Capítulo Siete

La tensión se enrollaba apretadamente dentro de Rachel; Había estado aumentando durante el transcurso de la noche. Él no la había besado nuevamente, no la había tocado de nuevo, pero la había observado, y de algún modo eso era peor. El poder de su mirada era como un contacto físico, acariciante y ardiente. No podía iniciar una conversación trivial para reducir la tensión, porque cada vez que lo miraba, la estaba observando. Comieron; luego ella encendió la televisión para distraerse. Desgraciadamente los programas no eran muy divertidos, y por eso él la observaba, de modo que volvió a apagar el aparato.

– ¿Quieres que te lea algo? -preguntó al final desesperada.

Él negó con la cabeza.

– Estoy demasiado cansado, y este maldito dolor de cabeza está peor. Creo que voy a volver a la cama.

Él parecía cansado, pero eso no era sorprendente. Había estado de pie durante muchísimo tiempo, teniendo en cuenta que había despertado completamente esa mañana. Ella también estaba cansada, los sucesos del día habían agotado su energía.

– Permíteme darme una ducha primero. Luego te ayudaré a ponerte cómodo -dijo ella, y él asintió.

Se apresuró con su ducha y se puso encima su camisón menos impresionante, luego se puso una bata liviana alrededor de ella. Él la estaba esperando en el dormitorio cuando dejó el baño, y el resto de casa estaba oscura.

– Eso fue rápido -dijo él, sonriendo débilmente-. No sabía de una mujer que podía salir de un cuarto de baño en menos de media hora.

– Machista -contestó ella suavemente, preguntándose si alguna vez su sonrisa alcanzaría sus ojos.

Él se desabrochó los pantalones y los dejó caer, luego los apartó a un lado y cojeó hacia el cuarto de baño.

– Me lavo hasta donde pueda llegar, después tú me haces el resto, ¿de acuerdo?

– Sí -dijo ella, con la garganta cerrándose herméticamente al pensar en sentir su cuerpo bajo sus manos otra vez. No era como si ella no le hubiera bañado antes, pero estaba despierto ahora, y la había besado. Era su respuesta a él lo que la ponía nerviosa, no la preocupación sobre lo que él podía hacer. Estaba demasiado herido como para hacer un avance serio.

No había necesidad de que ella se acostase con él ahora; sería más fácil para los dos si ella no se entregaba a las caricias de él y simplemente se hacía un lecho en el suelo antes de que saliera del baño. Pensando eso, cogió dos colchas de la parte de arriba del armario y las desdobló en el suelo, entonces tiró una almohada abajo. No necesitaría una sábana; su bata sería suficiente.

Después de veinte minutos él abrió la puerta.

– Estoy listo para los refuerzos.

Sólo llevaba puesta una toalla atada alrededor de su fina cintura, y apenas se mantenía sobre sus pies. Rachel lo miró de cerca, la preocupación ahuyentando su nerviosismo. Estaba pálido, la piel tirante sobre sus altos pómulos, pero sus labios estaban muy rojos.

– Creo que tienes fiebre otra vez -dijo ella, colocando su mano contra la mejilla de él. Estaba demasiado caliente, pero la fiebre no había subido tanto como antes. Rápidamente bajó la tapa del inodoro y lo ayudó a sentarse, luego le dio dos aspirinas y un vaso de agua antes de terminar de lavarle el torso, trabajando tan rápido como podía. Cuanto antes estuviera en la cama, mejor. Debería haber buscado indicios de fiebre nuevamente, después de la forma en que él se había forzado durante ese día.

– Siento esto -masculló él mientras ella lo estaba secando-. No pretendía agotarme así contigo.

– No eres Superman -le dijo Rachel enérgicamente-. Ven, vamos a meterte en la cama.

Ella lo ayudó a levantarse, y él dijo:

– Espera -quitando el brazo derecho de alrededor de sus hombros, tiró de la toalla desprendiéndola de su cintura y la dejó sobre uno de los toalleros. Total e indiferentemente desnudo, pasó su brazo sobre sus hombros y se recostó pesadamente contra ella mientras lo ayudaba a caminar hasta la cama. Rachel no sabía si debía reírse o enfadarse con él, pero al final decidió ignorar su falta de ropas. No era como si no lo hubiera visto antes, y si no la había molestado entonces, tampoco la debería molestar ahora.

Aunque él tenía fiebre y estaba agotado, nada se escapaba de su observación. Vio la cama hecha al pie de la cama, y sus cejas oscuras bajaron a medida que sus ojos se estrechaban.

– ¿Qué es eso?

– Mi cama.

Él lo miró, luego a ella. Su voz estaba calmada.

– Levanta esa maldita cosa de ahí y métete en la cama conmigo, donde tienes sitio.

Ella le dirigió una larga mirada, fría.

– Supones demasiado basándote en un beso. Estás mejor ahora. No necesitaré levantarme por ti durante la noche, de modo que no necesito acostarme contigo.

– Después de acostarte conmigo muchas veces, ¿por qué parar ahora? Bien sabe Dios que no puede ser modestia a estas alturas, y el sexo está descartado. Cualquier paso que diera sería publicidad engañosa, y tú lo sabes.

Ella no quería reírse, no quería que él supiera que su lógica parecía muy… lógica. No era el pensamiento de lo que él pudiera hacer, lo que la había vuelto cauta en ese momento respecto a dormir con él, era más bien el saber lo que significaría para ella acostarse cerca de él por la noche, sentir su peso y calor en la cama a su lado. Ella se había acostumbrado a dormir sola, y le dolía volver a descubrir el placer sutil pero poderoso de compartir las horas de oscuridad con un hombre.

Él puso la mano en su cuello, su calloso pulgar frotando los sensibles tendones que recorrían su hombro y la hizo temblar.

– Hay otra razón por la que debes dormir conmigo.

Ella no sabía si la quería oír. La expresión tan fría, letal que había otra vez en sus ojos, le daban la apariencia de un hombre que no se hacía ilusiones, que había visto lo peor y no se sorprendería.

– Estaré justamente ahí, al pie de la cama -susurró ella.

– No. Te quiero a mano, de modo que sepa dónde estás en cada momento. Si tengo que usar el cuchillo quiero estar seguro de que accidentalmente no te pondrás en medio.

Ella giró la cabeza y miró el cuchillo, que todavía se encontraba sobre la mesilla de noche.

– Nadie puede entrar a la fuerza sin despertarnos.

– No correré ese riesgo. Vuelve a la cama. O los dos dormiremos en el suelo.

Él quería decir eso, y con un suspiro ella cedió; no tenía sentido que ambos estuvieran incómodos.

– Bien. Déjeme coger mi almohada.

Su mano cayó a su lado, y Rachel recuperó su almohada, lanzándola a la cama. Con cautela él se sentó en la cama, y un gemido grave escapó de su boca cuando se recostó, tensionando el hombro. Ella apagó la luz y se metió en la cama en el lado contrario, levantando la sábana sobre los dos y acurrucándose en su posición normal, como si hubieran hecho eso durante años, pero su actitud normal era absolutamente superficial. En su interior tenía un nudo; su cautela era contagiosa. Dudaba de que él verdaderamente esperara que los hombres que lo buscaban forzaran la puerta de la casa para entrar en medio de la noche, pero estaba preparado, de todos modos.

La vieja casa se reacomodaba alrededor de ellos con gemidos y chirridos confortables; en el silencio de la noche ella podía oír a los grillos chirriando fuera de la ventana, pero los ruidos familiares no la consolaban. Sus pensamientos vagaban con desasosiego, tratando de unir las piezas del rompecabezas con la información que tenía. Él estaba de vacaciones, ¿pero lo habían emboscado? ¿Por qué estaban intentando deshacerse de él? ¿Sabía algo que deseaban eliminar? Quería preguntarle, pero su respiración tranquila, le dijo que él ya se había dormido, desgastado por el día.

Sin pensar, ella extendió la mano y la puso sobre su brazo. Era un simple gesto automático, nacido en las noches en las que había necesitado darse cuenta de cómo estaba él con cada movimiento.

No hubo advertencia, solamente el golpe rápido como un rayo de su mano cuando cerró los dedos alrededor de su muñeca con una fuerza que la magulló y le retorció la mano. Rachel alzó la voz, tanto por miedo como por dolor, cada nervio de su cuerpo sacudido por su ataque. La mano cerrada alrededor de su muñeca disminuyó un poco su presión, y él masculló:

– ¿Rachel?

– ¡Me haces daño! -la involuntaria protesta escapó de ella, y él la soltó completamente, incorporándose en la cama y jurando suavemente bajo su aliento.

Rachel se restregó la muñeca amoratada, su mirada fija en el débil contorno del cuerpo de él contra la oscuridad.

– Creo que la cama en el suelo sería más segura -dijo ella finalmente, intentando aligerar el ambiente-. Lo siento. No tenía la intención de tocarte. Simplemente… pasó.

Su voz era ruda.

– ¿Estás bien?

– Sí. Mi muñeca está amoratada, pero eso es todo.

Él trató de girarse hacia ella, pero la herida en su hombro lo detuvo, y maldijo de nuevo, parándose.

– Ven a este lado, de modo que pueda dormir sobre mi parte sana y pueda sujetarte.

– No necesito que me sujetes, gracias -aún se sentía un poco conmocionada por la forma en que él había reaccionado, tan violenta y velozmente como una serpiente-. Debes estarlo pasando mal compartiendo la cama.

– Eres la única mujer con la que me he acostado, en el sentido literal, en años -contesto él bruscamente-. ¿Ahora quieres correr el riesgo de volver a sobresaltarme, o vas a ponerte aquí?

Ella salió de cama y anduvo hasta el otro lado, y él se desplazó lo suficiente para dejarle un sitio. Sin hablar, ella se rindió, le dio la espalda y subió la sábana para cubrirlos. En silencio él se puso contra ella como una cuchara, sus muslos contra los suyos, su trasero contra su estomago, su espalda contra su duro y ancho pecho, el brazo de él bajo su cabeza, y el izquierdo alrededor de su cintura, sujetándola en el lugar. Rachel cerró sus ojos, sintiendo su calor y preguntándose cuanta fiebre tendría él. Había olvidado lo que se sentía al acostarse así con un hombre, sintiendo su fuerza envolviéndola como una manta.

– ¿Qué ocurre si te doy en el hombro o en la pierna? -susurró ella.

– Dolerá como el demonio -contestó él secamente, y su aliento le agitó el pelo-. Duérmete. No te preocupes por eso.

¿Cómo podría dormir sin preocuparse de herirle, cuando sería ella la que le causara más dolor? Acurrucó la cabeza en la almohada, sintiendo la fuerza de hierro de su brazo bajo ella; la mano de él se deslizó bajo la almohada y se cerró suavemente sobre su muñeca, un toque que ella deseaba ahora.

– Buenas noches -dijo, hundiéndose en su calor y dejando que el sueño la tomara.

Sabin se quedó acostado allí, sintiendo su suavidad dentro de sus brazos, el dulce perfume femenino en sus fosas nasales y recordando su sabor en su lengua. Se sentía tan bien, y eso lo había puesto alerta. Habían pasado años desde que se acostara realmente con alguien; estaba entrenado para tener un borde fino, afilado que no había podido soportar tener a nadie cerca cuando dormía, eso incluía a su ex-esposa. Incluso mientras había estado casado, se había encontrado esencialmente solo, tanto mental como físicamente. Era extraño que ahora estuviera cómodo, pasando la noche con Rachel en sus brazos, como si no necesitara distanciarse de ella. Era de forma innata una persona cuidadosa y solitaria, en guardia con todo el mundo, incluyendo a sus hombres; ese rasgo de su personalidad le había salvado la vida en más de una ocasión. Quizás era porque estaba ya inconscientemente acostumbrado a estar acostado con ella, a tocarla y ser tocado por ella, pero el roce más suave en su brazo lo había sobresaltado con una violencia que había hecho que no pudiera detenerse.

Sin importar la razón, se sentía bien creer en ella, besarla. Era una mujer peligrosísima, pues lo tentaba de formas en las que nunca había sido tentado. Pensó en tener relaciones sexuales con ella. Cada uno de los músculos de su cuerpo se tensó, y comenzó a endurecerse. Desgraciadamente no podía hacerla rodar sobre su espalda y comenzar a hacerle todas las cosas que quería hacerle, para eso tendría que esperar. La tendría, pero tenía que tener muchísimo cuidado para no convertirlo en nada más que un buen rato. No se podía permitir el lujo de dejar que fuera otra cosa, para ninguno de los dos.

Rachel se despertó lentamente, estaba tan cómoda que no quería abrir los ojos y comenzar el día. Era normalmente madrugadora, se despertaba completamente desde el momento en que sus pies tocaban el suelo, y realmente le gustaba la mañana. Pero esta mañana en particular se había hecho una profunda madriguera con la almohada, su cuerpo caliente y se había relajado, y se dio cuenta de que había dormido mejor que en años. ¿Tan sólo dónde estaba Kell? Inmediatamente se dio cuenta de que él no estaba en la cama; sus ojos se abrieron, y estuvo levantada antes de completar el pensamiento. La puerta del cuarto de baño estaba abierta de modo que no estaba adentro.

– ¿Kell? -lo llamó, saliendo corriendo del dormitorio.

– Aquí afuera.

La respuesta venía de la parte trasera, y fue casi corriendo hasta la puerta de atrás. Él estaba sentado en el porche, llevaba puestos sólo los pantalones vaqueros, y Joe estaba acostado en la hierba a sus pies. El pato Ebenezer y su fiel bandada caminaban bamboleándose alrededor del patio trasero, cazando insectos pacíficamente. La lluvia de la noche anterior lo había dejado todo fresco, y el cielo era de un azul tan profundo y sin una sola nube, tan calmado y matutino, y caliente que casi dolía mirarlo.

– ¿Cómo te has salido de la cama sin despertarme?

Apoyando la mano en el suelo se impulsó para ponerse de pie; ella lo miró notando que parecía que podía moverme mejor que el día anterior. La afrontó a través de la tela metálica.

– Estabas muy cansada después de haberme cuidado tanto durante cuatro días.

– Te desenvuelves mejor.

– Me siento más fuerte, y la cabeza no me duele -abrió la puerta de tela metálica, y vaciló durante un momento, sus ojos negros bajando rápidamente por su cuerpo. Era todo lo que podía hacer para evitar abrazarla contra su pecho, pero ella sabía que el camisón que había elegido la noche anterior no revelaba nada, de modo que el gesto hubiera sido inútil. Probablemente se veía desaliñada, con el pelo desordenado, pero ella se lo había visto peor, así que no iba a preocuparse por eso, de todos modos.

– Estoy demasiado acostumbrada a jugar a mamá gallina -dijo riéndose un poco-. Al no estar tú en la cama me he asustado. Ya que estás bien, iré a vestirme y preparar el desayuno.

– No te vistas por mi -dijo él arrastrando las palabras, un comentario que ella ignoró mientras se alejaba. Kell la observó hasta que se perdió de vista, luego lentamente se abrió paso subiendo las escaleras y regresando dentro. Pasó el cerrojo a la puerta de tela metálica tras de sí. Ella no jugaba a llevar camisones ceñidos para después avergonzarse por lo que se traslucía, pero no lo necesitaba. Con ese camisón rosa de flores y somnolienta parecía lista para que un hombre se hundiera suavemente en su interior. Precisamente era eso lo que había querido hacer cuando se había dado cuenta de que el camisón se le había subido durante la noche y él se encontraba en apuros contra sus sedosos muslos, con tan sólo el tejido de sus calzoncillos separándolo de ella. Se había despertado totalmente necesitando alejarse de la casa, alejar de su vista la tentación. Maldijo con impaciencia su incapacidad física, porque deseaba llenarla, dura, rápida y profundamente.

Ella sólo tardo unos pocos minutos en volver a la cocina, con el pelo cepillado apartándolo de su cara y dos pinzas con forma de mariposa sujetándolo a los lados. Seguía descalza, y llevaba puestos unos vaqueros tan viejos que eran casi blancos, junto con una camisa de punto de talla grande atada en la cintura. Su rostro bronceado no tenía ni gota de maquillaje. Él se percato de que se sentía cómoda consigo misma. Probablemente podría detener los coches cuando se arreglase con seda y joyas, pero lo haría sólo cuando le apeteciese, no para beneficiar a otra persona. Estaba segura de si misma, y a Kell le gustaba eso; era tan autoritario que necesitaba a una mujer fuerte que no se dejase abatir por él, encogiéndose a su lado.

Con pocos movimientos, puso el café y empezó a freír el beicon. Hasta que la mezcla de aromas del café y el beicon no llenó el aire, él no había sido consciente de lo hambriento que estaba, pero repentinamente se le estaba haciendo la boca agua. Puso unos panecillos en el horno, batió cuatro huevos, después cortó en rodajas un melón y lo pelo. Sus claros ojos grises lo miraron directamente.

– Esto sería más fácil si tuviera mi mejor cuchillo.

Sabin rara vez reía o se divertía, pero su tono seco, regañón lo hizo querer sonreír. Se apoyó contra la mesa de trabajo tratando de reducir el peso que su pierna herida tenía que soportar, sin querer replicar. Necesitaba una manera de defenderse, aunque fuera un simple cuchillo de cocina. La lógica y el instinto insistían en eso.

– ¿Tienes algún tipo de arma por aquí?

Hábilmente Rachel movió el beicon.

– Tengo un rifle del 22 debajo de la cama, y una 357 de fogueo cargada en la guantera del coche.

Rápidamente la irritación en él aumentó; ¿por qué no había dicho nada de ellos la noche anterior? Luego ella lo miró de la cabeza a los pies, completo, y él supo que estaba esperando que dijera algo. ¿Por qué le debía dar un arma a un hombre que había puesto un cuchillo contra su cuello?

– ¿Qué hubiera sucedido si los hubiera necesitado durante la noche?

– No tengo carga para el 357 salvo de fogueo, de modo que lo descarté -contestó serenamente-. El 22 está a mano, y no sólo sé como utilizarlo, sino que tengo los dos brazos sanos a diferencia de ti -se sentía segura en Diamond Bay, pero el sentido común le indicaba que necesitaba protección; era una mujer que vivía sola, sin vecinos cerca. Las dos armas eran para aquellos hombres a los que su abuelo llamaba “indeseables”, aunque cualquiera que mirase el cargador del 357 no sabría que estaba cargado con balas de fogueo. Las había elegido para protegerse, no para matar.

Él hizo una pausa, entrecerrando sus ojos negros.

– ¿Por qué me lo dices ahora?

– Uno, porque me dijiste quién eres. Dos, porque preguntaste. Tres, incluso sin el cuchillo, no estás desarmado. Herido, pero no indefenso.

– ¿Cómo?

Ella bajó la mirada hasta sus pies desnudos, duros y oscuros.

– Los callos en los bordes de tus pies, y en tus manos. No son muchas las personas que los tienen. Has trabajado descalzo, ¿o no?

Cuando él habló su voz era tranquila y suave, y un escalofrío recorrió la columna vertebral de ella.

– Notas muchos detalles, dulzura.

Ella asintió.

– Sí.

– La mayoría de la gente no pensaría nada acerca de los callos.

Solamente durante un momento Rachel vaciló, su mirada se apartó, antes volver a la mesa y comprobar la comida.

– Mi esposo hizo entrenamiento extra. Él también tenía callos en las manos.

Algo se cerró de forma hermética dentro de él, torciéndose, y sus dedos se cerraron. Lanzo una rápida mirada a las manos sin anillos de ella, bronceadas.

– ¿Estás divorciada?

– No. Soy una viuda.

– Lo siento.

Ella inclinó la cabeza otra vez y empezó a servir los huevos y el beicon, luego comprobó los panecillos en el horno. Estaban en su punto, dorados por arriba, y rápidamente los puso en la cesta para el pan.

– Fue hace mucho tiempo -dijo ella finalmente-. Cinco años -después su voz cambió y volvió a ser enérgica-. Lávate antes de que los panecillos se enfríen.

Era, pensó él unos minutos más tarde, una cocinera malditamente buena. Los huevos eran esponjoso, el beicon crujiente, los panecillos ligeros, el café simplemente lo suficiente fuerte. Las conservas caseras de peras chorreaban un jugo dorado sobre los panecillos, y el melón amarillo estaba maduro y dulce. No había nada de excepcional en ello, salvo por el conjunto, e incluso los colores eran armónicos. Era sencillamente otra faceta de su naturaleza competente. Cuando él saboreaba su tercer panecillo ella dijo con serenidad:

– No esperes esto todos los días. Algunas mañanas sólo tengo cereales y fruta para desayunar. Tan solo intento aumentar tu fuerza.

Ella sintió una satisfacción en su interior al observar a ese hombre que tan fríamente se controlaba comer con un disfrute tan evidente.

Él se reclinó en su silla, tomándose su tiempo mientras examinaba el destello en los ojos de ella y la sonrisa apenas oculta por la taza de café que ella sujetaba con sus manos elegantes. Estaba bromeando con él, y no podía recordar la última vez que alguien se había atrevido a hacerlo. Probablemente fue cuando estaba en secundaria, cuando una chica reía nerviosamente mientras probaba sus poderes de seducción y siendo capaz de usarlos en el niño que hasta los maestros consideraban “peligroso”. Nunca había hecho nada para que pensaran eso; solamente era la forma en la que lo veían, con su fría mirada, sus ojos negros como una noche en el infierno. Rachel era capaz de bromear con él debido a su seguridad en si misma, y por la certeza que tenía de que eran iguales. No lo temía, a pesar de lo que sabía, o había adivinado.

Con el tiempo. Él la tendría, tarde o temprano.

– Pues vas por buen camino, estás consiguiendo ponerme bien recto-dijo él, respondiendo finalmente a su declaración provocadora. Rachel se preguntó si él lo hacía deliberadamente, haciendo una pausa grande antes de responder. O bien podía estar pensando en lo que iba a decir, o esas largas pausas eran creadas para descolocar a una persona. Todo en él era tan controlado que no creyó que fuese un hábito; era un método deliberado.

Sus palabras podían tener doble sentido, pero Rachel prefirió tomarlas de forma literal.

– Si eso es un soborno para que siga cocinando así, no surtirá efecto. Hace demasiado calor para comer tanto tres veces al día. ¿Más café?

– Por favor.

Cuando vertió el café pregunto:

– ¿Durante cuánto tiempo piensas quedarte?

Él esperó hasta que dejó el cazo en el fogón y se volvió a sentar antes de contestar.

– Hasta que pase esto, y pueda caminar y usar el hombro de nuevo. A menos que quieras que me vaya, y después depende de cuándo decidas echarme.

Pues bien, eso era muy sencillo, pensó Rachel. Se quedaría mientras se recuperaba, pero eso sería todo.

– ¿Tienes alguna idea de lo que vas a hacer?

Él puso los brazos sobre el mantel.

– Sanar. Eso es lo primero de la lista. Tengo que enterarme de cuán profundamente se han infiltrado. Allí hay alguien oculto al que puedo llamar cuando lo necesite, pero esperaré hasta recuperarme antes de hacer nada. Un hombre solo no tiene muchas posibilidades. Tengo tres semanas de vacaciones. Así que tendrán que esperar tres semanas, a menos que mi cuerpo sea encontrado sin vida. Sin mi cuerpo están atados de manos. No pueden hacer nada para reemplazarme hasta que esté oficialmente muerto, desaparecido.

– ¿Qué sucederá si no apareces en tu trabajo dentro de tres semanas?

– Mi archivo será borrado de todos los registros. Los códigos cambiaran, los agentes serán reasignados, y oficialmente dejaré de existir.

– ¿Presuntamente muerto?

– Totalmente, capturado, o pasado al otro bando.

Tres semanas. A lo sumo tendría tres semanas con él. Parecía un tiempo tristemente corto, pero no iba a arruinarlo gimiendo y quejándose porque las cosas no salieran como quería. Había aprendido de la forma más difícil que ese “para siempre” podía ser descorazonadoramente breve. Si estas tres semanas eran todo lo que iba a tener, entonces sonreiría y se ocuparía de él, incluso se pelearía con él cuando le apeteciese, lo ayudaría en todo lo que pudiese… podría apreciarlo mucho… después podría despedirse agitando la mano de ese guerrero oscuro y guardaría las lágrimas para si misma, después de que él se hubiera ido. No le gustaba mucho la idea de que eso era lo que las mujeres habían estado haciendo durante siglos.

Él estaba pensando, sus pestañas ocultando sus ojos mientras miraba sin ver su taza de café.

– Quiero que salgas a hacer otras compras.

– Claro -dijo Rachel con facilidad-. Tenía pensado preguntarte si los pantalones eran de la talla adecuada.

– Todo es de la talla adecuada. Tienes buen ojo. No, quiero que consigas munición para ese 357, una buena cantidad. Lo mismo para el rifle. Serás recompensada.

Ser recompensado era la última de las preocupaciones de Rachel, y consideró con resentimiento el que él lo hubiera mencionado.

– ¿Estás seguro de que no quieres que compre un par de rifles para cazar venado mientras estoy en eso? ¿O una mágnum 44?

Para su sorpresa él tomó en serio su comentario sarcástico.

– No. No deseo que en los archivos salga que has comprado un arma después de la fecha de mi desaparición.

Ella se alarmó, y se reclinó.

– ¿Quieres decir que pueden comprobar los registros de cualquiera?

– Para cualquiera de esta área.

Rachel lo miró durante mucho, mucho tiempo, sus ojos grises recorriendo los planos duros de su cara y sus ojos inexpresivos, eso es lo que miró durante más tiempo. Finalmente susurró:

– ¿Quién debes ser, para que se tomen tantas molestias para matarte?

– Preferirían cogerme vivo -contesto secamente-. Mi trabajo es asegurarme de que eso nunca ocurra.

– ¿Por qué tú?

Una esquina de su boca se curvó hacia arriba en lo que podría tomarse por una sonrisa, aunque carecía de humor.

– Porque soy el mejor en lo que hago.

No era una gran respuesta, pero él era muy hábil en responder preguntas sin dar ninguna información. Los detalles que él le había dado habían sido escogidos con cuidado, escogidos para dar las respuestas que ella exigía. No era necesario; Rachel sabía que haría cualquier cosa para ayudarlo.

Se terminó el café y se puso de pie.

– Tengo cosas que hacer antes de que haga más calor; los platos pueden esperar hasta más tarde. ¿Quieres salir afuera conmigo, o quedarte aquí dentro y descansar?

– Necesito andar -dijo él, levantándose y siguiéndola fuera. Fue cojeando lentamente alrededor del patio, tomando nota de cada detalle, mientras Rachel alimentaba a Joe y a los gansos, después se dispuso a mirar como trabajaba ella recogiendo las verduras que estaban maduras del huerto. Cuando se cansó, Kell se sentó y observó su trabajo, entrecerrando los ojos a causa del sol.

Rachel Jones lograba que se sintiera confortablemente relajado. Su vida era tranquila, su diminuta casa era hogareña, y ese ardiente sol sureño calentaba su piel como las llamas. Todo allí era seductor, de una forma u otra. Las comidas que ella cocinaba y compartía con él le hacían pensar en como sería desayunar con ella todos los días, y esos pensamientos eran más peligrosos que cualquier arma.

Una vez había tratado de tener una vida normal, pero no había sido posible. El matrimonio no había llevado consigo la intimidad que esperaba; el sexo era bueno, y abundante, salvo que cuando el acto terminaba él seguía estando solo, alejado del resto del mundo en parte por su naturaleza y por las circunstancias. Le había gustado su esposa, como máximo, pero eso había sido todo. Ella no había sido capaz de escalar las barreras para llegar al hombre que se encontraba en su interior; incluso era posible que nunca se hubiese percatado de su existencia. En verdad ella o no se había dado cuenta o no había deseado enfrentarse a la verdadera naturaleza de su trabajo. Simplemente Marilyn Sabin había visto a su marido como uno de los miles de hombres normales que tenían un trabajo de oficina en Washington, D.C. que iba al trabajo cada mañana y regresaba -normalmente- por la noche. Ella estaba ocupada con sus prácticas como abogada y muchas veces tenía que trabajar hasta tarde, de modo que lo entendía. Era una mujer animosa, de carácter alegre, de modo que el distante Kell había estado perfectamente satisfecho con ella, y ella jamás había intentado ver al hombre más complicado que había bajo la superficie.

Kell giró su cara hacía el sol, sintiendo como todo en su interior se relajaba y su respiración se hacía más lenta. Marilyn… habían pasado años desde la última vez que pensara en ella, un claro indicio de lo poco que había llegado a calar en su interior. El divorcio no había provocado ninguna respuesta en él salvo un encogimiento de hombros; caramba, debería haber estado loca si se hubiera quedado con él después de lo que sucedió.

El intento contra su vida había sido torpe, o no había estado bien planeado o no lo acabaron de ejecutar. Él y Marilyn habían salido a cenar fuera, una de lo raras ocasiones en su vida conyugal en la que habían salido juntos, y además a uno de los sitios tan lujosos que a Marilyn tanto le gustaban. Kell había visto al tirador apostado tan pronto como dejaron el restaurante y actuó de inmediato, apartando de un empujón a Marilyn y rodando para protegerse a si mismo. Su acción había salvado la vida de Marilyn, porque la había apartado de la trayectoria del disparo que el tirador había efectuado casi simultáneamente al empujó de Kell, hiriendo solamente a Marilyn en el brazo derecho.

Esa noche, cambió para siempre la forma en que Marilyn veía a su marido, y no le gustó lo que vio. Había visto la calma con la que él rastreo y acorraló a su asaltante, la corta pelea, como dejaba con crueldad al hombre inconcsiente en el suelo, oyó la autoridad con la que Kell dio órdenes a los hombres para que llegaran en poco tiempo y asumieran el control. Uno de esos hombres la llevó a un hospital, dónde fue tratada y se recuperó con rapidez mientras Kell pasaba la noche uniendo las piezas del rompecabezas para comprender cómo había sabido el tirador dónde se iba a encontrar esa tarde. La respuesta, obviamente, había sido Marilyn. Ella no había mantenido en secreto sus movimientos o el hecho de que esa noche iba a cenar con su marido, o el lugar; en verdad no había sabido lo peligroso y altamente clasificado era el trabajo de su marido, ni se interesó por averiguarlo.

Cuando Kell la visitó al día siguiente en el hospital su matrimonio estaba roto en todos los sentidos menos el legal. Lo primero que le dijo Marilyn, con mucha serenidad, era que quería el divorcio. No sabía lo que él hacía, no lo quería saber, pero no iba a poner en juego su vida por su matrimonio como él hacía. Su vanidad pudo sufrir un poco cuando Kell accedió tan fácilmente, pero también él había estado pensando durante toda la noche, y había llegado básicamente a la misma conclusión, pero por razones diferentes.

Kell no la culpó por querer el divorcio; había sido lo prudente. También le había demostrado lo fácilmente que podrían llegar a él a través de la persona que supuestamente se encontraba más cercana a él. Había constatado que había sido un error intentar tener una vida normal, teniendo en cuenta quién era y lo que hacía. Otros hombres podían manejarlo, pero esos otros hombres no eran Kell Sabin, cuyos especiales talentos lo acercaban a cualquier peligro. Si había alguien al que otras agencias de inteligencia quisieran sacar de circulación, ése era Kell Sabin. Al ser un blanco, cualquiera que se le acercara también se convertía en un blanco.

Le había enseñado una lección. Nunca más había vuelto a permitir que nadie se le acercara para que pudieran usarlo contra él, o pudieran dañarle. Había escogido esa vida, porque era realista y un patriota, y estaba dispuesto a pagar sin importar el precio que supusiera, excepto -determinó él- que nunca más se vería envuelto un niño, un civil, una de las mismas personas cuya vida y libertad había jurado proteger.

No había vuelto a sentirse tentado por casarse, o tener una amante. El sexo era casual, nunca regularmente con la misma mujer, y estaba siempre al tanto de cuántas veces veía a alguien en concreto. Había ido bien.

Hasta Rachel. Ella lo tentaba. ¡Maldición, cómo lo tentaba! Su parecido con Marilyn era insignificante; era cómoda e informal, cuando Marilyn había sido fastidiosa y elegante. Sabía más de la cuenta -de alguna manera, lo sabía- sobre su vida en general, mientras que Marilyn sólo había visto una parte minúscula durante los años en los que habían estado casados.

Pero simplemente no saldría bien. No podía consentir que ocurriera. Observó como trabajaba Rachel en su pequeño huerto, contenta con esas tareas. El sexo con ella sería ardiente y duraría mucho tiempo, retorciéndose en esa cama con ella, y no se preocuparía si él le desordenaba el pelo o deshacía su maquillaje. Para protegerla, tenía que asegurarse que fuera simplemente sexo. Cuando se marchara para siempre de su vida sería por el bien de ella, y por el suyo. Tenía una gran deuda por lo mucho que se había arriesgado para ayudarlo siendo un desconocido como para hacerle algún daño.

Ella se puso de pie y se desperezó, alzando los brazos a gran altura en el aire; el movimiento alzó sus pechos empujándolos contra la desgastada tela de su camiseta. A continuación recogió la cesta y anduvo cuidadosamente a través de las muchas hileras de verduras hacía él; Joe dejó su sitio al final de la fila y la siguió tratando de cobijarse bajo su sombra. Había una sonrisa en la cara de Rachel cuando se acercó a Kell, sus ojos grises ardientes y claros, su delgado cuerpo moviéndose atractivamente. Él la vigiló mientras se acercaba, conciente de ella con cada célula de su cuerpo. No, no había modo de ponerla en peligro quedándose más tiempo del estrictamente necesario; el verdadero peligro era que estaba tan hambriento de ella que podía sentirse tentado de volver a verla, algo que no podía permitir que sucediera.

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