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Gunnar Nyberg, efectivamente, bajó a los calabozos. Salió de la reunión hirviendo de rabia, sin saber qué hacer con ella. Eran tres las veces que un parricida le había provocado daños físicos. Y ahora en el edificio había otro padre que también había matado a su hijo. Desapareció Jennings y entró Lasse Lundberg. El primer impulso de Nyberg fue darle al padre de Benny todo aquello que no había podido darle al de Lamar. Se desentendió de las protestas de los guardias y accedió al pasillo de los calabozos. Se detuvo ante la puerta de la celda de Lasse Lundberg. Miró por la ventanilla. El detenido estaba sentado con los codos apoyados en las rodillas, la cara en las manos y el cuerpo sacudido por unos temblores descontrolados. Nyberg lo contempló durante unos instantes; acto seguido giró sobre sus talones con brusquedad; por su cabeza acababan de pasar los pecados de otro padre.

Se fue a Östhammar. Estaba lejos. Le dio tiempo a pensar muchas cosas, pero sus ideas se envolvían en las estelas de una doble conmoción cerebral. Y eso que éste iba a ser un caso sin muchas complicaciones en espera de la pensión. Nada de compromiso personal, ni de exponerse a riesgos innecesarios, ni de horas extra. Hacer régimen y vegetar tranquilamente. ¿Y en qué coño se había convertido este puto caso?

La carretera a Norrtälje estaba inundada, había más materia líquida que sólida. En las subidas se encontró de frente con las masas de agua, en las bajadas las acompañó. Era ridículo.

Dejó atrás Norrtälje. Tras pasar Hallstavik y Grisslehamn llegó enseguida a Östhammar: un pueblo tranquilo y despoblado, que tras el regreso de los veraneantes a Estocolmo volvía a parecerse al pequeño pueblo rural que en realidad era.

Con ayuda del detallado mapa policial se fue adentrando cada vez más en el campo. Las carreteras se hicieron prácticamente intransitables. Las ruedas se hundían a menudo en los lodazales. Seguía lloviendo a mares. De repente, la rueda trasera izquierda del Renault se hundió en un auténtico cráter y se vio obligado a parar y salir. Con un cabreo de campeonato, levantó el puto coche de mierda.

Instantes después llegó a una granja. Apareció en lo alto de una pequeña cuesta que parecía complicada de superar. Pisó el acelerador y la enfiló. Por poco no la sube.

Junto al granero había un tractor con la enorme rueda trasera medio hundida en el lodo. Agachado al lado se veía a un hombre corpulento con una gorra amarilla y verde, un mono azul embarrado y unas enormes botas de goma verdes. Estaba de espaldas a Nyberg, que acababa de bajar del coche y permanecía parado junto a él en medio del diluvio. El hombre golpeó el tractor con su inmensa mano, provocando que se hundiera un poco más en el lodo. Entonces, con un cabreo de campeonato, gritó:

– ¡Puto tractor de mierda!

Y acto seguido lo levantó del agujero.

En ese instante, Gunnar Nyberg comprendió que no se había equivocado de sitio.

Se acercó unos pasos. Al final el corpulento campesino reparó en su presencia. Se dio la vuelta. Una gigantesca momia venía hacia él en medio de la intensa lluvia, una aparición que habría noqueado a cualquiera. A este campesino, no obstante, no. Incluso se aproximó un poco. Pronto Nyberg pudo distinguir su cara: debía de rondar los veinticinco años y era como verse a sí mismo a esa edad. Pero no se encontraba ante un culturista de fama internacional sino ante un campesino paleto que, sin embargo, parecía encontrarse mucho mejor que el Mister Suecia de aquel entonces.

Se detuvo en seco a escasos metros de Gunnar Nyberg. ¿Era a sí mismo o a su padre a quien Tommy Nyberg reconocía?

– ¿Papá? -dijo con voz atronadora.

A Gunnar Nyberg le recorrió una oleada de calor. El próximo paso sería decisivo.

Tommy Nyberg se le acercó del todo y lo examinó de arriba abajo. Luego se quitó los guantes de trabajo y le tendió la mano.

– ¡Me cago en Dios! ¡Pero si es el viejo! Y, por lo que veo, sigues siendo madero.

Nyberg se toqueteó ese cucurucho que le tapaba la nariz con la mano sana, la izquierda, luego la tendió y consiguió estrechar la de su hijo, aunque con bastante torpeza. Se sentía incapaz de hablar.

– ¿Qué haces aquí? Pero entra, joder, que está lloviendo un poco.

Caminaron por la tierra encharcada, pasaron el granero, el tractor y, en medio de una pequeña hondonada, ahora llena de agua, un columpio, con las cadenas flácidas y el neumático flotando en el agua.

– Bueno -empezó Tommy con una amplia sonrisa-, ahora lo conocerás.

La casa tenía más de una muestra de desgaste y no era ni muy grande ni especialmente impresionante. Tablas de madera sobresalían un poco por todas partes evidenciando arreglos provisionales, y la vieja pintura roja presentaba serios y crecientes desconchones. Algún que otro ataque de moho manchaba la fachada. «Pátina», pensó Gunnar Nyberg, éste era un lugar que se ajustaba a la perfección a sus propios gustos.

Subieron al porche. La escalera chirrió de forma inquietante, primero bajo el peso de Tommy, luego bajo el de Gunnar. Entraron directamente a un comedor. Una chica rubia, pequeña y delgada, de unos veintipico años, estaba sentada junto a la gran mesa de la cocina dando de comer a un regordete pequeñajo, también rubio, metido en una silla infantil.

Sacudió la cabeza para echar atrás un mechón que le caía por la frente y se quedó mirando asombrada al dúo de gigantes. El niño se echó a llorar nada más descubrir al abuelo cubierto de vendas.

– Tina y Benny -presentó Tommy Nyberg mientras se quitaba las botas de goma del número 54-. Éste es mi viejo. Ha aparecido en medio de la tormenta.

– ¿Se llama Benny? -preguntó Gunnar Nyberg inmóvil en la entrada.

– ¿Gunnar? -dijo Tina insegura-. ¿Tu verdadero padre?

– Supongo que habría que llamarle así -atronó Tommy antes de dar un sonoro beso a su hijo, que dejó de llorar al instante. A continuación se dejó caer en la silla produciendo un gran estrépito-. A pesar de todo -añadió con una amplia sonrisa.

– Pasa, pasa -invitó Tina levantándose-. No te quedes ahí parado.

Gunnar Nyberg se quitó los zapatos y entró sigilosamente. Se sentó a una prudente distancia del niño. Se sentía incómodo.

– Hola -saludó Tina tendiéndole la mano sobre la mesa.

Nyberg volvió a realizar su torpe saludo con la mano izquierda; esta vez le salió un poco mejor.

– Hola -respondió en voz baja.

Por un momento se hizo el silencio. Debería haberle resultado tenso, pero no fue así. Los tres lo miraban con curiosidad, no con odio.

– Es tu abuelo -le explicó Tommy a su hijo Benny.

El niño, de un año de edad, ponía una cara como si esa información le fuera a provocar otro ataque de llanto más. Pero una cucharada de papilla de avena que su madre le metió en la boca lo distrajo.

– Bueno -dijo Tommy-. ¿Y qué es de tu vida?

– No sabía que vivieras aquí -consiguió pronunciar Nyberg-. Hace tanto tiempo que no nos vemos…

– Ya, pero ahora estás aquí de todos modos. ¿Quieres un café?

Nyberg hizo un gesto afirmativo. El hijo se marchó a la cocina. Lo siguió con la mirada.

– Lleva hablando de ponerse en contacto contigo desde que nos vinimos a vivir aquí -comentó Tina mientras le daba otra cucharada de papilla a Benny.

– ¿Ha dicho algo más?

Ella lo contempló como si lo examinara, buscando motivos.

– Sólo que se mudaron a la costa oeste cuando él era pequeño y que tú prometiste no ponerte en contacto con ellos. Pero no sé por qué.

Gunnar Nyberg frunció el ceño. Por primera vez sintió el dolor en la nariz y en la mano; lo recorrió de golpe, como si le atravesara todo el cuerpo. Como una vaga reminiscencia de la presión que ejerció Wayne Jennings sobre sus nervios. O más bien como si la larga anestesia al final se desvaneciera.

– Porque fui un mal padre como hay pocos -resumió.

Ella asintió y luego volvió a observarlo con curiosidad.

– ¿Es verdad que fuiste Mister Suecia?

Él soltó una carcajada larga y estruendosa. Era como si su voz regresara tras una eternidad en el exilio.

– ¿Quién lo hubiera dicho, verdad? -rió, y añadió más tranquilo-. Habría renunciado a ello con gusto, créeme.

Miró el pequeño y robusto cuerpo de Benny. El niño robó la cuchara de la mano de su madre y se la tiró a Gunnar Nyberg, quien la atrapó en el aire. La papilla le cayó por encima, manchándole la ropa. La dejó estar.

– ¿Quieres cogerlo? -preguntó Tina.

Acto seguido puso al nieto en los brazos de su abuelo. El niño pesaba y su cuerpo era compacto. Sin duda se convertiría en un gigante.

Quien siembra mala sangre…

Pero no era verdad. Se podía romper el maleficio.

Ni siquiera era verdad que quien siembra vientos, recoge tempestades.

Existía algo que se llamaba perdón. No fue hasta ese momento cuando lo comprendió.

Tommy volvió de la cocina con la cafetera en la mano. Se paró en seco nada más pasar la puerta y se quitó la mojada gorra de campesino.

– ¡Hostias, papá! -soltó-. ¿Estás llorando?

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