Capítulo Tres

Eran las tres en punto de la mañana. Honey se había ido media hora antes, y Rachel había contenido su cansancio lo suficiente como para tomar otra ducha muy necesaria y limpiarse la sal del pelo. Finalmente el calor del día había disminuido lo suficiente para estar a gusto al aire, pero pronto amanecería, y el calor comenzaría a aumentar de nuevo. Necesitaba dormir ahora, mientras pudiera, pero su pelo estaba mojado. Suspirando, se reprochó por su vanidad y cambió de dirección hacia el secador de pelo.

El hombre estaba todavía dormido, o inconsciente. Había sido golpeado con fuerza, pero Honey no creía que estuviera muy grave, o en coma. Más bien, había decidido que su inconsciencia prolongada era debida a una combinación de fatiga, pérdida de sangre, trauma y golpe en la cabeza. Había sacado la bala de su hombro, le había suturado y vendado sus heridas, y le había puesto una inyección antitetánica y un antibiótico. Luego ella y Rachel le habían limpiado, habían cambiado la ropa de cama y le habían puesto tan cómodo como podían. Una vez que se había decidido a ayudar, Honey había vuelto a su personalidad capaz y sin nervios habitual, por la cual Rachel estaría eternamente agradecida. Rachel creía que se había esforzado físicamente hasta su límite, pero de algún sitio había sacado la energía para ayudar a Honey durante la angustiosa operación de sacar la bala del hombro del hombre, y luego enmendar el daño hecho a su cuerpo.

Con el pelo seco, se puso la camisa limpia que había llevado consigo al cuarto de baño. La cara que reflejaba el espejo no se parecía a la de ella, y clavó los ojos en ella con curiosidad, notando la piel pálida y las oscuras sombras de color malva de fatiga bajo ojos. Estaba atontada de cansancio, y lo sabía. Era hora de ir a la cama. El único problema era: ¿dónde?

El hombre estaba en su cama, la única cama en la casa. No tenía un sofá de tamaño suficiente, sólo dos sillas a juego. Siempre tenía la posibilidad de hacerse una cama de paja en el suelo, pero estaba tan cansada que hasta el mero pensamiento del esfuerzo que le llevaría era casi superior a sus fuerzas. Dejando el cuarto de baño, clavó los ojos en su cama limpia con sus sábanas blancas como la nieve, y en el hombre que yacía tan silenciosamente entre esas sábanas.

Necesitaba dormir, y necesitaba estar junto a él para poder oírle si se despertaba. Era una viuda de treinta años, no una virgen temblorosa. Lo más sensato que podía hacer era arrastrarse dentro de la cama al lado de él para poder descansar. Después de clavar los ojos en él durante apenas un instante más, tomó su decisión y apagó las luces, luego rodeó la cama hasta el otro lado, y se deslizó cuidadosamente entre las sábanas, intentando no tocarle. No pudo evitar soltar un pequeño gemido a medida que sus músculos cansados finalmente se relajaban, y se puso de lado para colocar su mano sobre su brazo, para despertarse si él se inquietaba. Luego se durmió.

Hacía calor cuando se despertó, y estaba empapada en sudor. Una alarma destelló brevemente en su cerebro, cuando abrió los ojos y vio la morena cara masculina en la almohada al lado de la de ella. Luego recordó y se levantó apoyándose sobre el codo para mirarle. A pesar del calor él no sudaba, y su respiración parecía un poco demasiada rápida. La preocupación creció rápidamente en ella, se incorporó y puso la mano en su cara, sintiendo el calor allí. Él movió la cabeza con inquietud, alejándose de su contacto. Tenía fiebre, lo que no era inesperado.

Rápidamente Rachel salió de cama, notando que era después del mediodía. ¡Con razón la casa estaba tan sofocante! Abrió las ventanas y encendió los ventiladores para expulsar el aire caliente de la casa antes de encender el airea acondicionado para enfriar la casa aun más. No lo usaba mucho, pero su paciente necesitaba ser refrescado.

Tenía que encargarse de él antes de hacer nada más. Disolvió dos aspirinas en una cucharadita de agua, luego delicadamente levantó su cabeza, intentando no sacudirle.

– Abre la boca – canturreó, como si fuera un bebé. – Tómate esto por mí. Luego te dejaré descansar.

Su cabeza descansaba pesadamente contra su hombro, sus pestañas negras todavía permanecían quietas sobre sus mejillas. Su pelo era grueso y sedoso bajo sus dedos, y caliente, haciéndola acordarse de su fiebre. Puso la cuchara contra su boca, advirtiendo la línea decidida de sus labios. La cuchara presionaba su labio inferior, abriéndolo apenas un poco.

– Vamos, adelante – le susurró. -Abre tu boca.

¿Cuántos los niveles de conciencia estaban allí? ¿Escuchó su voz? ¿Entendió las palabras? ¿O fue simplemente el tono bajo, tierno el que llegó hasta él? ¿Fue su contacto? ¿El perfume caliente, somnoliento de su carne? Algo le alcanzó. Él trató de volverse hacia ella, su cabeza entregándose a las caricias contra su hombro, y su boca abrió un poco. El corazón martilleaba en su pecho mientras le engatusaba para que tragarse, esperando que no se ahogase. Funcionó tan bien que logró darle tres cucharitas más de agua antes de que él volviera a la inconsciencia más profunda.

Mojó una toalla en agua fría, la dobló y se la colocó sobre la frente, luego retiró hacia atrás la sábana hasta que estuvo sobre sus caderas y empezó lavarle con una esponja con el agua fría. Despacio, casi mecánicamente, deslizó la tela mojada sobre su pecho y sus hombros y bajo sus poderosos brazos, luego por su abdomen delgado, duro, dónde el pelo en su pecho se estrechaba en una línea rala, sedosa. Rachel respiró profundamente, consciente del ligero estremecimiento de su cuerpo. Era hermoso. Nunca había visto a un hombre más hermoso.

No se había permitido pensar en eso la noche anterior, cuándo había sido más importante conseguir ayuda para él y atender sus heridas, pero se había percatado incluso entonces de cuán atractivo era. Sus rasgos eran regulares y bien formados, su nariz delgada y recta sobre la boca que ella apenas había tocado. Esa boca era firme y fuerte, con labio superior cincelado con precisión que sugería resolución y quizá hasta crueldad, mientras su labio inferior se curvaba con una sensualidad perturbadora. Su barbilla era cuadrada, su mandíbula firme y oscurecida con una incipiente barba de color negro. Su pelo era como gruesa seda negra, color carbón y sin ningún brillo azulado. Su piel estaba oscurecida por el bronceado, un intenso matiz de bronce oliváceo.

Era muy musculoso, sin tener el cuerpo de un culturista. Los músculos de él se debían al trabajo duro y el ejercicio físico, los músculos de un hombre que había sido adiestrado para ser fuerte y rápido. Rachel cogió una de sus manos, poniéndola en la cuna que formaban las suyas. Sus manos tenían dedos largos y sin grasa, la fuerza en ellas era evidente aunque él estuviera inconsciente. Sus uñas eran cortas y bien cuidadas. Tocó ligeramente los callos que había en sus manos y en la punta de los dedos; y sintió algo más, bien: la dureza de su mano en el filo de esta. Su respiración se acelero y un escalofrío de precaución corrió a lo largo de su columna nuevamente. Poniendo la mano de él contra su mejilla, estiró la mano tentativamente y tocó la cicatriz que tenía en el vientre liso, una línea curvada, casi plateada que estaba enrojecida contra su oscuro bronceado. Cruzaba su vientre y el lado derecho, curvándose hacía abajo hasta que no se veía. Esa no era una cicatriz por una operación. Sintió frío, viendo el resultado de una feroz lucha cuchillos. Él debía haberse apartado rápidamente del cuchillo, sin poder evitar que cortase parte de su costado y espalda.

Un hombre con una cicatriz como ésa, y con esa clase de callos en las manos, no era un hombre normal ni con un trabajo normal. Ningún hombre normal podría haber nadado hasta la costa con las heridas que tenía; eso requería una determinación y fuerza increíbles. ¿Desde dónde había nadado? No había podido ver ninguna luz en el mar, recordó. Miró su rostro duro, delgado y tembló al pensar en la mente fuerte que se escondía tras sus parpados cerrados. A pesar de toda su fuerza, ahora él estaba indefenso; su supervivencia dependía de ella. Había tomado la decisión de esconderle, de modo que dependería de ella hacer de enfermera y protegerle lo mejor que pudiera. Su instinto le decía que había tomado la decisión correcta, pero el nerviosismo no la abandonaría hasta que contase con algunos hechos sólidos que confirmasen su intuición.

La aspirina y el baño con esponja habían bajado la fiebre, y parecía estar profundamente dormido, sin embargo se preguntó como diferenciar el sueño de la inconsciencia. Honey había prometido que volvería otra vez ese día y lo vería, asegurándose de que la conmoción cerebral no fuese más grave de lo que creía. Rachel no podía hacer nada más, excepto sus tareas habituales.

Se cepilló los dientes y se peinó, luego se puso unos pantalones de color caqui y una camisa blanca de algodón sin mangas. Comenzó a cambiarse en su dormitorio, como hacía normalmente, después miró rápidamente al hombre que dormía en su cama. Con un sentimiento tonto, entró en el cuarto de baño y cerró la puerta. Hacía cinco años que B.B. había muerto, y no estaba acostumbrada a tener un hombre cera, menos a un desconocido.

Cerró las ventanas y cambió la dirección del aire acondicionado, después salió fuera. El pato Ebenezer y su banda de tambaleantes seguidores se acercaron rápidamente a ella, con Ebenezer graznando su desagrado por haber tenido que esperar tanto por el trigo que ella le daba siempre a primera hora de la mañana. Ebenezer era el ganso más gruñón que había existido, estaba segura, pero había cierta majestuosidad en él, tan grande y blanco, y a ella le gustaban sus excentricidades. Joe vino desde la esquina trasera de la casa y espero observando como daba de comer a los gansos, dejando distancia entre ellos como siempre hacía. Rachel vertió la comida de Joe en su plato y llenó su cuenco con agua dulce, después se aparto. Él nunca se acercaría mientras ella estuviera cerca de su comida.

Recogió los tomates maduros de su pequeño huerto y comprobó las plantas de las judías; las judías verdes necesitaban otro día más o menos antes de cosecharlas. Para entonces su estómago decía con voz cavernosa que tenía hambre, y se dio cuenta de que habían pasado horas desde la hora en la que solía desayunar. Todo su horario se había ido por los suelos, y no parecía tener muchos deseos de recuperarlo. ¿Cómo se podría concentrar para escribir cuando todos sus sentidos estaban pendientes del hombre que estaba en su dormitorio?

Entró en la casa a ver cómo estaba, pero él no se había movido. Volvió a mojar la toalla y la puso sobre su frente, después presto atención a los gruñidos de su estómago. Hacía tanta calor que cualquier cosa que fuese cocinada parecía un alimento demasiado pesado, de modo que se decidió por un bocadillo de fiambre con uno de los tomates frescos que había recogido cortado en rebanadas. Con un vaso de té helado en una mano y su bocadillo en la otra, encendió la radio y se sentó al lado de ella para escuchar las noticias. Allí no había nada extraño: las maniobras políticas normales, tanto locales como nacionales; una casa había salido ardiendo; una prueba de interés local, seguida por el clima, que prometía más de lo mismo. Nada que ofreciese una débil luz para explicar la presencia y el estado del hombre que había en su dormitorio.

Cambiando la cadena, escuchó durante casi una hora, pero otra vez no había nada. Era un día tranquilo, la mayoría de la gente se quedaba en su casa a causa del calor. No había nada sobre la búsqueda de un hombre o droga. Al oír que un coche se paraba delante de su casa apagó la radio y se levantó para mirar por la ventana. En ese momento, Honey estaba saliendo de su coche y llevaba consigo otra bolsa de la tienda de comida.

– ¿Cómo ha estado? -Preguntó tan pronto como estuvieron dentro.

– Aún no se ha despertado. Tenía fiebre cuando me desperté, de modo que conseguí darle dos aspirinas y un poco de agua. Luego lo lavé con una esponja.

Honey entró en el dormitorio y cuidadosamente comprobó las reacciones de su paciente, después miro su trabajo en el hombro y muslo y volvió a vendar sus heridas.

– He comprado un termómetro nuevo -murmuró, sacudiéndolo arriba y abajo y metiéndoselo en la boca-. No tenía para humanos.

Rachel se había estado moviendo nerviosamente.

– ¿Cómo lo ves?

– Sus reacciones son mejores, y las heridas parecen limpias, está completamente fuera de peligro. Va a estar enfermo durante unos días. La verdad, mientras más tiempo esté tan quieto como está, mejor para él. Descansará la cabeza y no forzará ni el hombro ni la pierna.

– ¿Y la fiebre?

Honey le tomo el pulso, luego sacó el termómetro de su boca y lo leyó.

– Treinta y ocho. No es crítico, excepto que como dije, va a estar muy enfermo durante algún tiempo. Dale una aspirina cada cuatro horas y hazle beber tanta agua como puedas. Sigue bañándolo con una esponja con agua fría. Volveré mañana, pero no puedo venir muy a menudo o parecería sospechoso.

Rachel compuso una sonrisa nerviosa.

– ¿También tu fantasía ha corrido demasiado contra ti?

Honey se encogió de hombros.

– Escuché la radio y leí el periódico. No aparecía nada sobre este tipo. Quizá me equivoque, pero solamente se me ocurren dos posibilidades. Una es que es un agente, y la otra es que es un camello que se está escondiendo de su gente.

Bajando la mirada hasta él, con el cabello negro enmarañado, Rachel negó con la cabeza.

– No creo que sea un camello.

– ¿Por qué no? ¿Tienen tatuajes identificativos, o algo?

No le dijo nada a Honey sobre las manos de él.

– Es posible que sólo quiera reconfortarme pensando que he hecho lo correcto.

– Después de lo que estás haciendo, creo que tienes razón. Anoche no pensé en eso, pero hoy lo he hecho, y he hablado con un policía esta mañana. No mencionó nada raro. Si tu tipo está relacionado con las drogas tendrás tiempo para enterarte antes de que pueda ser peligroso. Así pues, creo que estás haciendo lo correcto.

Había también otra posibilidad, una en la que Rachel había pensado pero que no pensaba decir a Honey. ¿Qué pasaría si él era un agente… para alguien más? Un camello, un agente -ninguno de los dos trabajos era muy sano, teniendo en cuenta de todo lo que había descubierto mientras trabajaba como reportera. Rachel había sido una reportera muy buena, un as, adentrándose en los hechos haciendo frente al peligro. Sabía, mucho mejor que Honey, lo peligroso que era simplemente esconder a ese hombre, pero había algo que le hacía imposible lavarse las manos y entregarlo al sheriff, dejando que después los acontecimientos siguieran su curso natural. Ella se había hecho responsable de él desde que lo vio nadando en el Golfo, y eso no cambiaría. Mientras hubiese una posibilidad, por muy remota que fuera, de que fuera digno de su protección, tenía que ofrecérsela. Era un riesgo que debía correr.

– ¿Cuánto tiempo falta para que se despierte? -se quejó.

Honey vaciló.

– No lo sé. Soy veterinaria, ¿recuerdas? Con la fiebre, la pérdida de sangre, el golpe en la cabeza… Debería estar en la UVI, y tener puesto suero. Su pulso es débil y acelerado, probablemente necesita sangre y está en estado de shock, pero aparte de eso promete. Puede despertarse en cualquier momento, o puede que sea mañana. Cuando se despierte puede encontrarse desorientado, lo que no sería extraño. No dejes que se ponga nervioso, y sea lo que sea que hagas, no le permitas levantarse.

Rachel lo miró, su pecho fuertemente musculado, y se preguntó si había alguna forma de que ella pudiera evitar que él hiciese cualquier cosa que desease. Honey sacó gasa y esparadrapo de su bolso.

– Cámbiale el vendaje mañana por la mañana. No volveré hasta mañana por la noche, a menos que creas que él ha empeorado y me llames, y en ese caso sería mejor que llamases a un doctor.

Rachel compuso sonrisa tensa.

– Gracias. Sé que no te ha sido fácil hacer esto.

– Por lo menos has traído algo de excitación al verano. Me tengo que ir ahora, o Rafferty querrá alguna tira de mi piel por hacerle esperar.

– Saluda a John de mi parte -dijo Rachel cuando estuvieron en el porche.

– Depende de su estado de ánimo -Honey sonrió abiertamente, sus ojos iluminaos por la idea de la pelea. Ella y John Rafferty habían estado peleando desde que Honey había comenzado a trabajar en la zona; Rafferty había dejado clara su opinión de que una mujer no era lo suficientemente fuerte para ese trabajo, y Honey se había propuesto desmentir esa idea. Su relación había evolucionado hacía mucho tiempo en un respeto mutuo y una pelea continua de la que ambos disfrutaban. Desde que Honey se había comprometido con un ingeniero en el extranjero, con planes para casarse cuando él regresase al Estado, también ella quedó a salvo del legendario deseo de Rafferty, pues algo que él no hacía, era pescar furtivamente.

Joe se levantó simplemente en la esquina de la casa, volviéndose más agresivo mientras veía a Honey montarse en el coche y marcharse. Normalmente Rachel le habría hablado tranquilizadoramente, pero hoy, también, ella estaba tensa y cautelosa.

– Guarda -dijo suavemente, sin saber si él entendería la orden-. Eres un buen chico. Protege la casa.

Pudo trabajar en su libro durante un par de horas, pero realmente no podía concentrarse en lo que estaba haciendo cuando escuchaba cualquier sonido que salía del dormitorio. Cada dos por tres, entraba a ver como estaba, pero cada vez lo veía igual que antes. Intentó varias veces obligarlo a beber algo, pero su cabeza se recostaba contra su hombro cada vez que se la levantaba, y él no terminaba de responder. A última hora de la tarde su fiebre comenzó a subir otra vez, y Rachel abandonó el intento de escribir. De alguna manera tenía que animarle lo suficiente como para que se tomase la aspirina.

La fiebre parecía peor esta vez. Cuando lo tocó su piel ardía, y tenía el rostro ruborizado por el calor. Rachel le habló al levantarle la cabeza, cantando dulcemente y adulándolo. Con la mano libre le acarició el pecho y los brazos, intentando animarle, y su esfuerzo se vio recompensado cuando él gimió repentinamente y giró el rostro contra su cuello.

El sonido y el movimiento, de alguien que había estado quieto y silencioso, la sobresaltaron. Su corazón latió salvajemente, y fue incapaz de moverse durante un momento, simplemente sujetándolo y sintiendo como su barba la raspaba cuando la acarició. Fue una sensación raramente erótica, y su cuerpo se aceleró por el recuerdo. Un rubor ardiente coloreó sus mejillas; ¿qué hacía ella, reaccionando por el toque de un hombre sin sentido y enfermo? Concedido, había pasado mucho tiempo desde la última vez, pero nunca se había considerado una persona mal amada, tan hambrienta para que el contacto más leve con un hombre la hiciera excitarse.

Intento alcanzar la cucharilla donde había disuelto la aspirina y le hizo abrir la boca, tocándole los labios con la cucharilla como había hecho antes. Nerviosamente él aparto la cara, y Rachel siguió el movimiento con la cuchara.

– No hagas eso -murmuró con dulzura-. No te vas a escapar. Abre la boca y tómate esto. Te hará sentir mejor.

Frunció el ceño oscuramente y se apartó, esquivando la cuchara de nuevo. Tenazmente Rachel volvió a intentarlo, y esta vez logró meter la amarga aspirina en su boca. Se la tragó, y mientras colaborase debía lograr que bebiese té helado antes de que volviera a sumergirse de nuevo en el estado de inconsciencia. Tras la costumbre que había comenzado esa mañana, lo lavó pacientemente con una esponja mojada en agua fría esperando que la aspirina hiciese efecto y la fiebre bajara otra vez, permitiéndole descansar.

Su respuesta, nerviosa como había sido, le dio esperanzas de que pronto despertaría, pero esa esperanza murió durante esa larga noche. Su fiebre subía en intervalos hasta que ella le dio más aspirinas y logró tenerla bajo control de nuevo. Sólo pudo descansar durante breves intervalos, porque pasó la mayor parte de la noche pendiente de él, lavándolo con una tela mojada en agua fría para mantenerle tan calmado como podía, y haciendo todo aquello que era necesario cuando había un paciente postrado en una cama.

Hacia el amanecer él volvió a gemir e intentó cambiar de posición. Imaginando que los músculos le debían doler después de estar tanto tiempo en la misma posición, Rachel le ayudó a ponerse sobre su costado sano, después aprovechó la nueva posición en la que estaba y le limpió la espalda con agua fría. Él se tranquilizo casi de inmediato, su respiración se volvió profunda y constante. Con los ojos ardiéndole y los músculos doloridos, Rachel siguió frotándole la espalda hasta que estuvo segura de que él descansaba por fin, luego avanzó a rastras hasta la cama. Estaba tan cansada. Fijó la mirada en la musculosa espalda de él, preguntándose si podría dormir y como lograría estar despierta durante un momento más. Debido al cansancio sus párpados descendieron e inmediatamente se durmió, el instinto llevándola a acercarse más a esa espalda ardiente.

Aún era pronto cuando se despertó; al mirar el reloj vio que había dormido unas dos horas. Él volvía a estar boca arriba, y había vuelto a patear las sábanas hasta que estar quedaron enredadas alrededor de su pierna izquierda. Molesta por no haberse despertado por sus movimientos, Rachel salió de cama y la rodeó para enderezar la sábana y taparlo, intentando no moverle la pierna izquierda. Su mirada vago sobre su cuerpo desnudo y rápidamente la aparto, sonrojándose otra vez. ¿Qué estaba mal en ella? Sabía qué los hombres desnudos se parecían, y no era como si fuera la primera vez que había visto uno. Lo había cuidado durante casi dos días; lo había bañado y había ayudado a coserle las heridas. Pero aun así, no podía evitar la sensación de bienestar que la inundaba cada vez que lo miraba.

– Es simple lujuria-, se dijo a si misma firmemente. -Simple y normal lujuria. Soy una mujer normal, y él es un hombre guapo. ¡Es normal que admire su cuerpo, así que tengo que dejar de actuar como una adolescente!

Subió la sábana hasta su pecho, después lo persuadió con ruegos de que se tomara la aspirina. ¿Por qué no se había despertado aún? ¿La contusión era más fuerte de lo que Honey había pensado? Pero su estado no parecía empeorar, y de hecho estaba más receptivo que antes; era más fácil lograr que se tomase las aspirinas y los líquidos, pero ella quería que abriese los ojos, que le hablase. Hasta ese momento no podría estar segura de que su decisión de mantenerle oculto no le hubiera perjudicado.

¿Escondido de quien? – repuso su subconsciente. Nadie le había estado buscando. En la brillante y despejada mañana sus temores parecían tontos.

Mientras él permanecía tranquilo, alimentó a los animales y trabajó en el huerto, recogiendo las judías verdes y los pocos tomates que habían madurado de la noche a la mañana. Había algunos calabacines listos para ser recogidos, y decidió hacer una cacerola de puré para cena. Quitó las malas hierbas del huerto y de alrededor de los arbustos, y para cuando terminó, el calor se había vuelto sofocante. A pesar de la brisa normal del Golfo, el aire era caliente y pesado. Pensó con anhelo en nadar, pero no se atrevía a dejar a su paciente solo durante tanto tiempo.

Cuando volvió a ver como estaba, encontró que la sábana estaba otra vez abajo, y movía un poco su cabeza de un lado para otro con impaciencia. Aún no podía darle más aspirina, pero estaba ardiendo; cogió un tazón lleno de agua fría y se sentó a su lado, lavándolo lentamente con la esponja mojada en agua fría hasta que se enfrío y volvió a adormecerse. Cuando se levantó de la cama lo recorrió con la mirada y se preguntó si estaría perdiendo el tiempo si lo volvía a tapar. Simplemente hacía demasiada calor para él, con fiebre que tenía, aunque tenía el aire acondicionado puesto y la casa estuviera fría para ella. Cuidadosamente desenredó la sábana de alrededor de sus pies, su toque ligero y fugaz; luego hizo una pausa y sus manos regresaron a sus pies. Él tenía pies bonitos, dedos largos y atezados, eran masculinos y bien cuidados, como sus manos. También tenía los mismos callos en los pies que tenía en las manos. Había sido adiestrado como soldado.

Mientras subía la sábana hasta su cintura ardientes lágrimas se acumularon en sus ojos. No tenía razones para llorar. Él había escogido ese tipo de vida y no apreciaría su simpatía. Las personas que vivían al borde del peligro lo hacían porque así lo deseaban: ella había vivido allí, y sabía que había preferido aceptar libremente los peligros que eso acarreaba. B.B. había aceptado el peligro de su trabajo, contar lo que ocurría a pesar del riesgo pues creía que merecía la pena hacerlo. Lo que ninguno de los dos había pensado es que eso le costaría la vida.

Cuando Honey llegó esa noche, hacía mucho que Rachel se había controlado, y una cacerola al fuego saludó al olfato de Honey cuando llegó a la puera.

– Umm, eso huele bien -olfateo-. ¿Cómo está nuestro paciente?

Rachel negó con la cabeza.

– No ha habido mucho cambio. Está un poco más consciente, nervioso, cuando la fiebre sube, pero todavía no se ha despertado.

Justamente hacía poco que había vuelto a subirle bruscamente la sábana, de modo que estaba tapado cuando Honey entró a ver como estaba.

– Está bien -dijo Honey después de mirarle las heridas y los ojos-. Déjalo dormir. Es precisamente lo que necesita.

– Eso ha hecho durante demasiado tiempo -se quejó Rachel.

– Ha pasado por mucho. El cuerpo tiene una forma especial de conseguir y tener lo que necesita.

No fue necesaria mucha persuasión para que Honey se quedara a cenar. La cacerola, los guisantes frescos y los tomates cortados en rodajas fueron por si solos suficientemente convincentes.

– Esto es mucho mejor que la hamburguesa que había pensado comer -dijo Honey, moviendo su tenedor para dar énfasis a sus palabras-. Creo que nuestro chico está fuera de peligro, de modo que no vendré mañana, pero si vuelves a cocinar es posible que cambie de idea.

Era estupendo reír después de los nervios de los dos últimos días. Los ojos de Rachel centellearon.

– Ésta es la primera vez que cocino desde que empezó el calor. He estado viviendo de frutas, cereales y ensalada, cualquier cosa para no tener que encender el fuego. Aunque desde que comencé a usar el aire acondicionado esta noche, no parecía tan malo cocinar.

Después de recoger la cocina Honey comprobó la hora en su reloj.

– No es muy tarde. Creo que pasaré a visitar a Rafferty y veré como está una de sus yeguas que está a punto de parir. Puede que así evite tener que volver cuando llegue a casa. Gracias por la comida.

– Cuando quieras. No sé lo que habría hecho sin ti.

Honey la miro por un momento, su cara llena de pecas seria.

– Te las habrías ingeniado. Eres de esas personas que hacen lo que deben hacer, sin quejarse por ello. El tipo que está dentro tiene una gran deuda contigo.

Rachel no sabía si él lo vería de esa forma o no. Cuando salió del cuarto de baño lo observó fijamente, deseando que abriese los ojos y hablase con ella, para tener algún indicio de que tipo de persona se escondía tras esos ojos cerrados. Cada hora que había pasado había hecho que el misterio que lo envolvía aumentase. ¿Quién era? ¿Quién le había disparado, y por qué? ¿Por qué no había salido nada sobre él en las noticias? Un bote abandonado en el Golfo o llevado hasta la tierra habría salido en las noticias. Se habría informado en las noticias sobre una persona desaparecida. Un camello, alguien que hubiese escapado de la cárcel, cualquier cosa, pero no se había dicho nada que pudiera explicar porque él había llegado con la marea.

Se metió en la cama al lado de él, teniendo la esperanza de dormir al menos algunas horas. Él estaba descansando mejor, pensó, la fiebre no había subido tanto como antes. Lo cogió del hombro, y se durmió.

El movimiento de la cama la despertó, sacándola sobresaltada de un estado de sueño profundo. Se enderezó sobre la cama, con el corazón latiéndole rápidamente. Él se movía nerviosamente, intentando destaparse pateando la sábana con su pierna sana, y finalmente logró quitarse de encima la mayor parte de ésta. Su piel estaba caliente, y su respiración era demasiado pesada. Una mirada al reloj le indicó que había pasado la hora en que debería haberle dado otra aspirina.

Encendió la lámpara al lado de la cama y entró en el cuarto de baño para coger una aspirina y un vaso con agua. Él se la tomó sin crearle problemas esta vez, y Rachel le obligó a beber casi un vaso de agua lleno. Bajó su cabeza de nuevo sobre la almohada, acariciando su pelo con los dedos.

¡El deseo de nuevo! Apartó su mente del rumbo que esta estaba tomando. Él necesitaba que lo enfriase, y ella se encontraba allí de pie soñando con él. Indignadísima consigo misma, mojó una toalla y se inclinó sobre él, lavándole lentamente el pecho con la toalla fría.

Una mano tocó su pecho. Ella se congeló, abriendo los ojos. Su camisón era suelto y sin mangas, con un escote profundo que se había despegado de su cuerpo cuando se inclinó sobre él. La mano derecha del hombre se adentró en el escote, y le rozó el pecho, acariciando con firmeza el pezón, de aquí para allá, hasta que el pequeño brote de carne se encogió y Rachel tuvo que cerrar los ojos por el placer. Luego su mano bajo aún más, tan despacio que su aliento se detuvo dentro de su pecho, acariciando la parte inferior y aterciopelada de su pecho.

– Preciosa- murmuró, su voz profunda, susurrando la palabra.

La palabra penetró agudamente en la mente de Rachel, y movió la cabeza de un lado a otro y abrió los ojos. ¡Estaba despierto! Por un momento, miró de forma perdida esos ojos entreabiertos que eran tan negros que parecía que la luz se ahogara en ellos; después su corazón comenzó a latir más lentamente y volvió a dormirse, apartando su mano del pecho.

Ella estaba tan nerviosa que apenas podía moverse. Su piel aún ardía por sus caricias, y ese momento en que había mirado sus ojos quedaría grabado en el tiempo, así como ella se sintió abrasada por su mirada. Sus ojos negros, más negros que la noche, sin el menor indicio de un tono marrón. Habían estado nebulosos por la fiebre y el dolor, pero él había visto algo que le gustó y trató de alcanzarlo. Mirando hacia abajo, vio que el escote abierto de su cómodo camisón de algodón dejaba sus senos completamente expuestos a sus ojos y a sus caricias; sin desearlo lo había invitado. Sus manos temblaban mientras seguía bañándolo automáticamente con la toalla. Sus sentidos se tambaleaban, su mente intentando comprender que él había despertado, que había hablado, aunque fuera una sola palabra. De alguna manera en esos dos días que había estado inconsciente, aunque deseaba que despertase, había dejado de esperarlo. Se había ocupado de todo lo referente a él tal como se haría con un bebé, y ahora estaba tan asustada como si un bebé hubiera hablado de repente. Pero él no era un niño; era un hombre. Un verdadero hombre, si el franco aprecio de la palabra susurrada servía como medida. "Preciosa", había dicho él, y sus mejillas se sonrojaron.

Después las implicaciones de esa palabra cayeron sobre ella, y se levantó tambaleante. ¡Era americano! Cualquier palabra que él hubiese dicho, medio inconsciente y ardiendo por la fiebre, habría sido en su lengua natal. Pero la palabra había sido inglesa, y el acento, aunque mal definido, había sido definitivamente americano. Parte del acento podía ser normal, una voz que arrastraba las palabras propia de un hombre sureño o del oeste.

Americano. Estaba extrañada por la ascendencia que le había dado ese tono a su piel, que parecía italiano o árabe, un húngaro americano, ¿o quizá un irlandés? ¿Español? ¿Tártaro? Los pómulos altos, cincelados y la nariz delgada, recta podían venir de cualquier de esas ascendencias, pero él era sin duda americano.

Su corazón aún latía excitado. Incluso después de que hubiera vaciado el cubo de agua, apagado la lámpara y se hubiera acostado lentamente a su lado, se estremecía y no podía dormir. Él había abierto los ojos y le había hablado, se había movido de forma voluntaria. ¡Se recuperaba! Ese hecho quitó una pesada carga de sus hombros.

Se giró de lado y lo miró, sin poder ver casi su perfil en la oscuridad de la habitación, pero su piel notaba su cercanía. Estaba caliente y vivo, y una extraña mezcla de dolor y placer creció dentro de ella, porque de alguna manera, se había hecho importante para ella, tan importante que su vida se había visto alterada. Incluso después de que él se marchase, como el sentido común le indicaba que debía ser, nunca volvería a ser la misma. La Bahía Diamond le había entregado un extraño regalo, salido de sus aguas color turquesa. Extendió la mano y acarició su musculoso brazo, luego la apartó porque el contacto con su piel hacía que su corazón volviese a latir rápidamente. Había venido del mar, pero había sido ella quien había sufrido el cambio por culpa del mar.

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