Capítulo Trece

Sabin se apoyó contra la pared del hospital esperando, la nariz se le llenó del olor a antiséptico y su cara era oscura, fría y remota, aunque el infierno gritaba en sus ojos. Detrás estaban Jane y Grant, esperando con él. Jane estaba sentada, su cara expresaba un completo sufrimiento; Grant rondaba la habitación como un gran felino.

Sin importar cuanto lo intentara, Kell no podía olvidar la imagen de Rachel yaciendo sobre la tierra sangrando. Ella se había visto pequeñita y muy frágil, sus ojos cerrados y su cara blanca como el papel, tirada como una muñeca descartada por un niño, una mano fina con la palma hacia arriba yaciendo en el suelo. Había caído de rodillas a su lado, olvidando la pelea y los disparos continuaron detrás de él, y el dolor, asfixiante había estallado en su pecho. Su nombre había hecho eco en su mente, pero no había podido hablar.

Luego, de modo increíble, sus ojos se habían abierto. Estaba aturdida y con dolor, pero esos ojos claros, se habían aferrado a él como si fuera su ancla, y sus labios temblorosos habían modelado su nombre. Hasta ese momento no se había dado cuenta de que ella estaba viva. Ver como recibía la bala había sido para él una pesadilla hecha realidad y aún no se había recuperado. No esperaba recuperarse nunca.

Pero había apartado la ropa de su herida en el costado y aplicado primeros auxilios, con Jane arrodillada a su lado ayudándolo. Grant había asumido el control de los demás, haciendo lo que era necesario, asegurándose de que ningún indicio fuera filtrado.

Dubois estaba muerto, Noelle herida crítica y sin esperanzas de sobrevivir. Irónicamente, había sido Tod Ellis quien había disparado contra ellos. Durante la pelea después de que Noelle disparara a Rachel, Ellis se había soltado y agarrado un rifle. Sus motivos eran oscuros. Quizás había querido deshacerse de Dubois de modo que nadie conociera la verdadera ayuda que había prestado Ellis; quizás, finalmente, no había podido soportar lo que había hecho. O quizás había sido por Rachel. Sabin podía identificarse con esa misma razón; gustosamente hubiera matado a Dubois y a esa perra traidora con sus propias manos desnudas por lo que le habían hecho a Rachel.

Honey Mayfield había ido para encargarse de Joe, y creía que se recuperaría. Rachel necesitaría que algo, alguien a quien aferrase, aunque fuera un simple perro. Su casa estaba tan dañada que serían necesarias semanas para arreglarla; sus mascotas habían sido abatidas, su vida había sido puesta cabeza abajo, ella misma había sido herida, y el hombre al que amaba había sido la causa de ello. La agonía fría y penetrante llenó su pecho. Casi le había costado la vida a ella, cuando se hubiera matado antes de hacerla sufrir esto. Había conocido el peligro, pero se había quedado, incapaz de destrozarse alejándose de ella. La única vez que había dejado que su corazón tomase la decisión por su cabeza, y casi la había matado. Nunca más. Por Dios en el cielo, nunca más.

Solamente se quedaría hasta que saliese de la operación y supiera que iba a estar bien; no podía marcharse sin saberlo, hasta haberla visto otra vez y haberla tocado. Pero entonces él y Grant deberían marcharse. La situación era crítica; tenía que llegar a Washington antes de que la noticia se hubiera filtrado y el traidor, o traidores, pudieran cubrir sus huellas.

– Jane -dijo quedamente, sin girarse-. ¿Te quedarás?

– Por supuesto -respondió ella sin titubear-. Sabes que no tienes que preguntar.

Había sido todo lo que había podido para obtener la cooperación de las administraciones locales; de no haber sido por uno de los delegados, un hombre llamado Phelps, que conocía a Rachel, todo estaría arruinado a esas alturas. Pero Phelps había sabido qué hacer, y lo había hecho, tapando todo esto. Rafferty había garantizado el silencio de sus hombres, y Kell no tenía dudas de que ninguno de ellos se atrevería a desobedecer a Rafferty.

El cirujano entró en la sala de espera, su cara mostrando cansancio.

– ¿Señor Jones?

Kell se había identificado como el marido de Rachel y había hecho que las cosas se aceleraran. Maldita burocracia. Cada minuto significaba la pérdida de más sangre de ella. Él se enderezo apartándose de la pared, todo su cuerpo tenso.

– ¿Sí?

– Su esposa está bien. Está ahora en recuperación. La bala dio directamente en el riñón. Ha perdido una gran cantidad de sangre, pero repusimos parte, y su condición se ha estabilizado. Creí que no se podría salvar el riñón, pero el daño era menor de lo que esperaba. Salvo por complicaciones, no veo ninguna razón por la que ella no vuelva a casa en una semana.

El alivio fue tan grande que todo lo que pudo decir fue:

– ¿Cuándo puedo verla?

– Probablemente en una hora. Voy a mantenerla en la U.C.I. durante la noche, pero es sólo como prevención. No creo que el riñón vaya a sangrar de nuevo, pero si lo hace, la quiero allí. Mandaré a una enfermera a decirle cuando la moverán.

Kell inclinó la cabeza y estrechó la mano del doctor; luego se levantó rígidamente incapaz de relajarse ni siquiera ahora. Jane se sentó a su lado, resbalando su mano en la suya más grande y apretándosela para confortarlo.

– No te culpes por esto.

– Fue mi error.

– ¿De verdad? ¿Desde cuándo tienes a tu cargo el mundo? Me he debido perder los titulares.

El suspiró cansadamente.

– Ahora no.

– ¿Por qué no ahora? Si no te recobras de esto no estarás en forma para hacer lo necesario.

Ella estaba en lo cierto, por supuesto. Jane no podía llegar al mismo lugar por la ruta que tomaría todo el mundo, pero finalmente ella estaba en lo cierto.

Cuando le permitieron ver a Rachel, se sintió aturdido por la sacudida; había visto a demasiadas personas heridas para no saber que la parafernalia de los hospitales casi siempre lo hacía parecer todo peor. Sabía que las máquinas estarían enganchadas a ella, controlando sus signos vitales, y sabía que los tubos entrarían en su cuerpo. Pero nada le había preparado para el golpe de entrar a su habitación y que ella abriera los ojos y le mirara.

Sorprendentemente, una débil sonrisa se extendió por sus labios sin sangre, e intentó alargar la mano, pero su brazo estaba atado a la cama, mientras que una aguja le metía un líquido claro en las venas. Por un momento Kell quedó congelado en el sitio, y sus ojos se cerraron para contener la ardiente sensación que los llenaba. Casi fue más de lo que podía hacer, acercarse a la cama y subir su mano hasta su mejilla.

– …No es tan malo -se las arregló para decir ella, su voz era casi inaudible-. Oí… al doctor -afirmó.

¡Dios mío, estaba intentando reconfortarle! Él se sofocó, restregándose la mano contra la mejilla. Había dado su vida para evitarle esto a ella, y él era la causa.

– Te amo -masculló él roncamente.

– Lo sé -susurró ella, y se durmió. Sabin estuvo inclinado sobre la cama durante varios minutos más, memorizando cada línea de su cara por última vez. Después se enderezó y su cara se convirtió en la usual máscara dura, sin expresión. Salió enérgicamente de la habitación y bajó al vestíbulo donde esperaban Grant y Jane, él dijo llanamente:

– Marchémonos.


Rachel caminó por la playa como hacía todas las tardes, su mirada en la arena buscando conchas. Joe iba delante de ella, volviendo cada poco tiempo para ver como iba, luego volviendo en su búsqueda. Durante las semanas después de que lo hubiera recogido de Honey, Joe había estado casi paranoico sobre dejarla salir de su vista, pero esa etapa había pasado. Para Joe, era como si los hechos del verano no hubieran pasado.

Pronto llegó Diciembre, y ella se puso una chaquetita fina para protegerse del frío viento. El cuatrimestre de otoño en la universidad de Gainesville había terminado salvo por los exámenes finales, pero tenía suficiente para mantenerse ocupada. Había trabajado como loca desde Julio, terminando el manuscrito antes de tiempo y de inmediato pensando en otro. Había tenido los alumnos a los que enseñar, y aumentaba el número de turistas después de los días tranquilos de la parte alta del verano que el calor había mantenido alejados con lo que las tiendas de recuerdos eran un negocio floreciente, lo que quería decir que a veces tenía que bajar dos veces por semana, algunas tres.

La cicatriz era el único recordatorio de lo que había ocurrido en Julio. Eso, y sus recuerdos. La casa había sido arreglada, habían tenido que reemplezar la madera, ya que el daño había sido demasiado grande para simplemente emplastar encima. Las ventanas tenían marcos nuevos, y una nueva instalación fija de luz en la sala de estar, igual que muebles y alfombra nuevos, porque se había entregado a la esperanza lo nuevo desterraría los recuerdos. La casa se veía normal, como si nunca hubiera ocurrido nada que requiriera semanas para repararlo.

Su recuperación había pasado sin problemas, y en un tiempo relativamente corto.

En un mes había vuelto a sus actividades normales, tratando de salvar algunas de las verduras del huerto, lo que se había salvado de la negligencia. Inmóvil, el dolor de su herida le había dado alguna idea de lo que Kell había sentido al ejercitar sus piernas y hombro para recuperar la movilidad, y quedó sobrecogida.

No había sabido de él, ni una palabra. Jane se había quedado con ella hasta que salió del hospital, y le pasó la información de lo que había pasado en Washington. Rachel no sabía si Jane sabía más de lo que decía, o si eso era todo lo que le habían dicho. Probablemente, lo último. Después Jane también se marchó, recogiendo a los gemelos y volviendo junto a Grant a la granja. En ese momento, estaría con el embarazo avanzado. En un momento dado Rachel había pensado que también podía estar embarazada, pero había resultado una falsa alarma. Sencillamente su cuerpo se había descolocado.

No tenía ni eso. No tenía nada salvo sus recuerdos, y nunca la abandonaban.

Había sobrevivido, pero eso era lo único que hacía: sobrevivir. Había pasado días enteros sin encontrar ninguna alegría en ellos, aunque no había esperado alegrías. En el mejor de los casos, eventualmente encontraría algo de paz. Tal vez.

Era como si hubiera sido separada en dos. El perder a B.B. había sido terrible, pero esto era peor. Entonces había sido joven, y quizás no había sido capaz de amar tan profundamente como ahora. La pena la había hecho madurar, le había dado la profundidad de sentimientos con la que amaba a Kell. No pasaba ni un minuto sin que lo añorase, que no viviese con dolor porque él no estaba allí. No podía saber nada de él a través de Jane; no había ninguna información disponible sobre Kell Sabin, nunca. Él había regresado a su mundo de sombras grises y había sido tragado por ellas, como si nunca hubiera pasado. Le podía ocurrir algo y nunca se enteraría.

Eso era lo peor, no saber. Él estaba allí, pero era inalcanzable.

Algunas veces se preguntaba si lo había soñado, que él se había acercado a ella en el hospital e inclinado sobre ella con el corazón en los ojos como nunca lo había visto antes y le había susurrado que la amaba. Cuando había vuelto a despertarse había esperado verle, porque ¿cómo podía un hombre hacer eso y luego dar media vuelta e irse? Pero había hecho exactamente eso. Se había ido.

A veces casi le odiaba. Oh, conocía todas sus razones, pero cuando pensaba en ellas, no parecían demasiado buenas. ¿Qué le había dado derecho a decidir por ella? Él estaba siendo malditamente arrogante, tan seguro de que sabía más que nadie, que hubiera podido zarandearlo hasta que le castañearan los dientes.

El hecho era que se había recuperado de la herida, pero no de perder a Kell. La carcomía día y noche, eliminando su alegría de vivir y extinguiendo la luz de sus ojos.

No languidecía -era demasiado orgullosa para permitirse hacerlo- pero sólo existía en el limbo, sin planes o anticipación. Caminando por la playa, fijando la mirada en las olas, Rachel afrontó que tenía que hacer algo. Tenía dos opciones: podía intentar llegar hasta Kell, o no hacer nada. Pero simplemente darse por vencida, no hacer nada, no iba con ella. Él había tenido tiempo para cambiar de idea y volver, si hubiera ido, de modo que ella tenía que aceptar que no iba a volver sin un incentivo. Si él no venía, ella iría a él.

Simplemente tomar esa decisión hizo que se sintiera mejor que en meses, más viva. Llamó a Joe, cambio de dirección y subió a paso vivo por la playa hacia su casa.

No sabía como llegar a él, pero tenía que comenzar por algún lado, de modo que llamó a información para conseguir el numero de la agencia de Virginia. Eso fue fácil, aunque dudaba que fuera tan fácil ponerse en contacto con Kell. Llamó, pero el operador que contestó al teléfono negó que alguien con ese nombre trabajase allí. No existía ninguna ficha sobre él. Rachel insistió en dejar un mensaje, de todas maneras. Si él sabía que había llamado, quizás le devolvería la llamada. Quizás la curiosidad no le permitiese ignorar el mensaje.

Pero los días pasaban y no llamaba, de modo que Rachel volvió a intentarlo y recibió la misma respuesta. No existía ningún registro sobre un Kell Sabin, comenzó a ponerse en contacto con toda la gente con la que había hecho negocios cuando era reportera, haciendo preguntas relacionadas con el modo de ponerse en contacto con alguien resguardado por el secreto de la red de inteligencia. Le envió mensajes a través de cinco personas distintas, pero no tenía modo de saber si alguno de ellos realmente le había llegado. Siguió llamando, esperando que a la larga el operador se sintiese tan frustrado que le pasara a otro su mensaje.

Durante un mes lo intentó. Llegó y pasó la Navidad, igual que las fiestas de Año Nuevo, pero el motor de su vida estaba encendido de algún modo en el intento de contactar con Kell. Le llevó un mes admitir que no había modo de hacerle llegar un mensaje, o que él los había recibido y aún no había llamado.

El darse por vencida de nuevo, después de ese dolor tan grande, era casi más de lo que podía soportar. Durante un tiempo había tenido esperanzas. Ahora no tenía nada.

No se había permitido llorar; había parecido algo sin sentido, y realmente había intentado levantarse y continuar. Pero esa noche Rachel lloró como no había llorado desde hacía meses, acostada sola en la cama que había compartido con él, con la dolorosa soledad. Le había ofrecido todo lo que tenía y era y él se había marchado. Las largas horas de la noche se arrastraron, y ella yació con los ojos abiertos y ardientes, mirando fijamente la oscuridad.

Aún no se había dormido cuando sonó el teléfono a la mañana siguiente, y su voz era aburrida cuando contestó.

– ¿Rachel? -pregunto Jane con vacilación-. ¿Estás?

Con un esfuerzo Rachel se animó.

– Hola, Jane, ¿Cómo estás?

– Redonda -dijo Jane, resumiéndolo en una palabra-. ¿Te gustaría que fuera a hacerte una visita? Te advierto, lo hago con una segunda intención. Puedes perseguir a los niños mientras yo me siento con los pies en alto.

Rachel no supo como podría soportar ver a Jane y Grant tan felices juntos, rodeados de sus niños, pero hubiera sido una bajeza negarse.

– Sí, por supuesto -se obligó a responder.

Jane guardó silencio, y demasiado tarde Rachel recordó que nada pasaba por alto para Jane. Y siendo Jane, fue directa al grano.

– Es Kell, ¿no es eso?

La mano de Rachel apretó el auricular, y cerró los ojos por el dolor que le causaba el simple hecho de oír su nombre. Tantas personas habían negado su existencia que la aturdió que Jane lo trajera a colación. Trato de hablar, pero su voz se paró; entonces comenzó a llorar de nuevo.

– He intentado llamarle -dijo destrozada-. No consigo llegar al final. Ni siquiera alguien admitirá que le conoce. Aunque le hayan dado mis mensajes, no ha llamado.

– Creía que cedería antes -dijo Jane.

Para entonces Rachel se había controlado otra vez, y pidió perdón a Jane por llorar. Se mordió el labio, prometiéndose que no volvería a pasar. Tenía que aceptar su pérdida y dejar de acongojarse.

– Mira quizás pueda hacer algo -dijo Jane-. Tendré que trabajar con Grant. Hablaré contigo después.

Rachel colgó el teléfono, pero no se permitió hacer hincapié en lo que había dicho Jane. No podía. Si sus esperanzas volvían a alzarse para volver a derrumbarse, eso la destruiría.


Jane fue en busca de Grant, y lo encontró en el granero, trabajando en el tractor. Hacia frío, pero a pesar del frío trabajaba sólo en mangas de camisa, y éstas estaban enrolladas hasta sus codos. Dos niñitos regordetes de pelo rubio blanquecino y ojos ambarinos, abrigados cómodamente contra el frío, jugaban a sus pies. Grant había comenzado a sacarlos con él, ahora que ella estaba tan grande con el embarazado que era duro salir persiguiendo a niños que empezaban a andar tambaleándose.

Cuando la vio se enderezó con una llave metálica en la mano. Velozmente su mirada se fijó sobre ella, y a pesar de su volumen una especial brillo iluminó sus ojos.

– ¿Cómo me pongo en contacto con Kell? -preguntó ella, yendo directa al grano.

Grant se vio cauteloso.

– ¿Por qué quieres ponerte en contacto con Kell?

– Por Rachel.

Pensativo, Grant miró a su esposa. Kell había cambiado su número de teléfono privado al poco tiempo de volver a casa, y Grant se había asegurado de que Jane no lo descubriera desde entonces. Era demasiado peligroso dejar que ella supiera cosas como ésa; tenía un genio certero para atraer problemas

– ¿Qué pasa con Rachel?

– Acabo de hablar con ella. Estaba llorando y sabes que Rachel nunca llora.

Grant la miró en silencio, pensando. No había muchas mujeres que hubieran hecho lo que había hecho Rachel. Ella y Jane no era mujeres normales, y aunque hacían las cosas de forma distinta, la verdad era que ambas eran mujeres fuertes. Luego bajó la mirada hacia los niñitos que jugaban felizmente en el heno, gateando sobre sus pies. Lentamente una sonrisa agrietó su cara dura. Kell era un buen hombre; merecía parte de esa felicidad.

– Bien -dijo, apartando la llave y agachándose para coger a los gemelos en brazos-. Entremos en casa. Haré que acepten la llamada. Pero por nada en este mundo te dejaré conseguir el número.

Jane le sacó la lengua, pero le siguió hasta la casa con una gran sonrisa en la cara.

Grant no dejaba detalles al azar; la hizo esperar en otra habitación mientras hacía la llamada. Cuando oyó sonar la línea la llamó, y ella corrió deprisa dentro para coger el auricular de su mano. Dio tres timbrazos más antes de que el teléfono fuese cogido desde el otro lado y una voz profunda dijese;

– Sabin.

– Kell -dijo ella alegremente-. Soy Jane.

Hubo un silencio sepulcral por un momento, y lo aprovechó.

– Se trata de Rachel.

– ¿Rachel? -su voz era precavida.

– Rachel Jones -dijo Rachel, pinchándolo-. ¿No la recuerdas? Es la mujer de Florida.

– Maldición, sabes que la recuerdo. ¿Algo va mal?

– Necesitas ir a verla.

Él suspiró.

– Mira, Jane, sé que tienes buenas intenciones, pero no hay nada que hablar. Hice lo que era necesario.

– Necesitas ir a verla -repitió Jane.

Algo en su voz le llegó, y ella oyó el repentino tono afilado de su voz.

– ¿Por qué? ¿Hay algo mal?

– Ha estado intentando contactar contigo -dijo evasivamente Jane.

– Lo sé. Me llegaron los mensajes.

– ¿Entonces por qué no la has llamado?

– Tengo mis razones.

Era el hombre mas terco, sin ataduras ni compromisos que alguna vez había conocido, excepto por Grant Sullivan; eran tal para cual. Pero incluso la piedra podía ser destruida por el golpe del agua, de modo que no se dio por vencida.

– Deberías haberla llamado.

– No serviría de nada -dijo agudamente él.

– Si tú lo dices -Jane volvió a lo mismo con agudeza-. ¡Pero al menos Grant se casó conmigo cuando supo que estaba embarazada!

Luego colgó de un golpe el teléfono con un ruido satisfactorio, y una sonrisa alegre se extendió por su cara.


Kell caminaba de un lado a otro por su oficina, pasándose la mano por el pelo negro. Rachel estaba embarazada, llevaba a su bebé. Contó los meses. Estaba de seis meses, ¿entonces por qué había esperado tanto tiempo para ponerse en contacto con el? ¿Había algo mal? ¿Estaba enferma? ¿En peligro de perder al niño? ¿Iba algo mal con el bebé?

La preocupación lo devoraba; era incluso peor que pasar por todos esos días desde que la dejó en el hospital. La falta y la necesidad no habían disminuido; más aún, habían aumentado. Sólo su sentido común había podido combatir la tentación que tenía de llamarla cada hora, su memoria no lograba olvidar la imagen de ella en el patio con la sangre mojando su ropa, y sabía que no podía continuar viviendo si su presencia la volviese a poner en peligro. La amaba más de lo que había sabido que un ser humano era capaz de amar; nunca antes había amado, pero cuando lo había hecho, lo hizo con toda el alma. Se extendía por sus huesos y sus músculos; no podía olvidarla ni por un momento. Cuando dormía en su recuerdo estaba el sujetarla en brazos, pero más a menudo yacía despierto, con el cuerpo duro y dolorido por el deseo de que su blandura lo rodease.

No conseguía dormir; su apetito había disminuido; su temperamento era un infierno. Aún no podía tener relaciones sexuales con otras mujeres, porque el simple hecho era que las otras mujeres no le tentaban lo suficiente como para despertarle. Cuando cerraba los ojos por la noche veía a Rachel, con su liso pelo oscuro y sus ojos claros, grises, y la saboreaba con la lengua. Recordaba su franqueza, su honradez, y los juegos que jugaban otras mujeres para atraerle no surtían efecto.

Ella iba a tener a su bebé.

Los mensajes que le habían estado llegando lo habían estado volviendo loco, y una docena de veces había intentado coger el teléfono. Todos los mensajes eran iguales, breves y sencillos. “Llámame. Rachel”. Dios mío, como había deseado, sencillamente oírla otra vez, pero ahora esos mensajes cobraban un mayor sentido. ¿Había querido decirle que iba a ser padre, o era algo más urgente que eso? ¿Iba algo mal?

Intentó coger el teléfono y en verdad marcó el número, pero colgó de golpe antes de que el teléfono pudiera comenzar a sonar. El sudor se desató en su frente. Quería verla, asegurarse de que todo estaba bien. Quería verla a ella, una sola vez, la persona más importante y redondeada por su niño, aunque no recibiese nada más en su vida.

Llovía al día siguiente mientras conducía por la estrecha carretera privada que conducía a la playa y la casa de Rachel. El cielo estaba llorando y poniéndose gris, vertiendo malhumoradamente la lluvia como si nunca fuese a detenerse. La temperatura rondaba los diez grados pero eso parecía caluroso después de haber pasado veinte años en Virginia, y el informe meteorológico de la radio había prometido cielos despejados y una subida de la temperatura para el día siguiente.

Había hecho los preparativos para volar a Jacksonville, después había tomado un avión a Gainesville, dónde alquiló un coche. Fue la primera vez que salía andando de la oficina así, pero después de lo sucedido ese verano, nadie lo cuestionó. No hubiera servido de mucho si lo hubieran hecho; una vez que Sabin decidía ponerse en marchar, se ponía en marcha.

Detuvo el coche delante de la casa y salió, agachándose contra la lluvia. Joe estaba en los escalones delanteros, gruñendo y era tan parecido a antes que una sonrisa apremiante tiró de la boca de Kell.

– Joe, siéntate-dijo él. Las orejas del perro se alzaron ante esa voz y la orden, y un ladrido saltó hacia Kell, sacudiendo la cola.

– Esto es un verdadero saludo -dijo Kell, inclinándose para frotar la cabeza del perro-. Sólo espero que Rachel esté igual de contenta de verme.

Después de que hubiera ignorado sus mensajes bien podía darle con la puerta en las narices. A pesar del frío sintió como comenzaba a sudar, y su corazón golpeaba violentamente contra sus costillas. Estaba tan cerca de ella; ella estaba al otro lado de la puerta, y él estaba temblando por la anticipación, su vientre endureciéndose. Maldición, eso era justamente lo que necesitaba.

Se estaba empapando, de modo que corrió a toda velocidad a través del patio y brinco sobre el porche de un salto, despreciando las escaleras. Dio un golpe contra el marco de la puerta metálica, e impacientándose volvió a hacerlo, más fuerte.

– Sólo un minuto.

Cerró los ojos al oír la voz de ella, después se oyó el ruido de pasos acercándose a la puerta, y los abrió, sin querer perderse ni un segundo de verla. Ella abrió la puerta, y se enfrentaron silenciosamente a través de la pantalla. Sus labios se movieron, pero no salio ningún sonido. Él trago al verla a través de la pantalla, pero no había luz en la sala de estar, y el oscuro día grisáceo no ayudaba mucho. Todo lo que realmente podía ver era el óvalo pálido de su cara.

– ¿Puedo pasar? -pregunto él quedo al final.

Sin hablar ella empujó la puerta abriéndola y se movió hacia atrás para que él pasara. Entró, cerró la puerta detrás de él y alcanzó el interruptor, inundando la habitación de luz. Ella se alzaba ante él, pequeña y frágil y delgadísima. Llevaba unos vaqueros ceñidos y una sudadera negra con bolsillos; su pelo era mas largo y estaba apartado de su cara con dos horquillas grandes de carey. Estaba pálida, su cara tensa.

– No estás embarazada -dijo con una voz apremiante. ¿Había perdido al bebé?

Ella tragó, después negó con la cabeza.

– No. Había esperado estarlo, pero no sucedió.

Su voz, tan baja y bien recordada, hizo que se estremeciera placenteramente, pero sus palabras lo sacudieron.

– ¿No has estado embarazada?

Ahora ella parecía confundida.

– No.

Sus puños se cerraron. No sabía que era peor, el hecho de que Jane le hubiera mentido, o la decepción de que después de todo Rachel no estuviera embarazada.

– Jane me dijo que estabas embarazada -rechinó, luego abruptamente recordó las palabras exactas y una risa explotó a través de su cólera-. ¡Caramba! No lo hizo. ¡Lo que ella dijo fue: al menos Grant se casó conmigo cuando se enteró de que estaba embarazada! -le dijo a ella, imitando a Jane-. Después me colgó el teléfono. Es tan astuta que no lo pillé hasta ahora.

Rachel lo había estado mirando, sin tan siquiera parpadear mientras bebía de su imagen. Él estaba más delgado, más duro, su fuego negro más intenso.

– ¿Viniste por que creíste que estaba embarazada?

– Sí.

– ¿Por qué tomarte la molestia ahora? -preguntó ella, y se mordió los labios para que dejaran de temblar.

Bien, se lo había ganado. La miró otra vez. Ella había perdido peso, y sus ojos estaban vacíos. Lo sobresaltó, lo golpeó duramente. No parecía una mujer feliz, y todo lo que alguna vez había buscado él, era que ella estuviese segura y feliz.

– ¿Cómo estás? -le pregunto, la preocupación volviendo su voz más profunda hasta convertirla en un ruido sordo.

Ella se encogió de hombros.

– Bastante bien, supongo.

– ¿Te molesta el costado?

– No, de ningún modo -ella se fue dando media vuelta, yendo hacia la cocina-. ¿Te gustaría una taza de chocolate caliente? Precisamente iba a prepararlo.

Él se sacó el abrigo y lo lanzó sobre una silla antes de seguirla. Lo asalto un abrumador sentido de deja vu a medida que se apoyaba contra los muebles y la veía trabajar con las cazuelas y tazas para medir. De improviso ella se detuvo y agachó la cabeza para descansarla contra la puerta de la nevera.

– Me mata estar sin ti -dijo con voz sorda-. Lo intento, pero ya no me importa. Un día contigo vale más que toda una vida sin ti.

Sus puños se cerraron fuertemente otra vez.

– ¿Piensas que es fácil para mi? -su voz raspó el aire como una lima oxidada-. ¿No recuerdas lo que sucedió?

– ¡Sé lo que puede ocurrir! -gritó, girándose hacia él-. ¡Pero soy adulta, Kell Sabin! ¡Es mi derecho arriesgarme si creo que merece la pena! Lo acepto cada vez que entro en mi coche y conduzco hacia el pueblo. Mueren muchas más personas en las carreteras cada año que por terroristas o asesinos. ¿Por qué no me prohíbes conducir, si realmente quieres protegerme?

Sus ojos ardían mirándola, pero no dijo nada, y su silencio remoto la incitó.

– Puedo vivir con los riesgos de tu trabajo -continuó ella-. No me gusta, pero es tu decisión. Si no me puedes dar lo mismo, ¿Qué haces aquí?

Aún tenía los ojos fijos en ella, frunciendo el entrecejo. El hambre por ella aumentaba como una obsesión. La quería, más de lo que quería su próximo aliento. No podía vivir con ella, o sin ella, y los pasados seis meses le habían demostrado cuan pobre era la vida sin ella. La contundente verdad, sin adornos era que la vida no era digna de ser vivida si no la podía tener. Una vez acepto eso, sus pensamientos se movieron hacia delante. Tenía que tomar medidas para asegurarse de que ella estaba a salvo; tenía que hacer cambios y ajustes, algo que no había hecho antes. Era extraño qué sencillo se veía todo de repente, solamente porque había admitido para sí mismo que tenía que tenerla. Dios bendijese a Jane por obtener su atención y darle una excusa para ir; ella había sabido que una vez que viera a Rachcel de nuevo no podría marcharse.

Afrontó a Rachel a través de la cocina.

– Realmente puedes aceptar eso, los riesgos que corro y las veces que me iré y no sabrás donde estoy o cuando volveré?

– Ya lo hago -dijo ella, alzando la barbilla-. Lo que necesito saber es que volverás a mi cuando puedas.

Aún la observaba, sus ojos entrecerrados y atravesándola.

– Entonces bien podríamos casarnos, porque Dios sabe que he sido un desastre sin ti.

Ella parecía aturdida; después parpadeó.

– ¿Es una proposición?

– No. Era básicamente una orden.

Lentamente las lágrimas llenaron sus ojos grises, haciéndolos brillar tan intensamente como diamantes y una sonrisa comenzó a iluminar su cara.

– Bien -dijo ella sencillamente.

Él hizo lo que había estado deseando hacer; cruzó la habitación hasta ella y la tomó en brazos, su boca aferrándose a la de ella mientras sus manos descubrían nuevamente las curvas suaves de su cuerpo. Sin otra palabra, la levantó y la llevó al dormitorio, lanzándola a la cama tal y como había hecho la primera vez que hizo el amor con ella. Velozmente le bajó los pantalones vaqueros completamente, luego apartó bruscamente la sudadera subiéndola para revelar sus hermosos senos redondeados.

– No puedo tomarte despacio -susurro él, tirando con fuerza de sus pantalones claros.

Ella no necesitaba que la tomase despacio. Lo necesitaba, y le tendió los brazos. Él abrió sus muslos y la montó, controlándose sólo lo suficiente como para ralentizar su entrada para no hacerle daño, y con un grito de placer Rachel lo tomó en su cuerpo.


Se quedaron en la cama el resto del día, haciendo el amor y hablando, pero en su mayor parte solamente sujetándose el uno al otro y celebrando la cercanía del otro.

– ¿Qué sucedió cuando volviste a Washington? -preguntó en una ocasión durante la tarde.

Él se tendió boca arriba con un brazo atlético estirado sobre su cabeza, adormecido después de hacerle el amor, pero sus ojos se abrieron cuando ella le preguntó.

– No te puedo decir mucho -avisó antes él-. Algunas veces no podré hablar mucho sobre mi trabajo.

– Lo sé.

– Tod Ellis habló, y ayudó. Grant y yo tendimos una trampa, y uno de mis superiores cayó en ella. Eso es todo lo que puedo decirte.

– ¿Había otros en tu departamento?.

– Dos más.

– Casi te cogieron -dijo ella, temblando ante la idea.

– Me hubieran cogido, de no ser por ti -giró su cabeza sobre la almohada y la miró; sus ojos resplandecían, ese brillo que solo él podía producir. No deseaba que ese impulso luminoso desapareciera nunca. Extendió una mano para tocar su mejilla-. Estoy desilusionado de que no estés embarazada.-dijo suavemente.

Ella se rió.

– Puedo estarlo después de hoy.

– Por si acaso -se quejó él, rodando sobre ella.

Ella recobró el aliento.

– Sí, faltaría más, por si acaso.

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