les hacía falta un sólido asesino en serie. De categoría internacional.

Paul Hjelm se quedó embobado mirando la mañana inmóvil, atento a cómo una pequeña hoja, una de las pocas amarillas que había, temblaba y caía al suelo de hormigón del tedioso patio. Se sobresaltó, como si hubiese sido la premonición de un huracán, y volvió en sí. Con un par de zancadas se plantó delante de un pequeño espejo descascarillado que colgaba de la pared del anónimo despacho y contempló el grano que tenía en la mejilla.

Le había salido durante la caza del Asesino del Poder, y una persona entonces muy cercana había dicho que parecía un corazón. De eso hacía mucho tiempo. Ella ya no estaba cerca, y a la que sí lo estaba el grano le resultaba más bien asqueroso.

Recordaba el caso de los Asesinatos del Poder con una mezcla de melancolía y sensación de irrealidad. Fue una época rara, una extraña mezcla de éxito profesional y catástrofe personal. Una experiencia dolorosa, como no podía ser de otra manera.

Su mujer, Cilla, lo había dejado. En medio de una de las investigaciones criminales más importantes de todos los tiempos en el país, se había quedado solo con los niños en el chalet adosado. Tuvieron que cuidar de sí mismos mientras él se dejaba absorber cada vez más por el caso y hallaba en los brazos de una compañera de trabajo un consuelo erótico de doble filo. Todavía le resultaba difícil separar lo que realmente había ocurrido entre ellos de lo que sólo había pasado en su imaginación.

Pero en cuanto el caso se resolvió, el tren de la vida volvió a encarrilarse en la vía de la rutina, tal y como él solía decirse en sus momentos líricos; un vagón tras otro, se fueron incorporando desde las vías muertas a los raíles principales, hasta que la vieja locomotora Hjelm recuperó su aspecto habitual. Cilla regresó, la vida familiar se normalizó, a los integrantes del Grupo A -en particular, a él mismo- los proclamaron héroes y el grupo se ganó la condición de fijo; Paul Hjelm fue ascendido, consiguió un horario de trabajo normal y se hizo amigo íntimo de un par de compañeros; la compañera se buscó otro hombre, se reinstauró la calma y todo el mundo feliz y contento.

Sin embargo, tanta tranquilidad y alegría debían de haberle provocado una sobredosis, porque un día, de repente, después de unos seis meses -el tiempo que tardaron en atar todos los cabos sueltos y conseguir un veredicto- vio, corno si el encuadre del zoom de una cámara se ampliara abruptamente, la línea principal por la que avanzaba el convoy convertida en la vía de un tren eléctrico de juguete y los extensos paisajes e interminables cielos reducidos al suelo, las paredes y el techo de cemento de un pequeño sótano. Y en lugar de encaminarse a toda marcha hacia el horizonte, el tren no hacía más que repetir el mismo circuito.

A medida que el trabajo del Grupo A empezaba a ser cuestionado, le entraron toda una serie de dudas. Le parecía que la vuelta a los viejos carriles trillados era sólo una puesta en escena; como si todo fuese una construcción chapucera, como si no hubiese ningún fundamento bajo las vías del tren y la menor ráfaga de viento las fuera a arrancar de cuajo.

Hjelm se contemplaba en el espejo. En torno a los cuarenta, el típico cabello sueco, rubio, cada vez con más entradas: un aspecto bastante convencional. A excepción del grano, del que acababa de quitar un trocito de piel y al que echó un poco de crema antes de volver a la ventana. La mañana seguía inmóvil. La pequeña hoja amarilla permanecía quieta en el lugar exacto donde había caído. Durante su ausencia, ni un solo soplo de aire se había abierto camino por el patio. Les hacía falta un sólido asesino en serie. «De categoría internacional», pensó Paul Hjelm antes de volver a sumirse en su orgía autocompasiva.

Cilla volvió, cierto. Él volvió, cierto. Pero ni en una sola ocasión habían hablado de lo que hicieron y sintieron durante la separación. Al principio lo había considerado una señal de mutua confianza, aunque luego le afloró la sospecha de que se había abierto una brecha insalvable entre ellos. ¿Y cómo estaban en realidad los niños? Danne tenía dieciséis años, Tova, casi catorce, y a ratos, cuando conseguía captar sus evasivas miradas, Hjelm se preguntaba si ya habría consumido todo el capital de confianza que tenía. Ese extraño verano hacía ya más de un año, ¿habría dejado huellas que perturbarían sus vidas mucho después de su propia muerte? La idea le producía vértigo.

Y la relación con Kerstin Holm, su compañera de trabajo, también parecía haber entrado en una nueva fase. Se cruzaban varias veces al día y cada nuevo encuentro era más tenso que el anterior. Tras el intercambio de miradas se ocultaban unos abismos que tampoco habían sido explorados, pero que lo pedían a gritos. Ni siquiera la buena relación que tenía con su jefe, Jan-Olov Hultin, y con sus compañeros Gunnar Nyberg y Jorge Chávez se le antojaba del todo igual que antes. El pequeño tren de juguete daba una vuelta tras otra en su circuito cerrado.

Y luego esa terrible sospecha: que el único cambio que se había producido era el suyo propio. Porque él sí había cambiado de verdad. De pronto, se dio cuenta de que escuchaba música a la que nunca se había acercado antes y de que se enganchaba a libros que hasta hacía poco ni sabía que existían. Echó un vistazo a su mesa, donde un reproductor de CD portátil y un desgastado libro de bolsillo se arrimaban lomo contra lomo. En el reproductor había algo tan misterioso como Meditations, de John Coltrane, uno de los últimos discos del maestro, una extraña mezcla de salvaje improvisación y quieta devoción. El libro era América, la novela de Kafka que menos atención había despertado, pero en cierto sentido la más curiosa. Paul Hjelm nunca olvidaría los acontecimientos que se desencadenan en esa historia cuando el joven Karl, a punto de desembarcar en el puerto de Nueva York, cae en la cuenta de que se ha dejado el paraguas y regresa al barco. Estaba convencido de que era precisamente ese tipo de escenas las que uno vuelve a ver en el momento de la muerte.

A veces echaba la culpa a los libros y a la música por la recurrente visión del tren de juguete. Quizá hubiese sido más feliz si a su alrededor siguiera viendo extensos paisajes abiertos y largas rectas.

La mirada volvió al patio. La pequeña hoja amarilla yacía todavía en su sitio. Todo permanecía quieto.

De repente, sin previo aviso, la hoja se elevó en espiral como llevada por un torbellino; se desprendieron más hojas, tanto amarillas como verdes, y representaron una impetuosa y abigarrada danza entre las fachadas del patio. Luego todo cesó, tan repentinamente como había empezado, y el solitario remolino de aire siguió su camino, invisible, dejando tras de sí unas cuantas hojas abandonadas en medio del triste cemento.

La puerta se abrió de golpe y entró Jorge Chávez. La presencia de ese enérgico treintañero al que Hjelm tenía como compañero de despacho le hizo sentirse diez años mayor. Pero estaba dispuesto a aceptarlo, pues Chávez se había convertido en uno de sus mejores amigos. Había llegado al Grupo A desde el distrito de Sundsvall, donde se había autoproclamado el único poli sudaca de toda la provincia de Norrland. En realidad había nacido en Estocolmo, hijo de refugiados chilenos residentes en Rågsved. Hjelm nunca había entendido cómo Chávez había logrado aprobar las pruebas físicas para entrar en la Academia: medía como mucho uno setenta. Por otra parte, se trataba de uno de los policías más agudos y sin duda el más vital que Hjelm había conocido. Además, era bajista profesional de jazz.

La pequeña y compacta figura se deslizó silenciosamente hacia su lado de la doble mesa de trabajo, quitó la funda sobaquera que colgaba de la silla, se la colocó, comprobó el arma reglamentaria y se puso la veraniega americana de lino.

– Pasa algo-dijo-. Hay mucho movimiento por los pasillos.

Hjelm empezó, un poco dubitativo, a copiar los gestos de Chávez.

– ¿Cómo que movimiento?

– Es difícil de decir. Pero la voz de Hultin sonará dentro de treinta segundos, seguro. ¿Nos apostamos algo?

Paul Hjelm negó con la cabeza. Contempló el CD y el libro que había encima de la mesa, y echó un vistazo al montón de hojas del patio. Acto seguido se sacudió para quitarse la pereza de encima y ocupó su puesto en la locomotora. El tiempo adoptó una nueva forma.

Una voz resonó con sequedad por el interfono; pertenecía al jefe operativo del Grupo A, el comisario Jan-Olov Hultin.

– Reunión urgente. Todos. Inmediatamente.

Hjelm cerró la cazadora de cuero por encima de la funda sobaquera y se sintió presente, cien por cien concentrado en el ahora. Se encaminaron a toda prisa hacia lo que una vez respondió al nombre de «cuartel general del alto mando» y que quizá -pensó Hjelm esperanzado- podría volver a llamarse así. En el pasillo, una puerta se abrió dándole un golpe en todas las narices a Chávez. Viggo Norlander salió de su despacho sin conceder la menor importancia a lo que acababa de hacer. Tras el caso de los Asesinatos del Poder, Norlander había pasado de ser un policía muy formal que cumplía a rajatabla el reglamento policial a convertirse en el chico malo del grupo; los viejos trajes de burócrata gris habían sido sustituidos por un atuendo más moderno -jerséis de cuello vuelto y cazadoras de cuero- y los incipientes michelines por unos abdominales perfectos.

El resto del grupo ya estaba en su sitio cuando Norlander y Hjelm irrumpieron en la sala. Chávez llegó un instante después, presionando un pañuelo contra su nariz. El comisario Jan-Olov Hultin le lanzó una escéptica mirada desde la mesa que presidía la pequeña sala de conferencias, donde estaba sentado como un aburrido maestro de escuela a la espera de la jubilación. Detrás de las diminutas gafas, colocadas en la enorme narizota como una suerte de excrecencia natural, no se percibía ningún brillo recién encendido, a excepción quizá de una pequeña chispa apenas perceptible que asomaba por el rabillo. Aclaró la voz.

La tropa estaba al completo. Todos se habían presentado a primera hora, como siempre, para luego poder irse pronto. Además, por una vez, nadie había sido cedido a otra unidad ni a ninguna de las peculiares comisiones de servicios que venían siendo habituales, una circunstancia que parecía diseñada por el destino. Gunnar Nyberg, Arto Söderstedt y Kerstin Holm se habían puesto en primera fila. Nyberg y Söderstedt pertenecían a la misma generación que Norlander y, por tanto, le sacaban unos cuantos años a Hjelm y muchos más a Chávez. La edad de Holm -la única integrante femenina del grupo- se situaba en algún lugar entre la de estos dos últimos. Era una mujer baja y morena, originaria de Gotemburgo, con mucha personalidad y curtida en mil batallas; junto con Hjelm y Chávez formaba un trío cerebral indispensable. Por otro lado, tenía algo importante en común con el policía más cuadrado del grupo, su compañero de despacho Gunnar Nyberg: los dos cantaban en un coro y no les daba vergüenza ser pillados in fraganti ensayando a capela en su oficina. Nyberg tenía un dilatado pasado como brutal culturista atiborrado de esteroides, pero ahora era un tímido caballero de mediana edad, una montaña de carne vestida sin demasiado gusto, y un virtuoso del bel canto que, sin embargo, de ser necesario, podía recuperar las viejas prácticas; algo que hizo durante la investigación de los Asesinatos del Poder, cuando, con una bala en el cuello, se abalanzó sobre un coche en plena aceleración y consiguió detenerlo. Söderstedt, por su parte, un finlandés suecoparlante de piel blanquísima, era el miembro más singular de todo el grupo: había sido un famoso abogado, pero, perseguido por su conciencia, decidió poner punto final al ejercicio de su profesión. Siempre trabajaba un poco por su cuenta, siguiendo sus propios y peculiares métodos, bastante alejados de los caminos más habituales.

Norlander, Chávez y Hjelm se sentaron en la segunda fila. Huitin hizo sonar su habitual voz neutra:

– Un ciudadano sueco ha sido asesinado en Estados Unidos. Pero no uno cualquiera, ni en un sitio cualquiera, ni por una persona cualquiera. Hace unas horas, en el aeropuerto Newark, en las afueras de Nueva York, un crítico literario sueco relativamente conocido ha perdido la vida tras haber sido torturado con gran brutalidad por un diligente asesino en serie en activo desde hace un par de décadas. Hasta ahí, nada que tenga que ver con nosotros.

Siguió una de esas pausas dramáticas a las que Hultin solía recurrir. Luego continuó:

– El problema es que este sólido asesino en serie, de categoría internacional, dicho sea de paso, viene hacia aquí.

De nuevo un silencio, esta vez algo más tenso.

– La información proporcionada por el FBI nos indica que el asesino ha ocupado el asiento del crítico literario en el vuelo SK 904, que llega al aeropuerto de Arlanda en menos de una hora: a las 8.10 horas. Hay un total de ciento sesenta y tres pasajeros a bordo, y la policía de Nueva York ha optado por no avisar a la tripulación. Ahora mismo estamos en la más absoluta incertidumbre respecto a la identidad del perpetrador del crimen, algo que no resulta tan raro teniendo en cuenta que este individuo lleva veinte años burlando al FBI. Sin embargo, parece que albergan ciertas esperanzas de poder identificar el nombre bajo el cual viaja antes de que aterrice el avión. Tengo una línea abierta con un tal Larner, agente especial en Nueva York. Necesitamos, por tanto, estar preparados para dos líneas de actuación diferentes: una, si disponemos del nombre del asesino a tiempo, en la que existe un cierto riesgo de altercado violento; y dos, si no nos llega, cuando deberemos tratar de identificar, entre ciento sesenta y tres pasajeros, a un asesino en serie cuyas únicas características conocidas son que se trata de un hombre de raza blanca, varón y probablemente de más de cuarenta y cinco años de edad.

Hultin se levantó, se subió la cremallera de su vieja cazadora tapando la culata de la pistola que llevaba en la funda sobaquera y se inclinó hacia adelante.

– En realidad, todo es muy sencillo -continuó tranquilamente-. Si fallamos, Suecia habrá importado de Estados Unidos a su primer asesino en serie. Intentemos evitar eso.

Echó a andar en dirección al helicóptero que los estaba esperando mientras pronunciaba las siguientes palabras para la posteridad:

– El mundo se encoge, señoras y caballeros. El mundo se encoge.

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