Capítulo Cinco

Los sueños eran aún tan vividos que le llevó varios minutos percatarse de que estaba despierto, pero la conciencia no trajo la comprensión. Permaneció acostado en silencio, mirando a su alrededor el cuarto fresco, poco familiar y tanteando su mente a la búsqueda de cualquier recuerdo que le indicara qué estaba ocurriendo y dónde se encontraba él. No parecía haber ninguna conexión entre sus últimos recuerdos y ese cuarto silencioso. ¿Pero eran estos recuerdos, o sueños? Había soñado con una mujer, una mujer caliente y flexible, con unos ojos tan grises y claros como un lago de una región montañosa bajo un cielo nublado, sus manos tiernas cuando lo acariciaban, su pecho aterciopelado que se hinchó contra las palmas de sus manos cuando él la tocó. Sus dedos avanzaron apartando las sábanas; el sueño era tan real que casi deseaba sentirla bajo sus manos

Aunque, eso era solamente un sueño y él debía ocuparse de la realidad. Se quedó acostado hasta que ciertos recuerdos comenzaron a volver, y supo que no eran sueños. El ataque a su barco; el trayecto a nado interminable, atormentador a oscuras, impulsado sólo por la incapacidad de darse por vencido. Luego, después de eso… nada. Ni tan siquiera una luz tenue iluminaba lo que había sucedido.

¿Dónde estaba? ¿Había sido capturado? Ellos darían casi cualquier cosa, arriesgarían casi cualquier cosa, con tal de llevarle vivo.

Se movió con precaución, notando en la boca el desagrado por la cantidad de esfuerzo que gastó en ello. Le dolía el hombro y el muslo izquierdo, y tenía un dolor de cabeza sordo, pero tanto su pierna como su brazo obedecieron la orden mental de moverse. Usando torpemente la mano derecha, echó hacia atrás la sábana y luchó por sentarse. Le atacó un mareo, pero se agarró a un lado de la cama hasta que pasó, después volvió a hacer una lista. Un vendaje blanco envolvía su muslo, espesamente acolchado sobre las heridas. El mismo tratamiento había recibido su hombro; la gasa había estado envuelta alrededor de éste, luego la habían pasado alrededor de su pecho. Estaba completamente desnudo, pero esto no lo molestaba. Su primera prioridad era moverse; la segunda era enterarse de donde diablos se encontraba.

Se levantó, el músculo herido en su muslo estremeciéndose por el esfuerzo del movimiento. Se tambaleó, pero no se cayó, solamente se quedó allí de pie hasta que el cuarto dejo de girar y su pierna se volvió estable bajo él. A pesar del frescor que hacía en la habitación una capa de sudor comenzó a formarse en su cuerpo.

No había ningún ruido salvo por el zumbido suave del ventilador del techo sobre la cama y el distante sonido mecánico de un aparato de aire acondicionado. Escuchó atentamente, pero no pudo detectar nada más. Conservando su mano derecha sujetada contra la cama, dio un paso hacia la ventana, apretando los dientes por el dolor abrasador de su pierna. Las tradicionales contraventanas cerradas atrajeron su atención. Alcanzando la ventana, usó un dedo para levantar una tablilla y mirar con atención a través de la grieta. Un patio, una huerta. Nada en particular, excepto que no había nada a la vista, ya fuera, humano o animal.

Había una puerta abierta delante de él, revelando un cuarto de baño. Despacio se acercó a la puerta, sus ojos oscuros tomando nota de los artículos que había en la habitación. Laca, lociones, cosméticos. El cuarto de baño de una mujer, entonces, ¿quizá era la mujer pelirroja que había estado en el otro barco? Todo estaba limpio, impecablemente limpio, y había cierto lujo tanto en el baño como en el dormitorio, como si todo hubiera sido escogido para que estuviese lo más cómodo posible dejando aparte el hecho simple de que estaba desnudo. La siguiente puerta era la de un armario. Movió las perchas y comprobó la talla de la ropa. Otra vez, todo era para una mujer, o un hombre pequeño, muy delgado de sexualidad indecisa. Las ropas eran notablemente harapientas para lo sofisticadamente vestida que la había visto. ¿Un disfraz?

Cautelosamente abrió la puerta de al lado ligeramente, mirando por la pequeña rendija para asegurarse de que no había nadie fuera. El vestíbulo pequeño estaba vacío, al igual que el cuarto que había más lejos de él. Abrió más la puerta, balanceándose con una mano contra el marco. Nada. Nadie. Estaba solo, y eso tenía después de todo, poco sentido.

Maldita sea, estaba débil, y tan sediento que parecía que los fuegos del infierno se encontraban en su garganta. Cojeando, a veces tambaleándose, se abrió paso a través de la sala de estar vacía. Una alcoba pequeña, iluminada por el sol estaba después, y el sol deslumbrante que entraba a través de las ventanas lo hizo parpadear cuando sus ojos se ajustaron al repentino exceso de luz. Después había una cocina, pequeña y soleada y sumamente moderna. Un imponente conjunto de verduras coloridas y frescas estaban sobre un poyete, y había un cuenco con fruta fresca sobre la mesa del centro.

Sentía la boca y la garganta revestidas de algodón. Anduvo tambaleándose hasta el fregadero, después abrió los armarios hasta dar con los vasos. Abrió el grifo del agua, llenó un vaso y bebió, vertiendo el agua en su boca con tanta sed que parte de ésta se derramó por su pecho. Con esa primera y terrible urgencia satisfecha, bebió otro vaso de agua y esta vez consiguió que toda llegase a su boca.

¿Cuánto tiempo había estado allí? Lo ponían furioso las lagunas mentales que tenía. Era vulnerable, inseguro sobre el lugar donde se encontraba o lo que había sucedido, y la vulnerabilidad era una cosa que él no podía permitirse. Pero también se moría de hambre. El cuenco con la fruta fresca lo llamaba, y se tragó de un golpe un plátano, después media manzana. Abruptamente se encontró demasiado lleno para comer otro solo mordisco, de modo que lanzo tanto la piel del plátano como la manzana medio comida al cubo de la basura.

De acuerdo, podía desenvolverse bien. Lentamente, pero no estaba indefenso. Su siguiente prioridad era alguna forma de defenderse. El arma que había más disponible era un cuchillo, y examinó los cuchillos de cocina antes de escoger el que tenía la cuchilla más afilada, más firme. Con éste en su mano él comenzó una búsqueda lenta, metódica de la casa, pero no había otras armas de ningún tipo para ser encontradas.

Las puertas que daban a la calle tenían cerrojos muy firmes. No eran elaborados, pero era condenadamente seguro que cualquiera que quisiera forzar la puerta lo haría despacio. Él los miró, intentando recordar si alguna vez en su vida había visto unos cerrojos parecidos a esos, y decidió que no los había visto. Tenían la llave echada, ¿pero que sentido tenía poner los cerrojos por dentro, donde él los podía alcanzar? Movió uno de los cerrojos, y se abrió con un movimiento facilísimo, casi silenciosamente. Cautelosamente trato de alcanzar el pomo y abrió un poco la puerta, volviendo a mirar por la grieta para ver si había alguien fuera. La puerta era pesada, también para ser una puerta normal. La abrió un poco más, recorriendo con los dedos el borde. Acero reforzado, adivino él.

Era una prisión pequeña y cómoda, pero los cerrojos estaban en el lado equivocado de las puertas, y no había guardas.

Abrió completamente la puerta, mirando a través de la tela metálica a un patio pequeño y limpio, un bosque de altos pinos y una bandada de gansos gordos, blancos y grises que buscaban insectos en la hierba. El calor que traspasaba la tela metálica era espeso y pesado, golpeándolo. Un perro apareció como por ensalmo de debajo de un arbusto, poniéndose encima del porche de un salto y clavando los ojos en él sin parpadear echando hacía atrás sus orejas y desnudando los colmillos.

Desapasionadamente él examinó al perro, examinando sus opciones. Un perro adiestrado para atacar, un pastor alemán, de ochenta o noventa libras. En su condición debilitada no tenía ninguna oportunidad contra un perro como ése, incluso con un cuchillo en su mano. Después de todo, estaba preso de una forma increíble.

Su pierna apenas soportaba su peso. Estaba desnudo, débil, y no sabía donde se encontraba. Las probabilidades no estaban a su favor, pero estaba vivo y lleno de una furia fría, controlada. Ahora él también tenía la ventaja de la sorpresa, porque quienquiera que le había traído aquí no esperaría que estuviera en pie y armado. Cerró la puerta de nuevo, después observó al perro a través de la ventana hasta que éste dejó el porche y volvió a su posición bajo el arbusto.

Tenía que esperar.


Una enorme nube negra, surgía amenazadoramente en el cielo cuando Rachel accedió al camino que conducía a su casa. La miró, preguntándose si descargaría su carga de agua en alta mar o la aguantaría hasta estar sobre tierra. La lluvia sería torrencial, y la temperatura descendería mucho, salvo que tan pronto como la nube hubiese pasado el calor volvería a ascender, y la lluvia se evaporaría en una nube sofocante de vapor. El pato Ebenezer y su bandada se dispersaron, graznando irritados, cuando bajó con el coche hasta donde ellos habían estado picoteando la hierba perezosamente. Joe levantó su cabeza para mirarla, luego la agachó. Todo estaba tranquilo, tal como había estado cuando se había marchado. Sólo después sintió una ligera constricción apremiante en el pecho.

Sacó la bolsa del maletero, ignorante de los ojos negros y afilados que la seguían en cada movimiento. Quedándose con la bolsa en un brazo y las llaves en la otra mano, subió los escalones hasta el porche, se detuvo para apartar sus gafas de sol de sus ojos poniéndolas sobre su cabeza, luego sujetó la puerta de tela metálica abierta con la cadera mientras quitaba la llave y la empujaba. El frescor que provocaba el aire acondicionado era un contraste tan drástico con el calor abrasador de afuera que se le puso piel de gallina, y tembló. Tomando aire profundamente, dejó caer su bolso y la bolsa en una de los sillas y fue a ver cómo estaba su paciente.

En el momento en que tocó el pomo de la puerta un brazo duro rodeó su garganta y fue empujada hacía atrás con fuerza, su cuello arqueándose de forma poco natural. Un cuchillo reluciente estaba siendo sujetado delante de su cara. Estaba demasiado aturdida para reaccionar, pero ahora un puro terror la inundó cuando fijó su mirada en el cuchillo. ¿Cómo habían llegado ellos? ¿Lo habían matado ya? La angustia que se alzó sobre ella era descabellada y feroz, consumiéndola.

– No pelees y no te lastimaré -dijo una profunda voz en su oído-. Quiero algunas respuestas, pero no correré riesgos. Si haces un movimiento… -no terminó la frase, salvo que no hacía falta. Que tranquila era su voz, tan calmada y desapasionada como una piedra. Hizo que su sangre se congelase.

El brazo que la estrangulaba bajó de su barbilla, y ella automáticamente levantó ambas manos, agarrándolo. El cuchillo se acercó más amenazadoramente.

– No hagas eso -susurró él, su boca cerca de su oído, el cuerpo de ella se acercó al de él en un intento de poner distancia entre si misma y esa cuchilla brillante. Notó cada detalle de su cuerpo, y repentinamente sus aturdidos sentidos le dijeron que era lo que sentía. ¡Estaba desnudo! Y si estaba desnudo, entonces tenía que ser…

El alivio tan definido, agudo, tan doloroso a su propio modo como el miedo y la angustia lo habían sido, hizo que sus músculos repentinamente temblaran cuando la tensión los abandonó. Sus manos descansaron sobre su antebrazo.

– Eso está mejor -gruño la voz-. ¿Quién eres?

– Rachel Jones -dijo ella, su voz jadeante por la presión que él ejercía contra su cuello.

– ¿Dónde estoy?

– En mi casa. Te saque del mar y te traje aquí -lo podía notar tambaleándose, sin embargo estaba débil. Su fuerza era asombrosa dadas las circunstancias, pero había estado muy enfermo, y su fuerza debía estar disminuyendo-. Por favor -susurró ella-. Deberías estar acostado.

Esa era la verdad, pensó Sabin desagradablemente. Estaba exhausto, como si hubiera corrido una maratón; sentía que sus piernas se doblarían de un momento a otro. No la conocía, y no podía confiar en ella; tan solo tenía esa oportunidad, y una suposición equivocada podía costarle la vida, pero no tenia muchas elecciones. ¡Diablos, estaba débil! Lentamente relajó el brazo derecho que tenía contra su garganta y dejó que el izquierdo, único agarre del cuchillo, cayese contra su costado. Le latía el hombro, y dudó de que fuera capaz de volver a levantar el brazo.

En lugar de apartarse de él tambaleándose, ella se giró cautelosamente, como si esperara asustada otro ataque, y puso su hombro bajo su brazo derecho, mientras con los brazos lo rodeaba y lo sujetaba.

– Apóyate en mi antes de que te caigas -dijo, su voz seguía un poco jadeante-. Estarás hecho un desastre si has roto los puntos.

Él no tenía muchas opciones salvo para pasar su brazo sobre sus hombros delgados y apoyarse pesadamente contra ella. Si no se sentaba pronto iba a caerse, y lo sabía. Lentamente ella le ayudó a entrar en el dormitorio, sujetándolo cuando él se tambaleó justo al borde de la cama, después sujetando su cabeza con su brazo izquierdo mientras lo ponía en una posición cómoda y con la otra mano arreglaba la almohada. Sabin hizo una respiración profunda, sus sentidos reaccionando automáticamente por el olor de ella de mujer ardiente y su blando pecho contra su cara. Sólo tenía que girar la cabeza para presionar con su boca un pezón, y la imagen llameó en él con una urgencia curiosa.

Respondió a ese pensamiento cerrando los ojos, respirando rápidamente por el cansancio excesivo, mientras ella ponía sus piernas sobre la cama y subía la sábana hasta su cintura.

– Ya está -dijo ella suavemente-. Ahora puedes descansar.

Acarició su mano sobre su pecho, como había hecho muchas veces en los pasados pocos días, una acción que se había vuelto automática porque parecía calmarle. Él estaba mucho más fresco; la fiebre al fin lo había abandonado. Aún tenía el cuchillo en la mano izquierda, y ella fue hasta él, pero sus dedos se apretaron cuando lo tocó, y sus ojos se abrieron repentinamente, sus ojos negros con una mirada fija y feroz.

Rachel dejó en su mano el cuchillo, su mirada chocando levemente contra la suya.

– ¿Por qué lo necesitas -preguntó ella-. Si hubiera deseado hacerte cualquier daño he tenido un montón de oportunidades para hacerlo antes de ahora.

En ese momento sus ojos eran completamente grises, sin ningún resquicio de azul. Eran casi como carbones de color, calientes, y con una claridad tan absoluta que parecían insondables. Él sintió una sacudida de reconocimiento. Los ojos, y la mujer, habían estado en sus recientes sueños con un erotismo tan tierno que hizo que se le entrecortase la respiración. ¿Pero… eran sueños? La mujer no era un sueño. Era real, de carne y hueso, y sus manos se había movido sobre él con una facilidad familiar. No actuaba como un guardián, pero no podía permitirse el lujo de tomar esa opción. Si renunciaba ahora al cuchillo podía ser que no lo volviese a conseguir.

– Lo conservaré -dijo él.

Rachel vaciló, preguntándose si debería agilizar el asunto, pero algo en su tono calmada, lacónico, la hizo decidir que no debía obligarlo. Si bien estaba débil y apenas podía permanecer de pie, había algo en él que le decía que no aceptaría ser obligado. Era un hombre peligroso, este desconocido que había pasado la noche en su cama. Apartó su mano de la de él.

– Bien. ¿Tienes hambre?

– No. Comí un plátano y una manzana.

– ¿Cuánto tiempo has estado despierto?

No había mirado un reloj, pero no necesitaba de un reloj para saber el tiempo que había pasado.

– Casi una hora.

Su mirada fija no se había apartado de ella. Rachel sintió como si él pudiera ver a través de ella, como si investigara su mente.

– Te has despertado otras veces, pero aún tenías fiebre y hablabas tonterías.

– ¿Qué clase de tonterías? -pregunto él agudamente.

Rachel lo miro serenamente.

– Ningún secreto estatal ni nada como eso. Pensaste que te ibas a una fiesta.

¿Había un doble sentido en eso de los secretos estatales? ¿Sabía ella algo o sólo había sido una coincidencia? Sabin quiso interrogarla, pero por el momento apenas tenía la sartén por el mango, y su excesivo cansancio se transformaba en una soñolencia agua. Como si ella lo supiera, tocó su cara, sus dejos fríos y firmes.

– Vete a dormir -dijo ella-. Aun estaré aquí cuando despiertes.

Ridículamente, era la tranquilidad que necesitaba para dormirse.

Silenciosamente Rachel salió del cuarto y fue a la cocina, dónde se apoyó débilmente contra la mesa de trabajo. ¡Sus piernas se estremecían, sus entrañas agitaban como si fuesen gelatina, reaccionando a todo lo que había ocurrido ya… y aún no era mediodía! No tenía ninguna de las respuestas que se había prometido a si misma que tendría cuando él despertase; en vez de preguntar, ella había respondido a sus preguntas. No había estado preparada para la intensidad de su mirada fija, tan aguda que era difícil mantenerle la mirada durante cualquier cantidad de tiempo. ¡Los ojos de Warlock… ciertamente no había estado preparada para tener un cuchillo contra su garganta! Y había estado indefensa, incapaz de hacer nada contra una fuerza que estaba muy lejos superiormente a la de ella, sin importar que él estuviese débil por sus heridas y su enfermedad.

El terror que la había tomado con sus garras heladas durante esos pocos minutos había sido peor que todo el que había sentido en su vida. Había tenía miedo antes, pero no hasta ese punto. Todavía se estremecía reaccionando a ello, y sus ojos ardían por lágrimas que no quería dejar caer. Ahora no era el momento de llorar; tenía que controlarse a si misma. Él podía dormir durante la mitad del día, o despertarse dentro de una hora, pero ella iba estar completamente controlada cuando se despertase. También necesitaba alimentarse, pensó ella, agarrándose agradecida a algo práctico que hacer. A pesar de todo el plátano y la manzana, su cuerpo probablemente exigiría alimentos a menudo hasta estar completamente recuperado.

Con movimientos espasmódicos, puso la carne a hervir a fuego lento para preparar un estofado de carne y empezó a cortar en daditos las patatas, las zanahorias y el apio. Tal vez la comida estuviese lista cuando él despertase; en caso de no lo estuviera, podría elegir entre una sopa y un bocadillo. Cuando todo estuvo dentro de la cazuela salió rápidamente a la huerta y recogió los tomates maduros, luego ignorando el calor comenzó a arrancar las malas hierbas. Hasta que cayó de rodillas a causa de un mareo no se dio cuenta de qué forma más anormal había estado comportándose, actuando bajo el estrés que había causado la sobredosis de adrenalina que tenía en el cuerpo desde esa mañana. ¡Era una locura salir al patio con ese sol, especialmente sin sombrero!

Entró y se lavó la cara con agua fría; se sentía más tranquila ahora, aunque sus manos seguían temblando ligeramente. No había nada más que hacer que esperar: esperar hasta que el estofado estuviese listo; esperar a que él despertase; esperar a obtener alguna… esperar las respuestas.

Fue un tributo a su ecuanimidad y concentración el hecho de que pudiese preparar el curso que iba a dar: escritura para aficionados. El curso requiría caminar con pasos largos y tranquilos y conspirar para lograr el interés de sus alumnos, para hacerlos desperezarse. Pero si bien estaba profundamente involucrada en su lectura y notas, estaba tan sintonizada con él que oyó el leve susurro de las sábanas cuando él se movió, y supo que estaba despierto. Comprobando su reloj de pulsera, vio que había dormido durante tres horas; el estofado estaría listo, si tenía hambre.

Él estaba levantándose, bostezando y restregándose el rostro barbudo, cuando ella entro en el dormitorio. Instantáneamente sintió su atención puesta en ella como un rayo de pura energía hormigoneando por su piel.

– ¿Tienes hambre? Has dormido durante tres horas.

Él consideró eso, luego asintió brevemente con la cabeza.

– Sí. Sin embargo, necesito primero un cuarto de baño, una ducha y un afeitado.

– Lo siento, la ducha está prohibida mientras tengas los puntos -dijo, apresurándose por estar a su lado cuando él echó las sábanas a un lado y puso los pies en el suelo, sobresaltándose por el dolor y sujetando su muslo izquierdo. Rachel puso un brazo alrededor de su espalda hasta que él fue capaz de mantenerse de pie-. Pondré una cuchilla nueva en mi maquinilla para ti, sin embargo -tenía la sospecha de que él prefería valerse por si mismo, de modo que bajó el brazo y observó con ansiedad como daba cada doloroso paso. Era un solitario; no estaba acostumbrado a necesitar ayuda y no le daba la bienvenida a ésta, aunque debía saber que era incapaz de hacer algunas cosas por el momento. La dejaría ayudarlo sólo cuando fuese necesario. Aun, se sintió obligada a preguntar-. ¿Te afeito yo o crees que estás lo bastante bien para hacerlo por ti mismo?

Él hizo una pausa en la puerta del cuarto de baño y la miró por encima del hombro.

– Lo haré yo.

Ella inclino la cabeza y se acercó a él.

– Ahora mismo pongo la cuchilla nueva.

– Las encontraré -dijo él quedamente, deteniéndola antes de que lo pudiera alcanzar. Rachel aceptó su despido, girándose hacia la otra puerta.

Dolía que no desease su ayuda después de los días en los que había estado completamente indefenso y había dependido de ella para todo, después de las noches que ella había pasado acostada a su lado, lavándolo con una esponja para mantenerle fresco, y especialmente después de la tensión mental que ella había soportado. Mientras ponía la mesa, trató de ocuparse de su parte herida, apartándola a la fuerza. Después de todo, ella era incluso más desconocida para él que él para ella, y era natural que tratase de recuperar el dominio de sí mismo tan pronto como fuera posible. Para un hombre como él, el control era vital. Tenía que dejar de girar a su alrededor como mamá gallina.

Era fácil decirse eso a sí misma, pero cuando escuchó el agua correr se giro hacia el cuarto de baño, y vaciló sólo durante un momento antes de ceder a la compulsión de saber qué estaba haciendo. Estaba en medio de la habitación, mirando alrededor como si considerase sus opciones. Tenía una toalla alrededor de sus caderas, y contra toda lógica, ésta lo hacía parecer más desnudo que cuando lo había estado completamente. El pulso de Rachel dio un brinco. A pesar del sombrío contraste entre las vendas blancas en su pierna y hombro, él parecía todavía muy poderoso, y ella lo notó secándosele la boca.

Se había afeitado, y la línea limpia de su mandíbula hizo que sus dedos avanzaran deseando acariciarlo, otro gesto que a él no le gustaría.

– ¿Hay algo que me pueda poner, o debo ir desnudo? -preguntó finalmente, cuando Rachel no hizo ningún movimiento para acercarse a él o hablar.

Cuando lo recordó ella gimió y se dio con la palma de la mano en la frente.

– Tengo algo para que te pongas. Es a eso a donde fui esta mañana, a comprar algunas cosas que necesitarías.

La bolsa de la compra seguía en la sala de estar; la agarró y la llevó a la habitación, donde la dejó sobre la cama.

Él abrió la bolsa y una expresión curiosa cruzó su rostro; después sacó unas braguitas de la bolsa y las sostuvo en alto para examinarlas antes de que Rachel pudiese explicarse.

– Talla cinco -comento él, y la miró como si la midiese durante un combate. La pequeña prenda de algodón y nailon colgó de un dedo-. Agradables, pero no creo que me satisfagan.

– Eso no era lo que quise decir -dijo Rachel serenamente, aunque todavía sentía el hormigueo de la mirada que le había lanzado-. Era camuflaje, simplemente. Cualquier cosa que encuentres dentro de la bolsa que no uses normalmente, déjalo dentro de la bolsa -se negaba a avergonzarse, pues sólo había hecho lo que parecía necesario. ¡El "camuflaje" había salido caro, también! Dejándolo vestirse con lo que prefiriese, regresó a la cocina con el pan casero que metió en el horno en una placa untada de mantequilla, después sirvió el estofado con un cucharón y vertió el té en grandes vasos con hielo.

– Necesito ayuda con la camiseta.

No lo había oído acercarse, y se dio la vuelta, sobresaltándose tanto por su cercanía como por lo que había dicho. Estaba de pie justamente detrás de ella, con los vaqueros negros puestos y sujetando una camiseta de algodón en la mano. Su pecho llenó sus ojos, músculos fuertes tensos cubiertos de pelo negro rizado, y el vendaje envuelto alrededor de su hombro izquierdo. ¿Cuánto tiempo había luchado con la camiseta antes de admitir que no se la podía poner él solo? La sorprendió que simplemente no la hubiera cambiado por la camisa de botones, de modo que no necesitase pedirle ayuda.

– Siéntate para que pueda llegar mejor -le dijo, cogiéndole la camiseta de la mano. Él se agarró de la esquina de uno de los armarios de la encimera para poder caminar cojeando hasta la mesa del comedor y se sentó aliviado en una de las sillas. Rachel subió cuidadosamente la camiseta por su brazo, manteniendo la mirada concentrada mientras intentaba no tocarle el hombro. Cuando la tuvo en su sitio dijo-: Ponte la otra manga mientras protejo tu hombro.

Sin hablar él hizo lo que le había dicho, y a la vez tiraron de la camiseta sobre su cabeza. Rachel la colocó en su sitio, como una madre haría con su hijo, pero el hombre que permanecía sentado inmóvil bajo sus cuidados no era un niño en ningún sentido que pudiese imaginar. No se demoró en la tarea, bien consciente de la aversión que él tenía a pedir ayuda. Rápidamente sacó el pan del horno y lo puso en la cesta para el pan forrada con una servilleta, luego colocó la cesta en la mesa y cogió su silla.

– ¿Eres diestro o zurdo? -preguntó sin mirarle, aunque podía sentir la energía ardiente de su mirada fija cuando respondió:

– Ambidextro. ¿Por qué?

– Te sería difícil manejar la cuchara si fueras zurdo -contestó, señalando con la cabeza el estofado-. ¿Quieres pan?

– Por favor.

Era muy bueno en frases de una palabra, pensó mientras ponía pan en su plato. Realmente no había pensado en preguntarle si podría manejar la cuchilla, porque su cara recién afeitada le decía que evidentemente podía. Comieron en silencio durante un rato, y él realmente hizo justicia del estofado. No había esperado que su apetito fuera tan bueno al comienzo de su recuperación.

El plato estaba casi vacío cuando dejó la cuchara en la mesa y la inmovilizó con el fuego de ébano de sus ojos.

– Dime qué ha pasado.

Era una orden que Rachel no podía responder. Cuidadosamente dejó la cuchara en la mesa.

– Creo que es mi turno de hacer unas cuantas preguntas. ¿Quién eres? ¿Cuál es tu nombre?

No le gustaba que le hiciera preguntas. Ella sintió su desagrado, aunque su expresión no cambio. La vacilación duró durante apenas un segundo, pero ella la notó y tuvo la impresión inmediata de que no iba a contestar. Luego él habló arrastrando las palabras:

– Llámame Joe.

– No puedo hacer eso -contesto ella-. Joe es como llamo al perro, porque él tampoco me dirá su nombre. Inventa otro.

Llevada por la oleada de tensión que había en el aire comenzó a recoger la mesa, moviéndose rápidamente y de forma automática. Él la observó durante un momento, luego dijo quedamente:

– Siéntate.

Rachel no se detuvo.

– ¿Por qué? ¿Tengo que sentarme a escuchar más mentiras?

– Rachel, siéntate -no subió la voz, no cambio la inflexión tranquila y seca de su tono, pero de repente era una orden. Clavó los ojos en él durante un momento, después alzó la barbilla y regresó a su silla. Cuando ella simplemente esperó en silencio, mirándolo, él soltó un pequeño suspiro.

– Aprecio tu ayuda, pero cuanto menos sepas, mejor para ti.

Rachel siempre había odiado que alguien supusiera que sabía qué era lo mejor para ella y qué no lo era.

– Ya veo. ¿No debí notar que tenías dos balas en tu cuerpo, cuanto te saque de entre las olas? ¿Debí girar mi cara cuando llegaron dos hombres buscándote que se hacían pasar por agentes del F.B.I, y simplemente que a tu vez los buscaras tú? ¿Debí ponerme sobre aviso cuando tu pusiste un cuchillo contra mi cuello esta mañana? ¡Tengo curiosidad, lo admito! ¡Te he cuidado durante cuatro días, y en verdad me gustaría saber tu nombre, si no es preguntar demasiado!

Una recta ceja negra se alzo a causa de su tono sarcástico.

– Podría ser.

– De acuerdo, ni lo pienses. Juega tus pequeños juegos. No contestas a mis preguntas y yo no contesto a las tuyas. ¿Trato hecho?

La observó durante un rato más, y Rachel mantuvo su mirada fija, sin ceder ni un centímetro.

– Mi nombre es Sabin -dijo finalmente, las palabras pronunciadas lentamente como si no quisiera dejarles salir, como si envidiase cada sílaba.

Ella moduló el sonido del nombre, su mente seguía pensando en cómo sonaba y en qué forma.

– ¿Y el resto?

– ¿Es importante eso?

– No. Pero de todos modos, me gustaría saber.

Él hizo una pausa de una fracción de segundo.

– Kell Sabin.

Le tendió la mano.

– Encantada de conocerte, Kell Sabin.

Lentamente él tomó su mano, su palma callosa deslizándose contra la de ella y sus dedos duros, calientes cerrándose alrededor de su mano.

– Gracias por haber cuidado de mi. ¿He estado aquí durante cuatro días?

– Éste es el cuarto día.

– Cuéntame que ha pasado.

Era un hombre acostumbrado a dar órdenes; en vez de pedir, ordenaba, y estaba claro que esperaba que sus órdenes fueran obedecidas. Rachel retiró su mano de la de él, incómoda por su toque caliente y la estremecedora forma en que la afectaba. Entrelazando los dedos para mitigar el cosquilleo que sentía en ellos, apoyó las manos sobre la mesa.

– Te saqué del agua y te traje aquí. Creo que te golpeaste la frente contra una de las rocas que hay alrededor de la boca de la bahía. Tenías una contusión y estabas en estado de shock. La bala seguía en tu hombro.

Él frunció el entrecejo.

– Lo sé. ¿La sacaste tú?

– Yo no. Llamé al veterinario.

Por lo menos algo era capaz de sobresaltarlo, aunque la expresión desapareció rápidamente.

– ¿Un veterinario?

– Tenía que hacer algo, y un doctor tiene que avisar de cualquier herida de bala.

Él la miro atentamente.

– ¿No querías que avisara?

– Creía que tu no querrías que lo hiciera.

– Pensaste bien. ¿Qué sucedió después?

– Me encargué de ti. Estuviste inconsciente durante dos días. Después comenzaste a despertarte, pero la fiebre te hacía desvariar. No sabías que pasaba.

– ¿Y los agentes del F.B.I.?

– No eran del F.B.I., lo comprobé.

– ¿Qué apariencia tenían?

Rachel comenzó a sentirse como si estuviera siendo interrogada.

– El que dijo llamarse Lowell es delgado, oscuro, mide aproximadamente un metro setenta, alrededor de los cuarenta. El otro, Ellis, es alto, guapo con una sonrisa de anuncio de dentífrico, color de pelo castaño arenoso, ojos azules.

– Ellis -dijo él, como para sí mismo.

– Me hice la tonta. Pareció lo más seguro hasta que despertases. ¿Son amigos tuyos?

– No.

El silencio cayó entre ellos. Rachel estudió sus manos, esperando otra pregunta. Cuando no se le hizo ninguna, probó a hacer una de las suyas.

– ¿Debería llamar a la policía?

– Habría sido más seguro para ti que lo hubieras hecho.

– Fue un riesgo calculado. Creí que las probabilidades estaban más a mi favor que al tuyo -Ella aspiró profundamente-. Soy una civil, pero solía ser reportera grafica. Vi algunas cosas en esos días que no tenían ningún sentido, e investigue un poco, encontré que algunas cosas había que dejarlas antes de escarbar demasiado. Podrías ser un camello o un preso fugado, pero no hubo ningún indicio de nada similar en el escáner. También podías ser un agente. Te habían disparado dos veces. Estabas inconsciente y no te podías proteger ni me podías decir nada. Si… algunas personas… te estaban dando caza, entonces no habrías tenido ninguna oportunidad en un hospital.

Sus pestañas habían caído, ocultando su expresión.

– Realmente tienes imaginación.

– Sí -estuvo de acuerdo suavemente.

Él se reclinó en su silla, sobresaltándose un poco cuando movió su hombro izquierdo.

– ¿Quién más sabe que estoy aquí, aparte del veterinario?

– Nadie.

– ¿Entonces cómo me trajiste hasta aquí arriba? ¿Te ayudó el veterinario? No eres Superwoman.

– Te puse sobre una colcha y te arrastré hasta aquí, con la ayuda del perro. Quizás pensó que era un juego -sus ojos grises se oscurecieron cuando pensó en el esfuerzo hercúleo que había hecho para meterlo en la casa-. Cuando llegó Honey, te subimos a la cama.

– ¿Honey?

– La veterinario. Honey Mayfield.

Sabin observó su cara tranquila, admirándose por lo que ella no decía. ¿Hasta dónde lo había arrastrado ella? ¿Cómo lo había traído subiendo las escaleras para ascender al porche? Él había cargado con algunos hombres heridos para sacarlos de una batalla, así que sabía lo difícil que era, aun con su fuerza y entrenamiento. Pesaba cuarenta kilos más que ella; no había modo de que lo hubiera podido levantar. Podía estar acostumbrada a ayudar si hacía falta, pero no tenía ninguna razón para que lo hiciera; eso era todo lo que podía leer entre líneas. Casi cualquier persona hubiera llamado a la policía al encontrar a un hombre herido en su playa, pero ella no lo había hecho. Pocas personas en toda la vida habrían considerado las opciones y las circunstancias que se le habían ocurrido a ella. Las personas normales no pensaban acerca de las cosas de ese modo. No eran parte de sus vidas normales; sólo ocurría en las películas y los libros y por tanto no era real. ¿Qué vida había llevado que la haría tan cuidadosa, tan consciente de algo que hubiese debido estar más allá de su experiencia?

Los dos escucharon al coche que se acercaban al mismo tiempo. Al instante ella estaba fuera de su silla, cogiéndolo del hombre.

– Ve al dormitorio y cierra la puerta -dijo ella uniformemente, sin notar las cejas enarcadas a causa de su petición. Fue a la ventana y miro al exterior; luego la tensión dejó su cuerpo de forma visible.

– Es Honey. Todo está bien. Imagino que se quedara fuera mientras su curiosidad se lo permita.

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