Si alguien conoce alguna causa o
impedimento para que estas dos
personas se unan en santo
matrimonio, que hable ahora o calle
para siempre.
Las amonestaciones del matrimonio
Si le hubiesen pedido que predijera el futuro de una persona como Theresa Painter ¿qué hubiera vaticinado? «Los niños como ella -meditó Wexford, mientras se recuperaba del segundo sobresalto- empezaban la vida marcados con un estigma, con una mancha en su nombre». El progenitor superviviente, los familiares bienintencionados y los crueles compañeros de clase a menudo empeoraban las cosas. Hasta aquel día apenas había pensado en el destino de aquella niña. Al pensar en ello entonces, supuso que la hubiera considerado afortunada si se hubiese convertido en una anónima obrera, quizá con alguna condena por haber cometido un par de hurtos.
En cambio, Theresa Painter había llegado a ser, aparentemente, una persona afortunada, bendecida con los mejores dones del mundo civilizado: bella, inteligente, con estudios superiores, relacionada con gente como el vicario, y comprometida con el hijo del mismo.
Wexford intentó recordar el primero de sus tres encuentros con la señora Painter. Había ocurrido aquel domingo de septiembre, a las ocho menos cuarto de la tarde. Él y el sargento que le acompañaba habían llamado a la puerta, al pie de las escaleras de la cochera, y la señora Painter había bajado para abrirles. Sin importar los dictados de la moda de la época en Londres, las jóvenes de Kingsmarkham llevaban el cabello recogido en un montón de apretados rizos, que caían luego hasta los hombros, al estilo de los años cuarenta. La señora Painter no era una excepción. Era rubia, llevaba la cara empolvada y los labios discretamente pintados de rojo. En 1950, las respetables matronas provincianas no se pintaban los ojos y la señora Painter era ante todo una mujer respetable. Aparte de eso, no se podía decir gran cosa. En su piel, fina y seca, empezaban a adivinarse unas incipientes arrugas, pequeños surcos producidos por su habitual costumbre de fruncir los labios en ademán pudibundo, al tiempo que avanzaba la barbilla con un mohín altanero.
La señora Painter adoptaba la misma postura ante la policía que otras personas tienen ante los insectos o los ratones. Cuando subieron todos al piso superior, ella alternaba las respuestas a sus preguntas con reiterados comentarios sobre la vergüenza que representaba recibir su visita. Era la mujer con los ojos más inexpresivos y más azules que jamás había visto Wexford. En ningún momento, ni siquiera cuando estuvieron a punto de llevarse a su marido, ella dejó entrever un sentimiento de horror o de lástima por él, sólo el temor a lo que podía pensar la gente al saber que la policía había estado interrogando a su esposo.
Quizá la señora Painter no fuese tan obtusa como él había pensado. En algún rincón de aquella respetable mosquita muerta y del trozo de carne con ojos de su marido, tenía que hallarse la fuente de la inteligencia de su hija. «Una joven muy inteligente», había dicho Archery. «¡Santo cielo! -pensó Wexford, al recordar cómo se jactaba de que su hija había aprobado los exámenes del bachillerato-. De todas formas, ¿qué sería eso de “grandes contemporáneos”? ¿Podía ser lo mismo que “modernos” que significaba “idiomas modernos”?» Wexford tenía la vaga idea de que podía ser el nombre, esotérico y deliberadamente enigmático, que se le daba a la filosofía y a la economía política, pero no quería mostrar su ignorancia ante Archery. ¡Filosofía! El inspector estuvo a punto de silbar. ¡La hija de Painter estaba haciendo una tesis; sí, de hecho, a punto de graduarse, en filosofía! Desde luego daba que pensar. Incluso hacía dudar…
– Señor Archery -dijo-, ¿está usted completamente seguro de que se trata de la hija de Herbert Arthur Painter?
– Por supuesto que sí, inspector. Me lo dijo ella misma. -Miró a Wexford con aire casi desafiante. Quizá pensase que el policía se reiría de lo que iba a decir. Es tan buena como hermosa dijo. Wexford permanecía impasible-. En Pentecostés vino a pasar unos días con nosotros. Fue entonces cuando la conocimos; naturalmente, nuestro hijo nos había escrito para anunciárnoslo. Nos causó una grata impresión.
»Inspector, los tiempos han cambiado desde que yo fui a la universidad. Tuve que afrontar la posibilidad de que mi hijo conociese a alguna muchacha en Oxford, y de que quisiese casarse con ella, a una edad en la que yo mismo, mucho antes de ordenarme, me seguía considerando un muchacho. He visto cómo algunos hijos de mis amigos se casaban a los veintiún años y estaba dispuesto a intentar ayudarle, darle algo con que empezar su nueva vida. Sólo esperaba que la muchacha que eligiese fuese una persona de nuestro agrado, en la que pudiéramos confiar.
»La señorita Kershaw (la llamaré así si no le importa) es el tipo de mujer que yo habría elegido para mi hijo: bella, elegante, bien educada, sociable. Verá, ella hace lo posible para disimular su atractivo, con esa ropa que llevan todos los jóvenes de hoy; el cabello alborotado, pantalones y un enorme abrigo negro de paño; ya sabe usted cómo son los muchachos. Todos se visten igual. Sin embargo, ella no puede ocultar su belleza.
»Mi mujer es un tanto impulsiva. Theresa no llevaba con nosotros más de veinticuatro horas cuando mi esposa empezó a bromear acerca de la boda. No entendí por qué los dos jóvenes se mostraban tan recelosos respecto a ese asunto. En sus cartas, Charles no cesaba de alabar a su novia y era evidente que los dos estaban muy enamorados. Entonces Theresa nos lo contó todo, sin rodeos. Dijo (recuerdo perfectamente sus palabras): “Creo que hay algo que debe saber sobre mí, señora Archery. Mi padre se llamaba Painter y le ahorcaron por asesinar a una anciana.”
»Al principio, mi mujer no se lo creía, pensaba que era una broma, pero Charles dijo: “Es cierto, pero no importa. Las personas valen por lo que son, no por lo que hicieron sus padres.” En ese momento, Theresa (nosotros la llamamos Tess) añadió: “Importaría si lo hubiese hecho, pero no lo hizo. Les he contado por qué le ahorcaron. No quería decir que él lo hubiese hecho.” Luego se echó a llorar.
– ¿Por qué se hace llamar Kershaw?
– Es el apellido de su padrastro. Debe de ser un gran hombre. Por lo visto es técnico en electrónica, pero…
«A mí no tienes que convencerme», pensó Wexford irritado.
– … pero tiene que ser una persona muy inteligente, perspicaz y benévola. Los Kershaw tienen dos hijos, pero, por lo que he podido deducir, el señor Kershaw profesa a Tess el mismo afecto que a sus propios hijos. Ella afirma que gracias a su amor ha podido sobrellevar, bueno, lo que sólo puede calificar como el estigma del crimen de su padre, desde que se enteró, a los doce años. Kershaw seguía sus progresos en el colegio y la alentó para realizar su ambición de obtener una beca del condado.
– Usted ha hablado del «estigma del crimen de su padre». ¿No acaba de decir que ella piensa que era inocente?
– Mi querido inspector, ella sabe que él era inocente.
– Señor Archery -dijo Wexford lentamente-, estoy seguro de que no tengo que recordarle a un hombre como usted que cuando decimos que alguien sabe algo, significa que ese algo es un hecho, más allá de toda duda. Eso significa también que la mayoría de las personas lo saben. En otras palabras, es historia, está escrito en los anales, es del dominio público. -El inspector hizo una pausa-. Pues yo, los jueces, los de los archivos nacionales y los que su hijo alude como la clase dirigente sabemos, sin lugar a dudas, que Painter mató a la señora Rose Primero.
– Se lo dijo su madre -dijo Archery-. Le dijo que, con plena seguridad, su padre no asesinó a la señora Primero.
Wexford se encogió de hombros y sonrió, luego dijo:
– La gente cree lo que le interesa creer. Su madre sólo quería lo mejor para ella. Yo, en su lugar, seguramente le habría dicho lo mismo.
– No estoy de acuerdo -dijo Archery con testarudez-. Según Tess, su madre es una mujer totalmente objetiva, nunca habla de Painter, y tampoco permite que se hable de él; se limita a repetir sin perder el aplomo: «Tu padre nunca mató a nadie», y, aparte de eso, se niega a decir una palabra más.
– Porque no puede decir nada más. Verá, señor, creo que usted tiene una visión excesivamente romántica del asunto. Usted pinta a los Painter como un matrimonio unido, como alegres campesinos que viven su amor en su casita de campo. Nada más lejos de la realidad. Créame, Painter no representó ninguna pérdida para ella. Estoy seguro de que la pegaba cuando le venía en gana. A sus ojos, ella sólo era su mujer, alguien que le preparaba la comida y le lavaba la ropa y, bueno -añadió sin ambages-: Alguien con quien acostarse.
– Todo eso me parece insustancial -replicó Archery con firmeza.
– ¿De veras? Se imagina que él le hizo algún tipo de declaración de inocencia a ella, la única persona que amaba, y a la que no podía mentir. Perdóneme, pero eso son bobadas. Salvo los escasos minutos en que volvió a la cochera para lavarse las manos (y esconder el dinero) no estuvo a solas con ella. Y no pudo decírselo entonces. Se suponía que todavía no sabía nada de lo ocurrido. Podía haberle dicho que lo hizo, pero no que no lo hizo.
»Luego llegamos nosotros, encontramos rastros de sangre en el fregadero y manchas imperceptibles de ella en la pared de la cocina, en el lugar en que Painter se había quitado el jersey. Tan pronto como éste regresó, se quitó la venda de la mano para enseñarnos la herida y se la dio a su mujer. Pero no habló con ella, ni siquiera le pidió que le apoyase. Sólo en una ocasión Painter se refirió a ella…
– ¿Sí?
– Encontramos el bolso con el dinero bajo el colchón de su cama de matrimonio. ¿Por qué Painter no le dijo a su mujer que le habían dado ese dinero por la mañana? Está aquí, búsquelo en su copia de la transcripción. «Sabía que mi mujer querría gastárselo todo. Siempre estaba refunfuñando para que comprara cosas para la casa». Eso fue todo lo que dijo, y ni siquiera la miró. Cuando lo detuvimos bajo la acusación de asesinato, él declaró: «De acuerdo, pero están cometiendo un gran error. Fue un vagabundo el que lo hizo». Luego bajó las escaleras con nosotros. No dio un beso a su mujer, ni pidió que le dejáramos despedirse de su hija.
– Pero ella lo visitó en la cárcel, ¿no es cierto?
– Siempre ante la presencia de un funcionario. Vamos a ver, usted parece estar convencido, al igual que los demás relacionados con el asunto. Eso es lo que cuenta. Perdóneme si yo no estoy de acuerdo con usted.
En silencio, Archery sacó una fotografía de su cartera y la dejó encima de la mesa. Wexford la cogió. Probablemente había sido tomada en el jardín de la casa del párroco. En el fondo había un enorme magnolio, un árbol casi tan alto como la casa que ocultaba en parte, que estaba cubierto de flores cerúleas en forma de cáliz. Bajo sus ramas posaban un chico y una chica cogidos del brazo. El muchacho, alto y rubio, estaba sonriendo y no cabía duda de que se trataba del hijo de Archery. A Wexford no le interesaba particularmente.
El rostro de la joven estaba triste. Ella miraba fijamente a la cámara con ojos serenos. El flequillo rubio le cubría la frente y su cabello caía por detrás hasta rozar los hombros de un descolorido blusón, típico de los universitarios, fuertemente ceñido a su cintura, encima de una arrugada falda. Su cintura era diminuta y su busto prominente. Wexford volvió a ver a su madre, pero esta joven llevaba en la mano a un muchacho y no un trapo ensangrentado.
– Muy bonita -dijo secamente-. Espero que haga feliz a su hijo. -Le devolvió la fotografía-. No hay razón para que no sea así.
En los ojos del clérigo apareció una mezcla de emociones: ira, dolor y resentimiento. Wexford le observó con interés.
– No sé qué o a quién creer -dijo Archery con tristeza-, y mientras no salga de dudas, inspector, no daré mi consentimiento para la boda. No; aún más, -sacudió la cabeza con vehemencia-, me opongo totalmente a ella.
– ¿Y la muchacha, la hija de Painter?
– Ella cree en la inocencia (o, mejor dicho, la acepta) de su padre, pero es consciente de que, quizá, haya gente que no comparta su opinión. Al fin y al cabo, no creo que se case con mi hijo mientras mi esposa y yo pensemos así.
– ¿De qué tiene miedo, señor Archery?
– De la genética.
– La genética tiene mucho que ver con el azar.
– ¿Tiene hijos, inspector?
– Tengo dos hijas.
– ¿Están casadas?
– Una de ellas, sí.
– ¿Y quién es su suegro?
Por primera vez, Wexford se sintió superior al clérigo y poseído por una especie de schadenfreude.
– Es arquitecto, además de concejal por el partido conservador.
– Entiendo. -Archery agachó la cabeza-. ¿Y sus nietos construyen castillos con piezas de madera? -Wexford no le contestó. Por el momento, las únicas señales de la existencia de su primer nieto eran las náuseas matutinas de su madre-. Pues yo observaré los míos de muy cerca, esperando verles sentirse atraídos por los objetos afilados.
– Usted acaba de decir que si no aprobaba la boda, ella no se casaría con su hijo.
– Ellos están enamorados. No puedo…
– ¿Quién lo va a saber? Pueden hacer creer que Kershaw es su verdadero padre.
– Lo sabré yo -dijo Archery-. Ahora, cuando la miro, puedo ver a Painter en ella. En vez de su boca y sus ojos, veo los gruesos labios de él y su deseo de sangre. La misma sangre, inspector, que mezclada con la de la señora Primero, regó una vez el suelo, la ropa, las tuberías. Mi nieto la llevará en sus venas. -El pastor pareció darse cuenta de que se había dejado llevar por la pasión porque se calló de repente, se sonrojó, y cerró por un momento los ojos como si lo que acababa de describir le resultase profundamente doloroso.
– ¡Ojalá pudiese ayudarle, señor Archery! -dijo Wexford compasivamente-, pero el caso está cerrado, para siempre. He hecho lo que he podido.
Archery se encogió de hombros y, como si no pudiese contenerse, citó en voz baja:
– «Ante la multitud, tomó agua y se lavó las manos, diciendo, “me lavo las manos de la sangre de este hombre inocente”». -Luego el párroco se levantó apresuradamente, repentinamente contrito-. Le pido disculpas, inspector. Lo que le he contado es francamente terrible. ¿Me permite decirle lo que pienso hacer?
– Soy como Poncio Pilatos -dijo Wexford-. Así que procure mostrarme más respeto en el futuro.
Burden sonrió y dijo:
– ¿Qué quería exactamente, señor?
– En primer lugar, esperaba que le dijese que Painter había sido ejecutado por equivocación, pero no le pude complacer. ¡Demonios!, sería como decir que no sé hacer mi trabajo. Fue mi primer caso de asesinato, Mike y, por suerte, cosa de coser y cantar. Archery va a hacer indagaciones por su cuenta. Después de dieciséis años será infructuoso, pero no hay manera de convencerle. En segundo lugar, él quería mi permiso para buscar a todos los testigos, esperaba que le respaldase por si se presentaban aquí, protestando y pidiendo explicaciones.
– ¿Y lo único que tiene -dijo Burden pensativamente- es la convicción inquebrantable de la señora Painter de que su marido era inocente?
– ¡Eso no tiene nada que ver! Eso son tonterías. Si a usted le ejecutasen, estoy seguro de que Jean les diría a John y a Pat que usted era inocente. ¿Acaso mi mujer no le diría lo mismo a nuestras hijas? Es normal. Painter no confesó en el último momento, usted sabe que las autoridades carcelarias están muy atentas a ese tipo de cosas. No, la señora Painter se lo inventó y acabó por creérselo.
– ¿Archery la conoce?
– No, todavía no, pero pronto la conocerá. Ella y su segundo marido viven en Purley y Archery ha conseguido que le inviten a tomar el té.
– Según usted, ella se lo dijo en Pentecostés. ¿Por qué el pastor ha esperado tanto tiempo? Han pasado por lo menos dos meses.
– Se lo pregunté. Me contestó que, durante las primeras semanas, él y su esposa decidieron dejar que las cosas siguieran su curso. Los dos pensaban que quizá su hijo se aviniese a razones. Pero no fue así. El muchacho logró que su padre se hiciese con una copia de la transcripción del juicio, y que se pusiese en contacto con Griswold. Es hijo único, y, desde luego, muy consentido. Al final, Archery le prometió que comenzaría a hacer indagaciones tan pronto empezasen sus dos semanas de vacaciones.
– ¿Así que volverá?
– Eso dependerá de la señora Painter -dijo Wexford.