Capítulo Once

Rachel no se permitió pensar durante mucho tiempo, aunque sabía que ambos sólo tenían como máximo unos días más, pero ése era el tiempo que tardaría ese Sullivan en hacer los arreglos y viajar para encontrarse con Kell. Vivía completamente en el presente, regocijándose con su compañía en cualquier cosa que hicieran. Él había empezado a ayudarla a recoger las verduras del huerto, y trabajaba con Joe, ganando más confianza con el perro y demostrándole a Rachel lo bien entrenado que estaba Joe. Tras el primer día en que habían nadado, también pasaron mucho tiempo en la bahía; nadaban todas las mañanas y nuevamente por la tarde, después de que lo peor del calor hubiera pasado. Era una terapia maravillosa, y cada día él estaba más fuerte, su hombro menos rígido y menos flácido. También hacia otros ejercicios, trabajando para devolver la forma a su cuerpo, y ella sólo podía mirarlo asombrada. Ella era atlética y estaba en buena forma, pero su paciencia no era nada comparada con la de él. A menudo sentía dolor; ella se dio cuenta, aunque él nunca decía nada, pues lo ignoraba como si no estuviera. Diez días después de haberlo metido tambaleante en su casa, se lo encontró trotando con el muslo herido fuertemente vendado para reforzarlo. Tras un momento de enojo Rachel se unió y corrió a su lado, preparada para cogerlo si su pierna se doblaba y caía. No habría sido bueno gritarle, ya que era importante que estuviera preparado para afrontar cualquier cosa que se encontrase cuando la dejara.

E hicieran lo que hicieran, hablaban. Él era reservado sobre si mismo, tanto de forma natural como por su entrenamiento, pero tenía muchos detalles fascinantes sobre las ideas políticas y económicas de los gobiernos de todo el mundo. Probablemente también sabía más de lo que cualquiera querría que supiera sobre la fuerza de los ejércitos y sus capacidades, pero no hablaba sobre eso. Rachel aprendió tanto de lo que omitía como de los asuntos de los que hablaba.

No importaba lo que hicieran, si quitaban las malas hierbas del huerto, corrían alrededor de la casa, cocinaban o hablaban de política, el deseo corría entre ellos como una corriente invisible, uniéndolos en un estado superior de conocimiento. Sus sentidos estaban saturados de él; conocía su sabor, su olor, su tacto, cada matiz de su voz profunda. Como normalmente era tan inexpresivo, ella observaba cada pequeño movimiento de su frente o tirón de sus labios. Aunque estaba relajado con ella y sonreía más a menudo, a veces fastidiándola, su risa era rara, y por lo tanto doblemente valorada, ocasiones que atesoró en su memoria. Su deseo no podía apagarse haciendo el amor, porque era más que una necesidad física. Se sumergía en él, sabiendo que sólo tenía el presente.

Aunque, el deseo físico no podía negarse, Rachel nunca había disfrutado tan plenamente antes, incluso en los primeros días de su matrimonio. Kell tenía un fuerte apetito sexual, y cuanto más le hacía el amor, más deseaban ambos volver a hacerlo. Tuvo un cuidado exquisito con ella hasta que se acostumbró a él, su forma de hacer el amor era sofisticada y terrenal. Había momentos en los que se demoraban, saboreando cada sensación como gourmet sexuales hasta que la tensión era tan fuerte que explotaban juntos. También había veces en que su amor era rápido y duro, cuando no había juegos porque su necesidad de estar juntos era demasiado urgente.

El tercer día después de que Kell hubiera llamado a Sullivan, Kell le hizo el amor con violencia apenas controlada, y supo que él estaba pensando que ése podía ser el último día que tuvieran juntos. Se aferró a él, sus brazos firmemente cerrados alrededor de su cuello cuando se desplomó sobre ella pesadamente agotado y sudoroso. Se le hizo un nudo en la garganta, y apretó fuertemente los ojos en un esfuerzo por negar el paso del tiempo. No podía permitirle que se fuera todavía.

– Llévame contigo -dijo densamente ella, incapaz de permitirle sencillamente irse alejándose de ella. Rachel era demasiado peleona para permitir que se fuera sin intentar que cambiara de idea.

Él se tensó y se apartó de ella para quedar tumbado a su lado, con un brazo cubriendo sus ojos. El ventilador de techo zumbaba sobre su cabeza, moviendo una brisa fresca por su piel acalorada y haciendo que percibiera un poco de frío sin el calor de su cuerpo apretado contra el de ella. Ella abrió los ojos para mirar fijamente su ardiente mirada de desesperación.

– No -dijo finalmente él sin añadir nada más, pero la simple palabra era tan definitiva que casi le rompió el corazón.

– Algo podría hacerse -presionó ella-. En el peor de los casos podríamos vernos de vez en cuando. Puedo moverme. Puedo trabajar en cualquier sitio…

– Rachel -la interrumpió cansadamente él-. No. Déjalo.

Bajó el brazo que tenía sobre los ojos y la miró. Aunque su expresión apenas había cambiado, ella podía asegurar que le molestaba su insistencia.

Pero estaba demasiado desesperada para parar.

– ¿Cómo puedo dejarlo? ¡Te amo! ¡Esto no es ningún juego que esté jugando, que me permita coger mis cosas y sencillamente irme a casa cuando me canse de él!

– ¡Maldición, no estoy jugando a ningún juego! -rugió él, dándose media vuelta en la cama y cogiéndole el brazo para sacudirla, traspasando finalmente sus límites. Sus ojos ardían y estaban entrecerrados, sus dientes apretados-. ¡Podrías morir por mi! ¿No aprendiste nada cuando murió tu marido?

Ella palideció, mientras lo miraba fijamente.

– Podría morir estando en el pueblo -dijo temblorosamente ella al final-. ¿Eso haría que yo estuviera menos muerta? ¿Te afligirías menos? -de repente se detuvo, tirando de su brazo y frotándose donde sus dedos se habían apretado sobre su carne. Estaba tan blanca que sus ojos ardían en su rostro sin color. Finalmente dijo con esfuerzo-: ¿O no te afligirías en absoluto? Estoy siendo demasiado presuntuosa, ¿verdad? Quizás soy la única involucrada aquí. En ese caso, tan sólo olvídate de lo que he dicho.

El silencio se estiró entre ellos mientras se enfrentaban en la cama; la cara de ella estaba tensa, la de él sombría. Él no iba a decir nada. Rachel inhaló profundamente cuando el dolor se apretó en su interior. Bien, ella se lo había buscado. Lo había empujado, luchando para que cambiara de idea, tener un compromiso con él, y había perdido… todo. Había creído que la quería, la amaba, aunque él nunca hubiera dicho nada de amor. Lo había achacado a su reticencia natural. Ahora tenía que enfrentar la desagradable verdad de que su brutal honestidad le había impedido decirle que la amaba. Él no soltaría palabras hermosas simplemente porque desease aliviar sus sentimientos. Ella le gustaba. Era una mujer bastante atractiva, y ella era consciente de eso; él era muy sexual. La razón de sus atenciones era obvia, y ella se había convertido en una completa necia.

Lo peor era que incluso esa realidad dura y desagradable no detenía su amor. Ésa era otra realidad, y ella no podía desear alejarlo.

– Lo siento -masculló ella, mientras salía corriendo de la cama y alcanzaba su ropa, de repente avergonzada de su desnudez. Ahora era diferente.

Sabin la miró, cada músculo apretado fuertemente. El gesto de la cara de ella lo carcomía, la brusca turbación, el súbito apagado de la luz de sus ojos cuando cogió su ropa intentando cubrirse. Podría dejarlo así. Ella podría superarlo más fácilmente si pensaba que simplemente la había usado, corresponder a ninguno de sus sentimientos, sólo sexualmente. Los sentimientos ponían nervioso a Sabin; no estaba acostumbrado a ellos. ¡Pero maldito si él podía aguantar mirar su cara! Quizás no podía darle mucho, pero no podía marcharse dejándola con la idea de que sólo había sido conveniente sexualmente.

Rachel estaba fuera de la habitación antes de que él pudiera cogerla, y entonces escuchó el golpe de la puerta metálica. Yendo hacia la puerta, la vio desaparecer entre con pinos con Joe a su derecha, como de costumbre. Maldijo con fiereza cuando tiró de sus pantalones y empezó a seguirla. Ella no se sentiría dispuesta escucharlo ahora, pero le escucharía aunque tuviera que sujetarla.

Cuando Rachel llegó a la playa se detuvo, preguntándose como iba a encontrar el valor para volver a la casa y actuar como si todo fuera normal, como si no tuviera un nudo de dolor dentro de sí. Aunque probablemente sólo sería durante un día más; eso podría manejarlo. Parte de ella se alegraba de poderlo medir en horas; entonces podría olvidarse de su control y llorar hasta que no tuviera más lágrimas. Pero el resto de si misma gritaba por el pensamiento de no volver a verlo, no importaba lo que él sentía -o no sentía- por ella.

Una concha rosa pastel estaba medio oculta por un grupo de algas, y ella hizo una pausa para apartar las algas con el pie, esperando encontrar algo hermoso que iluminara su corazón.

Pero la concha estaba rota, la mayor parte desaparecida, y siguió andando. Joe dejó su lado, trotando por la playa para hacer su propia exploración; él había cambiado con la llegada de Kell, también por permitir por primera vez que un hombre lo acariciara y aprender a aceptar a alguien más aparte de Rachel. Miró al perro, preguntándose si también extrañaría a Kell.

Una mano caliente se cerro sobre su hombro, deteniéndola. Incluso sin echar la mirada atrás supo que era Kell; conocía su toque, el tacto de las ásperas yemas de sus dedos. Lo sentía a su espalda, alto y ardiente, tan intenso que su piel picaba siempre que él estaba cerca. Todo lo que tenía que hacer era girar y su cabeza encajaría en el hueco de su hombro, su cuerpo encajaría entre sus brazos, pero él no le permitiría encajar en su vida. No quería tratarlo con lágrimas e histérica, y tenía mucho miedo de girarse, por lo que se mantuvo de espaldas a él.

– Es no es fácil para mi -dijo él bruscamente.

– Lo siento -dijo ella, deseando acabar rápidamente-. No quise empezar una escena, o ponerla en marcha. Simplemente olvídate de ello, si puedes.

Su mano se apretó en su hombro, y él la giro, resbalando la otra mano en su pelo y echádole la cabeza hacía atrás para poder verle los ojos.

– ¿No ves que no puede funcionar entre nosotros? No puedo dejar mi trabajo. Lo que yo hago… es duro y feo, pero es necesario.

– No te he pedido que dejes tu trabajo -dijo ella, su cara orgullosa.

– ¡No es por el maldito trabajo por lo que estoy angustiado! -grito él, su oscura cara furiosa-. ¡Eres tú! ¡Dios, me destrozaría si algo te pasara! Te amo -hizo una pausa, inspiró profundamente, y continuó en voz más baja-. Nunca se lo he dicho a nadie antes, y no debería estar diciéndolo ahora, porque es inútil.

El viento agitó su pelo alrededor de su cara cuando ella lo miró fijamente, su mirada gris insondable. Lentamente el puño soltó su pelo y bajó la mano por su garganta, frotando con el pulgar sobre el pulso tembloroso en la base. Rachel tragó.

– Podríamos intentarlo durante un poco de tiempo al menos -susurró ella, pero él agito la cabeza.

– Quiero saber que estás segura. Tengo que saberlo, o no funcionaré como debo. No puedo cometer un error, porque si lo hago podría significar la muerte de gente, de buenos hombres y mujeres. Y si fueras secuestrada -él se detuvo, su rostro casi salvaje-. Vendería mi alma para mantenerte segura.

Rachel sentía que su interior estallaba.

– No, no es posible que sea así. Sin negociación…

– Te amo -dijo severamente él-. Nunca he amado a nadie antes, ni a mis padres, ni ninguno de mis parientes, ni siquiera a mi esposa. Siempre he estado solo, diferente de todos los demás. El único amigo que he tenido a sido Sullivan, y él es tan lobo como yo. ¿Realmente crees que podría sacrificarte? Dulce infierno, mujer, eres mi oportunidad en la vida -le tembló un músculo en la mandíbula, que apretó con fuerza cuando la miró fijamente-. Y no me atrevo a aprovecharla-terminó él en voz baja.

Ella lo entendió, y deseó no hacerlo. Porque la amaba, no confiaba en no traicionar a su país si ella era secuestrada y usada como un arma contra él. No era como la gente que había amado antes y volverían a amar; era demasiado remoto, también demasiado frío. Por alguna razón, química o quizás las circunstancias, la amaba, y era la única vez en su vida que amaría a una mujer. Vivir con él lo haría vulnerable a los ataques; amarla solamente lo haría vulnerable, porque para un hombre como él, el amor era algo maravilloso y terrible.

Él cogió su mano, y caminaron en silencio hasta la parte trasera de la casa. Era hora de almorzar; Rachel entró en la cocina con la intención de intentar mantenerse ocupada cocinando para no pensar. Kell se apoyó contra los armarios y la miró, sus ojos negros le quemaron la carne. De repente extendió la mano y cogió la de ella, quitándole la olla que tenía cogida y poniéndola en la encimera.

– Ahora -dijo él guturalmente, mientras tiraba de ella hacia la habitación.

Se bajó los calzoncillos pero no perdió tiempo en quitarse la camisa; ni siquiera en bajarse los pantalones, abriéndolos solamente y empujándolos abajo. No lo hicieron en la cama. La tomó en el suelo tan desesperado por estar dentro de ella, envainarse en su cuerpo y eliminar toda distancia entre ellos, que no pudo esperar. Rachel se agarró a él cuando golpeó contra ella, cada centímetro de su carne, cada célula, marcada a hierro con su posesión. E incluso entonces ambos supieron que no sería suficiente.


Esa tarde cuando ya anochecía ella salió al jardín para recoger unos pimientos frescos para agregarlos a la salsa para los fideos que estaba cocinando. Kell estaba tomando una ducha y Joe, extrañamente, no estaba a la vista. Empezó a llamarlo, pero decidió que debía estar dormido bajo el arbusto principal, refugiándose del calor. La temperatura rondaría los treinta grado y la humedad era alta, lo que presagiaba tormenta. Con la mano llena de pimientos cruzó el patio trasero hasta la casa. Nunca pudo decir después, de donde llegó; no había nadie a la vista, ni ningún lugar donde pudiera esconderse. Pero cuando subió los primeros peldaños del porche, de repente estaba detrás de ella, su mano sobre su boca y tirando de su cabeza hacia atrás. Su otro brazo la agarró casi en el mismo movimiento que Kell había usado cuando la asaltó por la espalda, pero en vez de un cuchillo, ese hombre empuñaba un arma; la luz del sol brilló sobre el lustre azulado.

– No hagas ningún ruido y no te heriré -murmuró el hombre contra su oreja, su voz suave en las consonantes y puro líquido en las vocales-. Estoy buscando a un hombre. Se supone que está en esta casa.

Ella le arañó la mano, intentando gritar una advertencia aunque Kell podía estar todavía en la ducha y no podría oírla. ¿Pero que sucedía si Kell la oía? Intentando ayudarla podría hacer que le dispararan. El pensamiento la paralizó, y se echó contra el hombre, esforzándose por organizar su mente y pensar en lo que podía hacer.

– Shhh -dijo el hombre en voz baja, suave que hizo que el cuerpo de ella se helara-. Abre la puerta ahora, y entraremos tranquilos y fácilmente.

No tenía ninguna elección salvo abrir la puerta. Si hubiera querido matarla ya lo hubiera hecho, pero aun podía golpearla para dejarla inconsciente, y el resultado sería el mismo: sería incapaz de ayudar a Kell si la oportunidad se presentaba. El hombre la empujó caminando contra su cuerpo grande, sosteniéndola con tanta fuerza que no pudiera soltarse. Ella miró fijamente el arma en su mano. ¿Dónde estaría Kell? Intentó escuchar la ducha, pero el latido de su corazón rugía como un trueno en sus oídos cubriendo el sonido. ¿Se estaría vistiendo? ¿Había oído la puerta trasera? Aun cuando la hubiera oído, ¿pensaría en ello? Confiaban en Joe para avisarles si cualquiera se acercaba. Seguido de este pensamiento vino otro, y el pozo del dolor volvió a ella. ¿Había matado a Joe? ¿Era por eso que el perro no se había acercado a la casa cuando ella había salido al jardín?

Entonces Kell salió de la habitación, llevando sólo los pantalones vaqueros y la camisa de la mano. Se detuvo, su cara completamente inmóvil mientras miraba al hombre que la tenía, y después a los aterrados ojos que asomaban por encima de la mano que tapaba su boca.

– Estás dándole un susto de muerte -dijo en un tono frío, controlado.

La mano sobre su boca se aflojó, pero el hombre no la soltó por completo.

– ¿Ella es tuya?

– Es mía.

Entonces el hombre grande la soltó, apartándola con suavidad de sí mismo.

– No me dijiste nada sobre una mujer, por lo que no me iba a arriesgar -le dijo a Kell, y Rachel comprendió quién era.

Se mantuvo en silencio, luchando por recuperar el control y consiguiéndolo lentamente, respirando profundamente hasta que pensó que podría hablar sin que la voz le temblara.

– Tú debes de ser Syllivan -dijo ella, con una calma admirable cuando gradualmente relajó sus manos.

– Sí, señora.

No sabía que se había esperado, pero no era esto. Él y Kell se parecían tanto que se tambaleó. No físicamente, pero ambos tenían la misma tranquilidad, el mismo aura de poder. Tenía el pelo largo, aclarado por el sol, y sus ojos eran tan agudos y dorados como los de un águila. Una cicatriz le cortaba el pómulo izquierdo, testimonio de alguna batalla anterior. Era un guerrero, delgado, duro y peligroso… como Kell.

Mientras lo había estado mirando, él le había dado el mismo trato, estudiándola mientras ella se esforzaba por el control. Una esquina de su boca se estiró en casi una sonrisa.

– Siento haberla asustado, señora. Admiro su control. Jane me hubiera dado patadas en las espinillas.

– Probablemente lo hizo -comentó Kell, su tono aun frío, pero ahora con un fondo divertido.

Las cejas oscuras de Sullivan bajaron sobre sus ojos dorados.

– No -dijo él secamente-. Ahí no fue donde me dio patadas.

Esa parecía una historia fascinante, pero aunque Kell seguía pareciendo divertido, no siguió.

– Ésta es Rachel Jones -dijo mientras alargaba su mano hacia ella en una orden sin palabras-. Me sacó del océano.

– Encantado de conocerla -la pronunciación de Sullivan era suave y grave mientras veía cómo Rachel se acercaba inmediatamente a Kell en respuesta a la mano extendida de él.

– Me alegro de conocerlo, señor Sullivan… creo.

Kell le dio un pequeño y reconfortante apretón, y luego empezó a tirar de su camiseta; era una acción que aún le causaba alguna dificultad, debido a la rigidez de su hombro y a la herida. Sullivan miró, el tejido rojizo y sensible de la cicatriz, formado recientemente donde la bala había herido el hombro de Kell.

– ¿Cuál es el daño?

– He perdido un poco de flexibilidad, pero aún hay inflamación. Podría recuperar una parte cuando la inflamación baje.

– ¿Tienes heridas en otro sitio?

– En el muslo izquierdo.

– ¿Te retrasará?

– Quizás. He estado corriendo, preparándome.

Sullivan gruñó. Rachel comprendió que el hombre no quería hablar libremente delante de ella, la misma cautela inculcada que caracterizaba a Kell.

– ¿Tiene hambre, señor Sullivan? Estamos preparando fideos.

Esa mirada salvajemente animal se iluminó.

– Sí, señora. Gracias -la suavidad de su pronunciación lenta y grave de sus corteses modales hacia tal contraste con la fiereza de sus ojos que Rachel sintió que perdía el equilibrio. ¿Por qué Kell no la había advertido?

– Entonces terminaré mientras vosotros habláis. Debo de haber dejado caer los pimientos cuando me agarró -dijo ella. Empezó a caminar hacia la puerta, entonces retrocedió, con pena en sus ojos-. ¿Señor Sullivan?

Él y Kell se dirigían a la sala, y Sullivan se detuvo, mirándola.

– ¿Señora?

– Mi perro -dijo ella, con la voz temblando ligeramente -. Siempre está fuera cuando salgo. ¿Por qué no está…?

El entendimiento apareció en esos ojos dorados y salvajes.

– Está bien. Lo tengo atado en ese bosquecito de pinos. Me llevó un tiempo condenadamente largo ser más astuto que él. Es un buen animal.

El alivio la debilitó.

– Entonces iré a desatarlo. ¿No le hizo daño?

– No, señora. Está aproximadamente a cien metros, a la izquierda de ese senderito.

Ella corrió bajando por el sendero, con el corazón latiéndole sordamente; Joe estaba donde Sullivan había dicho que estaría, atado fuertemente a un pino, y estaba furioso. Incluso le gruñó a Rachel, pero ella le habló suavemente y se le acercó a paso lento, tranquilo, mientras lo calmaba antes de arrodillarse a su lado para desatar la soga alrededor de su cuello. Incluso entonces siguió hablando, dándole palmaditas, rápidas, y los gruñidos disminuyeron en su garganta. Finalmente acepto un abrazo, y por primera vez le dio un lametón dándole la bienvenida. Un nudo subió por su garganta.

– Venga, vamos a casa -dijo ella, mientras se ponía de pie.

Cogió los pimientos de donde los había soltado y Joe rondó alrededor de la casa. Se lavó las manos y empezó a preparar la salsa, escuchando el retumbar suave de las voces de los hombres en la sala. Ahora que había conocido a Sullivan entendía la confianza de Kell en el. Era… increíble. Y Kell incluso lo era más. Verlos juntos la hacía comprender el tipo de hombre del que había vuelto a enamorarse, y ese hecho la asustaba.

Casi había pasado una hora antes de que ella los llamara a la mesa, y el sol era una bola roja y ardiente bajando por el horizonte, un recordatorio de que su tiempo con Kell estaba agotándose. ¿O ya se había ido? ¿Se marcharían pronto?

A propósito, para conseguir alejar su mente de sus miedos, mantuvo la conversación. Era notablemente difícil, con dos hombres como ellos, hasta que finalmente dio con el tema adecuado.

– Kell me dijo que estaba casado, sr. Sullivan.

Él asintió, suavizando la expresión un poco haciendo que pareciera menos formidable.

– Jane es mi esposa -dijo como si todos conocieran a Jane.

– ¿Tiene niños?

No hubo nada que confundiera esa mirada de intenso orgullo que se apoderó de su cara, con cicatrices.

– Gemelos. Tienen seis meses.

Por alguna razón Kell parecía estarse divirtiendo de nuevo.

– No sabía que los gemelos fueran normales en tu familia, Grant.

– No lo son -gruñó Sullivan-. Ni en la de Jane. Ni siquiera el condenado doctor lo entendió. Nos tomo a todos por sorpresa.

– Eso no es raro -dijo Kell, y ambos se miraron, sonriendo abiertamente.

– Fue un infierno, se puso de parto dos semanas antes, en medio de una tormenta de nieve. Todos los caminos estaban cortados, y no podía llevarla a un hospital. Tuve que traerlo al mundo -por un momento hubo una mirada desesperada en sus ojos, y un débil brillo de sudor apareció en su frente-. Gemelos -dijo débilmente-. Maldición. Le dije que no me volviese a hacer eso en la vida, pero ya conoces a Jane.

Kell se rió con fuerza, su risa profunda y rara haciendo que temblores de placer atravesaran a Rachel.

– Probablemente la próxima vez tendrá trillizos.

Sullivan le lanzó una mirada.

– Ni siquiera lo pienses -murmuró.

Rachel se llevó una cucharada de fideos a la boca.

– No creo que sea culpa de Jane que tuviese gemelos, o que nevase.

– Lógicamente, no -admitió Sullivan-. Pero la lógica desaparece cuando Jane pasa por la puerta.

– ¿Cómo la conoció?

– La secuestré -dijo desenvueltamente, dejando a Rachel boquiabierta, ya que él no ofreció ninguna otra explicación.

– ¿Cómo has conseguido escapar de ella? -pregunto Kell, provocando otro intenso brillo.

– No fue fácil, pero no podía dejar a los niños -Sullivan se apoyó en la silla, una luz escéptica apareció en sus ojos-. Vas a tener que venir conmigo para explicárselo.

Kell pareció alarmado, después resignado; finalmente sonrió abiertamente.

– Bien. Quiero verte con esos bebés.

– Ellos ya gatean. Tendrás que mirar por donde andas -dijo un orgulloso padre, sonriendo abiertamente-. Sus nombres son Dane y Daniel, pero que el infierno me golpee si sé cuál es cuál. Jane dijo que podemos permitirnos decidir cuando crezcan.

Así era. Los tres se miraron entre ellos, y Rachel trató de tragar compulsivamente. Kell hizo un sonido áspero y ahogado. En un movimiento perfectamente sincronizado los tres dejaron las cucharas sobre la mesa, y se echaron a reír hasta que les dolió.


Charles leyó el informe de inteligencia recogido rápidamente sobre Rachel, frunciendo el entrecejo cuando se tocó la frente con un dedo delgado. Según los agentes Lowell y Ellis, Rachel Jones era guapa pero por otra parte era una mujer normal, aunque Ellis estaba enamorado de ella. Ellis estaba enamorado de las mujeres en general, por lo que no era extraño. El problema era que el informe la pintaba como algo no ordinario. Estaba bien educada, viajera, mujer de múltiples talentos, pero nuevamente el problema era más profundo que eso. Había sido reportera gráfica con un talento extraordinario, nervio y perseverancia que significaban que sabía más que una persona normal sobre cosas que normalmente se mantenían apartadas del conocimiento público. Según su registro, había tenido mucho éxito en su campo. Su marido había sido asesinado por una bomba en el coche de ella cuando comenzó a investigar la conexión entre un poderoso político y drogas ilegales; en lugar de ceder, como tantas personas habrían hecho, esta Rachel Jones había seguido investigando al político y no sólo había demostrado que estaba envuelto en el contrabando y distribución de drogas, además había demostrado que era el culpable de la muerte de su marido. El político estaba cumpliendo en la cárcel cadena perpetua.

Esta no era la mujer inocente que Lowell y Ellis habían descrito. Lo que preocupaba a Charles en particular era por qué había proyectado esa imagen; tenía alguna razón, ¿pero cuál era? ¿Por qué había querido engañarlos? ¿Para divertirse, o había un motivo más serio?

Charles no estaba sorprendido de que ella hubiera mentido; según su experiencia la mayoría de las personas mentían. En su profesión era necesario. Lo que no le gustaba era el no saber el por qué; ya que el por qué era el corazón de todas las cosas.

Sabin había desaparecido, posiblemente estaba muerto, aunque Charles no pudiera convencerse de eso. No se había encontrado ningún rastro de él, ni los hombres de Charles, ni un barco de pesca, ni un velero ni ninguna de las agencia en activo. Aunque el barco de Sabin había explotado, debería haber quedado algún rastro identificativo humano si él hubiera estado en el barco. La única explicación era que estaba en el mar y había nadado hasta la orilla. Casi desafiaba la lógica el pensar que realmente pudiera haberlo hecho estando herido, pero éste era Sabin, no un hombre normal. Lo había hecho, ¿pero dónde? ¿Por qué no había aparecido todavía? Nadie había encontrado a un hombre herido; ni se había informado de alguien con heridas de bala a la policía; no había sido admitido por ninguno de los hospitales de la zona. Simplemente se había desvanecido en el aire.

Así que, por un lado tenía a Sabin desaparecido. La única posibilidad era que alguien estuviera escondiéndolo, pero no había ninguna pista. Estaba ésta Rachel Jones por otro lado, que, como Sabin, no era normal. Su casa estaba en el primer área de la búsqueda, el área dónde era más probable que se hubiera dirigido Sabin. Ni Lowell ni Ellis creían que ella tuviera algo que esconder, pero no lo sabían todo sobre ella. Había dado una falsa imagen; estaba más familiarizada con agentes secretos y tácticas de lo que habían sospechado. Pero qué razón tendría para haber actuado como menos de lo que era… a menos que tuviera algo que esconder. Más aún, ¿tenía algo que esconder?

– Noelle -dijo él suavemente-. Quiero hablar con Lowell y Ellis. Inmediatamente. Encuéntrelas.

Una hora después ambos hombres estaban sentandos enfrente de él. Charles dobló sus manos y les sonrió ausentemente.

– Señores, quiero discutir sobre esta Rachel Jones. Quiero saber todo lo que pueden recordar sobre ella.

Ellis y Lowell intercambiaron una mirada; entonces Ellis se encogió de hombros.

– Es una mujer guapa…

– No, no estoy interesado en lo que vieron. Quiero saber lo que ha dicho y hecho. Cuando investigaste la playa de su área y subiste a su casa, ¿entraste?

– No -contesto Lowell.

– ¿Por qué no?

– Tiene ese condenado perro guardián que odia a los hombres. No permitiría que un hombre entrara en el patio -explicó Ellis.

– ¿Incluso cuando la sacaste a cenar?

Ellis los miró a disgusto, como si detestara admitir que un perro lo había asustado.

– Ella salió hasta el coche. Cuando yo llegue a su casa el perro estaba allí esperando, preparado para tirarse sobre mi pierna si tomaba una mala dirección.

– Así que nadie ha entrado en la casa.

– No -admitieron ellos.

– ¿Ella negó haber visto a un hombre, un extraño?

– No hay forma de que Sabin haya llegado a esa casa sin que ese condenado perro se lo haya tomado de desayuno- dijo Ellis con impaciencia y Lowell asintió.

Charles golpeó suavemente las puntas de sus dedos.

– ¿Ni siquiera si ella lo hubiera metido dentro? ¿Qué pasaría si ella lo hubiera encontrado? Pudo haber atado al perro y haber vuelto a por Sabin. ¿No es posible?.

– Claro, es posible- dijo Lowell frunciendo el ceño.- Pero no encontramos ningún rastro de Sabin, ni siquiera una huella que nos hiciese pensar eso. Lo único que vimos fueron las huellas que había dejado ella cuando subió arrastrando conchas desde la playa… – se detuvo bruscamente y sus ojos se encontraron con los de Charles.

– ¡Estúpidos!- siseó Charles. – Había arrastrado algo desde la playa y vosotros no lo comprobasteis.

Ellos se removieron inquietos.

– Ella dijo que eran conchas- masculló Ellis – Y me di cuenta de que tenía varias en la repisa de la ventana.

– No actuó como si ocultara algo – dijo Lowell tratando de suavizar las cosas. – Me topé con ella al día siguiente mientras iba de compras. Se paró a hablar conmigo acerca del calor y de ese tipo de cosas.

– ¿Qué compró?. ¿Miraste el carrito?.

– Ah, ropa interior, cosas de mujeres. Cuando pasó por caja vi un par de zapatillas de deporte. Me di cuenta porque… – se paró y pareció enfermo de repente.

– ¿Por qué?- le apremió Charles secamente

– Porque parecían demasiado grandes para ella.

Charles los miró furiosamente con ojos fríos y mortíferos.

– Así que ella subió arrastrando algo desde la playa. Algo que vosotros no investigasteis. Ninguno de vosotros ha llegado a entrar dentro de su casa. Compra zapatos demasiado grandes para ella, posiblemente de hombre. ¡Sabin ha estado delante de nuestras narices todo el tiempo!. Y si escapa por culpa de vuestras chapuzas os prometo personalmente que vuestro futuro no va a ser nada agradable. ¡Noelle!-llamó.

Ella apareció inmediatamente por la puerta.

– ¿Si, Charles?

– Haz venir a todo el mundo inmediatamente. Podemos haber encontrado a Sabin.

Tanto Ellis como Lowell parecían enfermos, y desearon que esta vez no se encontrara a Sabin.

– ¿Qué pasa si estás equivocado?- preguntó Ellis.

– Entonces la mujer quedará asustada y alterada, pero nada más. Si no sabe nada, si no ha ayudado a Sabin no tenemos ningún motivo para hacerle daño.

Pero Charles sonrió cuando lo dijo, con ojos muy fríos y Ellis no le creyó.


El sol se había puesto y el crepúsculo había hecho aflorar un fuerte coro de ranas y grillos. El pato Ebenezer y su bandada se bamboleaban por el patio, picando el suelo en busca de insectos, y Joe permanecía tumbado en el porche.

Kell y Sullivan estaban ahora en la mesa, dibujando diagramas y discutiendo planes; Rachel trató de trabajar en el manuscrito, pero su mente continuó vagando. Kell se iría pronto, y el sordo sufrimiento latía dentro de ella.

La bandada de gansos se dispersó repentinamente, chillando ruidosamente, y Joe ladró una sola vez antes de abalanzase fuera del porche. Kell y Sullivan actuaron como uno, agachándose rápidamente lejos de la mesa y corriendo silenciosamente de puntillas hasta las ventanas de la sala de estar. Rachel cerró su escritorio con la cara pálida, aunque trató de estar tranquila.

– Probablemente es sólo Honey- dijo, yendo hacia la puerta principal.

– ¿Honey?- preguntó Sullivan.

– El veterinario.

Un sedán blanco se detuvo en el camino enfrente, y una mujer salió. Sullivan miró con atención fuera de la ventana y todo el color desapareció de su cara. Apoyando su cabeza sobre la pared, juró quedamente y largamente.

– Es Jane- gimió.

– Infierno- masculló Kell.

Rachel abrió la puerta para salir fuera y atrapar a Joe, que se había plantado en mitad del patio. Pero antes de que Rachel pudiera abrir la puerta, Jane había rodeado el coche y pasado al patio.

– Perrito agradable- dijo alegremente, palmeando a Joe en la cabeza mientras pasaba.

Sullivan y Kell salieron fuera del porche detrás de Rachel. Jane puso las manos en sus caderas y miró encolerizada a su marido.

– ¡Como no me trajiste contigo, decidí seguirte!

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