Capítulo Uno

Aunque la caída del sol estaba próxima, el brillante sol dorado aún quemaba su carne, a lo largo de su pecho desnudo y sus largas piernas. Los rayos prolongados lanzaban destellos danzantes sobre las puntas de las olas, logrando que se quedara mirándolas fascinado. No, no era el agua brillante lo que lo mantenía tan fascinado, lo que ocurría era que no tenía nada mejor que hacer que clavar los ojos en eso. Había olvidado cómo sonaba la paz, como se sentía. Durante un largo mes, en una maravillosa soledad pudo relajarse y ser sólo un hombre. Pescaría cuando lo desease, o navegaría por las calientes e hipnóticas aguas del Golfo si se sentía inquieto. Las aguas lo cautivaban continuamente. Aquí eran de un azul medianoche; allí eran de un turquesa brillante; por allí había un verde que brillaba pálidamente. Tenía dinero para el combustible y la comida, y sólo había dos personas en el mundo que sabían donde se encontraba o cómo alcanzarlo. Cuando las vacaciones del mes terminaran, volvería al mundo gris que había escogido y se perdería en las sombras, pero ahora podía yacer al sol, y eso era todo lo que quería. Kell Sabin estaba cansado, cansado de la lucha interminable, del secreto y la manipulación, del peligro y la mentira de su trabajo.

Era un trabajo de suma importancia, pero durante este mes permitiría que otra persona lo realizara. Este mes era suyo; casi podía entender lo que tentó a Grant Sullivan, su viejo amigo y el mejor agente que alguna vez había tenido, para marcharse a las tranquilas y misteriosas montañas de Tennessee. Sabin había sido un agente sobresaliente por sí mismo, una leyenda en el Golden Triangle y, más tarde, en Oriente Medio y América del Sur, en todas las situaciones criticas del mundo. Ahora él era jefe del departamento, la figura oscura detrás de un grupo de agentes que seguían sus instrucciones y su entrenamiento. Poco se sabía sobre él; la seguridad que le rodeaba era casi absoluta. Sabin lo prefería así; era un solitario, un hombre oscuro que enfrentaba la dura realidad de la vida con cinismo y resignación. Conocía los inconvenientes y los peligros de la carrera que eligió, sabía que podía ser sucia y cruel, pero era realista y aceptó todo eso cuando escogió su trabajo.

Aunque algunas veces se acercaba demasiado y tenía que alejarse de todo eso, vivir durante un corto periodo de tiempo como una persona normal. Su válvula personal de escape era su yate personalizado. Sus vacaciones, como todo lo demás sobre él, eran secretos sumamente protegidos, pero los días y noches en el mar eran lo que conservaban su humanidad, las únicas ocasiones en las que podía relajarse y pensar, cuando podía yacer desnudo al sol y reconstruir su lazo con la humanidad, o mirar las estrellas por la noche y recobrar la perspectiva.

Una gaviota blanca ascendió en lo alto, dando un grito lastimero. Ociosamente él la miró, libre y grácil, enmarcada contra el tazón azul libre de nubes del cielo. La brisa marina pasó rozando levemente sobre su piel desnuda, y el placer trajo una sonrisa rara a sus ojos oscuros. Había una vena salvaje e indómita en él, que tenía que mantener bajo un estrecho control, pero aquí fuera, con la única compañía del sol y el viento, podía permitirse que esa parte de si mismo saliera a la superficie. Las restricciones de la ropa parecían casi un sacrilegio aquí fuera, y se resintió de tener que vestirse cada vez que salía a un puerto en busca de combustible, o cuando otro barco se paraba cerca para tener una charla, como era la costumbre de la gente.

El sol se había desplazado hacía abajo, sumergiendo su borde dorado en el agua, cuando oyó el sonido de otro motor. Volvió la cabeza para observar el yate, un poco más grande que el suyo, que cortaba las olas despacio. Esa era la única forma para moverse por allí: despacio. Mientras más caluroso era el clima, más lento el tiempo. Sabin mantuvo su mirada fija en el barco, admirando las líneas gráciles y el sonido suave, poderoso del motor. A él le gustaban los barcos, y le gustaba el mar. Su barco era una posesión apreciada, y un secreto estrechamente guardado. Nadie sabía que lo tenía; estaba registrado a nombre de un vendedor de seguros de Nueva Orleans que no sabía nada de Kell Sabin. Ni siquiera el nombre del barco, Wanda, significaba algo. Sabin no había conocido a nadie llamado Wanda; era simplemente el nombre que había escogido. Pero Wanda era completamente suya, con sus secretos y sorpresas. Alguien que realmente le conociera no habría esperado nada distinto, pero el único hombre que realmente conocía al hombre que se escondía tras la mascara era Grant Sullivan, y él no reveló ninguno de sus secretos.

A medida que el otro barco reducía y viraba en su dirección, el sonido del motor cambio. Sabin maldijo irritado, mirando alrededor en busca de los pantalones vaqueros desteñidos que solía tener en la cubierta para esas situaciones. Una voz flotó suavemente hasta él sobre el agua, y miró al otro barco nuevamente. Una mujer estaba de pie contra la barandilla, ondeando su brazo de acá para allá sobre su cabeza de manera que demostraba que no se trataba de una emergencia, de modo que él imagino que lo que buscaba era una conversación y que no tenía ningún problema. La luz del sol del atardecer arranco destellos a su cabello rojo, y por un momento Sabin clavó los ojos en ella, su atención atrapada por esa sombra inusual, encendida de rojo.

Frunció el ceño mientras se ponía los pantalones y cerraba la cremallera. El barco estaba todavía demasiado lejos para que él pudiera verla bien, pero ese pelo rojo que ella tenía exasperó alguna parte de su memoria, que trataba ahora de salir a la luz. Clavó los ojos en ella a medida que el otro barco se dirigía hacia él, sus ojos negros brillando intensamente. Había algo en ese cabello…

Repentinamente cada instinto de Sabin gritó una alarma y se tiró contra la cubierta, sin poner en duda el instinto que hizo que su columna vertebral se estremeciera; su vida había sido salvada muchas veces por él como para que vacilara. Desplegó sus dedos en la madera caliente de la cubierta, admitiendo que podía quedar como un tonto, pero prefería ser un tonto vivo que un gran sabio. El sonido del otro motor se redujo totalmente, como si hubiera desacelerado aún más, y Sabin tomó otra decisión. Silenciosamente sobre su estómago, con el perfume de cera en sus fosas nasales y arañándose la carne desnuda, repto hasta el compartimiento que usaba de almacén.

Nunca iba a ningún sitio sin nada para protegerse. El rifle que sacó del compartimiento de almacén era poderoso y preciso, aunque sabía que incluso en el mejor de los casos, solo sería un impedimento temporal. Si sus instintos estaban equivocados, después de todo no tendría que utilizarlo; Si sus instintos estaban en lo correcto, entonces ellos tendrían armas de fuego más poderosas que ese rifle, ya que habrían venido preparados para esto.

Maldiciendo bajo su respiración, Sabin comprobó que el rifle estaba en modo automático y se arrastró sobre su pecho hasta la barandilla. Serenamente escogió su refugio, dejó que el rifle se viera, y movió la cabeza sólo lo necesario como para ver el otro barco. Seguía acercándose a él, ya estaba a menos de noventa metros.

– ¡Está lo bastante cerca! -gritó, sin saber si su voz llegaría lo bastante clara sobre el ruido del motor. Pero eso carecía de importancia, mientras les dijeran a los demás que estaba gritando algo.

El barco redujo la velocidad, moviéndose apenas a través del agua ahora, a sesenta y ocho metros. Repentinamente pareció abarrotarse de personas, y ninguno de ellos se parecía a los pescadores normales del Golfo o a los que disfrutaban pasando sus horas de ocio en el mar, pues todos iban armados, al igual que la mujer pelirroja. Sabin los escudriñó rápidamente, su vista extraordinaria adquiriendo los detalles de sus formas y tamaños. Pudo identificar los tipos armados sin detenerse a pensar en ello, de tan familiarizado que estaba con ellos. Era la gente que había estado vigilando, y sus ojos volvieron rápidamente a uno de los hombres. Aun a esa distancia, y aunque estaba lejos de todos ellos, había algo familiar en ese hombre, al igual que en la mujer.

Ahora era algo indudable, y sintió una calma helada, mortalmente conveniente para él, como siempre le pasaba en las situaciones de batalla. No perdió el tiempo pensando en por cuántos hombres era superado; en vez de eso empezó a pesar y descartar opciones, cada decisión tomada en un segundo.

Un tenue crack rompió la tranquilidad crepúsculo, el sonido de los disparos se escuchaba sobre el mar abierto. Escuchó el suave silbido de la bala caliente, cuando atravesó el aire y se estrelló contra la cabina, astillando la madera. Con un movimiento suave como la seda Sabin apuntó y disparó, bajando la cabeza después, todo en un único movimiento fluido. No necesitó escuchar el grito que trasportó hasta él el aire para saber que había acertado; Sabin habría estado tanto asombrado como furioso si hubiese fallado.

– ¡Sabin! -la voz amplificada hizo eco a través del agua-. ¡Sabe que no tiene ni una oportunidad! Facilite las cosas para sí mismo.

El acento era una buena imitación, pero no realmente americano. La oferta era algo que había esperado. Su mejor oportunidad era dejarlos atrás; la velocidad de Wanda justamente era una de sus raras características. Pero para dejarlos atrás, debería llegar a los controles que se hallaban en la parte superior, lo que significaba exponerse a si mismo a que mientras subía las escaleras abrieran fuego contra él.

Sabin analizó la situación y aceptó que tenía un cincuenta por ciento de posibilidades de alcanzar la parte superior, tal vez menos, dependiendo de cuan sorprendidos se hallaran por su movimiento. En cambio, no tendría ni una sola oportunidad si simplemente se sentase allí y esperara mantenerlos alejados con un rifle. Aunque no le faltaba la munición, ellos tendrían más. Moverse era un peligro que tenía que aceptar, así que no perdió el tiempo preocupándose por que sus opciones fueran disminuyendo. Necesitaba llegar tan alto en la escalera con el primer salto como pudiera. Agarrando el rifle firmemente, inspiró profundamente y saltó. Su dedo presionó el gatillo mientras se movía, el arma automática se sacudía en su mano al disparar haciendo que todo el mundo del otro barco tuviera que esconderse. Estiró la mano derecha y se aferró al escalón superior de la escalera, sus pies desnudos tocándolo apenas antes de seguir subiendo. Por el rabillo del ojo vio las ráfagas blancas en cuanto llegó a la parte superior y dos balas ardientes se estrellaron contra su cuerpo. Sólo el puro impulso y la determinación consiguieron que llegara a la cubierta superior, sin dejar que cayera sobre la inferior. Una oscura neblina casi oscureció su vista, y el sonido de su respiración era ruidoso en sus oídos.

Soltó el rifle.

– ¡Maldita sea! – ¡He soltado el rifle!, pensó furioso. Inspiró profundamente, rechazando a la fuerza la neblina negra que lo envolvía, y utilizando la fuerza que le quedaba para volver la cabeza. El rifle aún yacía allí, agarrado firmemente por su mano izquierda, pero no lo sentía. El lado izquierdo de su cuerpo se encontraba teñido por su sangre, a la luz menguante parecía casi negro. Su pecho se alzaba rápidamente mientras respiraba, Sabin alargó la mano derecha y cogió el rifle. El tacto del rifle en su mano hizo que viera las cosas un poco mejor, pero poco. El sudor resbaló por su piel como si fueran ríos, mezclándose con la sangre. Debía hacer algo, o caerían sobre él.

Su brazo y pierna izquierdas no obedecían las ordenes que les daba su cerebro, de modo que los ignoró, y se arrastró hasta allí usando el brazo y la pierna derechas. Sujetando el rifle contra su hombro derecho, disparó contra el otro barco nuevamente, dejándolos saber que aún estaba vivo y que seguía siendo peligroso de modo que no abordarían su barco rápidamente.

Mirando hacia abajo, evaluó sus heridas. Una bala había atravesado el músculo externo de su muslo izquierdo, otra había atravesado su hombro izquierdo; Cada una era lo suficientemente seria por si misma. Después del primer impacto en su hombro, había dejado de sentir la quemazón y su brazo había quedado entumecido, inservible, y su pierna no aguantaría el peso de su cuerpo, pero sabía por experiencia propia, que el entumecimiento pronto comenzaría a disminuir, y con el dolor recobraría parte del uso de sus músculos heridos, si podía ofrecer resistencia hasta entonces.

Se arriesgó a volver a mirar y vio que el otro barco estaba dando la vuelta poniéndose detrás del suyo. La cubierta superior estaba abierta en la parte trasera, y se convertiría en un blanco fácil.

– ¡Sabin! ¡Sabemos que estas muy herido! ¡No hagas que te matemos!

No, ellos preferirían capturarle vivo, para "interrogarle", pero él sabía que no correrían ningún riesgo. Le matarían si tuviesen que hacerlo, antes de dejarlo escapar.

Haciendo rechinar sus dientes, Sabin se fue arrastrando hacia los controles y se levantó girando la llave del encendido. El poderoso motor rugió al volver a la vida. No podía ver a dónde se dirigía, pero eso carecía de importancia, aunque chocara con fuerza con otro barco. Jadeando, descendió de vuelta a la cubierta, tratando de reunir su fuerza. Tenía que alcanzar el acelerador, y tenía poco tiempo. El dolor ardiente se extendía completamente por la parte izquierda de su cuerpo, pero su brazo y su pierna comenzaban a responder ahora, de modo que pensó que podría conseguirlo. Ignoró el dolor creciente y se balanceó con su brazo derecho aupándose, obligando a su brazo izquierdo a moverse, a subir, hasta que sus dedos ensangrentados tocaron el acelerador y rápidamente aumento la velocidad. El barco comenzó a deslizarse por el agua aumentando lentamente la velocidad, y oyó los gritos desde el otro barco.

– Eso es, muchacha -jadeó él, animando al barco. – Vamos, vamos.

Volviéndose a estirar, sintiendo como todos los músculos de su cuerpo se estremecían por el esfuerzo, logro alcanzar el acelerador y empujarlo hasta que estuvo completamente abierto. El barco saltó bajo él, respondiendo al arranque de potencia con un rugido profundo.

A esa velocidad era necesario que viera hacia donde se dirigía. Tenía otra oportunidad, pero esas oportunidades mejoraban con cada medio metro que aumentaba la distancia entre sí mismo y el otro barco. Un gruñido de dolor brotó de su garganta mientras se ponía de pie, y el salado sudor hizo que le escocieran los ojos. Tenía que sostener la mayor parte de su peso sobre la pierna derecha, para que la izquierda no se doblara bajo su peso. Miró por encima del hombro al otro barco. Rápidamente se alejaba de ellos, aunque estos continuaran persiguiéndolo.

Había una figura en la cubierta superior del otro barco, y llevaba un voluminoso lanzacohetes sobre su hombro.

Sabin ni siquiera tuvo que pensar para saber de que se trataba; había visto los suficientes lanzacohetes como para reconocerlos a simple vista. Sólo un segundo antes del disparo, y apenas dos segundos antes de que el cohete hiciera explotar su barco, Sabin se lanzó al lado derecho a las aguas turquesas del Golfo.

Se sumergió tan profundamente como pudo, pero había tenido muy poco tiempo, y la onda expansiva le hizo rodar a través del agua como el juguete de un niño. El dolor abrasó sus músculos heridos y todo se volvió negro otra vez. Fue sólo un segundo o dos, pero hizo que se desorientarse por completo. Se ahogaba, y no sabía dónde se hallaba la superficie. Ahora el agua no era de color turquesa, era negra, y hacía que se hundiera bajo ella.

Los años de entrenamiento le salvaron. Sabin nunca se había aterrorizado, y este no era el momento para empezar a hacerlo. Dejó de oponerse al agua y se obligó a relajarse, y la flotabilidad natural empezó a llevarle hasta la superficie. Una vez que supo donde estaba la superficie, empezó a nadar tanto como podía, con el brazo y pierna izquierdos inservibles. Sus pulmones ardían cuando finalmente salió a la superficie y engulló el aire caliente, con el olor de la sal.

Wanda se quemaba, haciendo que un humo negro ondulara hasta el cielo y brillara en los últimos momentos del día. La oscuridad ya se había extendido por la tierra firme y el mar, y él se aferró a ella porque era su único refugio posible. El otro barco estaba rodeando a Wanda, sus focos reflejándose sobre la ruina ardiente y el océano circundante. Él podía sentir como el agua vibraba por el poder de los motores. A menos que encontrasen su cuerpo – o lo que ellos pensaran que podría quedar de él- irían en su busca. Tendrían que hacerlo. No les quedaría otra alternativa. Su prioridad continuaba siendo la misma: tenía que poner toda la distancia que pudiera entre ellos y él.

Torpemente giró hasta quedar de espaldas y empezó a nadar de espalda con brazadas desiguales, sin detenerse hasta estar a bastante distancia de la luz procedente del barco en llamas. Sus oportunidades no eran demasiado buenas; había por lo menos dos millas hasta la costa, probablemente se acercaran más a las tres. Estaba débil por la perdida de sangre, y apenas podía mover el brazo y pierna izquierdos. A eso debía añadirse el hecho de que los depredadores marinos estarían siendo atraídos por sus heridas y llegarían a él mucho antes de que llegase a estar cerca de la costa. Soltó una corta risa, cínica, y una ola le golpeó en la cara ahogándolo. Estaba atrapado entre los tiburones humanos y los tiburones del mar, y maldita fuera si realmente había alguna diferencia entre lo que le sucedería si cualquiera de ellos le atrapaba, pero ambos trabajarían para lograrlo. No tenía intenciones de ponérselo fácil. Respiró profundamente y flotó mientras luchaba para quitarse los pantalones cortos, pero sus esfuerzos serpenteantes le hicieron hundirse, y tuvo que abrirse nuevamente paso hasta la superficie. Sujetó la prenda entre los dientes mientras pensaba en el mejor modo de usarla. Los pantalones vaqueros estaban viejos, delgados, casi harapientos; debería poder desgarrarlos. El problema era como mantenerse a flote mientras se los quitaba. Tendría que usar el brazo y pierna izquierdos, o nunca podría lograrlo.

No tenía otra opción; tenía que hacer lo que fuera necesario, a pesar del dolor.

Creyó que podía desmayarse nuevamente cuando comenzó a luchar contra el agua, pero si bien el momento pasó, el dolor no disminuyó. Torvamente usó los dientes en el borde de los pantalones cortos, tratando de desgarrar la tela. Alejó el dolor de su mente mientras sus dientes rasgaban los hilos, y rápidamente rompió la prenda hasta la pretina, dónde la tela reforzada y la costura doble detuvo su progreso. Empezó a desgarrar otra vez, hasta que tuvo cuatro tiras sueltas de tela hasta la pretina. Entonces empezó a morder a lo largo de la pretina. La primera tira se soltó, y la oprimió en su puño mientras liberaba la segunda tira.

Comenzó a rodar hasta su espalda y se mantuvo a flote, gimiendo a medida que su pierna herida se relajaba. Rápidamente unió con un nudo las dos tiras hasta obtener una lo bastante larga para enrollarla alrededor de su pierna. Después ató el torniquete improvisado alrededor de su muslo, asegurándose de que la tela cubría las heridas de entrada y salida de la bala. Lo apretó tanto como pudo sin cortarse la circulación, pero tenía que presionar las heridas si quería que dejaran de sangrar.

Su hombro iba a ser más difícil. Mordió y tiró hasta que desgarró las otras dos tiras de la pretina, entonces las ató juntas. ¿Cómo podía ponerse ese vendaje improvisado? Aún no sabía si había una herida en su espalda, o si la bala aún se hallaba en su hombro. Lenta, torpemente, movió su mano derecha y tocó su espalda, pero sus dedos arrugados por el agua sólo podían encontrar piel lisa, lo cual significaba la bala estaba todavía en su hombro. La herida estaba en la parte superior de su hombro, y vendarla era casi imposible con los materiales que tenía.

Incluso atadas juntas, las dos tiras no bastaban. Empezó a morder otra vez, rasgó dos tiras más, después las ató a las otras dos. Lo mejor que podría hacer era lanzar la tira sobre su espalda, pasarla bajo su axila y atarla fuertemente sobre su hombro. Después dobló el resto de las tiras creando un trozo suave y lo puso bajo el lazo, situándolo sobre la herida. A lo sumo era un vendaje torpe, sólo su cabeza sobresalía del agua, y una mortífera inconsciencia se extendía por sus extremidades. Torvamente, Sabin rechazó a la fuerza ambas sensaciones, clavando fijamente los ojos en las estrellas en un esfuerzo por orientarse. No iba a rendirse. Podía flotar, y lograría nadar durante cortos periodos de tiempo. Podría llevar algún tiempo, pero a menos que un tiburón le atrapase, estaba lo malditamente bien como para llegar a la costa. Se puso boca arriba y descansó durante unos pocos minutos antes de que empezase el lento y atormentador proceso, de nadar hasta la playa.


Era una calida noche, incluso para ser mediados de julio y estar en la parte central de Florida. Rachel Jones mecánicamente había ajustado sus hábitos para el clima, tomándoselo con calma, ya fuera haciendo sus labores por la mañana temprano o postergándolas hasta el atardecer. Se había levantado al salir el sol, segado las malas hiervas que crecían en su pequeño huerto, alimentado a los gansos, lavado su coche. Cuando la temperatura aumentaba, entraba en la casa y ponía una lavadora, luego dedicaba unas pocas horas a investigar y preparar el curso de periodismo que se había comprometido a impartir en la escuela de enseñanza nocturna de Gainesville cuando comenzaba la caída de la noche. Con el ventilador del techo ronroneando tranquilamente sobre su cabeza, su pelo oscuro recogido sobre su cabeza, y llevando solo un top y unos viejos pantalones cortos, Rachel estaba a gusto a pesar del calor. Había un vaso de té helado junto a su codo, y bebía mientras leía.

Los gansos cacareaban pacíficamente mientras iban de una parte a otra de la hierba, reunidos en manada por Ebenezer Duck, el viejo líder irritable. Antes había habido un alboroto cuando Ebenezer y Joe, el perro, pelearon por quien tenía el derecho al trozo de pasto fresco y verde bajo el arbusto de la adelfa. Rachel fue a la puerta de tela metálica y gritó a sus mascotas que se estuvieran quietas, y ese fue el acontecimiento más excitante del día. Así eran la mayoría de sus días durante el verano. Las cosas mejoraban durante el otoño, cuando la época turística comenzaba y sus dos tiendas de objetos de recuerdo en Treasure Island y Tarpon Springs empezaban a tener clientes. Con el curso de periodismo sus días estaban aún más ocupados de lo normal, pero los veranos eran el momento de relajarse. Trabajaba intermitentemente en su tercer libro, sin sentir una gran preocupación por terminarlo, pues la fecha limite de entrega era en Navidad e iba muy adelantada en su trabajo. La vitalidad de Rachel era engañosa, porque ella conseguía lograr mucho, sin parecer que se diera prisa.

Se sentía en casa allí, había echado profundas raíces en ese terreno arenoso. La casa en la que vivía había pertenecido a sus abuelos, y la tierra había estado en manos de su familia durante cien años. La casa había sido remodelada en los años cincuenta y no guardaba mucho parecido con la estructura original. Cuando Rachel se había instalado había renovado el interior, pero el lugar todavía le daba un sentido de permanencia. Ella conocía la casa y la tierra que la rodeaba tanto como su rostro al mirarse en un espejo. Probablemente mejor, porque Rachel no era dada a clavar los ojos en sí misma. Conocía el bosque de pinos que había delante y el pastizal que se hallaba a su espalda, cada colina, cada árbol y cada arbusto. Un camino serpenteante iba a través de los pinos y llegaba hasta la playa donde se encontraban las aguas del Golfo. No había construcciones en la playa, en parte por la escabrosidad inusual de la orilla, en parte porque los dueños de las tierras eran gente que no quería ver como se construían bloques de apartamentos y hoteles en frente de sus casas. Ése era antes un condado ganadero; un gigantesco rancho, propiedad de John Rafferty, rodeaba la propiedad de Rachel, y Rafferty era tan reacio como ella a vender cualquier parte de sus tierras para la construcción.

La playa era el refugio especial de Rachel, un lugar para caminar y pensar y encontrar la paz en el oleaje despiadado, eterno del agua. Era llamada Bahía Diamond por la forma en que la luz se astillaba contra las olas como si chocasen contra las grandes piedras que poblaban la boca de la pequeña bahía. El agua oscilaba y brillaba tan intensamente como si miles de diamantes rodearan la orilla. Su abuelo le había enseñado a nadar en Bahía Diamond. Algunas veces parecía que su vida hubiera comenzado en las aguas turquesa.

Ciertamente la bahía había sido el centro de los días dorados de su infancia, cuando una visita a los abuelos era lo más divertido que podía imaginar una niña como Rachel. Luego su madre murió cuando Rachel tenía doce años, y la bahía se convirtió en su casa para siempre. Había algo en el océano que había aliviado la agudeza de su pena y enseñado a aceptarla. También había tenido a su abuelo, e incluso ahora pensar en él, traía una sonrisa a su rostro. ¡Que anciano maravilloso había sido! Nunca había estado demasiado ocupado o había pasado vergüenza a la hora de contestar a las preguntas algunas veces embarazosas que una adolescente podía hacer, y le dio la libertad de probar sus alas pues ella tenía mucho sentido común. Había muerto el año en que ella terminó la universidad, pero incluso la muerte le había llegado en sus propios términos. Incluso estando cansado, enfermo, y preparado para morir, la había engañado con semejante humor y semejante aceptación que Rachel incluso había sentido algo de paz con su marcha. Ella se había entristecido, sí, pero la pena había sido moderada por el conocimiento de saber que era lo que él quería.

La antigua casa había permanecido vacía después, mientras Rachel seguía su carrera como periodista de investigación en Miami. Había conocido y se había casado con B. B. Jones, y la vida juntos había sido buena. B.B. había sido más que un marido, había sido un amigo, y habían pensado que tenían el mundo en sus manos. Luego la violenta muerte de B.B había acabado con ese sueño y había dejado viuda a Rachel a los veinticinco. Ella abandonó su trabajo y volvió a la bahía, volviendo a encontrar la paz en el mar interminable. Estaba emocionalmente herida, pero el tiempo y la vida tranquila la habían aliviado. Todavía, no sentía deseos de volver a la vida de ritmo rápido que había llevado antes. Ésta era su casa, y se encontraba feliz con lo que hacía ahora. Las dos tiendas de objetos de recuerdo le daban una buena vida, y aumentaba sus ingresos escribiendo ocasionalmente un artículo, así como con los libros de aventuras que había escrito sorprendentemente bien.

Este verano era casi igual a los otros veranos que había pasado en Bahía Diamond, pero más caluroso. El calor y la humedad hacían que casi se sintiera sofocada, y algunos días tenía ganas de no hacer nada más agotador que tumbarse en la hamaca y abanicarse. La puesta de sol traía algún alivio, pero incluso eso era relativo. La noche traía una pequeña brisa del Golfo para enfriarle la piel ardiente, pero aún hacía demasiado calor como para dormir. Ya había tomado una ducha fría, y ahora estaba sentada sobre el columpio del porche a oscuras, moviendo perezosamente el columpio con unos movimientos ocasionales de su pie. Las cadenas chirriaron al mismo tiempo en que los grillos chirriaban y las ranas croaban; Joe estaba echado en el porche ante la puerta de tela metálica, dormitando y soñando sus sueños perrunos. Rachel cerró sus ojos, disfrutando la brisa en su cara y pensando en lo que haría al día siguiente. Bastante de lo que había hecho hoy, y el día anterior, pero no prestaba atención a la repetición. Había disfrutado los antiguos tiempos de excitación, se había inundado por el poder seductor y peculiar del peligro, pero también ahora disfrutaba de su vida.

Aunque solo vestía unas braguitas y una camisa blanca de hombre de talla extragrande, con las mangas enrolladas y los tres primeros botones desabrochados, aún podía sentir como pequeñas gotas de sudor se formaban entre sus pechos. El calor la inquietó, y finalmente se puso de pie.

– Voy a dar un paseo -dijo al perro, el cual se dio un golpecito en una oreja y no abrió los ojos.

Rachel realmente no había esperado que fuera con ella. Joe no era un perro amigable, ni siquiera con ella. Era independiente y antisocial, apartándose cuando una mano se extendía hacia él con los pelos del cuello erizados y mostrando los dientes. Ella creía que debía haber sido maltratado antes de que apareciera en su propiedad unos años atrás, pero habían forjado una tegua. Ella le alimentaba, y él cumplía con el papel de perro guardián. Él todavía no le daba permiso de acariciarle, pero iba instantáneamente a su lado si un desconocido llegaba en coche, y se quedaba a su lado hasta que el intruso se marchaba o decidía que no había peligro. Si Rachel trabajaba en el huerto, normalmente Joe estaba a su lado. Era una asociación basada en el respeto mutuo, y ambos estaban satisfechos de ella.

El perro lo tenía fácil, pensó Rachel mientras atravesaba el patio y tomaba el camino serpenteante a través de los pinos que conducía a la playa. No le necesitaba normalmente como guardián. Pocas personas iban a su casa, excepto el cartero. Estaba en la calle sin salida de una carretera sin pavimentar que partía a través de la propiedad de Rafferty y la casa de ella era la única que había por allí. John Rafferty era su único vecino, y no era de la clase de persona que se acercara para conversar. Honey Mayfield, el veterinario local, algunas veces la visitaba después de atender una llamada desde el rancho de Rafferty, y habían desarrollado una amistad más bien cercana, pero aparte de eso Rachel era dada a aislarse, y esa era la razón por la que se encontraba cómoda andando sin rumbo fijo por la noche y vistiendo únicamente su ropa interior y una camisa.

El camino se inclinaba gradualmente en una pendiente a través del bosque de pinos. Las estrellas brillaban y eran grandes en el cielo, y Rachel había recorrido tantas veces ese camino desde su infancia, que no perdió el tiempo en coger una linterna. Incluso a través de los pinos podía ver lo suficientemente bien como para encontrar el camino. Había trescientos metros desde la casa hasta la playa, un camino fácil. A ella le gustaba recorrer la playa caminando de noche. Era el momento que prefería para escuchar el poder del océano, cuando las olas eran casi negras salvo por las puntas cubiertas de espuma. También estaba en marea baja, y Rachel prefería la playa cuando estaba en la marea baja. En la bajamar el océano traía de vuelta sus tesoros dejándolos en la arena, como una agradable ofrenda de amor. Ella había acumulado bastantes tesoros del mar en la marea baja, y nunca había dejado de maravillarse con los tesoros que las aguas turquesas del Golfo dejaban a sus pies.

Era una noche bella, sin luna y despejada, y las estrellas eran las más brillantes que había visto en años, su luz se reflejaba en las olas como miles de diamantes. La Bahía Diamond. Tenía el nombre adecuado. La playa era angosta y accidentada, con aglomeraciones de maleza creciendo a lo largo del borde, y la boca de la bahía estaba cubierta de rocas puntiagudas que eran especialmente peligrosas en la bajamar, pero con todas sus imperfecciones la bahía creaba una magia con su combinaciones de la luz y el agua. Ella podría estar quieta y observar el agua brillante durante las horas, embelesada por el poder y la belleza del océano.

La arena gruesa refrescó sus pies desnudos, y ella escarbó con los dedos del pie más profundamente. La brisa sopló, alejando su pelo de su rostro, y Rachel respiró el limpio aire salino. Ahí sólo estaban ella y el océano.

La brisa cambió de dirección, coqueteando con ella, logrando que hebras de cabello quedaran sobre su rostro. Levantó su mano para apartar su pelo de su cara e hizo una pausa sorprendida, arqueando las cejas mientras clavaba los ojos en el agua. Podría haber jurado que había visto algo. Apenas por un momento había habido un destello de movimiento, pero ahora forzando los ojos no veía nada más que el movimiento rítmico de las olas. Quizá había sido sólo un pez, o un trozo grande de madera a la deriva. Quería encontrar algo bonito para un arreglo floral, así que caminó hasta el borde de las olas, empujando hacia atrás su pelo para que no entorpeciera su visión.

¡Allí estaba otra vez, oscilaba de arriba abajo en el agua!. Dio un paso ansioso hacia adelante, mojando sus pies en el oleaje espumoso. Luego el objeto oscuro cambió de dirección otra vez y asumió una forma curiosa. El brillo de la luz plateada de las estrellas le hizo ver algo así como un brazo, agitándose débilmente con violencia hacia adelante, como un como un nadador cansado empeñándose en conseguir coordinación. Un brazo musculoso, y la masa oscura al lado de eso podría ser una cabeza.

El cuerpo entero de Rachel se estremeció ante la llegada de una ráfaga de comprensión. Ella estaba en el agua antes de que se diera cuenta de ello, surgiendo a través de las olas hacia el hombre que se esforzaba. El agua impidió su avance, las ondas empujándola hacia atrás con más fuerza; La marea apenas comenzaba a regresar hacia adentro. El hombre se hundió ante ella, y un grito ronco explotó en su garganta. Chapoteó salvajemente hacia él, el agua la cubría hasta el pecho ahora, las olas chocaban violentamente contra su cara. ¿Dónde estaba él? El agua negro no daba indicio de su posición. Alcanzó el lugar donde lo había visto por ultima vez, pero sus manos que buscaban frenéticamente en el agua no encontraban nada.

Las olas le llevarían hacia la playa. Ella cambió de dirección y se tambaleó mientras iba hacia orilla y le vio otra vez un momento antes de que su cabeza desapareciera bajo el agua otra vez. Ella tomó una decisión, nadando fuertemente, y dos segundos más tarde su mano se cerró en torno al pelo recio. Ferozmente ella sacó con fuerza su cabeza por encima del agua, pero él estaba laxo, sus ojos cerrados.

– ¡No te mueras sobre mi! -le ordenó entre dientes, cogiéndole bajo los hombros y remolcándole hacia la playa.

Dos veces la marea golpeó sus pies haciendo que trastabillara, y cada vez pensó que se ahogaría antes de que pudiera luchar con el peso del hombre.

Después le llegó el agua por las rodillas, y él se dobló fláccidamente. Tiró fuertemente hasta que él estuvo casi completamente fuera del agua, luego dio un paso y cayó sobre sus rodillas en la arena, tosiendo y abriendo la boca. Con cada músculo temblándole por el cansancio, gateó sobre sus rodillas hasta él.

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