Capítulo Ocho

Los pocos días siguientes pasaron lentos, calurosos y tranquilos. Ahora que Kell estaba mejor y no requería una vigilancia constante Rachel volvió a su plan de trabajo normal; terminó de planificar el curso y empezó a trabajar en su libro de nuevo, al igual que en el huerto y todas las demás pequeñas tareas que parecían no acabar nunca. Consiguió las balas que Kell le había pedido, y la 357 nunca se encontraba muy lejos de su mano. Cuando estaban dentro de la casa, algunas veces la colocaba en la mesilla del dormitorio, pero normalmente la solía llevar en el bolsillo trasero de los pantalones, donde podría cogerla al instante.

Honey fue a quitarle los puntos y declaró asombrada que él estaba curado.

– Su metabolismo no debe ser normal -dijo admirada-. Por supuesto, hice un trabajo horrible. El músculo de la pierna era un desastre, pero le hice un apaño bastante bueno, y creo que no tendrá una cojera permanente.

– Hizo un gran trabajo, doctora -dijo él arrastrando las palabras, sonriente.

– Lo sé -respondió Honey alegremente-. Verdaderamente tuvo mucha suerte con el hombro. Puede haber perdido parte de su habilidad para girarlo, pero poco, creo. Vaya con cuidado con el hombro y la pierna durante otra semana aproximadamente, pero puede comenzar a trabajar la rigidez si va con cuidado.

Él ya había estado trabajando la rigidez, Rachel lo había visto ejercitar el hombro y moverse cuidadosamente, como si probase hasta donde podía tirar de los puntos. No había aplicado pesos a la pierna o al hombro, pero había estado realizando ejercicios para mejorar sus movimientos, y como resultado su cojera había mejorado mucho, no estaba peor que si hubiera sido una torcedura.

Honey no había parpadeado cuando él saco la pistola del bolsillo y la colocó en la mesa mientras se quitaba los pantalones de color caqui y la camisa azul de algodón. Llevando sólo los calzoncillos, se había sentado a la mesa y había observado inexpresivamente como le quitaba los puntos y Rachel se inclinaba para mirar. Después volvió a ponerse su ropa y devolvió la pistola al lugar de costumbre en su bolsillo trasero.

– Quédate a almorzar -la invitó Rachel-. Hay ensalada de atún y tomates frescos, ligeros y fríos.

Honey tenía por regla no rechazar nunca una invitación de Rachel.

– Hecho. Estaba deseando un tomate fresco.

– Los sureños le ponen a casi todo tomate -comentó Kell.

– Eso es porque casi todo sabe mejor con un tomate -defendió Honey. Ella era de Georgia, y adoraba los tomates.

– Adoro las manzanas -dijo Rachel distraídamente-. Tomates, quiero decir. Aunque no sé porque los llamaran así, cuando la mayoría de la gente pensaba que eran venenosos porque forman parte de la familia de solano, como la belladona.

Honey se rió ahogadamente.

– ¡Oh, oye! ¿Acaso has estado leyendo libros sobre antiguos venenos? ¿Alguien va a estirar la pata en uno de tus libros por una sobredosis de belladona?

– Claro que no. No escribo a novelas policíacas -en absoluto molesta por la suposición de Honey, Rachel recorrió con la mirada a Kell mientras ponía la mesa-. ¿No eres sureño, verdad? Tienes una voz arrastrada, pero no es sureña.

– La mayor parte de mi acento viene de un tiempo que pase con un hombre de Georgia. Estuvimos juntos en Vietnam. Nací en Nevada.

Probablemente ésa era toda la información que él daría sobre si mismo, de modo que Rachel no hizo más preguntas. Comieron el sencillo almuerzo, con Kell sentado entre las dos mujeres, y aunque él comió tan bien como siempre y se mantuvo al tanto de la conversación, ella observó que él miraba tanto la ventana como la puerta. Era un hábito de él: lo hacía en cada comida, si bien sabía que nadie podría acercarse a la casa sin que Joe los avisara.

Cuando Honey salía le sonrió a Kell y le tendió la mano.

– Si no lo vuelvo a ver, adiós.

Él tomo su mano.

– Gracias, doctora. Adiós.

Rachel se dio cuenta que él no hacía ver que pensaba quedarse.

Honey lo observó consideradamente.

– Literalmente estallo de preguntas, pero creo que voy a seguir mi mejor consejo: no preguntar. No quiero saber. Pero tenga cuidado, ¿me oye?

Él le dirigió su sonrisa torcida.

– Seguro.

Ella le guiñó el ojo.

– Si me hacen alguna pregunta, no sé nada.

– Es una mujer lista, doctora. Después de mi marcha Rachel podrá ponerla al tanto de los detalles.

– Quizás. Pero tal vez me invente las respuestas. De esa manera puedo llegar a conclusiones salvajes y románticas y seguir jugando a lo seguro.

Probablemente el punto de vista de Honey era el mejor, pensó Rachel después de que ella y Kell se quedaran solos. Honey se permitía ser salvaje y romántica en sus fantasías, pero en la vida real optaba por la seguridad. Honey nunca haría algo tan peligroso como enamorarse de un hombre como Kell Sabin. Ella limpiaría la cocina, simplemente como Rachel lo hacía, y se olvidaría de lo demás. Rachel cambió de dirección y se lo encontró observándola de esa forma constante, inquietantemente suya. Levantó la barbilla.

– ¿Qué pasa?

Por toda respuesta se acercó a ella y ahuecó su mano en su barbilla, después la hizo inclinarse y cubrió su boca con la de él. El asombro inmovilizó a Rachel durante un momento; no la había vuelto a besar después de esa primera ocasión, aunque algunas veces pensaba que había algo de posesividad en la manera en que la sujetaba por las noches. Ella no le había dejado ver el placer que le daba pasar la noche entre sus brazos, pero no existía ninguna forma en la que pudiera ocultar la oleada pesada de placer que le proporcionaba su boca, sus labios separando los suyos, sus manos deslizándose por la sólida y cálida pared, que era su pecho. Su lengua se enredó contra la de ella, y ella soltó un sonido profundo, sus pechos y su vientre tensos como si él la hubiera tocado.

Lentamente Kell se adelantó, hasta que ella quedó apoyada contra los muebles. Rachel jadeó y se quedó sin aliento.

– ¿A qué viene esto?

Su boca se deslizó hacia abajo siguiendo la curva de su mandíbula y exploró la suave piel de debajo de su oreja.

– Debe de ser por todas esas manzanas con las que has estado alimentándome -se quejo él-. Deja de girar la cabeza. Bésame. Abre la boca.

Ella lo hizo, agarrándose fuertemente a su camisa, y él tomó su boca en un largo, profundo e intoxicante beso que parecía no acabar nunca, y que hizo que ella se pusiera de puntillas para apretarse contra él. Sus manos se deslizaron hasta su trasero y lo rodeó, levantándola para conseguir un contacto más íntimo.

El beso alejó toda lógica e hizo que ellos se aferraran por la obvia pasión, hambrientos por el otro, esforzándose por estar cada vez más cerca. La pasión había ido naciendo durante días, alimentándose del recuerdo de las caricias íntimas que había habido entre ellos que por lógica venían tras los primeros besos curiosos, pero cuyo orden había variado debido a las circunstancias. Ella había visto y tocado su duro y hermoso cuerpo mientras cuidaba de él y lo calmaba. Él la había tocado con sus manos y memorizado su perfume antes incluso de saber su nombre. Había pasado cuatro noches acostado con ella entre sus brazos, y sus cuerpos se habían acostumbrado uno al otro. La naturaleza había saltado todas las barreras que las personas imponían para proteger su sentido de privacidad, obligándolos a estar en un entorno cerrado falseado por las circunstancias.

La fuerza de sus sentimientos la asustaba un poco, y otra vez ella separó su boca, escondiendo la cara en la curva caliente de su garganta. Tenía que ralentizar las cosas antes de perder el control.

– Eres un hombre rápido -tragó saliva, tratando de normalizar su voz.

El movió sus manos desde su trasero deslizándolas hacia arriba hasta su espalda, abrazándola fuertemente. Su boca estaba cerca de su oído, acariciando con la nariz su oreja, y su voz era caliente y oscura.

– No tanto como deseo.

Los incontrolables escalofríos hacían vibrar todo su cuerpo, y sus pezones estaban tan duros que era doloroso. Él la sujeto aún más estrechamente, aplastando sus senos contra su cuerpo duro y cubierto de músculo y frotó su mejilla contra la parte superior de su cabeza, pero la tierna caricia no era suficiente para calmar su necesidad hambrienta de más. Entrelazó los dedos en su pelo y acercó de nuevo su cara, tomando otra vez su boca, moviendo la lengua imitando el ritmo del amor. Todo el cuerpo de Rachel se sacudió cuando su otra mano le cubrió el pecho, deslizándose dentro de la blusa para poder ahuecarlo en su palma de modo que su calloso pulgar raspaba su endurecido pezón, haciendo que al mismo tiempo el dolor menguara y se crease otro mayor.

– Quiero estar dentro de ti -murmuró, levantando la cabeza para observar cómo se arrugaba el pezón bajo el toque de su pulgar-. He estado volviéndome loco, deseándolo. ¿Me permitirás tenerte durante el tiempo que nos queda juntos?

Dios mío, era honesto, y ella tuvo que tragar saliva para no gritar por el dolor. Incluso ahora, con sus cuerpos ardientes por la necesidad, no hacía dulces promesas que no tenía intención de cumplir. Se marcharía; todo lo que podían tener era temporal. Incluso así, sería fácil si pudiera olvidarse del futuro y marcharse con él a la habitación, pero su honradez le recordó que tenía que pensar en su futuro y en el día en que él la dejaría.

Despacio le empujó, y él se echó hacia atrás, dejándole el espacio que necesitaba. Ella se echó hacia atrás el cabello con una mano.

– No es algo fácil para mi -trató de explicarle, su voz temblaba al igual que su mano-. Nunca he tenido un amante… sólo mi marido.

Sus ojos eran afilados, vigilantes, y él esperaba.

Ella hizo un gesto indefenso. Su honradez merecía la suya.

– Me preocupo por ti.

– No -dijo él vivamente, deliberadamente-. No lo permitas.

– ¿Supones que puedo controlarlo igual que si fuera un grifo? -Rachel lo enfrentó, con la mirada fija en la suya.

– Sí. Esto es sexual, nada más. No te engañes pensando que puede haber algo más, porque aunque lo hubiera, no tendría futuro.

– Oh, lo sé -soltó una risita apremiante, y empezó a mirar por la ventana que había sobre el fregadero-. Cuando te marches de aquí, es cuando terminara.

Deseaba que él lo negase, pero nuevamente esa honradez brutal destrozó sus esperanzas.

– No hay vuelta de hoja. Tiene que ser así.

Sería inútil discutir con él sobre eso; había sabido todo el tiempo que era un solitario, un lobo solitario.

– Así es para ti, pero yo no tengo ese control emocional. ¿Piensas que te amo, oh, mierda, por qué intentar equilibrar el riesgo en la apuesta? -su voz se llenó de indefensa frustración-. Comencé a amarte en el minuto en que te saqué a la fuerza del océano! ¿No tiene sentido, verdad? Pero no se detendrá sólo porque te marches.

La miró, mientras leía con precisión la tensión de su delgada espalda, la rigidez de sus manos. ¿Qué le había costado confesar eso? Era la mujer más directa que alguna vez había conocido, sin usar juegos o subterfugios. Era la única mujer por la que había sentido algo; ya simplemente ese pensamiento le retorcía las entrañas, pero no podía manejar ese conocimiento con más facilidad que el de que si se mantenía a su lado estaría arriesgando su vida. Ella era demasiado importante para él como para ponerla en peligro por su propio placer descuidado.

Puso las manos en sus hombros, mientras le daba un masaje para relajar la tensión que sentía en ellos.

– No te presionaré -murmuro él-. Tienes que hacer lo que sea mejor para ti, pero si decides que me quieres, aquí estoy.

¿Decidir si lo quería? ¡Le dolía de tanto quererlo! Pero él le estaba dando espacio para que pudiera decidir, en lugar de seducirla en la cama aunque sabía que podía hacerlo con facilidad; no se hacía ilusiones sobre su propio control en lo que concernía a él. Puso sus manos sobre las suyas, y entrelazaron sus dedos.

Hubo un golpe cuando Joe abandonó la sombra de las escaleras y se movió alrededor del lateral de la casa. La mano de Kell se tensó bajo la suya, girando la cabeza. Rachel se quedó quieta, luego se estremeció y se movió rápidamente hasta la puerta delantera. No tenía que decirle que se mantuviera fuera de la vista; sabía que si miraba a su alrededor él ya se estaría escondiendo, mientras se movía silenciosamente a través de la casa.

Abrió la puerta y salió al porche, y sólo entonces recordó que Kell había desabrochado parcialmente su blusa. La abrochó rápidamente, mirando alrededor para ver qué había visto Joe. Entonces escuchó el coche que se acercaba por el camino privado; no era posible que fuera Honey, ya que se había marchado, y en las raras ocasiones en que Rafferty venía, se acercaba montado a caballo en lugar de conduciendo.

El coche que se detuvo delante de la casa era un Ford azul claro, un coche gubernamental. Joe se agachó enfrentándolo, mientras gruñía, con las orejas echadas hacia atrás.

– Tranquilo, tranquilo -le murmuró Rachel, mientras trataba de ver quien iba en el coche, pero el sol brillaba en la ventana y la deslumbraba. Entonces se abrió la puerta del coche y salió un hombre alto, pero seguía con la puerta abierta, mientras la miraba por encima del techo del coche. El agente Ellis, sin chaqueta y con gafas oscuras que ocultaban sus ojos.

– Oh, hola -lo llamó Rachel-. Me alegro de volver a verlo.

El ritual sureño tenía sus ventajas, dándole tiempo mientras para ordenar sus pensamientos. ¿Por qué había vuelto? ¿Había visto a Kell cuando este había estado en el exterior? Habían tenido cuidado, mientras confiaban en Joe para advertirlos si alguien se acercaba, pero alguien con prismóticos podía haberlo visto.

Tod Ellis le dirigió su luminosa sonrisa universitaria.

– Es bueno volver a verla, Señorita Jones. Pensé en pasar a verla, para asegurarme de que todo está bien.

Era una excusa bastante débil para todas las millas que había tenido que hacer. Rachel caminó alrededor de Joe y se dirigió al coche intentando impedir que Ellis se acercara a la casa. No era probable que Kell permitiese que le vieran, pero no quería arriesgarse.

– Sí, todo está bien -dijo alegremente, mientras se acercaba al coche y se quedaba de pie ante la puerta por lo que tendría que volverse de espaldas a la casa para mirarla-. Caluroso, pero bien. ¿Han encontrado al hombre que buscaban?

– No, ni rastro. ¿Usted no ha visto nada?

– No ni tan siquiera de lejos, y Joe siempre me hace saber si hay alguien cerca.

La mención del perro hizo que Ellis volviera la cabeza para hacer una rápida mirada para verificar la posición de Joe; el perro estaba quieto en medio del patio, sus ojos entrecerrados dirigidos al intruso, gruñidos bajos que hacían retumbar su pecho. Ellis se aclaró la garganta, entonces volvió a Rachel.

– Es bueno que lo tenga, del modo en que vive aquí sola. No se puede tener demasiado cuidado.

Ella se rió.

– Bien, realmente se puede. Mire a Howard Hughes. Pero me siento segura con Joe protegiendo el lugar.

No podía estar segura, a causa de las gafas oscuras que oscurecían sus ojos, pero creía que él seguía mirando sus piernas y senos. La alarma la recorrió, y tuvo que luchar contra el impulso de bajar la mirada para comprobar los botones; ¿había abrochado bien la blusa? Si no lo había hecho, era demasiado tarde, y además él no tenía ninguna razón para pensar que había estado en la casa, besando al mismo hombre que buscaba.

Entonces él comenzó a reír de forma abrupta, y también, se quitó las gafas mientras las balanceaba en el aire entre sus dedos.

– No vine aquí a investigar -apoyó el antebrazo sobre la puerta abierta del coche, su postura relajada y segura. Estaba acostumbrado a que las mujeres le aprobaran-. Vine a invitarte a ir a cenar. Sé que no me conoces, pero mis credenciales son respetables. ¿Qué me dices?

Rachel no tenía que fingir confusión, era real. No tenía ni idea de cómo contestarle. Si salía con él sería una forma de convencerle de que no sabía nada de Kell, pero por otro lado, podía animar al agente Ellis a que volviera, y no deseaba eso. ¿Por qué seguían ellos aquí? ¿Por qué no habían seguido bajando por la costa en su búsqueda de Kell?

– Pues, no sé -contesto ella, tartamudeando un poco-. ¿Cuándo?

– Esta noche, si no tienes otros planes.

¡Dios, eso estaba logrando con su paranoia! Si habían visto a Kell, podía ser una táctica para sacarla de la casa de modo que no hubiera ningún testigo. Si no, podía hacerlo sospechar si actuaba de forma demasiado extraña. Todas estas conjeturas la iban a llevar a la locura. Al final siguió su instinto. El agente Ellis no había intentado esconder su admiración masculina la primera vez que se habían visto, por lo que iba a tomar su invitación como normal. Si no conseguía nada más, era posible que recibiera alguna información de él.

– Creo que me gustaría -dijo finalmente-. ¿Qué tienes en mente? No soy una persona a la que le vaya mucho la fiesta.

Él le dirigió su mueca juvenil.

– Estate tranquila. A mi tampoco me va el estilo punk. Soy demasiado delicado para que atraviesen con agujas mis mejillas. Lo que tenía en mente era un restaurante silencioso y bueno, y un buen bistec.

¿Y después un rollo en la cama? Quedaría defraudado.

– De acuerdo -dijo Rachel-. ¿A qué hora?

– ¿Te parece bien a las ocho? Ya habrá anochecido y refrescara, espero.

Ella se rió.

– Diría que te acostumbrarás, pero todo lo que haces es aprender a cubrirte de él. La humedad es la que lo consigue. Bien, las ocho entonces. Estaré lista.

Él se despidió y se sentó tras el volante. Rachel caminó hacia atrás por el patio para que cuando se marchara no la cubriera de polvo, y lo siguió con la vista hasta que el Ford azul estuvo fuera de vista.

Kell la estaba esperando dentro, sus ojos entrecerrados y fríos.

– ¿Qué quería?

– Invitarme a cenar -contestó despacio-. No supe que decir. Salir con él podría impedir que me vieran sospechosa, o podría estar invitándome para sacarme de la casa. Quizás te hayan visto. Quizá sólo quieran investigar.

– No me han visto -dijo él-. O no estaría vivo. ¿Qué excusa le has dado?

– Acepté.

Rachel sabía que a él no le gustaría, pero no había esperado la reacción que consiguió. Su cabeza se giró, y sus ojos quemaban con fuego negro, su frialdad desapareció.

– Mierda, no, no lo harás. Saca esa idea de tu cabeza, señora.

– Es demasiado tarde. Realmente podría parecerle sospechoso si yo le presento ahora alguna excusa débil.

Él metió las manos en los bolsillos del pantalón, y con fascinación Rachel le vio cerrar los puños.

– Es un asesino y un traidor. He estado pensando mucho desde que lo reconocí antes de que hicieran explotar mi barco, juntando algunos detalles sobre cosas que salieron mal cuando no deberían haberlo hecho, y Tod Ellis está conectado de alguna manera a cada uno de esos planes. No saldrás con él.

Rachel no cedió.

– Sí -dijo ella-. Lo haré. Si no consigo nada más, quizás al menos podré obtener alguna información que te ayude…

Se quedó sin aliento de golpe, él había sacado sus manos de los bolsillos y la había cogido tan rápido que no había tenido tiempo de echarse hacia atrás. Sus duros dedos se curvaron sobre sus hombros quemándola, y la sacudió ligeramente, manteniendo en su cara una expresión dura y rabiosa.

– Maldición -susurro él, las palabras apenas audibles cuando las empujó entre sus dientes cerrados-. ¿Cuándo aprenderás que esto no es algo para que jueguen aficionados? ¡Tienes una espada sobre tu cabeza, y no tienes el sentido común de entenderlo! No estas en la Universidad jugando a asesinos, dulzura. ¡Metete eso en la cabeza! Maldición -juro él de nuevo, mientras soltaba sus hombros y pasaba la mano entre su pelo-. Hasta ahora has tenido la suerte de que no te has equivocado y las cosas te han salido bien, ¿pero durante cuánto tiempo esperas que te dure la suerte? Estás jugando con un verdadero asesino de sangre fría profesional!

Rachel caminó hacia atrás, mientras con la mano se frotaba el hombro dolorido. Algo muy dentro había provocado el ataque; esa tranquilidad se reflejaba en su cara.

– ¿Quién? -preguntó al final suavemente-. ¿Tod Ellis… o tú?

Se giró y caminó alejándose de él, entrando mientras en el baño y cerrando la puerta; era el único lugar de la casa donde no la seguiría. Se senté en el borde de la bañera, temblando; se había preguntado en ocasiones que sucedería si él perdía el control en algún momento, pero no le había gustado averiguarlo. Había deseado que perdiera el control cuando la había besado, acariciado. Lo había querido agitado por la necesidad y el deseo, que enterrase su cara contra ella. No había deseado que perdiera el control por la rabia, no había querido oír lo que realmente pensaba de sus esfuerzos de ayudarlo. Desde el principio había estado aterrada de hacer algo mal que pudiera ponerle en peligro; había agonizado con cada decisión, y él la había despedido como si fuera una aficionada inepta. Sabía que no tenía su conocimiento o su esperiencia, pero lo había hecho lo mejor que había podido.

Era doblemente doloroso después de la manera en que la había besado y tocado, pero ahora recordó que incluso entonces él había mantenido el frío control. Había sido ella la que temblaba y anhelaba, no él. Ni siquiera le había mentido, le había dicho que no sería para él nada más que sexo ocasional.

Inspirando profundamente, Rachel trató de tranquilizarse. Ya que estaba en el baño podía ducharse; eso le daría tiempo para que su pelo liso, se secara al aire y no tendría que hacer nada con él salvo recogerlo y hacerse un moño. Podía estar saliendo con Tod Ellis con el mismo entusiasmo que si asistiera a una ejecución, pero no le permitiría pensar que para ella no era una cita real, y eso significaba arreglar su aspecto.

Se desnudó y entró en la ducha, lavando con viveza su pelo y bañándose, sin permitirse el lujo de pensar. Sencillamente no lograría nada salvo perder el tiempo, tiempo que gastaría pensando bien en como dirigir esa noche, en como ser amistosa sin estar animada. ¡Lo último que deseaba era que Ellis la volviese a invitar a salir! Si lo hacía, tendría que buscar alguna excusa. Le había dicho al agente Ellis que iba a hacer un viaje a las Keys; había sido una mentira, pero quizás podía usar la mentira como una excusa para irse.

Cerró el agua y cogió una toalla de encima de la puerta de la ducha, y la envolvió alrededor de su cabeza. Cuando comenzó a abrir la puerta y salir de la ducha vio una imagen borrosa de Kell a través de la mampara escarchada, y apartó la mano de la puerta como si la hubiera quemado.

– Sal de aquí -ella respiró profundamente, mientras quitaba la toalla de su cabeza y envolvía su cuerpo, en cambio. La superficie escarchada de las mamparas le daba alguna protección, pero si ella podía verlo, él también podría ver mucho de ella. Saber que él la había visto ducharse la hacía sentir vulnerable. ¿Cuánto tiempo llevaba allí?

Vio como extendía la mano, y se movió hacia atrás apoyándose contra la pared de la ducha cuando el abrió la puerta.

– No contestaste cuando te llamé -dijo lacónicamente-. Quería saber si estabas bien.

Rachel alzó la barbilla.

– Esa no es una buena excusa. En cuanto viste que estaba tomando una ducha tendrías que haber salido.

Sus ojos se movieron sobre ella, por el pelo mojado, enredado sobre sus hombros brillantes y bajando por sus piernas delgadas, desnudas que eran recorridas por hilos de agua. La toalla la cubría del pecho al muslo, pero llevaría sólo un segundo desnudarla completamente, y sus ojos negros escrutadores tenían una manera de hacerla sentir aun más expuesta de lo que estaba.

– Lo siento -dijo él abruptamente, mientras finalmente alzaba su vista a su cara-. No quise sugerir que no habías sido de ayuda,

– No sugeriste nada -Rachel recuperó la voz de repente-. Lo pensabas y lo dijiste.

Se sentía como si ambas cosas la hubieran insultado y herido, y no estaba de humor para perdonarlo. ¡Después de lo que había dicho, tenía mucho valor para quedarse mirándola como lo estaba haciendo!

Repentinamente él se movió, mientras pasaba su brazo derecho por su cintura y la alzaba sacándola de la ducha. Rachel abrió la boca, cogiéndose a él para conservar el equilibrio.

– Ten cuidado. Tu hombro…

Él la soltó sobre la alfombra de baño, su cara dura e ilegible cuando miró hacia abajo, su brazo derecho todavía cerrado fuertemente alrededor de su cintura.

– No quiero que salgas con él -dijo él finalmente-. ¡Maldición, Rachel, no quiero que corras ningún riesgo por mi!

La toalla estaba resbalándose, y Rachel agarró los bordes para cerrarla más firmemente.

– ¿Por qué no me das algún crédito por ser una persona adulta, capaz de aceptar las responsabilidades de mis propias acciones? -dijo-. Me dices que Tod Ellis es un traidor, y yo te creo. ¿No crees que tengo la responsabilidad moral de hacer lo que pueda para ayudarte a detenerlo? ¡Creo que la situación es lo bastante peligrosa para merecer el riesgo! Es decisión mía, no tuya.

– Nunca deberías haberte visto envuelta.

– ¿Por qué no? Me dijiste que necesitarías ayuda. Has enviado a otras personas a situaciones peligrosas, ¿no?

– Eran agentes especializados -espoleado, gruño-. Y, maldito sea el infierno, por ninguno de ellos desperté ardiendo por la noche por hacerles el amor.

Ella se quedó callada, sus ojos se abrieron cuando investigaron en los suyos. Su expresión enfadada y un poco sobresaltada, como si no hubiera deseado decir eso. El brazo alrededor de su cintura la hacía arquearse contra él, aunque tenía los brazos entre sus cuerpos sujetando la toalla. Sólo los dedos de sus pies tocaban la alfombra, su naciente dureza se anidaba contra la cima suave entre sus muslos. No dijeron nada, ambos muy conscientes de lo que sucedía. Sus pechos se expandieron y cayeron con su rápida respiración, y las rodillas de Rachel se debilitaron cuando sintió que él crecía más duro y largo.

– Lo mataría antes de permitir que te toque -murmuró él, dejando escapar las palabras.

Ella se estremeció al pensarlo.

– Yo no lo permitiría. Nunca -Mirándolo fijamente, volvió a estremecerse, como si algo la hubiera golpeado entre los ojos. Tod Ellis le había hecho volver a comprender el peligro que se acercaba furtivamente a Kell. No tenía garantizadas tres semanas con él; no tenía garantizado mañana, o esa noche. Para los hombres como Kell Sabin no existía el mañana, sólo el presente; la brutal verdad era que podía matarse, que la tragedia y el horror podían golpear sin advertencia. Ya había aprendido esa lección una vez; ¿Cómo había podido ser tan tonta para olvidarla? Había querido que las cosas fueran perfectas, deseado que sintiera lo mismo que ella, pero la vida nunca era perfecta. Tenía que ser tomada como era, o pasaría sin una segunda oportunidad. Todo lo que tenía con Kell era el presente, el eterno presente, porque el pasado se había ido y el futuro nunca llega.

Sus manos se encorvaron sobre su carne, sus dedos amasando como si él apenas pudiera refrenar lo que hacía. Su cara era dura cuando miró hacia abajo, su voz cruda cuando habló.

– No te permitiré echarte atrás como en la cocina. Por Dios, creo que no podría volver a hacerlo. No ahora.

La respiración de Rachel abandonó sus pulmones por la mirada de sus ojos de media noche, una mirada dura, casi cruel por la salvaje excitación. La piel estirada firmemente sobre sus altos pómulos, prominentes, y su mandíbula y boca apretadas. Su corazón dio súbitamente un salto cuando comprendió qué quería decir exactamente, y el miedo y la excitación corrieron por sus venas en una mezcla aturdidora. El mando lo tenía ahora él, y la fuerza primitiva de su hambre ardía en sus ojos.

Las manos que tenía sobre su pecho le temblaron, igual que todo su cuerpo en reacción a la intención claramente dibujada en su cara, la mirada rapaz del macho que ha olido a su hembra. El calor. El calor estaba subiendo por su cuerpo, fundiendo su interior, volviéndolo líquido. Su mano tiró de la toalla y liberó sus pechos. La dejó caer al suelo en un montón húmedo. Desnuda, Rachel se mantuvo de pie agarrada a él, temblando y anhelando y abriendo la boca para coger aire en una inspiración que no parecía ser lo suficientemente profunda.

Bajó la mirada hacia ella, y un sonido retumbante comenzó en su pecho, siguiendo por su garganta. Los muslos de Rachel se volvieron líquidos, y se tambaleó, con la garganta cerrada, y el corazón martilleando. Lentamente él subió la mano y la puso sobre sus pechos, altos y redondos, suaves, con pequeños pezones marrones, firmes, llenando la palma de su mano descubriendo la textura ardiente, aterciopelada de su carne de nuevo. Entonces, igual de despacio, deslizó la mano hacia abajo, llevándola sobre el vientre liso y la curva de debajo del abdomen, sus dedos resbalando por fin entre los rizos húmedos de su feminidad. Ella permaneció allí, agitándose violentamente, incapaz de moverse, paralizada por el caliente río de placer que seguía el recorrido de su mano. Un dedo se movió más intrépidamente. Su cuerpo tembló con violencia, y lloriqueó cuando la tocó, provocó y exploró.

Posó la mirada en el contraste entre su mano dura, nervuda y el pecho suave, exquisitamente femenino y hermoso, y después subió su cara. Tenía los ojos medio cerrados, brillantes por el deseo; sus labios estaban húmedos y abiertos, su respiración rápida. Era una mujer al borde de la satisfacción completa, y su imagen dulcemente carnal destrozó el poco control que le quedaba. Como un salvaje, se arrodilló y la alzó sobre su hombro derecho, la sangre golpeando tan fuertemente sus oídos que no escuchó el gemido sobresaltado de ella.

La llevó a la cama con cinco pasos largos y la dejó caer en ella, siguiéndola después, abriendo sus muslos y arrodillándose entre ellos incluso antes de que ella se hubiera recuperado. Rachel trató de alcanzarlo, casi sollozando de necesidad. Él se quitó la camiseta y la tiró al suelo, luego tiró de los pantalones hasta que los abrió, y bajó sobre ella.

Su cuerpo se arqueó por la impresión cuando él empujo contra ella, y gritó al sentir al mismo tiempo la incomodidad y sobresalto de sus sentidos mientras él la llenó. Él era… oh…

– Tómame entero -gimió él, exigiendo, suplicando. Suspendido sobre ella, su cara brillaba por el sudor, su expresión torturada y en seguida extática-. Todo yo. Por favor -su voz era ronca por la necesidad-. Permítete relajarte… sí. Así. Más. Por favor. Rachel. ¡Rachel! Tú eres mía, mía, mía…

La primitiva letanía cayó sobre ella, y gritó nuevamente cuando él entró y salió de ella, fuertemente, con sus cuerpos retorciéndose juntos. Nunca había sido así para ella, tan intenso que era doloroso. Nunca había amado así, sabiendo que la respiración abandonaría sus pulmones y su corazón se detendría si alguna vez le pasaba algo a él. Si esto era todo lo que quería de ella, entonces se lo daría libre y fervorosamente, marcándolo con el hierro al rojo de su propia pasión dulcemente ardiente.

Él giró sus caderas contra las de ella en un movimiento pausado, y de repente fue demasiado para ella, sus sentidos ascendieron y estallaron. Abrió la boca y gritó, retorciéndose bajo él en un trémula luz de puro calor que no terminó hasta atraparlo a él también. Ella no podía ver, ni podía respirar, sólo podía sentir. Sentía sus fuertes empujones cuando el se movía sobre ella, luego el movimiento compulsivo de su cuerpo entre sus brazos. Sus gritos roncamente salvajes llenaron sus oídos, luego se convirtieron en ásperos gemidos. Lentamente él se calmó, se quedó callado. Su cuerpo se aflojó, y su pene se relajó dentro de ella, pero ella lo acunó felizmente, sus manos seguían cogidas a su espalda.

La preocupación comenzó a llenarla cuando volvió el recuerdo de la manera en que él la había alzado y su forma ruda de hacer el amor. Su cabeza estaba sobre su hombro, e introduciendo los dedos entre su pelo negro carbón, le dijo en un murmuro bajo:

– ¿Kell? Tu hombro… ¿estás bien?

Él se alzó sobre su codo derecho y bajó la mirada hacia ella. Sus ojos grises claros estaban oscurecidos por la preocupación por él, ¡incluso después de que la hubiera tomando con el mismo cuidado y sutileza que un toro en el ruedo! Ella tenía labios suaves, temblorosos, pero no los había besado, ni acariciado y chupado sus hermosos pechos tal y como lo había hecho en sus sueños. El amor estaba en esos ojos, un amor tan puro y luminoso que le retorcía las entrañas y que hizo saltar en pedazo algún muro profundo de su mente y alma, dejándolo vulnerable de una forma en que no lo había sido nunca.

Ahora sabía lo que era el infierno. El infiero era ver el cielo, luminoso y tierno, pero desde detrás de las vallas, sin poder entrar en él sin arriesgarse a la destrucción de lo que más quería.

Загрузка...