17

Contuve la lengua y permanecí

mudo; me abstuve de pronunciar

siquiera buenas palabras; pero me

afligían un gran dolor y una pena.

Salmo 39, El entierro de los muertos


No es sangre -dijo Wexford-. ¿No saben lo que es? ¿No lo adivinaron por el olor? -Cogió la botella que habían encontrado debajo del aparador y la levantó. Archery estaba sentado en el sofá del salón de la señora Crilling contrito y exhausto. Se oían pasos y portazos procedentes de la otra habitación, donde dos hombres de Wexford continuaban el registro. Los vecinos de arriba habían vuelto alrededor de las doce, de festejar la noche del sábado y el hombre llegó un poco ebrio. La mujer tuvo un ataque de histeria durante el interrogatorio de Wexford.

Ya se habían llevado el cuerpo de la señora Crilling. Charles cambió su silla de lugar para no tener que ver las manchas de licor de cerezas.

– Pero ¿por qué? ¿Por qué ha sido? -susurró.

– Su padre lo sabe. -Wexford miró fijamente a Archery, con una mirada opaca en sus ojos penetrantes. Se sentó frente a ellos en una silla baja de madera-. En cuanto a mí, bueno, yo no lo sé pero puedo adivinarlo. No dejo de pensar en otra escena similar que vi, hace mucho, mucho tiempo. Exactamente dieciséis años. Un vestido rosa con volantes de niña que no se lo podría volver a poner porque estaba manchado de sangre.

Había empezado a llover de nuevo y el agua repiqueteaba contra los cristales de las ventanas. Archery pensó en el frío que haría en Victor’s Piece, un lugar gélido y misterioso como un castillo desierto en medio de un bosque de árboles mojados. El inspector jefe poseía una especie de sexto sentido cercano a la telepatía. El clérigo intentó alterar el rumbo de sus pensamientos por temor a que Wexford los adivinase, pero la pregunta llegó antes de que pudiese descartar aquellas imágenes de su mente.

– Dígame, señor Archery, ¿dónde está?

– ¿De quién habla?

– De la hija.

– ¿Por qué piensa que yo lo sé?

– Escúcheme -dijo Wexford-. Hemos comprobado que la última persona que la vio fue un farmacéutico de Kingsmarkham. ¡Oh, sí!, lo primero que hicimos fue visitar todas las farmacias, naturalmente. Este recuerda que, cuando ella estaba en la tienda, había también dos hombres y una muchacha, un hombre joven y otro mayor, padre e hijo, evidentemente.

– No hablé con ella -dijo Archery, sinceramente. El olor le daba náuseas. Sólo quería que le dejaran en paz y le permitieran irse a dormir, salir de aquella habitación donde Wexford les había retenido desde que le avisaron.

– La señora Crilling lleva muerta seis o siete horas. Ahora son las tres menos cuarto y usted salió del Olive and Dove a las ocho menos cuarto. El camarero del bar le vio entrar a las diez. ¿A dónde fue, señor Archery?

Éste no contestó. Hacía muchos años -¡años no, siglos!- se vio en una situación similar, en la escuela. Si confiesas, traicionas a alguien; si no lo haces, todo el mundo sufre las consecuencias. ¡Tenía gracia! No era la primera vez que comparaba a Wexford con un director de escuela.

– Usted sabe dónde está -afirmó el inspector jefe en tono amenazador-. ¿Quiere que le acusen de complicidad?

Archery cerró los ojos. De súbito, comprendió la razón por la que rehusaba colaborar. Aunque iba en contra de su religión y era incluso perverso, deseaba de corazón que los temores de Charles respecto a la chica se hubieran cumplido.

– Papá… -dijo Charles, pero como su padre no le contestó, se encogió de hombros y miró a Wexford con ojos consternados-. ¡Qué más da! Está en Victor’s Piece.

Archery tomó conciencia de que había estado conteniendo la respiración. Se relajó y exhaló un profundo suspiro.

– Está en uno de los dormitorios contemplando la cochera y soñando con un montón de arena. Me preguntó qué le iban a hacer y no la entendí… ¿Qué le van a hacer?

Wexford se levantó.

– Bueno, señor… -Archery tomó nota de ese «señor» como señal de un retorno al tratamiento del guante de seda-. Al igual que yo, usted sabe que ya no se castiga con la muerte… -lanzó una mirada hacia el lugar en que habían hallado el cuerpo de la señora Crilling- las ofensas más ignominiosas y graves.

– ¿Podemos irnos ya? -preguntó Charles.

– Hasta mañana -dijo Wexford.

Al salir por la puerta se encontraron con la lluvia, que caía con tanta fuerza que parecía una cortina de espuma. Durante la siguiente media hora el agua estuvo repiqueteando sobre el techo del coche, filtrándose a través de la ventanilla superior entreabierta. Archery tenía un charco alrededor de los pies, pero estaba demasiado cansado para concederle importancia.

Charles le acompañó a su habitación.

– No es el mejor momento para hacerte esta pregunta -dijo-. Falta poco para el amanecer y Dios sabe lo que tendremos que soportar mañana, pero necesito saberlo. Prefiero saberlo. ¿Qué más te contó esa muchacha en Victor’s Piece?

Archery había oído que, en determinadas situaciones, las personas recorrían frenéticamente una habitación como fieras enjauladas. Nunca se había imaginado a sí mismo en un estado de tensión tal que, a pesar de sentirse exhausto, encontraría alivio en cruzar y volver a cruzar la habitación, cogiendo objetos y volviendo a dejarlos en su sitio, con manos temblorosas. Charles aguardaba, sintiéndose demasiado desdichado como para mostrarse impaciente. El sobre con la carta para Tess estaba encima del tocador, al lado de la tarjeta de la tienda de recuerdos turísticos. Archery la cogió y jugueteó con ella, arrugando los bordes decorados de la cartulina. Luego, se acercó a su hijo, posó las manos sobre sus hombros con suavidad, le miró a aquellos ojos que se parecían tanto a los suyos y dijo:

– Lo que me contó no te concierne. Sería como, bueno, una pesadilla ajena. -Charles no se movió-. ¡Pero me gustaría que me dijeses dónde viste los versos que están impresos en esta tarjeta!


Era una mañana gris y fría, una de las que se ven en trescientos de los trescientos sesenta y cinco días del año, sin lluvia ni sol, sin escarcha ni niebla. Una mañana anodina. El guardia de tráfico llevaba puesta la chaqueta oscura, las tiendas habían recogido los toldos a rayas y los transeúntes aceleraban el paso.

El inspector Burden escoltó a Archery hasta la comisaría. El clérigo sintió una punzada de vergüenza al responder a la amable pregunta del agente sobre cómo había pasado la noche. Había dormido como un tronco. Quizá tampoco se le hubiese turbado el sueño si hubiese sabido ya lo que acababa de comunicarle el inspector: Elizabeth Crilling estaba viva.

– Nos acompañó sin oponerse -dijo Burden y, con cierta indiscreción, añadió-: Para decirle la verdad, señor, nunca la he visto tan tranquila y cuerda y… bueno, en paz, por así decirlo.

– Supongo que estará deseando regresar a casa -le dijo Wexford, cuando Burden les dejó a solas en el despacho azul y amarillo-. Tendrá que volver para la investigación y la vista, ya que fue usted quien encontró el cadáver.

Archery suspiró.

– Elizabeth encontró un cadáver hace dieciséis años. Si no hubiese sido por la vanidad y el egoísmo de su madre, la codicia por obtener algo a lo que no tenía derecho, eso no habría ocurrido. Puede ser que esa codicia se volviera contra ella y la destruyera mucho después de que su propósito original se frustrase, o que Elizabeth guardase rencor a su madre porque ésta se negaba a hablar de Painter y a sacar su terror a la luz.

– En efecto -dijo Wexford-. Los dos motivos son plausibles. Y también puede ser que, cuando Liz salió de la farmacia y volvió a Glebe Road, la señora Crilling tuviese miedo de pedir otra receta y Liz, en la desesperación del síndrome de abstinencia, la estrangulase.

– ¿Puedo verla?

– Me temo que no. Empiezo a comprender lo que ella vio hace dieciséis años y lo que le contó a usted anoche.

– Después de hablar con ella fui a ver al doctor Crocker. Quiero que vea esto. -Archery le entregó la carta del coronel Plashet y le señaló en silencio la página reveladora con su dedo vendado-. Pobre Elizabeth -murmuró-. Quería regalarle a Tess uno de sus vestidos por su quinto cumpleaños. A menos que Tess haya cambiado mucho desde entonces, no creo que ese regalo hubiese significado mucho para ella.

Wexford leyó la carta, cerró brevemente los ojos y sonrió:

– Entiendo. -Dijo con calma mientras volvía a meterla en el sobre.

– Tengo razón, ¿no es cierto? ¿No estoy tergiversando las cosas, creándome falsas ilusiones? Verá, ya no me fío de mi propio juicio. Necesito la opinión de un experto en deducción. Estuve en Forby y vi la fotografía, tengo la carta y he hablado con el doctor. Si usted tuviese las mismas pistas, ¿no habría llegado a la misma conclusión?

– Es usted muy amable, señor Archery. -Wexford sonrió irónicamente-. Recibo más quejas que cumplidos. Bueno, en cuanto a las pistas y a las conclusiones, estoy de acuerdo, pero yo lo habría averiguado mucho antes.

»Mire -continuó-, todo depende de lo que uno esté buscando y, de hecho, señor, usted no sabía lo que estaba buscando. Usted estaba empeñado en desmentir algo frente a, bueno, como usted mismo ha dicho, la deducción de profesionales. Lo que ha descubierto conduce al mismo punto que teníamos. Es decir, para usted y su hijo. Pero no ha cambiado el statu quo para la justicia. Nosotros nos habríamos asegurado, desde el principio, de que sabíamos exactamente lo que estábamos buscando, es lo elemental. Cuando uno llega a este punto, importa muy poco quién ha cometido el crimen. Pero usted lo miraba a través de una lente que le venía grande.

– Una lente demasiado oscura -dijo Archery.

– No me gustaría estar en su lugar en su próxima entrevista.

– Es curioso -dijo Archery pensativamente, mientras se levantaba- que partiendo de opiniones opuestas, al final los dos tengamos la razón.

Wexford le había dicho que tendría que volver. Él procuraría que sus visitas fuesen breves, sólo abriría los ojos cuando estuviese dentro del edificio del otro lado de la calle: el juzgado, y sólo hablaría para hacer su declaración. Archery había leído historias de personas conducidas a lugares desconocidos, con los ojos vendados y en vehículos herméticos para que no pudiesen reconocer los lugares que atravesaban. En su caso, la presencia de aquellos que su fe le permitía amar legítimamente sería la que le protegería de los recuerdos: Mary, Charles y Tess serían su antifaz y su capucha. Seguramente, no volvería nunca a esta habitación. Se volvió para mirarla por última vez, pero si pensaba que habría dicho la última palabra, estaba muy equivocado.

– Ambos estábamos en lo cierto. Yo con la razón y usted con la fe -dijo Wexford, mientras le daba un suave apretón de manos. Añadió-: Después de todo, no se podría haber esperado otra cosa.


Ella les abrió la puerta con cuidado, a regañadientes, como si esperase encontrar unos gitanos o un vendedor de cepillos de una marca desconocida.

– Perdone la interrupción, señora Kershaw -dijo Archery con exagerada cordialidad-. Charles quería ver a Tess y como nos venía de camino…

Es difícil dar la bienvenida a las visitas, incluso a las inoportunas, sin esbozar una sonrisa, pero Irene Kershaw no sonrió, sino que masculló algunas frases de las que Archery pudo descifrar alguna que otra palabra como: «agradable sorpresa», «inesperada», y «muy atareada». Él y su hijo consiguieron entrar en el vestíbulo, pero casi tuvieron que empujarla para que se apartase a un lado y les dejase pasar. Las mejillas de la señora Kershaw se encendieron y, recuperando la coherencia, le dijo a Charles:

– Tess ha salido un momento a comprar unas cosas para sus vacaciones. -Archery advirtió que estaba enfadada y no encontraba la forma de expresar su cólera ante unas personas adultas y de otra clase social-. Os habéis peleado, ¿no es cierto? ¿Qué es lo que pretendes? ¿Romperle el corazón? -¡Vaya!, por fin demostraba tener emociones, pero una vez que las manifestaba, parecía incapaz de controlarlas. Se le llenaron los ojos de lágrimas-. ¡Oh, querido…! no quería decir eso.

Archery se lo había explicado todo a Charles en el coche. Él debía encontrar a Tess y contárselo cuando estuvieran solos.

– Podrías bajar la cuesta. Charles, y esperar a que Tess vuelva de las tiendas. Te agradecerá que le eches una mano con los paquetes -dijo.

Charles vaciló, posiblemente porque no sabía cómo afrontar la acusación de la señora Kershaw y se resistía a volver a mencionar la expresión: «romperle el corazón». Entonces, dijo:

– Voy a casarme con su hija. Es lo que siempre he deseado.

La señora Kershaw palideció y, ahora que ya no había motivo para llorar, las lágrimas le resbalaron por las mejillas. Bajo otras circunstancias, Archery se hubiera sentido incómodo. En ese momento se dio cuenta de que la disposición actual de la madre de Tess, sus lágrimas y aquel tibio resentimiento -que era probablemente la única manera que ella conocía de manifestar su pasión- la harían más receptiva a lo que él tenía que decirle. Una tigresa cansada se escondía bajo ese insulso y mediocre exterior, una hembra capaz de saltar sólo cuando sus crías estaban en peligro.

Charles salió por la puerta principal. Cuando se quedaron a solas, Archery se preguntó dónde estarían los demás niños y cuándo regresaría Kershaw. Al igual que la última vez que estuvo en compañía de aquella mujer, no encontraba palabras con que expresarse. Ella tampoco hizo nada por ayudarle, sino que permaneció de pie, rígida e inexpresiva, enjuagándose las lágrimas con la yema de los dedos.

– ¿No sería mejor que nos sentáramos? -Archery hizo un vago gesto hacia la puerta de cristal-. Me gustaría charlar con usted, aclarar las cosas, yo…

Ella se recuperaba rápidamente, refugiándose en su respetabilidad.

– ¿Puedo ofrecerle una taza de té? -preguntó.

Archery no podía permitir que se evadiese, escudada en una conversación banal ante una taza de té.

– No, gracias. No, de verdad… -respondió.

La siguió al salón. Allí estaban los libros, los Reader’s Digest, los diccionarios y las obras sobre pesca de altura. El retrato de Jill colocado sobre el caballete ya estaba acabado, pero Kershaw había incurrido en el error de aficionado de no saber cuándo detenerse, y había arruinado el parecido con los últimos retoques. En el jardín, que se extendía ante él tan irreal como un tapiz bordado en colores chillones, los geranios Crampel tenían un color tan vivo que le deslumbraban.

La señora Kershaw se sentó protocolariamente y se plisó la falda sobre las rodillas. Llevaba un vestido de algodón, a pesar de que había vuelto a hacer frío. Archery pensó que ella era de ese tipo de mujeres que hasta que no están seguras de que ha llegado el buen tiempo siguen vistiendo ropa de invierno y, cuando empieza a hacer menos calor y amenaza tormenta, aún sacan el vestido fino, cuidadosamente planchado.

Había vuelto a enhebrar las perlas. Levantó la mano y enseguida la volvió a bajar, sin ceder a la tentación de tocarlas. Sus miradas se cruzaron y ella dejó escapar una risita nerviosa, tal vez consciente de que había delatado su pequeño vicio. Él suspiró para sus adentros, pues su rostro ya no mostraba signos de la turbación anterior, sino el natural desconcierto de una anfitriona que ignora el propósito de una visita y es demasiado discreta para peguntarlo.

Era imprescindible para Archery, esencial, despertar alguna emoción detrás de esa pálida y arrugada frente. Había ensayado varios preámbulos, pero ahora se quedó mudo. En cualquier momento ella empezaría a hablar del tiempo o de cuanto le gustaría una boda por la iglesia. Pero no fue así exactamente. Había olvidado su repertorio de comentarios prácticos para empezar una conversación entre dos extraños.

– ¿Cómo fueron sus vacaciones? -preguntó Irene Kershaw.

Muy bien. Eso le serviría.

– Si no me equivoco, Forby es su pueblo natal -dijo él-. Fui a ver una tumba mientras estaba allí. Ella acarició las perlas con la palma de su mano.

– ¿Una tumba? -Por un instante, su voz sonó ronca como antes, cuando había hablado de romperse un corazón; luego, recobrando su desapasionado acento de Purley, añadió-: ¡Claro!, la señora Primero está enterrada allí, ¿no es cierto?

– La tumba que visité no era la suya. -Y, con voz suave, citó-: «Ve, pastor, y descansa en paz…»-. Dígame, ¿por qué no conservó usted sus obras?

Había esperado una reacción fuerte, incluso violenta. Estaba preparado para hacer frente a una muestra de orgullo ofendido o a esa irrecusable e insulsa respuesta tan apreciada por todas las señoras Kershaw de este mundo: «Preferiría no hablar de ello, si no le importa.» Pero no había contado con aquella mirada asustada y, al mismo tiempo llena de admiración. Ella se encogió un poco en el sillón, si es que es posible encogerse al mismo tiempo que se permanece totalmente inmóvil, con los relucientes ojos muy abiertos, fijos como los de un muerto.

Su miedo le atemorizó. Era contagioso como un bostezo. ¿Y si sufría un ataque de histeria? Con extrema cautela, Archery prosiguió:

– ¿Por qué ha ocultado sus obras? Podían haberlas publicado o representado en el teatro. Es posible incluso que él hubiera alcanzado la fama póstuma.

Ella no respondió, pero ahora ya sabía lo que debía hacer, la respuesta le llegó como un regalo del cielo. Sólo tenía que seguir hablando, suave y sugestivamente. Las palabras fluyeron con facilidad, los tópicos y los clichés, las alabanzas a unas obras que jamás había visto y que no tenía motivo para creer que le gustasen; afirmaciones y promesas infundadas que, tal vez, no pudiese cumplir jamás. Durante todo ese tiempo no apartó sus ojos de ella, como un hipnotizador, asintiendo con la cabeza cuando ella lo hacía y cuando, por fin, en los temblorosos labios de la señora Kershaw se dibujó la huella de una sonrisa, él correspondió con otra.

– ¿Podría verlas? -se atrevió a decir-. ¿Querría usted enseñarme las obras de John Grace?

Archery contuvo la respiración mientras, con tortuosa lentitud, ella se subía encima de un taburete para alcanzar la última estantería. Los escritos de Grace estaban dentro de una gran caja de cartón de una tienda de ultramarinos, que anteriormente debió contener latas de melocotón. La cogió con una extraña reverencia, tan concentrada en su valioso tesoro que dejó caer al suelo las revistas apiladas encima.

Habría una docena de semanarios, pero la mirada de Archery se quedó clavada en una de las portadas, como si le hubiesen arrojado ácido a los ojos. Dejó de mirar la fotografía de aquel hermoso rostro, con el pálido cabello semioculto bajo un sombrero adornado con rosas de junio y esperó a que la señora Kershaw hablase, sus palabras le rescataron de su turbación y su tristeza.

– Supongo que fue Tess quien se lo dijo -susurró ella-. Era nuestro secreto. -Abrió la tapa de la caja para que él pudiese leer las palabras de la primera página del manuscrito: El rebaño. Oración en forma de drama, de John Grace-. Si usted me lo hubiese pedido antes se las habría enseñado. Tess me dijo que debía mostrárselas a cualquiera que se interesase por ellas y que… que pudiese comprenderlas.

Cuando sus ojos volvieron a encontrarse él logró retener la mirada trémula de Irene Kershaw en la suya. Sabía que sus pensamientos se traslucían en su mirada, y ella debió leerlos, pues le tendió la caja y dijo:

– Aquí las tiene. Puede quedárselas. -Asustado y avergonzado, retiró las manos y retrocedió. De repente, entendió cuáles eran las intenciones de la señora Kershaw, le entregaba como pago la más valiosa de sus posesiones-. Pero no me haga preguntas. -Dejó salir un débil quejido-. ¡No me pregunte sobre él!

Archery se cubrió impulsivamente los ojos con las manos, la mirada de Irene Kershaw se le hacía insoportable.

– No tengo derecho a juzgarla -murmuró.

– Sí, sí… está bien. -Le tocó en el hombro con firmeza, como si hubiese recuperado las fuerzas-. Pero no me pregunte sobre él. Mi esposo me dijo que usted quería saberlo todo acerca de Painter, Bert Painter, mi primer marido. Le diré todo lo que recuerdo de él, cualquier cosa que quiera saber.

Su juez y su torturador… Era mejor una rápida puñalada certera que este atroz e interminable sufrimiento. Apretó los puños hasta sentir el dolor de su dedo herido y la miró por encima de las hojas amarillentas del poema.

– No quiero saber nada más de Painter -dijo-. No es él quien me interesa. Sólo me interesa el padre de Tess… -Ni sus sollozos ni la mano que apretaba su brazo desesperadamente pudieron detenerle-. Y desde anoche sé -prosiguió en voz baja -que Painter no pudo ser su padre.

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