De la fornicación y demás pecados
mortales, y de las falsedades del mundo,
el demonio y la carne, líbranos, Señor.
La letanía
Ángela Primero vivía en un piso de Oswestry Mansions, en Baron’s Court. Tenía veintiséis años y era la mayor de las nietas de la señora Primero. Eso era todo lo que Charles sabía acerca de ella; aparte de su número de teléfono, que había conseguido sin dificultad. La llamó y le preguntó si podía ir a verla al día siguiente. Reconsideró su plan original y le dijo que representaba al Sunday Planet, y debido a que la muerte de Alice Flower había hecho reaparecer el asesinato de la señora Primero, su periódico pensaba publicar una crónica especial sobre la suerte de las demás personas relacionadas con el caso. Estaba bastante satisfecho con la farsa. Sonaba razonablemente verosímil.
Ángela Primero tenía la voz demasiado grave para ser una persona tan joven, era una voz ronca, brusca y casi masculina. Dijo que estaría encantada de recibirle, pero que debía tener en cuenta que los recuerdos de su abuela eran muy difusos. Él la tranquilizó diciéndole que sólo necesitaba algunas anécdotas de su niñez, para añadir unos toques de color al artículo.
La señorita Primero abrió la puerta con tanta rapidez que Charles sospechó que le había estado esperando tras ella. Su aspecto le sorprendió, porque su mente conservaba la imagen del hermano y, por lo tanto, había esperado a alguien, menudo y moreno, de rasgos regulares como aquél. Además, Charles también había visto una fotografía de la abuela, y aunque era un rostro arrugado y deformado por la vejez, aún conservaba vestigios de una belleza aguileña y guardaba un acusado parecido con Roger.
La dueña del piso tenía, sin embargo, un rostro poco atractivo, de rasgos prominentes, un cutis estropeado y una mandíbula grande y prominente. Llevaba un vestido azul marino, comprado en unos grandes almacenes y, aunque corpulenta, tenía buena figura.
– ¿Señor Bowman?
Charles también estaba muy satisfecho del nombre falso que se había inventado. Esbozó una sonrisa cortés.
– Mucho gusto, señorita Primero.
Ella le hizo pasar a un cuarto de estar, sobriamente amueblado. Charles no pudo evitar compararlo con la biblioteca de Forby Hall, ahondando aún más el misterio. En aquella habitación no había ni libros ni flores y los únicos adornos los constituían media docena de fotografías enmarcadas de una muchacha rubia y un bebé.
Ella siguió la mirada de su visitante hacia el retrato de aquella misma joven que colgaba en la pared, encima de la chimenea.
– Es mi hermana -dijo. Su feo rostro se dulcificó y sonrió. Mientras hablaba, se oyó un débil chillido y un susurro a través de la fina pared, procedentes de la habitación contigua-. Ahora está en mi dormitorio, cambiándole los pañales al bebé. Viene todos los sábados por la mañana.
Charles se preguntó qué haría Ángela Primero para ganarse la vida. ¿Sería mecanógrafa?, ¿oficinista? Tenía el aspecto de pasar bastantes estrecheces. Los muebles estaban pintados con tonos vivos y parecían baratos y no muy sólidos. Frente al hogar había una alfombra tejida con cabos de lana. En la vida de los necesitados no hay muchas alegrías…
– Siéntese, por favor -dijo Ángela Primero.
«Mediaba un gran abismo -pensó Charles- entre los voluptuosos asientos de cuero negro del hermano y la pequeña silla naranja sobre la que tomó asiento». Del piso de arriba llegó el ruido de una aspiradora, mezclado con la música de algún aparato.
– ¿Qué quiere que le cuente?
Había un paquete de cigarrillos sobre la repisa de la chimenea. Ella cogió uno y le ofreció otro. Él lo rehusó con un gesto.
– En primer lugar, lo que recuerde de su abuela.
– Apenas me acuerdo de ella, como ya le dije por teléfono. -Hablaba de forma brusca y áspera-. Fuimos un par de veces a tomar el té con ella. Vivía en una casa grande y lóbrega, recuerdo que me daba miedo ir sola al cuarto de baño. La criada solía acompañarme. -Dejó escapar una risa entrecortada y sin humor; realmente había que hacer un esfuerzo para recordar que aquella mujer sólo tenía veintiséis años-. No vi a Painter ni una vez, si es eso lo que quiere saber. Nosotras solíamos jugar a veces con una niña que vivía al otro lado de la calle. Creo que Painter también tenía una hija. Una vez pregunté por ella, pero mi abuela me dijo que era ordinaria y no debíamos jugar con ella.
Charles cerró los puños. Repentinamente, sintió un desesperado deseo de tener a Tess a su lado, en parte por él y, en parte, para ponerla frente aquella muchacha a la que le habían enseñado a sentir desprecio por ella.
La puerta se abrió y entró la joven de la fotografía. Ángela Primero se puso de pie inmediatamente y cogió al bebé de los brazos de su hermana. Charles no sabía mucho sobre niños, pero calculó que aquél debía de tener unos seis meses.
– Éste es el señor Bowman, cariño. Le presento a mi hermana, Isabel Fairest.
La señora Fairest sólo tenía un año menos que su hermana, pero no aparentaba más de dieciocho. Era pequeña y delgada, de tez sonrosada y con unos enormes ojos azules. Charles pensó que parecía un conejito. Su cabello era rojizo, con reflejos dorados.
Roger era moreno y de ojos oscuros, Ángela tenía el pelo castaño y los ojos de color avellana. Ninguno de los tres se parecían. «La genética va más allá de lo que se ve a simple vista», pensó Charles.
La señora Fairest se sentó. No cruzó las piernas, permaneció con las manos en su regazo, como una niña. Era difícil hacerse a la idea de que estaba casada, y mucho más imaginar que había tenido un hijo.
Su hermana no dejaba de mirarla, y siempre que lo hacía, era para hacer carantoñas al bebé. La señora Fairest tenía una voz dulce y suave, con un ligero acento cockney.
– Te vas a cansar, querida. Déjalo en la cuna.
– Sabes que me encanta cogerlo en brazos. ¿No es precioso? ¿Vas a sonreír a tu tía? Reconoces a tía Ángela, ¿verdad que sí?, claro que sí, aunque no la hayas visto durante toda la semana.
La señora Fairest se levantó y se puso detrás de la silla de su hermana, y ambas empezaron a hacer cucamonas al bebé, le acariciaban las mejillas y colocaban un dedo para que él lo agarrase con sus manitas. Era evidente que las dos se querían mucho, pero mientras que Ángela profesaba por Isabel y su sobrino un amor maternal, ésta mostraba una visible dependencia de su hermana mayor. Charles tuvo la impresión de que se habían olvidado de él y se preguntó dónde encajaría el señor Fairest en aquel cuadro. Tosió discretamente.
– Me gustaría que me contase algo más sobre su niñez, señorita Primero…
– Oh, sí. (No llores, cielo. Tiene gases, querida.) En realidad, no recuerdo nada más de mi abuela. Mi madre volvió a casarse cuando yo tenía dieciséis años. Eso es lo que le interesa, ¿no es cierto?
– Desde luego.
– Bueno, como acabo de decir, mi madre volvió a casarse, y ella y mi padrastro querían que nos fuésemos a vivir a Australia. (¡Así es, sácalo! Bien, eso está mejor.) Pero yo no quise ir. Isabel y yo íbamos al colegio todavía, así que mí madre aguantó un par de años más y luego ella y su marido se marcharon sin nosotras. Bueno, era su vida, ¿no? Yo quería ir a una escuela superior, pero tuve que olvidarlo. Isabel y yo nos quedamos con la casa, ¿no es así, querida? Y nos pusimos a trabajar. (¿Mi chiquitín se va a echar un sueñecito?)
Era una historia bastante anodina, fragmentada y muy sucinta. Charles tuvo la impresión de que se quedaban muchas cosas en el tintero. Ella no había mencionado los apuros y las privaciones que seguramente habrían pasado. El dinero podía haber cambiado la situación de las dos hermanas, pero Ángela, al igual que su hermano, tampoco había dicho nada al respecto.
– Isabel se casó hace dos años. Su marido trabaja en Correos. Yo soy secretaria en un periódico. -Arqueó las cejas, sin sonreír-. Tendré que preguntarles si han oído hablar de usted.
– Sí, hágalo -dijo Charles con una complacencia que no sentía. Tenía que abordar el tema del dinero, pero no sabía cómo. La señora Fairest trajo una cuna de la otra habitación, acostaron al bebé y luego las dos se inclinaron sobre él y le acunaron con ternura. Aunque era casi medio día, ninguna de ellas le había ofrecido una copa o una simple taza de café. Charles pertenecía a una generación acostumbrada a tomar tentempiés a todas horas; una taza de esto, un vaso de lo otro, picar algo de la nevera… Seguramente, ellas también. Recordó entonces la hospitalidad de Roger. La señora Fairest levantó la vista y, con voz suave, dijo:
– Me encanta venir aquí. Es tan tranquilo. -Arriba, continuaba el zumbido de la aspiradora-. Mi marido y yo sólo tenemos una habitación. Es bonita y espaciosa, pero hay mucho ruido los fines de semana.
Charles sabía que era una impertinencia, pero no tenía alternativa.
– Me sorprende que su abuela no les dejara nada en herencia.
Ángela Primero se encogió de hombros. Arropó al bebé con la manta, se enderezó y, con voz áspera, dijo:
– Así es la vida.
– ¿Se lo cuento, querida? -Isabel Fairest tocó su brazo y la miró tímidamente a la cara, esperando su consejo.
– ¿Para qué? Es algo que a él no le interesa. -Miró fijamente a Charles y luego, con inteligencia, añadió-: No se pueden publicar ese tipo de cosas en un periódico. Es difamación.
¡Maldita sea! ¿Por qué no habría dicho que era de Hacienda? Si lo hubiera hecho, podría haber abordado el tema del dinero sin preámbulos.
– Pero creo que la gente debe saberlo -dijo la señora Fairest, mostrando más entereza de la que él la hubiera creído capaz-. De veras, querida, siempre he pensado así, desde que me enteré. Creo que la gente debe saber cómo se ha portado él con nosotras.
Charles guardó su cuaderno ostensiblemente.
– Esto es confidencial, señora Fairest.
– ¿Ves, querida? No va a contar nada. Aunque me da igual si lo hace. La gente debería de saber más cosas sobre Roger.
Se había ido de la lengua. Los tres respiraban entrecortadamente. Charles fue el primero en controlarse y logró sonreír con calma.
– Bueno, se lo contaré. ¡Si lo publica usted en su periódico y me mandan a la cárcel, me da lo mismo! La abuela Rose dejó diez mil libras y todos deberíamos haber recibido una parte, pero no fue así. Roger (nuestro hermano) se quedó con todo. Yo no entiendo por qué, pero Ángela lo sabe mejor. Mi madre tenía un amigo que era procurador en el mismo bufete donde trabajaba Roger, y nos dijo que podíamos intentar llevar el caso ante los tribunales, pero mamá se negó porque le parecía terrible tener que demandar a su propio hijo. Nosotras sólo éramos unas niñas y no podíamos hacer nada, desde luego. Mamá decía que Roger nos ayudaría, aunque legalmente no tuviera que hacerlo, tenía una obligación moral, pero no fue así. Él seguía aplazando su ayuda y finalmente, mamá se peleó con él. No le hemos visto desde que yo tenía diez años y Ángela once. Ahora, si le encontrase por la calle, no lo reconocería.
Era un relato enigmático. Los tres eran nietos de la señora Primero y si ella no hizo testamento, tenían el mismo derecho a heredar una parte de su dinero. Y a él le constaba que efectivamente la señora Primero no lo había hecho.
– Mire, no quiero ver todo esto publicado en su periódico -dijo Ángela Primero de repente.
«¡Qué lástima! hubiera sido una buena profesora -pensó Charles-, pues es cariñosa con los niños pequeños, y tiene carácter cuando hace falta.»
– No aparecerá nada de esto -dijo, sin faltar a la verdad.
– Verá, más vale que sea así. Nosotras, simplemente, no pudimos hacer frente a una demanda judicial. Además, no hubiésemos tenido ninguna posibilidad de ganar. Según la ley, Roger tenía derecho a quedarse con todo. La verdad es que sí mi abuela hubiese muerto un mes más tarde, hubiera sido todo muy diferente.
– No acabo de entenderlo -dijo Charles. Le costaba disimular su exaltación.
– ¿Conoce usted a mi hermano?
Charles asintió y seguidamente negó con la cabeza. Ella lo miró con recelo. Acto seguido, hizo un gesto dramático. Cogió a su hermana por los hombros y la empujó hacia delante, poniéndola frente a él.
– Él es pequeño y moreno -dijo ella-. Fíjese en Isabel, míreme a mí. No nos parecemos, ¿no es cierto? No parecemos hermanas, porque no lo somos y Roger tampoco es nuestro hermano. Aunque él es, sin duda, el hijo de mis padres y la señora Primero era su abuela. Mi madre no podía tener más hijos. Esperaron durante once años, y cuando se dieron cuenta de que era imposible, me adoptaron a mí y un año después, a Isabel.
– Pero… yo… -tartamudeó Charles-. Ustedes fueron adoptadas legalmente, ¿no es cierto?
Ángela Primero había recobrado la compostura. Rodeó con el brazo a su hermana que había empezado a llorar.
– En efecto, fuimos adoptadas legalmente. Daba lo mismo. Los hijos adoptados no pueden heredar cuando el difunto muere sin hacer testamento; o así eran las cosas en septiembre de 1950. Ahora, sí. Por aquel entonces, estaban a punto de aprobar un decreto y, el 1 de octubre de 1950, se convirtió en ley. ¡Qué mala suerte la nuestra!, ¿no le parece?
En la fotografía colocada en la ventana de la agencia inmobiliaria, Victor’s Piece aparecía engañosamente atrayente. Quizá el agente hubiese perdido ya la esperanza de venderla por un valor superior al del solar, porque cuando Archery solicitó información sobre ella, fue recibido con una aparatosidad casi servil. El clérigo salió de allí con el prospecto, las llaves de la casa y un permiso para verla cuando quisiera.
No divisó ningún autobús, así que regresó caminando a la parada que había al lado del Olive and Dove y esperó en la sombra. Al poco rato, sacó el prospecto de su bolsillo y lo ojeó. «Una espléndida propiedad con carácter -leyó- que sólo requiere un poco de imaginación por parte del propietario para darle un nuevo hálito de vida…» No se hacía mención alguna a la tragedia, ni alusión a la forma violenta en que murió su anterior propietaria.
Pasaron dos autobuses en dirección a Sewingbury y otro con destino a la estación de Kingsmarkham. Archery estaba leyendo todavía, comparando los eufemismos del agente de la inmobiliaria con la descripción de la casa que aparecía en la transcripción judicial que él tenía, cuando un coche plateado se detuvo junto al bordillo.
– ¡Señor Archery!
Volvió la cabeza. El sol se reflejaba en los alerones y el parabrisas. El dorado cabello de Imogen Ide brillaba aún más que el metal resplandeciente.
– Voy a Stowerton. ¿Puedo llevarle?
Se sintió repentina e irracionalmente contento. Todo desapareció: su compasión por Charles, el pesar por la muerte de Alice Flower y la impotencia que sentía al enfrentarse a la poderosa maquinaria de la ley. Rebosaba de una alegría peligrosa y absurda y, sin detenerse a analizarla, se acercó al coche. La carrocería quemaba como el fuego, como si un rayo de plata le atravesara la mano.
– Mi hijo se ha llevado mi coche -dijo-. No voy a Stowerton, sino a un lugar que está cerca, una casa llamada Victor’s Piece.
Al oírlo, ella arqueó ligeramente las cejas y él supuso que, como todo el mundo, Imogen debía de conocer la historia, porque lo miraba de una manera extraña. Al subir al coche, su corazón latía con fuerza. Los latidos, continuos y rítmicos, en el lado izquierdo de su pecho eran tan intensos, casi dolorosos, que Archery rezó para que disminuyesen antes de que una mueca de dolor se reflejase en su rostro o tuviese que llevarse la mano al pecho.
– Veo que no se ha traído a Perro consigo -comentó.
Ella reanudó la marcha.
– Hace demasiado calor para él -dijo-. Supongo que no estará usted pensando en comprar Victor’s Piece, ¿verdad?
Su corazón ahora ya estaba más tranquilo.
– ¿Por qué lo dice? ¿Acaso conoce usted la casa?
– Perteneció a un pariente de mi marido.
«Ide -pensó él-, Ide.» Archery no sabía qué había ocurrido con la casa después de la muerte de la señora Primero. Quizá hubiese pertenecido a alguno de los Ide antes de convertirse en una residencia de ancianos.
– Tengo las llaves y el permiso para verla -dijo-, pero no pienso comprarla, por supuesto. Es sólo… bueno…
– ¿Curiosidad? -Mientras conducía no podía mirarle, pero Archery sentía los pensamientos de Imogen concentrados en él, con más intensidad que una mirada-. ¿Es usted aficionado al género negro? -Hubiese sido natural que ella añadiera su nombre al final de la pregunta, pero no lo hizo. A él le pareció que lo había omitido porque «señor Archery» resultaba, de pronto, demasiado formal, y su nombre de pila, demasiado íntimo. Prosiguió-: Verá, creo que le acompañaré. No tengo que estar en Stowerton hasta las doce y media. ¿Me permite ser su guía?
«Imogen Ide será quien me guíe…» -Esta rima infantil y tonta [6]- resonaba en su mente como un viejo madrigal en tono menor, prácticamente olvidado. Él no contestó, pero ella debió tomar su silencio por una respuesta afirmativa, porque en vez de dejarle junto a la entrada, disminuyó la velocidad y entró por el camino bordeado de árboles entre los cuales asomaban los gabletes oscuros.
Incluso bajo aquel cielo despejado la casa tenía un aspecto siniestro y amenazador. Sus ladrillos ocres estaban cruzados por un enrejado de maderas deterioradas y se veían dos ventanas rotas. El parecido entre la casa y la fotografía de la inmobiliaria era mínimo, como el que podía existir entre la postal de un balneario y su establecimiento real. El fotógrafo había eliminado con mucho ingenio o, si no, posteriormente, la maleza, las zarzas, las manchas de humedad, los marcos rotos de madera podrida y el aire de decadencia y había logrado disimular también su tamaño desproporcionado. La verja colgaba de las bisagras, así que Imogen pasó directamente por la abertura y recorrió el camino de entrada hasta la puerta principal.
Este momento debería haber sido importante para él, pues veía por primera vez la casa donde el padre de Tess había cometido -o no-, un crimen. Debería haber tenido los sentidos despiertos para absorber el ambiente, tomar buena nota de los detalles del lugar y los alrededores que la policía, con sus prisas, había pasado por alto. En su lugar, era plenamente consciente de que no era un observador, un historiador, sino sólo un hombre que vivía en el presente y que en ese momento se distanciaba de su pasado. Archery no se había sentido tan vivo desde hacía mucho tiempo y, por eso, apenas prestaba atención a lo que le rodeaba. Las cosas no le afectaban y, menos aún, los sucesos pretéritos. Sólo existían sus emociones. Veía aquella casa tan sólo como un lugar abandonado en el que pronto entraría con aquella mujer y se quedarían a solas.
Al pensar esto, algo le advirtió que era mejor no entrar. Sería fácil decir que sólo le interesaba ver los terrenos. Ella bajó del coche y miró hacia arriba, a las ventanas, entrecerrando los ojos contra la luz.
– ¿Entramos? -le preguntó.
Él introdujo la llave en la cerradura, mientras ella permanecía detrás, muy cerca. Esperaba encontrar un fuerte olor a humedad en el vestíbulo, pero apenas lo notaba. El espacio estaba cruzado por los rayos de luz que entraban por las ventanas polvorientas y en los que bailaban una miríada de motas de polvo. Imogen Ide tropezó al engancharse el tacón de su zapato en una vieja alfombra que cubría el suelo de baldosas. Instintivamente, él alargó la mano para sostenerla y, al hacerlo, sintió el roce de su seno derecho en su brazo.
– ¡Tenga cuidado! -dijo, sin mirarla. Con su zapato ella había levantado una pequeña nube de polvo y se rió con nerviosismo. Quizá fuese eso, una simple risa, pero él era incapaz de discernirlo porque todavía podía sentir el suave peso de ella sobre su brazo, como si Imogen no tuviera prisa por apartarse de él.
– Este sitio está muy mal ventilado -dijo-. Me hace toser. Aquella es la habitación donde se cometió el asesinato; por allí. -Abrió una puerta y él vio un suelo de tablones de abeto, una chimenea de mármol y grandes manchas descoloridas en las paredes, en los lugares en los que antaño habían estado colgados los cuadros-. Las escaleras están detrás y en el otro lado la cocina, donde la pobre Alice preparaba el almuerzo aquel domingo.
– Prefiero no subir -dijo él, rápidamente-. Hace demasiado calor y hay mucho polvo, se ensuciará usted el vestido. -Respiró hondo, se alejó de ella y se apoyó en la repisa del hogar. Aquí, justo en este sitio, fue donde la señora Primero recibió el primer hachazo; allí debía estar el cubo de carbón, y todo aquel lugar salpicado de sangre. En tono petulante, añadió-: La escena del crimen.
Ella entrecerró los ojos y se acercó a la ventana. El silencio se hacía insoportable y él buscó palabras para llenarlo. Un lugar como ése se prestaba a todo tipo de comentarios, que incluso meros conocidos podrían intercambiar. El sol del mediodía proyectaba la sombra de Imogen de forma exacta. Era como una figura recortada en papel de seda negro, y él sintió el deseo de caer de rodillas y tocarla, en la certeza de que aquello era todo lo que podía ambicionar.
Fue ella quien rompió el silencio. Él no se había parado a pensar en lo que ella podía decir, pero desde luego no esperaba aquello.
– Se parece usted mucho a su hijo, o al revés.
La tensión disminuyó. Él se sintió engañado e irritado.
– No sabía que lo conociera -dijo.
Ella no respondió. En sus ojos había un brillo juguetón.
– No me dijo usted que su hijo trabajaba para un periódico.
Archery sintió náuseas. Ella debió estar allí, en casa de los Primero, cuando Charles fue a entrevistar a Roger. ¿Debería secundar a su hijo en su mentira?
– Se parece muchísimo a usted -continuó ella-. Aunque no caí en la cuenta hasta después de que se hubiese marchado. Entonces, al pensar en su aspecto y en su nombre, supuse que Bowman era el seudónimo que utiliza cuando escribe para el Planet, ¿a que sí?, lo he adivinado. Roger no se ha dado cuenta todavía.
– No acabo de entender una cosa -empezó Archery. Se preguntaba si tendría que explicárselo todo. Señora Ide…
Ella se echó a reír, pero dejó de hacerlo cuando advirtió la consternación en el semblante de Archery.
– Creo que los dos nos hemos estado engañando. Ide era mi apellido de soltera, el que utilizaba cuando era modelo.
Él se dio media vuelta y apretó la palma sudorosa de su mano contra el mármol. Imogen dio un paso hacia él y le envolvió con el olor de su perfume.
– ¿La señora Primero era el pariente a quien pertenecía esta casa y que está enterrado en el cementerio de Forby? -Archery no tuvo que esperar su respuesta, la percibió en su mirada. Prosiguió- No me explico cómo he podido ser tan estúpido. -Era peor que eso, había hecho el ridículo. ¿Qué pensaría ella mañana, cuando saliese el Planet? Avergonzado, rezó una oración estúpida, pidiendo a Dios que Charles no hubiese descubierto nada comprometedor sobre la cuñada de Imogen-. ¿Me perdonará?
– No tengo nada que perdonarle, ¿no es así? -Parecía estar confusa, y no era de extrañar. Él le había pedido perdón por una ofensa que ella aún no había sufrido-. Tengo tanta culpa como usted. No sé por qué no le dije que me llamaba Imogen Primero. -Hizo una pausa y luego continuó-: No fue intencionado. Ha sido una casualidad. Estábamos bailando… otra persona se nos acercó… son cosas que pasan.
Él levantó la cabeza y la sacudió ligeramente. Luego, se alejó de ella, en dirección al vestíbulo.
– Tiene que ir a Stowerton, si no me equivoco. Fue muy amable por su parte al traerme.
Ella estaba justo detrás de él, sujetándole el brazo con la mano.
– No ponga esa cara -dijo-. ¿Qué es lo que se supone que ha hecho? Nada, absolutamente nada. Fue simplemente un… un error social.
Su mano era pequeña y frágil pero insistente. Sin saber por qué, quizá porque le pareció que ella necesitaba consuelo, la cubrió con la suya. En vez de retirarla, ella dejó su mano bajo la de Archery y, al suspirar, él la sintió temblar perceptiblemente. Se volvió hacia ella, embargado por una vergüenza que le paralizaba como una enfermedad. Su rostro estaba a escasa distancia del de ella, luego, a tan sólo unos centímetros y, de pronto, no hubo distancia alguna, su rostro se desvaneció y sólo quedaron unos suaves labios.
Su vergüenza se transformó en una ola de deseo, aún más abrumador y exquisito, porque no había sentido nada semejante desde hacía veinte años o, quizá, nunca. Desde que terminó sus estudios en Oxford, no había besado a otra mujer que no fuese Mary, y apenas había estado a solas con alguna que no fuese anciana, enferma o moribunda. No sabía cómo terminar aquel beso, y tampoco si eso se debía a su inexperiencia o al anhelo de prolongar algo que significaba mucho más, pero no lo bastante, que tocar una sombra.
Imogen se apartó repentinamente pero sin violencia. Archery no intentó retenerla.
– ¡Dios mío! -dijo ella, pero no sonreía. Su rostro estaba muy pálido.
Había muchas palabras para justificar su comportamiento: «No sé que me ha impulsado a hacerlo» o «Ha sido un arrebato, me he dejado llevar por un impulso…» La sola idea de mentir le ponía enfermo. La verdad parecía ser más apremiante que su deseo y, aunque a ella le sonase a mentira en el futuro, decidió decírselo.
– La amo. Creo que la he querido desde que la vi por primera vez. Sí, estoy seguro de ello. -Levantó las manos, se tocó la frente y las yemas de sus dedos helados parecieron abrasarle, como la nieve quema sobre la piel. Prosiguió-: Estoy casado. Usted ya lo sabe, quiero decir que mi mujer está viva, y soy clérigo. No tengo derecho a amarla y le prometo que procuraré no volver a estar a solas con usted.
Ella le miró desconcertada con los ojos muy abiertos, pero él no pudo saber cuál de sus confesiones la había turbado más. Se le ocurrió que podía estar incluso asombrada de la lucidez con la que él había hablado, pues hasta entonces se había estado expresando de forma casi incoherente.
– Nunca me he atrevido a pensar -dijo, porque su último comentario le pareció teñido de vanidad- que para usted haya existido alguna tentación. -Ella abrió la boca para decir algo, pero él añadió inmediatamente-: No diga nada, por favor, es mejor que coja su coche y se vaya, se lo ruego.
Ella asintió con un gesto. A pesar de sus promesas anteriores, Archery deseaba que se le acercase de nuevo, aunque sólo fuese para tocarle. Su desazón le impedía casi respirar. Ella hizo un pequeño gesto de impotencia como si estuviese dominada por una emoción que la sobrepasaba. Entonces, se dio la vuelta, evitando mirarle, cruzó corriendo el vestíbulo y salió por la puerta principal.
Cuando ella se marchó, Archery se dio cuenta de que ni siquiera le había preguntado por qué le había acompañado hasta la casa. Ella no había hablado apenas y él, en cambio, le había abierto su corazón. Quizá se estaba volviendo loco, porque era incapaz de comprender cómo podían esfumarse veinte años de autodisciplina como si se tratase de una lección impartida a un niño aburrido.
La casa era tal y como estaba descrita en la transcripción del juicio. Sin emoción ni empatía, Archery examinó su disposición, el largo pasillo que unía la puerta principal con la trasera, donde Painter había colgado su impermeable, la cocina y las escaleras, estrechas y encajonadas entre paredes. Un sentimiento sobrecogedor se apoderó de él, se dirigió hacia la puerta trasera y corrió el cerrojo.
Reinaba un silencio sepulcral en el jardín, bañado por un sol despiadado. La luz y el calor le mareaban. A primera vista, ni siquiera pudo localizar la cochera. Luego se dio cuenta de que había estado mirándola desde que salió al jardín; lo que había tomado por un enorme arbusto era de hecho un sólido edificio de ladrillos y argamasa completamente cubierto por una parra. Caminó hacia él, sin sentir interés, ni siquiera curiosidad. Caminaba hacia allí por hacer algo y porque esa casa escondida por un millón de hojas temblorosas suponía, al menos, una especie de objetivo.
Las puertas estaban cerradas con un candado. Archery sintió alivio. De esta manera no se sentía en la necesidad de actuar. Se apoyó contra el muro y las hojas frías y húmedas rozaban su rostro. Al cabo de un rato, descendió por el camino y salió por la portilla rota. Como había previsto, el coche plateado no estaba allí. Casi inmediatamente, llegó un autobús. Se había olvidado de cerrar la puerta trasera de Victor’s Piece.
Archery devolvió las llaves a la agencia inmobiliaria y luego se demoró unos momentos, mirando la fotografía de la casa. Era como contemplar el retrato de una muchacha que habías conocido de vieja, y empezó a sospechar si no habría sido tomada treinta años antes de que la señora Primero la comprase. Después, dio media vuelta y regresó lentamente al hotel.
Generalmente a las cuatro y media no había un alma en el Olive and Dove; pero era sábado y, además, hacía un día precioso. El comedor estaba lleno de excursionistas y el vestíbulo atestado de viejos clientes y otros recién llegados, con sus servicios de té sobre bandejas de plata. Su corazón se puso a latir aceleradamente al ver que su hijo conversaba con un hombre y una mujer. Estaban de espaldas y él sólo pudo observar que la mujer tenía una larga melena rubia y el hombre era de pelo oscuro.
Con creciente nerviosismo, se dirigió hacia ellos, sorteando sillones, damas que sostenían sus tazas de té con dedos ensortijados, perros diminutos y asmáticos, tarros de berros y pirámides de bocadillos. Cuando aquella mujer volvió la cabeza, debería haber sentido alivio, pero, en cambio, le recorrió una punzada de decepción como la hoja de un largo puñal. Archery tendió la mano y sintió el tacto caliente de los dedos de Tess Kershaw.
Pensó en lo estúpida y extravagante que había sido su primera suposición. Kershaw le estrechó la mano y él pensó que su rostro vivaz, surcado de arrugas expresivas, no se parecía en nada a la cerúlea palidez de Roger Primero. En realidad, el pelo del padrastro de Tess no era oscuro, sino ralo y canoso.
– Charles pasó por nuestra casa de regreso de Londres -dijo Tess. Con su blusa de algodón blanco y su falda de sarga azul, debía ser, tal vez, la mujer peor vestida de todo el local. Como si quisiese justificarse, añadió rápidamente-: Cuando nos contó lo que había averiguado, lo dejamos todo y vinimos con él. -Se levantó, se acercó hasta la ventana y se puso a contemplar el exterior, en aquella tarde calurosa. Al volver de nuevo junto a ellos, dijo-: Es muy extraño. De niña, tuve que pasar por aquí miles de veces y, sin embargo, no me acuerdo de nada.
Quizá de la mano de Painter. Y mientras caminaban, el asesino y su hija, ¿es posible que él observara el tráfico y pensara en cómo podía formar parte de él? Archery intentó no ver en el rostro fino y anguloso que tenía frente a él, los crudos rasgos del hombre que Alice Flower había apodado el Bestia. Pero, después de todo, ellos estaban ahí para probar que no había sido Painter.
– ¿Qué has averiguado? -le preguntó a Charles, con una nota de crispación.
Charles se lo contó.
– Y, después, fuimos todos a Victor’s Piece. Pensábamos que no íbamos a poder entrar, pero alguien había dejado la puerta trasera abierta. Examinamos la casa entera y vimos que Primero podía haberse escondido fácilmente.
Archery volvió un poco la cabeza. Ese nombre estaba ahora ligado a muchos recuerdos, en su mayoría dolorosos.
– Se despidió de Alice, abrió y volvió a cerrar la puerta principal sin salir afuera y luego se escondió en el comedor; nadie lo utilizaba y estaba oscuro. Alice salió de la casa y… -Charles vaciló, buscando las palabras adecuadas para no herir la sensibilidad de Tess-. Y cuando Painter se marchó después de dejar el cubo de carbón, Roger Primero salió de su escondrijo, se puso el impermeable que estaba colgado en la puerta trasera y… lo hizo.
– Es sólo una teoría, Charlie -dijo Kershaw-, pero encaja con los hechos.
– No sé… -empezó Archery.
– Papá, ¿es qué no quieres que se demuestre la inocencia del padre de Tess?
«No -pensó Archery- si eso significa incriminar a su marido. De eso, ni hablar. Aunque no puedo evitar el daño que ya le he causado, no quiero infligirle más.»
– El móvil que acabas de mencionar… -dijo desafiante.
Con entusiasmo, Tess le interrumpió.
– Ése sí que es un móvil, un verdadero móvil. -Archery sabía perfectamente qué quería decir. Diez mil libras constituían una verdadera e irrefutable tentación, mientras que doscientas… Los ojos de la muchacha brillaban, pero enseguida se entristecieron. ¿Acaso pensaba que ahorcar a un hombre inocente era tan infame como matar a una anciana por un bolso lleno de billetes? ¿Tendría que vivir con aquello toda su vida? Pasase lo que pasase, ¿podría alguna vez librarse de todo ello?
– Primero trabajaba en el bufete de un procurador -dijo Charles, excitado-. Conocía bien la ley, tenía todo tipo de facilidades para ello, mientras que es probable que la señora Primero no estuviese al corriente de ese tema, especialmente si no leía los periódicos. De todas formas, es imposible estar al tanto de todas las leyes que van a ser aprobadas por el Parlamento. Probablemente, el jefe de Primero recibió una demanda de algún cliente relacionada con el anteproyecto de la ley y le pidió a Primero que lo consultase. Fue seguramente así como éste se enteró de que si su abuela moría sin hacer testamento antes del octubre de 1950, él heredaría todo su dinero, en cambio si muriese después de la aprobación de la ley, sus hermanas obtendrían dos tercios. Primero lo sabía, no había duda.
– ¿Qué piensas hacer?
– Me he puesto en contacto con la policía, pero Wexford no me puede recibir hasta el lunes, a las dos. Estará fuera el fin de semana. Me apuesto algo a que la policía nunca comprobó los movimientos de Primero. Conociéndoles, diría que tan pronto como tuvieron a Painter no se preocuparon de nadie más. -Miró a Tess y le cogió la mano-. Puedes decir lo que quieras sobre que éste es un país libre -dijo con hostilidad-, pero tú sabes tan bien como yo que en el subconsciente de todo el mundo «clase trabajadora» es más o menos sinónimo de «clase delincuente». ¿Por qué molestar al respetable pasante de un procurador, bien relacionado, cuando todas las pruebas inculpaban al chófer como principal sospechoso del asesinato?
Archery se encogió de hombros. Sabía por experiencia que era inútil discutir con Charles cuando éste se explayaba acerca de sus ideales seudocomunistas.
– Muchas gracias por tu entusiástico recibimiento -dijo Charles con sarcasmo-. ¿Por qué pones esa cara?
Archery no pudo decírselo. Se sintió abatido por la tristeza y, para poder responder a su hijo, escogió de entre los distintos sentimientos que le asolaban, alguno que pudiesen comprender todos.
– Pensaba en los niños -dijo-, en las cuatro niñas que han sufrido las consecuencias de ese crimen. -Sonrió a Tess y prosiguió-: Tess, desde luego, esas dos hermanas que visitaste y Elizabeth Crilling.
No añadió el nombre de otra mujer adulta que podía sufrir más que ninguna de ellas si Charles estaba en lo cierto.