Capítulo Cuatro

– Te digo que está muerto.

Un hombre delgado, con cabello de color café con canas y un rostro estrecho, con una intensidad que desmentía la calma y el control con el que se comportaba, le daba al hablante una apariencia de diversión desafiante.

– ¿Crees que podemos permitirnos el lujo de asumir eso, Ellis? No hemos encontrado nada, repito, nada, que nos pruebe su muerte.

Tod Ellis entrecerró los ojos.

– No hay forma de que haya podido sobrevivir. Ese barco ardió como un depósito de gasolina.

Una elegante mujer pelirroja los escuchaba a ambos silenciosamente, y en ese momento se inclinó hacia adelante para apagar un cigarro.

– ¿Y ninguno de los hombres ha informado de que vio algo, o alguien, alejarse del barco?

Ellis se sonrojó de rabia. Estos dos habían dejado en sus manos el tema de la emboscada, pero ahora lo trataban como a un novato. A él no le gustaba; estaba muy lejos de ser un novato, ellos habían jurado que lo necesitarían después de lo de Sabin. El plan no había salido como esperaban, pero Sabin no había escapado y eso era lo más importante. Si pensaron que sería fácil capturarle, entonces es que eran tontos, como mínimo.

– Incluso si se metió en el agua -dijo él con paciencia-, estaba herido. Vimos como le alcanzó un disparo. Fuimos millas arriba. No hay forma de que él pudiera salvarse. O se ahogó o un tiburón se lo comió. ¿Por qué perder el tiempo buscándolo?

Los ojos de un azul claro de otro hombre miraron más allá de Ellis, al pasado.

– Ah, pero la persona de la que hablamos es Sabin, no un hombre normal y corriente. ¿Cuántas veces ha escapado de nosotros? Demasiadas para que deba creer que fue tan fácil acabar con él. No encontramos sus restos en el barco y, si, como tú dices, se ahogó o fue devorado por un tiburón, aún tendría que quedar algo que nos lo probara. Durante dos días hemos buscado en estas aguas sin encontrar nada. Lo más lógico es ampliar el área de búsqueda.

– Si lo hacemos nos estaremos exponiendo.

La mujer sonrió.

– No si lo hacemos bien. Simplemente debemos ser discretos. El mayor peligro que enfrentamos es que haya sido encontrado por otro barco y llevado a un hospital. Si él ha podido hablar con alguien, hacer algunas llamadas, no nos podremos acercar a él. Sin embargo primero hay que encontrarle. Estoy de acuerdo con Charles. Hay demasiado en peligro como para que simplemente demos por hecho que está muerto.

La cara de Ellis se ensombreció.

– ¿Tienes idea del gran tamaño del área que tendremos que cubrir?

Charles señalo un mapa de Florida que estaba cerca.

– Nuestra posición era ésta -dijo, marcando el lugar con una X-. Debido a la distancia y las mares, las cuales ya he investigado, creo que deberíamos centrarnos en esta área -dibujó un largo óvalo en el mapa y lo golpeó ligeramente con su pluma-. Noelle, compruebe todos los hospitales en el área, y también en informes de la policía, para saber si alguien ha sido tratado por un disparo. Mientras tú haces eso registraremos cada pulgada del litoral – se reclinó en su silla y miró fijamente a Ellis con su fría mirada-. ¿Puedes ponerte en contacto con tu gente y averiguar sin levantar sospechas si él ha llamado a alguien?

Ellis se encogió de hombros.

– Tengo un contacto de confianza.

– Entonces hazlo. Puede que hayamos esperado demasiado tiempo en esta situación.

Haría la llamada, pensó Ellis, pero estaba seguro de que sería una pérdida de tiempo. Sabin estaba muerto; estas personas insistían en que era alguna clase de superhombre, que podía desaparecer sin dejar ningún rastro, para luego volver a aparecer. De acuerdo, mientras estaba en activo había tenido una buenísima reputación; eso había sido años atrás. Desde entontes debería haber perdido su dureza, debido al aburrido trabajo de oficina que había estado haciendo. No, Sabin estaba muerto; Ellis estaba seguro de eso.


Rachel se encontraba sentada en el columpio que había en el porche delantero de la casa, con un periódico abierto sobre su regazo y limpiando guisantes. Tenía un barreño en el columpio a su lado, y de forma automática los cortaba y rompía las vainas haciendo que poco a poco los guisantes cayeran en el barreño. No le gustaba tener que pelar los guisantes, pero le gustaba comerlos, de modo que era un mal necesario. Movía suavemente el columpio y oía la radio portátil que estaba en la repisa de la ventana. Estaba escuchando una cadena del país de frecuencia modulada, pero tenía el volumen bajo ya que no quería perturbar a su paciente, que se encontraba durmiendo pacíficamente.

Había esperado que finalmente despertara esa mañana para siempre, pero en vez de eso él había alternado entre el estado de sueño profundo, cuando la aspirina y el baño con esponja bajaban la fiebre, y el nerviosismo cuando su fiebre subía. No había abierto los ojos ni había vuelto a hablar, aunque una vez él había agarrado su hombro con su mano derecha y había gemido hasta que Rachel consiguió soltarse y sujetar su mano, tranquilizándolo con suaves murmullos.

Joe se aparto del arbusto de la adelfa, un gruñido formándose en su garganta. Rachel lo recorrió con la mirada, para a continuación mirar alrededor del patio y hacía la carretera, a la izquierda, pero no veía nada. No era como si Joe hubiera visto a unos conejos o ardillas.

– ¿Qué es? -pregunto ella, incapaz de mantener la intranquilidad alejada de su voz, y Joe respondió al tono de su voz colocándose delante de ella. Ahora era un autentico gruñido y miraba fijamente hacía los pinos, hacía la cuesta que se dirigía a Diamond Bay.

Dos hombres salían de entre los pinos.

Rachel continuó pelando los guisantes como si no tuviera ninguna preocupación, pero sintió en un segundo cada uno de los músculos de su cuerpo. Clavó los ojos en ellos, abiertamente, decidiendo que eso sería la forma más normal de actuar. Iban vestidos de forma informal, con pantalones de algodón y camisas, con chaquetas holgadas de algodón. Rachel miró las chaquetas. La temperatura era de treinta grados y eso que aún no habían llegado al mediodía, de modo que la temperatura seguiría subiendo. Las chaquetas eran cualquier cosa menos prácticas, a menos que fuesen necesarias para esconder una pistolera.

Cuando los hombres cruzaron la carretera y se acercaron a la casa Joe gruñó y se encorvó, el corto pelaje erizado. Los hombres se detuvieron, y Rachel vio como uno de ellos metía la mano bajo su chaqueta antes de detenerse.

– Siento esto -dijo ella mientras dejaba los guisantes en el suelo y se ponía en pie-. A Joe no le gustan los desconocidos en general, y en particular los hombres. No dejaría entrar ni siquiera al vecino. Creo que algún hombre lo maltrató en algún momento. ¿Se han perdido o su barco ha dejado de funcionar? -mientras hablaba bajó los escalones y colocó una mano tranquilizadora sobre la cabeza de Joe, sintiendo como él la protegía.

– No. Estamos buscando a alguien -el hombre que le contestó era alto y guapo, con el pelo de color entre café y arena, y la típica sonrisa de dientes blancos de un universitario sobre su cara bronceada. Recorrió con su mirada a Joe-. Eh, ¿querría sujetar mejor al perro?

– Estará bien, mientras usted no se acerque más a la casa -Rachel esperaba estar en lo cierto. Dando otra palmada a Joe, lo adelantó y se acercó a los hombres-. No creo que me proteja tanto a mi como a su territorio. Ahora, ¿qué estaba diciendo usted?

El otro hombre era más bajo, más delgado y más oscuro que el Sr. Chico de Cualquier Universidad Americana.

– F.B.I. -dijo enérgicamente, colocando delante de su cara un distintivo-. Soy el agente Lowell. Éste es el agente Ellis. Estamos buscando a un hombre que pensamos que podría estar por esta área.

Rachel frunció el entrecejo, rezando por no exagerar.

– ¿Un delincuente fugado?

La fija mirada del agente Ellis había medido con agrado las piernas largas y desnudas de Rachel, pero sus ojos subieron ahora a su rostro.

– No, pero es la cárcel donde queremos ponerle. Pensamos que puede haber desembarcado en alguna parte de esta área.

– No he visto a ningún desconocido por aquí, pero me mantendré vigilante. ¿Qué aspecto tiene?

– Mide metro ochenta, tal vez un poco más alto. Pelo negro, ojos negros.

– ¿Seminola? – los dos hombres parecieron alarmados.

– No, no es un indio -dijo finalmente el agente Lowell-. Pero es oscuro, puede parecer a quien lo mira que tiene algo de indio.

– ¿Tienen una fotografía suya?

Una mirada rápida entre los dos hombres.

– No.

– ¿Es peligroso? Digo, ¿un asesino o algo así así? -se había formado un nudo en su pecho y avanzaba hacía su garganta. ¿Qué haría si le dijeran que era un asesino? ¿Cómo lo podría soportar?

Otra vez esa mirada, como si no estuvieran seguros de qué decirle a ella.

– Debe ser considerado armado y peligroso. Si ve a cualquiera que le parezca sospechoso llámenos a este número -el agente Lowell garabateó un numero de teléfono en una hoja de papel y se lo dio a Rachel, quien lo recorrió con la mirada antes de doblarlo y metérselo en el bolsillo.

– Lo haré -dijo ella-. Gracias por hacer una visita.

Comenzaron a marcharse; después el agente Lowell hizo una pausa y se giro hacía ella, sus ojos entrecerrándose.

– Hay extrañas marcas en la playa, como si hubieran arrastrado algo. ¿Sabe algo acerca de ellas?

A Rachel se le congeló la sangre en las venas. ¡Tonta!, se dijo a si misma ateridamente. Debería haber bajado a la playa y debería haber borrado todas esas marcas. Al menos la marea habría limpiado cualquier rastro de sangre y otros indicios que pudieran indicar donde había caído él. Deliberadamente frunció el entrecejo, dándose tiempo para pensar, luego despejándola.

– Oh, debe referirse al lugar donde colecciono conchas y madera a la deriva. Los amontono sobre una lona y la arrastro hasta aquí. Así lo puedo traer todo en un solo viaje.

– ¿Qué hace con ellos? Las conchas y la madera.

A ella no le gusto la forma en que el agente Lowell la miraba, como si no creyese una sola palabra de lo que estaba diciendo.

– Los vendo -dijo ella, y era la verdad-. Tengo dos tiendas de souvenirs.

– Ya veo -le sonrió-. Pues bien, buena suerte en su búsqueda de conchas.

Volvían a marcharse.

– ¿Necesita una lancha? -preguntó alzando la voz-. Se ve que tiene calor ahora y todavía va a hacer más calor.

Los dos contemplaron el sol abrasador en el despejado cielo azul; sus caras brillaban por el sudor.

– Tenemos un bote -dijo el agente Ellis-. Vamos a seguir investigando a la largo de la playa un poco más. Gracias de todas maneras.

– Cuando quiera. Oh, cuidado si usted va hacia el norte. Se pone pantanoso.

– Gracias de nuevo.

Los observó desaparecer entre los pinos y bajar la cuesta, y a pesar del calor un escalofrío hizo que se le erizara el vello. Lentamente regresó al porche y se sentó en el columpio, regresando automáticamente a la tarea de pelar los guisantes. Todo lo que habían dicho se arremolinaba en su mente, e intentó ordenar sus pensamientos. ¿El F.B.I.? era posible, pero sus distintivos habían sido enseñados y guardados tan rápidamente que no había podido examinarlos. Sabían que podía estar por esa área, pero no tenían ninguna foto de él; lógicamente el F.B.I. tendría algo, aunque fuera solamente un retrato robot de alguien a quien estaban buscando. Y se habían apartado de la pregunta de qué había hecho él, como ni no la hubieran esperado y no supieran que responder. Habían dicho que debía ser considerado armado y peligroso, pero en vez de eso él estaba desnudo e indefenso. ¿No sabían que tenía heridas de bala? ¿Por qué no habían dicho nada sobre eso?

¿Entonces que ocurriría si estaba protegiendo a un criminal? Ésa había sido siempre una posibilidad, aunque la había descartado. Ahora daba vueltas en su mente y se encontraba mareada.

Había terminado de pelar los guisantes. Llevó la cacerola al fregadero, luego volvió a recoger las cuerdas y las vainas vacías. Mientras los llevaba a la cocina para tirarlos dirigió una mirada aprensiva a la puerta abierta de su habitación. justamente en ese momento podía ver el cabezal de la cama y la cabeza de él sobre la almohada… su almohada. ¿Acaso cuando él volviese a despertarse, y mirara esos ojos negros estaría mirando los ojos de un criminal? ¿Un asesino?

Velozmente se lavó sus manos y hojeó la guía telefónica, luego tecleó el número. Dio un solo timbrazo antes de que una voz masculina dijese:

– Departamento del sheriff.

– Con Andy Phelps, por favor.

– Solamente por un minuto.

Hubo otro timbrazo, pero esta vez la respuesta era distraída, como si la persona estuviese preocupada por otras cosas.

– Phelps.

– Andy, soy Rachel.

Inmediatamente su voz se hizo más cálida.

– Hola, cariño. ¿Está todo bien?

– Estupendamente. Con calor, pero muy bien. ¿Cómo están Trish y los niños?

– Los niños están bien, pero Trish reza para que comienza la escuela.

Ella se rió, compadeciéndose de la esposa de Andy. Sus niños elevaban el carácter pendenciero a nuevas alturas.

– Oye, hoy han venido dos hombres a la casa. Subieron andando desde la playa.

Su voz se aguzó.

– ¿Te han dado cualquier clase de problema?

– No, ni de lejos es eso. Dijeron que eran del F.B.I., pero no pude ver bien sus distintivos. Están buscando a un hombre. ¿Es verdad? ¿Su departamento os ha notificado algo? Puede que sea paranoica, pero estoy aquí fuera al final de la carretera, y a una distancia de muchas millas de Rafferty. Después de lo de B.B… -en su voz se notó el dolor por los recuerdos. Habían pasado cinco años, pero había veces cuando la pena y el arrepentimiento la quemaban.

Nadie la entendería mejor que Andy. Él había trabajado con B.B. en la D.E.A. los recuerdos hicieron que su voz se volviese áspera.

– Lo sé. Puedo decir que no eres demasiado cuidadosa. Mira, hemos recibido órdenes de cooperar con algunos hombres que están buscando a un tipo. Es todo muy secreto. No son personas locales del F.B.I. dudo que sean realmente del F.B.I., pero las órdenes son órdenes.

La mano de Rachel se apretó en el auricular.

– ¿Y una agencia es una agencia?

– Bravo, por ahí va la cosa. Estate tranquila acerca de esto, pero ten los ojos bien abiertos. No estoy realmente cómodo con esto.

Él no era el único.

– Lo haré. Gracias.

– No hacen falta. Oye, ¿por qué no vienes pronto a cenar alguna noche? Ha pasado un tiempo desde que nos hemos visto.

– Gracias, me gustaría. Llamaré a Trish.

Colgó el teléfono, y Rachel inspiró profundamente. Si Andy no creía que los hombres fueran del F.B.I., era suficiente para ella. Entró en el dormitorio, se sentó a un lado de la cama y vigiló el sueño del hombre, su pecho levantándose y bajando con cada respiración profunda. Tenía las ventanas cerradas desde la noche en la que lo había metido en su casa, de modo que el cuarto estaba oscuro y fresco, pero un diminuto rayo de luz del sol entraba entre las contraventanas y avanzaba sobre su estómago, haciendo que resplandeciera raramente, alrededor de la cicatriz. Quienquiera que fuese, estuviese metido en lo que estuviese metido, no era un criminal común y corriente.

Los hombres y las mujeres que poblaban el oscuro mundo de la inteligencia y el espionaje jugaban a juegos letales. Vivían sus vidas al borde de la muerte; eran duros y fríos, intensos pero informales. No eran como otras personas que trabajaban en el mismo lugar todos los días y después volvían a su hogar con sus familias. ¿Era uno de esos hombres para los que una vida normal era un imposible? Estaba casi segura de eso ahora. ¿Pero qué era lo que estaba pasando y en quién podía confiar? Alguien le había disparado. O bien él había escapado, o había sido arrojado al mar para que se ahogara. ¿Esos dos hombres que le estaban dando caza era para ayudarlo, o para acabar el trabajo? ¿Tenía alguna información importante, algo critico relacionado con la defensa?

Deslizó los dedos sobre la mano de él, la cual estaba relajada sobre la sábana. Tenía la piel seca y caliente; la fiebre continuaba mientras su organismo trataba de sanarse. Había sido capaz de hacerle beber té dulce y lo había bañado para intentar evitar que se deshidratara, pero debía comenzar a comer pronto, o se vería forzada a llevarle a un hospital. Éste era el tercer día; tenía que comer.

Frunció el entrecejo. Si él podía beberse el te, podía beber sopa. ¡Tendría que haber pensado eso antes!

Entro enérgicamente en la cocina y abrió una lata de sopa de pollo con fideos, la trituró hasta que fue completamente liquida, después la calentó a fuego lento.

– Lo siento, no es casera – masculló al hombre que estaba en el dormitorio-. Pero no tengo ningún pollo en el congelador. Además, esto es más fácil.

Le observaba atentamente, viendo como estaba cada dos por tres; cuando él comenzó a moverse con nerviosismo, moviendo la cabeza de un lado a otro sobre la almohada y le dio una patada a la sábana, preparó una bandeja con su primera “comida”. No le llevó mucho, menos de cinco minutos. Llevó la bandeja al dormitorio y casi la dejó caer cuando él repentinamente se levantó con gran esfuerzo en su codo derecho, mirándola fijamente con esos ojos negros y penetrantes, brillantes a causa de la fiebre.

Todo el cuerpo de Rachel se tensó por la desesperación que la inundó. Si él se cayese de la cama no podría volver a ponerlo sobre ella sin ayuda. Él estaba oscilando de un lado a otro en su sostén precario, con los ojos aún clavados en ella con una intensidad ardiente. Tiró violentamente la bandeja al suelo cerca de donde él se levantaba, derramando parte de la sopa, después lanzándose hasta la cama para atraparle. Amablemente, sujó su cabeza e intentando no golpearlo en el hombro, rodeó su espalda con el brazo y apoyándolo contra su hombro, preparándose psicológicamente para soportar su peso.

– Recuéstate -le dijo con calma, con el tono tranquilo que le dirigía sólo a él-. Aún no te puedes levantar.

Sus cejas negras se unieron cuando él frunció el entrecejo, y resistió sus intentos de acostarlo.

– Es la hora de la fiesta -mascullo él, aun sus palabras no estaban bien articuladas.

No estaba despierto, sino a la deriva de la lucidez, en un mundo inducido por la fiebre.

– No, aún no ha empezado la fiesta -lo reconfortó, agarrando su codo sano y tirando hacía delante para que él pudiera sostenerse a si mismo.

Pesadamente su peso cayó sobre el brazo que ella tenía detrás de su espalda mientras lo recostaba nuevamente sobre la almohada.

– Tienes tiempo para una siesta.

Él yació allí, respirando pesadamente, su frente todavía surcada por arrugas cuando clavó los ojos en ella. Su mirada fija no se apartó mientras recogía la bandeja del suelo y la dejaba sobre la mesita de noche; tenía toda su atención concentrada en ella, como si intentase poner sentido a las cosas, para apartar las nieblas que llenaban su mente. Ella habló quedamente con él mientras le ponía más almohadas tras la espalda; no sabía si él entendía lo que decía, pero su voz y su tacto parecían tranquilizarle. Sentándose en uno de los lados de la cama, comenzó a alimentarlo, sin dejar de hablar con él. Él se comporto con docilidad, abriendo la boca cada vez que ella le ponía la cuchara contra los labios, pero pronto sus párpados comenzaron a bajar cuando se cansó. Rápidamente le dio aspirina, exaltada por lo fácil que había sido alimentarle.

Cuando ella aguantó su cabeza y retiró la almohada para que él pudiera volver a dormir, tuvo una idea. Valía la pena intentarlo.

– Cual es tu nombre?

Él frunció el ceño, su cabeza moviéndose desasosegadamente.

– ¿De quién? -preguntó él, su voz profunda llena de confusión.

Rachel permaneció agobiada sobre él, su mano bajo su cabeza. Su corazón latía más rápido. ¡Tal vez ella podría empezar a obtener algunas respuestas!

– El tuyo. ¿Cuál es tu nombre?

– ¿El mío? -las preguntas parecían irritarlo, inquietarlo. Clavó los ojos duramente en ella, su mirada deslizándose fijamente sobre su cara, después moviéndose más abajo.

Ella volvió a intentarlo.

– Sí, el tuyo. ¿Cuál es tu nombre?

– ¿Mío? -él tomo aire profundamente, luego lo volvió a decir-. Mío -La segunda vez había sido una declaración, no una pregunta. Lentamente él se movió, levantando ambas manos, sobresaltándose por el dolor en su hombro. Él moldeó sus manos sobre sus senos, envolviéndolos ardientemente con sus palmas y restregando sus pezones con los pulgares-. Mío -dijo él de nuevo, declarando lo que obviamente él creía de su propiedad.

Por un momento, simplemente por un momento, Rachel estuvo indefensa ante el inesperado placer que quemaba su carne por su caricia. Estaba congelada en el sitio, con el cuerpo inundado por el calor cuando sus pulgares convirtieron sus pezones en nudos endurecidos. Después la realidad regreso con un ruido sordo, y se apartó tambaleante de él, alejándose de la cama. La exasperación con él -y la rabia contra si misma- la ayudaron.

– Eso es lo que piensas -le gritó-. ¡Estos son míos, no tuyos!

Sus párpados se entrecerraron con sueño. Ella se levanto furiosa mirándolo con cólera. ¡Era evidente que las únicas cosas que ocupaban su mente eran la fiesta y el sexo!

– ¡Maldita sea, tienes una obsesión fija con una idea! -le acusó coléricamente.

Sus pestañas se agitaron, y él la miró otra vez.

– Sí -dijo él claramente, luego cerró sus ojos y se durmió.

Rachel se levantó al lado de la cama con los puños cerrados, a medio camino entre la risa y el llanto. Dudaba que él hubiese entendido algo de lo que ella había dicho; la última palabra provocativa pudo ser una respuesta a su tono de acusación, o a alguna pregunta que existía solamente en su confusa mente. Ahora estaba durmiendo profundamente otra vez, completamente relajado y habiendo olvidado la agitación de antes.

Negando con la cabeza, recogió la bandeja y silenciosamente salió del cuarto. Sus entrañas todavía se estremecían por la mezcla de deseo e indignación. Era una combinación incómoda, incómoda porque no se podía engañar a si misma, y la verdad era que él la atraía más de lo que cualquiera la había atraído en toda su vida. Tocarle era una compulsión; sus manos querían demorarse en su piel caliente. Su voz la hacía temblar profundamente por dentro, y una mirada a esos ojos negros la hacía sentirse electrificada. ¡Y su toque… su toque! Ahora ya habían sido dos las veces que él la había tocado, y cada una de ellas se había sentido conmovida por un placer incontrolable.

Era una locura sentirse así por un hombre al que no conocía, salvo que nada podía cambiar su reacción. Sus vidas se habían enlazado desde el momento en que lo había sacado del mar; en la responsabilidad pretenciosa por su seguridad, se había comprometido con él en un nivel que se volvió tan profundo que apenas ahora se daba cuenta de su verdadero alcance. Y él se había convertido en algo suyo, como si esa obra piadosa hubiese creado un matrimonio entre ellos, atándolos a pesar de sus deseos o sus faltas.

Aunque era un desconocido, ya sabía mucho de él. Sabía que era duro y rápido y que estaba bien entrenado. Tenía que serlo, para sobrevivir en el mundo que había elegido. También tenía una disposición que era impresionante por su intensidad, una dura determinación que le había hecho seguir nadando en el océano oscuro por la noche con dos heridas de bala en su cuerpo, cuando un hombre inferior se habría ahogado casi inmediatamente. Sabía que era importante para las personas que lo estaban buscando, aunque no sabía si era para protegerlo o para matarlo. Sabía que no roncaba y que tenía un deseo realmente sano, a pesar de su estado físico. Estaba quieto cuando dormía, salvo cuando el dolor en los huesos y la fiebre lo hacían ponerse nervioso; esa inmovilidad la había molestado al principio, hasta que se dio cuenta de que era algo normal en él.

Tampoco contestaba a ninguna pregunta, incluso delirando, ni a una tan sencilla como su nombre. Podría ser la confusión provocada por la fiebre, pero también era posible que su entrenamiento fuera tan profundo en su subconsciente que ni la enfermedad ni las drogas le hicieran responder preguntas.

Pronto, mañana o al día siguiente, o quizá incluso durante esa noche, se despertaría y estaría en plena posesión de sus sentidos. Desearía ropa y respuestas para sus preguntas. Se preguntó qué preguntas serían éstas, aunque comenzaba a preguntarse si él le daría alguna respuesta. No podía prepararse para lo que él podía hacer o decir, porque sentía que sería inútil tratar de predecir sus acciones. La ropa, sin embargo, era un problema sobre el que podía hacer algo. No tenía nada allí que la satisficiera; a pesar de que muchas veces llevaba camisas de hombre las había comprado para si misma, y serían demasiado pequeñas para él. No había guardado nada de la ropa de B.B., sin embargo eso habría sido inútil en cualquier caso, ya que B.B. había pesado sus buenos quince kilos menos que este hombre.

Hizo mentalmente una lista de las cosas que necesitaría. No le gustaba la idea de dejarlo solo durante el tiempo que tardase en ir a la tienda más cercana, pero era eso o llamar a Honey para pedirle que fuera ella. Consideró esa posibilidad. Era tentador, pero la visita de esos dos hombres esa mañana hacía que fuera renuente ante la idea de involucrar aún más a Honey en esa situación. No debería pasar nada por dejarlo solo durante una hora. Haría las comprar a primera hora mañana, lo cual daba tiempo a esos hombres a continuar con el área siguiente.

Al salir cerró cuidadosamente la casa, y le dijo a Joe que hiciera guardia. Su paciente dormía tranquilamente; acaba de hacerlo, de modo que debería dormir durante unas horas. La ansiedad la carcomía, mientras su coche recorría rápidamente los kilómetros a medida que ella aumentaba la velocidad. Tenía que estar bien a pesar de haberlo dejado solo, pero no respiraría tranquila hasta que volviese a casa y lo pudiera ver por si misma.

Aunque se había abierto hacía poco rato, el centro comercial ya estaba abarrotado de clientes que habían decidido hacer sus comprar a primera hora para librarse de lo peor del calor. Rachel cogió un carrito de la compra y lo condujo a través de los abarrotados pasillos, esquivando a los niños con edad de preescolar que habían logrado librarse de sus madres y se iban dirigiendo, todos y cada uno de ellos, al sector de juguetes. Se movió alrededor de otros compradores, de una mujer que caminaba con un bastón haraganeando, luego vio un pasillo despejado y se dirigió a la derecha.

Un paquete de ropa interior, algunos pares de calcetines y un par de zapatos, de la talla diez, entraron en el carrito. Esa mañana había medido sus pies de modo que estaba medianamente segura de que los zapatos le irían bien. Dos camisas de botones y un jersey de algodón se amontonaron sobre los zapatos. Estaba indecisa sobre la talla pantalones que usaba, pero al final se decidió por un par de pantalones vaqueros, un par de pantalones de tejido más blando que los vaqueros por si estos le molestaban por el estado de su pierna y un par de pantalones chinos de color caqui. Estaba lista para dirigirse a la caja que estaba en la dirección opuesta cuando un escalofrío recorrió su columna, y su cabeza se alzó. Mirando alrededor, vio a un hombre que miraba algunos artículos a la venta, y el escalofrío se convirtió en frío. Era el agente Lowell.

Andando tranquilamente, cambió de dirección a la sección de ropa de mujer. La ropa de hombre, era sin embargo lo suficientemente unisex para no ser relacionada con un hombre a menos que se fijaran en la talla, lo que la delataría si se miraba de cerca. Desafortunadamente el agente Lowell era del tipo capaz de darse cuenta de la talla simplemente mirando. Los calzoncillos, los calcetines y los zapatos, bajo los pantalones y las camisas, no podían tener una explicación lógica.

Sin miramientos miró la sección de ropa interior. Varias braguitas, todas de algodón y raso, fueron arrojadas encima del montón. Agregó un sostén y unas medias; esperaba que pudiera valerse de la aversión típica del hombre normal que evitaba que un hombre mirase la ropa interior de mujer en un lugar público, para librarse de que el agente Lowell examinara el resto de sus compras. Lo vio por el rabillo del ojo acercándose casualmente, deteniéndose para examinar de vez en cuando ciertos artículos con un interés ausente. Era bueno; se deslizaba a través de la masa de gente sin que se fijaran en él. Rastreaba, dándole a su apariencia una imagen de cazador.

Los ojos de Rachel se ensombrecieron. Él estaría decidido a llegar al fondo del carrito. Girando, se dirigió a la sección de farmacia. Echó dentro del carrito varias cosas para mujeres, que normalmente no usaría nunca. Si él trataba de registrar su carrito, le acusaría de ser un pervertido con una voz lo suficientemente fuerte para atraer a la seguridad del centro comercial.

Él se acercaba otra vez. Rachel escogió ese momento, después se volvió con el carrito y además golpeó con éste fuertemente la rodilla del hombre.

– ¡Oh, madre mía, lo siento! -se quedó sin aliento por la disculpa-. No le vi, oh -dijo de nuevo, haciendo que su voz sonara sobresaltada al reconocerle-. Ah -se detuvo, miro a su alrededor, luego bajó el tono de su voz hasta que no fue más que un susurro-. Agente Lowell.

Era una actuación digna de un Academy Award, pero podría haber pasado desapercibido por el agente Lowell, que se restregaba la rodilla preocupado. Él se enderezo, con un atisbo de dolor aun en sus ojos.

– Hola otra vez, señora… creo que no me dijo su nombre ayer.

– Jones -dijo ella, tendiendo la mano-. Rachel Jones.

Su mano era dura, pero su palma estaba un poco húmeda. El agente Lowell no estaba realmente tan relajado como parecía.

– Ha salido fuera temprano -comentó él.

– Con el calor que hace, es mejor salir pronto o esperar a la puesta de sol. Realmente debería llevar un sombrero si va a seguir por el mismo camino por el que fue ayer -su rostro estaba quemado, de modo que su consejo llegaba tarde.

Sus ojos inexpresivos se deslizaron por el carrito, luego subieron rápidamente. Rachel sintió una sombría satisfacción por sus actos. Su presencia podía ser una verdadera coincidencia, o podía ser deliberada, pero él era automáticamente curioso; era su trabajo. Tenía la sospecha de que él había sido menos desarmado por su inocencia e indiferencia que el otro agente.

– Usted, uh, puede tener que pedir un préstamo para pagar todo eso -dijo él después de una corta pausa.

Ella examinó con arrepentimiento el carrito.

– Puede que tenga razón. Cada vez que salgo de viaje parece que nunca tengo todo lo que necesito.

Sus ojos se aguzaron por el interés.

– ¿Sale de viaje?

– En un par de semanas. Estoy haciendo una investigación en los Keys, y siempre ayuda el ver el lugar de primera mano.

– ¿Investigación?

Ella se encogió de hombros.

– Llevo varias cosas. Tengo mis tiendas de souvenirs. Escribo un poco, doy algunos cursos por la noche. Me salva de aburrirme de mi misma -mirando las cajas registradoras, donde la línea de gente aumentaba, dijo despreocupadamente-. Mejor me pongo en la cola antes de que todo el mundo en la tienda se ponga por delante de mi. Oh, ¿no encontraron nada ayer?

Su rostro era una verdadera máscara, aunque sus ojos habían vuelto a dirigirse hacia el camino.

– No, nada. Pudo haber sido una pista falsa.

– Pues bien, buena suerte. Acuérdese de conseguir una gorra o algo mientras está aquí.

– Seguro. Gracias.

Se unió a una de las colas que había delante de una de las cajas registradoras y seleccionó una revista para hojearla mientras esperaba, acercándose poco a poco a la caja. Él se había echado a un lado y miraba unos libros de tapa blanda. ¿No saldría nunca? Cuando fue su turno, descargó el carrito y trato de interponer su cuerpo entre el agente Lowell y la caja registradora. El dependiente recogió el paquete de calzoncillos y los sujetó durante un rato delante de si mismo mientras escribía el código en la caja registradora. Rachel se puso en ese lado, y cuando el dependiente soltó ese paquete puso una camisa encima de ellos. Lowell se acercaba.

– Ciento cuarenta y seis con dieciocho -dijo el dependiente, tratando de alcanzar una bolsa grande.

Rachel comprobó su cartera, haciendo una mueca interiormente. Rara vez llevaba tanto dinero en efectivo, y ésta no era excepción. Malhumorada, tiró con violencia una tarjeta de crédito y el dependiente la paso por la maquina, destinada entonces a obtener un visto bueno de la cantidad. Lowell había paseado por delante de la tienda y las cajas registradoras. Rachel agarró la bolsa que el dependiente había colocado sobre la caja.

– Firme aquí -dijo el dependiente, empujando la hoja de crédito hacia ella. Rachel garabateó su nombre y un momento más tarde el bolso estaba cerrado con grapas. Lo cargó en el carrito y comenzó a salir del centro comercial.

– ¿Necesita ayuda? -pregunto el agente Lowell, poniéndose a su lado.

– No, llevarlo en el carrito es más fácil. Gracias de todos modos.

El calor húmedo se convirtió en una manta tan pronto dejaron el centro comercial, y Rachel miro de reojo el brillo casi doloroso. Después de abrir el maletero del coche echó dentro la bolsa y lo cerró de un golpe, consciente de forma atormentadora del interés del agente Lowell.

Dejó el carrito en su sitio, después regreso caminado hasta el coche.

– Adiós -dijo tranquilamente.

Él todavía la observaba cuando salió del estacionamiento de vehículos. Rachel paso un pañuelo sobre su cara para secarse el sudor, consciente del pesado ritmo en que latía su corazón aterrorizado. ¡Ya no tenía práctica para todo esto!. Solamente esperaba que no hubiera encontrado nada sospechoso en su conducta.

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