¿No está en mi derecho hacer mi
voluntad con aquello que es mío?
Evangelio del septuagésimo domingo
El hombre que estaba en el despacho de Wexford a las nueve de la mañana del lunes era bajito y delgado. Los huesos de sus manos eran particularmente finos y de articulaciones delicadas como las de una mujer. Llevaba un traje gris, muy caro y de impecable corte, que le hacía parecer más pequeño aún. A una hora tan temprana de la mañana, aquel hombre lucía un gran número de elegantes complementos. Al inspector jefe, que le conocía bien, le hizo gracia el alfiler de corbata de zafiro, los dos anillos, la cadena del llavero con su pesado colgante engastado, quizá fuera de ámbar, y el maletín de piel de reptil. «¿Cuántos años iba a necesitar Roger Primero para acostumbrarse a la riqueza?» se preguntó Wexford.
– Hace una mañana preciosa -comentó el policía-. Este fin de semana estuve en Worthing y el mar estaba como un espejo. En fin, ¿qué puedo hacer por usted?
– Coger a un embaucador -respondió Primero-, un cochino mequetrefe que se hace pasar por periodista. -Abrió su maletín y dejó caer un diario dominical encima de la mesa de Wexford. El periódico se deslizó por la superficie pulida y cayó al suelo. Arqueando las cejas, Wexford no hizo ademán de recogerlo.
– ¡No importa! -dijo Primero-. De todas formas, no hay nada que ver en él. -A pesar de la inexpresividad de su apuesto rostro, sus ojos vidriosos parecían inflamados. -Verá, inspector jefe, no me importa contárselo, estoy furioso. Ocurrió de la manera siguiente… ¿Le importa si fumo?
– Por supuesto que no.
Sacó de su bolsillo una pitillera de oro, una boquilla y un mechero con un peculiar mosaico, negro y oro. Wexford le contempló mientras iba extrayendo sus pertenencias, preguntándose cuándo iba a terminar. «Este hombre va más provisto que un bazar», se dijo.
– Ocurrió de la manera siguiente -volvió a decir-. Ese tipo me llamó el jueves, me dijo que era del Planet y que quería escribir un artículo sobre mí. Sobre mi juventud. ¿Me sigue? Le dije que podía venir a verme el viernes y efectivamente así lo hizo. Le concedí una larga entrevista, toda la información que quería y, además, mi mujer le invitó a comer. -Frunció la boca y la nariz como quien percibe un olor repulsivo-. ¡Caramba! -dijo-, me imagino que no habrá comido así en su vida…
Así que, como no salió el artículo, usted llamó al Planet esta mañana y le dijeron que no conocían a ese individuo.
– ¿Cómo lo sabe?
– Suele ocurrir -dijo Wexford en tono guasón-. Me sorprende, señor, un hombre de su experiencia. Debería haber llamado usted al Planet el viernes por la mañana.
– Todo esto hace que me sienta como un tonto.
– ¿Supongo que no hubo dinero de por medio? -dijo Wexford con ligereza.
– ¡Qué va!
– Así que sólo se trata de un almuerzo y de todo lo que usted contó a ese tipo, y que ahora preferiría no haberle dicho.
– Exactamente. -Tenía un aire resentido, pero de pronto sonrió y su rostro se volvió amable. A Wexford siempre le había caído bien. ¡Ha dado usted en el clavo!, inspector…
– Ha hecho bien en acudir a nosotros, aunque me temo que no podemos hacer nada, a menos que ese individuo intente utilizar…
– ¿Utilizar? ¿Qué quiere decir con eso?
– Bueno, permítame darle un ejemplo. Quiero que sepa que no estoy haciendo alusiones personales. Supongamos que un hombre rico que, por así decirlo, tiene una imagen pública dice algo un tanto indiscreto a un periodista. Es muy probable que éste no lo utilice porque, de lo contrario, expondría a su periódico a un pleito por difamación. -Wexford hizo una pausa y lanzó a su interlocutor una mirada penetrante-. Pero si el hombre en cuestión contase las mismas indiscreciones a un impostor, un embaucador… -Primero se había puesto muy pálido-. ¿Qué le impediría a éste último seguir esas pistas y llegar a descubrir algo realmente perjudicial? La mayoría de la gente, señor Primero, incluso la gente decente y observante de las leyes, tiene algo en su pasado que preferiría que no se supiera. Tiene que preguntarse ¿qué es lo que ese hombre busca? La respuesta es: o quiere su dinero o se trata de un chiflado. -Con más amabilidad, añadió-: Por experiencia puedo decirle que en nueve de cada diez ocasiones, se trata del segundo caso. No obstante, para que se quede usted más tranquilo, quizá pueda proporcionarnos una descripción del individuo. ¿Supongo que le dio su nombre?
– No creo que sea su nombre real.
– Desde luego.
Primero se inclinó hacia él con familiaridad. Durante el curso de su larga carrera, Wexford había descubierto la utilidad de aprender a distinguir el olor de distintos perfumes y se dio cuenta de que Primero olía a Onyz de Lentheric.
– Me pareció un tipo bastante simpático -comenzó éste último-. A mi mujer le gustó mucho. -Los ojos le empezaron a lagrimear y, con mucha cautela, se llevó los dedos a ellos. A Wexford le recordaba una mujer llorosa que no se atreve a frotarse los ojos por temor a embadurnarse de máscara de pestañas-. A propósito, no le he dicho nada de todo esto a ella. He preferido no preocuparla. El joven hablaba con corrección, tenía acento de Oxford. Era alto y rubio y dijo llamarse Bowman, Charles Bowman.
«¿De veras?», pensó Wexford.
– ¿Inspector?
– ¿Sí, señor Primero?
– Acabo de recordar algo. Ese hombre estaba… bueno, estaba muy interesado en mi abuela.
Wexford apenas pudo contener la risa.
– Por lo que usted me ha contado, creo poder asegurarle que no tendrá problemas en el futuro.
– ¿Cree que se trata de un chalado?
– En cualquier caso, de un tipo inofensivo.
– Me ha quitado un peso de encima. -Primero se levantó y recogió su maletín y el periódico del suelo, con una torpeza que indicaba que ni siquiera estaba acostumbrado a hacer algo tan sencillo por sí mismo-. Tendré más cuidado en el futuro.
– Ya sabe, más vale prevenir que curar.
– Bueno, no le voy a robar más tiempo. -Puso cara larga, con una tristeza tal vez sincera. Sus ojos llorosos aumentaban su aspecto melancólico-. Tengo que ir a un funeral. El de la pobre Alice.
Wexford se había fijado en la corbata negra sobre la que relumbraba el zafiro. Acompañó a Primero a la puerta. Durante toda la entrevista, había mantenido una actitud seria. Ahora, se permitió la licencia de estallar en una rotunda, aunque casi silenciosa, carcajada.
No tenían nada que hacer hasta las dos, salvo ir a visitar los alrededores. Charles había salido temprano a comprar una guía turística y ahora estaban en el salón examinándola.
– Aquí dice -señaló Tess- que Forby es el quinto pueblo más bonito de Inglaterra.
– Pobre Forby -dijo Charles-. Condenado a elogios de quinta categoría.
Kershaw empezó a organizar la excursión.
– ¿Qué os parece si vamos todos en mi coche… -señaló con el dedo un punto del mapa- por la carretera de Kingsbrook hasta Forby (manteniéndonos, desde luego, a una prudente distancia de Forby Hall) y luego vamos a Pomfret? Durante el verano, Pomfret Grange está abierto todos los días, podríamos visitarlo, después, podemos volver a Kingsmarkham por la carretera principal.
– Estupendo -dijo Tess.
Kershaw se sentó al volante y Archery a su lado. Seguían el mismo itinerario que Imogen había escogido el día que fue a poner flores a la tumba de la señora Primero y él le acompañó. Cuando tuvieron el riachuelo de Kingsbrook ante su vista, recordó las palabras de ella acerca de la implacabilidad del agua y cómo, a pesar de los esfuerzos del hombre, ésta sigue manando de la tierra y encontrando su camino hacia el mar.
Kershaw aparcó el coche al lado del campo comunal con el estanque de patos. El pueblo parecía tranquilo y sereno. El verano aún no estaba lo suficientemente avanzado como para deslucir el verde rozagante de las hayas o rodear las clemátides silvestres con su desaliñada barba gris. El campo comunal estaba rodeado de grupos de cottages y en el lado de la iglesia se alineaban una serie de casas georgianas con ventanales en forma de arco, a través de cuyos cristales oscuros se podían ver muebles tapizados de chintz y objetos de plata. Sólo había tres establecimientos, una oficina de correos, una carnicería con un toldo sostenido por unas columnas blancas y una tienda de souvenirs. Los habitantes de los cottages habían tendido la colada del lunes y la ropa se secaba al sol, inmóvil, sin aire que la meciese.
Los cuatro se sentaron en un banco del prado, Tess comenzó a tirar a los patos trozos de galletas de un paquete que había encontrado en la guantera del coche. Kershaw sacó una cámara y empezó a hacer fotografías. Repentinamente, Archery llegó a la conclusión de que no quería seguir con ellos. La idea de trajinar por las galerías de Pomfret Grange, manifestando un fingido interés por la porcelana y los retratos familiares, le produjo un escalofrío de aversión.
– ¿Me permitís que me quede aquí? Me gustaría volver a visitar la iglesia.
Charles le miró irritado.
– Todos vamos a ir a ver la iglesia -dijo.
– No puedo, cariño -dijo Tess-. No puedo entrar en una iglesia con vaqueros.
– Yo tampoco puedo con estos pantalones -dijo Kershaw sarcásticamente. Guardó su cámara, y añadió-: Si queremos ver la casa solariega, más vale que nos demos prisa.
– Puedo volver en autobús -dijo Archery.
– De acuerdo, pero por el amor de Dios, no llegues tarde, papá.
Si la visita no iba a ser sólo sentimental, necesitaría también una guía. Cuando el coche partió, Archery se encaminó hacía la tienda de souvenirs. Escuchó unas suaves campanadas al abrir la puerta y una mujer salió de una habitación de la parte trasera.
– Nosotros no tenemos guías de St. Mary’s, pero las puede usted encontrar en el interior de la iglesia.
Ya que estaba allí, ¿por qué no comprar algo? ¿Una postal? ¿Un broche para Mary? «Eso, -pensó- sería la peor clase de infidelidad: cometería adulterio con el pensamiento cada vez que viera a mi mujer luciendo un broche de recuerdo». Contempló sin interés los adornos de latón para arreos, las jarras pintadas y las bandejas llenas de bisutería.
Había un pequeño mostrador dedicado únicamente a calendarios, maderas con leyendas grabadas a fuego y versos enmarcados. Las palabras de uno de ellos, con un pequeño dibujo que representaba un pastor coronado por una aureola al lado de un cordero, le llamaron la atención porque le resultaban conocidas.
– Ve, pastor, y descansa en paz… -dijo en voz alta.
La mujer estaba detrás de él.
– Veo que está admirando el talento de nuestro bardo local -dijo jovialmente-. Murió muy joven y está enterrado aquí.
– He visto su tumba -dijo Archery.
– Mucha gente que viene por aquí piensa que era pastor. Yo siempre les explico que antaño pastor y poeta tenían el mismo significado.
– Lycidas -dijo Archery.
La mujer ignoró el comentario.
– En realidad, era un joven muy culto. Había asistido a la escuela superior y todo el mundo decía que tendría que haber ido a la universidad. Murió en un accidente de tráfico. ¿Le gustaría ver una fotografía suya?
Sacó un montón de fotografías, rústicamente enmarcadas, de un cajón de debajo del mostrador. Todas ellas eran idénticas y llevaban la inscripción: «John Grace, Bardo de Forby. Los amados de Dios, mueren jóvenes.»
Era un rostro fino y ascético, de rasgos afilados y sensibles. «Parece -pensó Archery- que este muchacho padecía de una anemia perniciosa.» Tenía la inexplicable sensación de haberlo visto antes.
– ¿Se publicó alguna de sus obras?
– Una o dos cosas en revistas, nada más. No conozco los pormenores porque sólo llevo viviendo aquí diez años, pero un editor que tenía una casa de campo en la zona se mostró muy interesado en publicar un libro de sus poesías cuando el pobre muchacho murió. Su madre la señora Grace, estaba de acuerdo, pero el caso fue que la mayoría de sus escritos habían desaparecido. Sólo quedaban estos fragmentos que ve aquí. Según ella, su hijo había escrito obras de teatro completas; no estaban compuestas en rima, ya me entiende, pero eran de estilo shakespeariano. De todas formas, nunca las encontraron. Quizá las quemase o las regalase. Es una verdadera pena, ¿no le parece?
Archery miró por la ventana hacia la pequeña iglesia de madera, y murmuró:
– Acaso descansa aquí un Milton, mudo y desconocido…
– Eso es cierto -dijo la mujer-. Quizá aparezcan un día, como los manuscritos del Mar Muerto, nunca se sabe.
Archery pagó cinco chelines y seis peniques por el dibujo del pastor y del cordero y se encaminó hacia la iglesia. Abrió la verja y se dirigió a la puerta, caminando en el sentido de las agujas del reloj. ¿Cuáles fueron sus palabras? «Nunca se debe dar la vuelta a una iglesia en sentido opuesto de las agujas del reloj. Trae mala suerte.» Bien sabía Dios que necesitaba suerte tanto para Charles como para él. Lo irónico era que, pasase lo que pasase, uno de los dos saldría perdiendo.
No se oía música en el interior de la iglesia, pero al abrir la puerta, vio que se estaba celebrando un oficio. Durante un momento, permaneció de pie mirando a la gente y escuchando:
– Si a la manera de los hombres he luchado con las bestias en Éfeso, ¿cuál es mi ventaja si los caídos no vuelven a levantarse?
Era un funeral. Estaban exactamente a la mitad del oficio para el entierro de los difuntos:
– Comamos y bebamos porque mañana hemos de morir…
La puerta rechinó ligeramente al cerrarla. Luego, dio media vuelta y vio los tres coches del cortejo fúnebre, al otro lado de la otra verja. Volvió a la tumba de Grace, después, pasó al lado de la fosa recién cavada donde se iba a dar sepultura a ese último muerto y, finalmente, se sentó en un banco de madera en un rincón a la sombra. Eran las doce menos cuarto. «Descansaré media hora -pensó- y después iré a coger el autobús.» Al poco tiempo, dormitaba.
El sonido de unos pasos lentos y cortos le despertó. Abrió los ojos y vio el ataúd salir de la iglesia. Lo llevaban cuatro porteadores, pero era pequeño, quizá de un niño o de una mujer de poca estatura. Sobre él se apilaban varios ramos de flores y una enorme corona de lirios blancos.
Una docena de personas seguían a los porteadores y un hombre y una mujer, caminando uno junto al otro, encabezaban el cortejo. La mujer, además de vestir un abrigo negro, llevaba un sombrero del mismo color, cuya ala le ocultaba el rostro. Pero la habría reconocido en cualquier lugar. Aunque fuese ciego y sordo, la habría identificado por su presencia y su esencia. Pero los dos deudos que habían venido a enterrar a Alice Flower no podían verle, ni sabían que alguien les observaba.
Los demás acompañantes eran en su mayoría ancianos, amigos de Alice, tal vez, y una de las mujeres parecía ser la enfermera jefe del hospital. Se reunieron alrededor de la tumba y el vicario empezó a declamar las palabras que, por fin, acompañarían a la vieja criada a la sepultura. Primero se inclinó, y después de coger un puñado de tierra negra con exagerada delicadeza, lo arrojó encima del ataúd. Sus hombros se estremecieron y su mujer alargó una mano, enfundada en un guante negro, y la apoyó en su brazo. Archery sintió una hiriente punzada de celos que le cortó el aliento.
El vicario terminó la colecta y bendijo a los presentes. Entonces, Primero y él se apartaron un poco, hablaron entre sí y se dieron la mano. Después Roger Primero dio el brazo a su mujer y se dirigieron lentamente hacia la verja donde aguardaban los coches. Había concluido.
Una vez que se fueron todos, Archery se levantó y se acercó a la tumba que estaban rellenando de tierra. Pudo oler los lirios a cinco metros. Había una tarjeta en el ramo, con una sencilla inscripción: «Del señor y la señora Primero, con amor.»
– Buenos días -dijo al sepulturero.
– Buenos días, señor. Hace un día precioso.
Eran las doce menos cuarto. Archery se apresuró hacia la verja, preguntándose sobre la frecuencia de los autobuses. Al salir de la bóveda del arbolado, se detuvo en seco, su hijo venía hacia él por el camino arenoso.
– Hiciste bien en no venir -gritó Charles-. Está cerrado por reformas. ¿Lo puedes creer? Pensábamos que era mejor regresar aquí para recogerte.
– ¿Dónde está el coche?
– Al otro lado de la iglesia.
Ellos ya debían de haberse marchado. Archery deseaba encontrarse por fin a salvo en el Olive and Dove, delante de un rosbif frío con ensalada. Al doblar la esquina del seto de tejo, pasó cerca de ellos un coche negro. El clérigo hizo un esfuerzo y miró hacia la verja. Los Primero seguían allí, hablando con la enfermera jefe. Se le hizo un nudo en la garganta.
– Vamos por el prado -sugirió con apremio.
– Pero el señor Kershaw está esperándonos en este lado.
Ahora, estaban a tan sólo unos metros de los Primero. La enfermera jefe les estaba dando la mano y, seguidamente, subió a una limusina alquilada. Primero se volvió y su mirada se cruzó con la de Charles.
En primer lugar, el rostro de éste palideció, luego adquirió un subido tono púrpura. Charles seguía andando hacia él y entonces Primero también empezó a andar. Se acercaron uno al otro con aire amenazador, como dos pistoleros de una película del Oeste.
– Señor Bowman, del Sunday Planeta o eso creo.
Charles se detuvo y le dijo fríamente:
– Puede usted creer lo que le dé la gana.
Imogen estaba hablando con la mujer que acababa de subir al coche. Cuando el vehículo se puso en marcha, se apartó de la ventanilla. Los cuatro estaban a solas, en el centro del quinto pueblo más bonito de Inglaterra. Ella miró a Archery, primero azorada y luego, sobreponiéndose a su incomodidad, con una expresión cordial.
– ¡Vaya!, hola, yo…
Su marido la cogió bruscamente del brazo:
– ¿Le reconoces? Te necesitaré como testigo, Imogen.
Charles le miró ferozmente.
– ¿Cómo dice?
– ¡Charles! -intervino Archery con aspereza.
– ¿Niega usted que entró en mi casa sirviéndose de una falsa identidad?
– Roger, Roger… -Ella seguía sonriendo, pero su sonrisa se había vuelto forzada-. ¿No recuerdas que nos encontramos con el señor Archery en el baile? Éste es su hijo. Es periodista, pero utiliza un seudónimo, eso es todo. Están de vacaciones.
– Lo siento, señor Primero, pero eso no es del todo cierto -dijo Charles con firmeza. Ella parpadeó, batiendo sus pestañas como si fueran alas, y miró a Archery con sus ojos dulces-. Mi padre y yo vinimos aquí con el expreso propósito de reunir cierta información y ya la hemos conseguido. Para poder hacerlo, tuvimos que ganarnos su confianza. Quizá hayamos sido poco escrupulosos, pero pensábamos que nuestro fin justificaba los medios.
– Temo que no le comprendo. -Imogen mantenía la mirada puesta en Archery, quien a su vez era incapaz de apartar la suya de ella. Sabía que su rostro reflejaba a un tiempo una súplica de perdón, una disculpa por las palabras de Charles y la agonía de su amor. Sin embargo, ella probablemente no vería más que culpa-. No entiendo nada. ¿Qué información?
– Se lo diré… -empezó Charles, pero Primero le interrumpió:
– Puesto que es usted tan franco, no creo que tenga inconveniente en acompañarme ahora mismo a la comisaría para presentar su «información» al inspector jefe Wexford.
– En absoluto -dijo Charles con una voz cansina-, pero da la casualidad de que es la hora de comer y, además, ya tengo una cita con el inspector a las dos en punto. Pienso decirle, señor Primero, en qué momento más oportuno para usted murió su abuela, cómo (¡de manera totalmente legal, tengo que admitirlo!) consiguió dejar sin herencia a sus hermanas y cómo logró ocultarse en Victor’s Piece cierta tarde de diciembre, hace dieciséis años.
– ¡Está usted loco! -gritó Primero.
Archery recuperó la voz:
– Basta ya. Charles.
Oyó la voz de Imogen, un tenue sonido incorpóreo:
– ¡No es cierto! -Y luego, terriblemente asustada-. Es mentira.
– ¡No voy a discutir aquí en la calle con este impostor!
– Por supuesto que es cierto.
– Fue totalmente legal. -Primero se desmoronó. De pie bajo el sol del medio día, todos tenían calor, pero sólo el rostro de Roger Primero sudaba y las gotas resbalaban por su tez cetrina-. Fue una cuestión de derecho -bramó-. De todas formas, ¿qué tiene usted que ver en todo eso? ¿Quién es usted?
Sin apartar los ojos de Archery, ella cogió a su marido del brazo. La alegría había desaparecido de su semblante y pareció envejecida, una rubia marchita escondida en su traje negro. Al perder su belleza, de pronto parecía ponerse, por primera vez, a la altura de Archery, no obstante, nunca había estado tan lejos de él. Le temblaban los labios y habían aparecido unas pequeñas arrugas en las comisuras de su boca.
– Volvamos a casa, Roger -dijo-. Espero que en el transcurso de su investigación haya podido combinar los negocios con el placer, señor Archery.
Cuando se marcharon. Charles dejó escapar un bufido.
– Tengo que confesar que me he divertido bastante. Supongo que por placer se refería a la comida que me ofrecieron. A todas las esposas de los magnates les encanta sepultar los huevos con caviar. No obstante, ha sido un duro golpe para ella. No pongas esa cara de consternación, papá. Ese horror a las escenas es muy típico de la clase media.