Capítulo Seis

– ¿Cómo estás del dolor de cabeza? -preguntó la veterinaria, mirando atentamente sus ojos. Era una mujer grande, de huesos fuertes con una cara amigable, pecosa y un toque luminoso. Sabin decidió que le gustaba; tenía una buena forma de tomar el control

– Colgando allí dentro -gruñó él.

– Ayúdame a quitarle la camisa -le dijo ella a Rachel, y las dos mujeres delicada y eficazmente lo desnudaron. Él se alegró de llevar pantalones cortos, o también le habrían quitado los pantalones. No tenía ninguna modestia por la que preocuparse, pero todavía le desconcertó el ser manejado como una muñeca Barbie. Impasiblemente observó la piel purpurada, arrugada alrededor de los puntos en su pierna, preguntándose sobre la extensión de daño que había sufrido el músculo. Era esencial que pudiese hacer algo más que cojear, y pronto. El daño en su hombro, con su sistema complicado de músculos y tendones, tenía más probabilidades de ser permanente, pero la movilidad era su máxima preocupación por el momento. Una vez que hubiera decidido qué curso de acción seguir necesitaría moverse rápido.

Le pusieron vendas limpias, y fue puesto en la cama.

– Estaré de regreso en un par de días para quitarte los puntos -dijo Honey, al guardar las cosas en su bolso. A Sabin lo sorprendió que no le hubiese preguntado ni una vez su nombre o hecho cualquier otra pregunta salvo las relacionadas con su bienestar físico. O bien era notablemente indiferente o había decidido que cuanto menos supiera, mejor. Era una idea que deseaba que Rachel compartiese. Sabin siempre había tenido la regla de no involucrar a los ciudadanos inocentes; su trabajo era demasiado peligroso, y aunque él conocía los peligros de su trabajo y los aceptaba, no había ninguna forma realmente en que Rachel pudiese comprender la extensión del peligro que corría por ayudarle.

Rachel salió fuera con Honey, y Sabin cojeó hasta la puerta para observar cómo se iban hacía el coche de Honey, hablando en voz baja. El perro, Joe, se levantó y se acercó, un gruñido bajo saliendo de su garganta cuando cambió de dirección primero para observar a Sabin en la puerta, seguidamente a Rachel, como si no pudiese decidir dónde debía centrar su atención. Su primer instinto era proteger a Rachel, pero esos mismos instintos no le podían permitir ignorar la presencia extraña de Sabin en la puerta.

Honey se montó en el coche y se marchó, y después Rachel volvió caminando al porche.

– Cólmate -amonestó al perro suavemente, atreviéndose a darle un toque veloz en el cuello. Su gruñido se intensificó, y ella se asombró al ver a Sabin saliendo al porche.

– No te acerques demasiado a él -lo avisó ella-. No le gustan los hombres.

Sabin estimó al perro con curiosidad remota.

– ¿De dónde lo trajiste? Es un perro adiestrado para atacar.

Asombrada, Rachel miró hacia abajo a Joe, que estaba muy cerca de su pierna.

– Estuvo vagando por aquí durante las veinticuatro horas, todo flaco y herido. Llegamos a un acuerdo. Le alimento, y él se mantiene cerca. No es un perro de ataque.

– Joe -dijo Sabin agudamente-. Siéntate.

Ella sintió temblar al animal como si estuviera herido, y el desaliento trepó por su garganta cuando él clavo los ojos en el hombre, cada músculo de su gran cuerpo estremeciéndose como si deseara abalanzarse sobre su enemigo pero estuviera encadenado a Rachel. Antes de pensar en el peligro Rachel puso una rodilla en la tierra y rodeó con un brazo el cuello del animal, hablándole suavemente para tranquilizarle.

– Todo está bien-cantó dulcemente-. Él no te lastimará, lo prometo. Todo está bien.

Cuando Joe estuvo más calmado Rachel subió al porche y deliberadamente acarició el brazo de Sabin, dejando al perro verla. Sabin observó a Joe, sin miedo del perro, pero sin mostrarse agresivo de cualquier forma. Él necesitaba que Joe lo aceptara, al menos lo suficiente para poder salir de la casa sin atacarlo.

– Probablemente fue maltratado por su dueño -dijo él-. Tuviste suerte de que no te desayunara a ti cuando saliste andando de la casa por primera vez.

– Creo que estás equivocado. Es posible que fuera un perro guardián, pero no creo que se lo adiestrase para atacar. Tú le debes bastante. Si no hubiera sido por él, no te hubiera podido traer desde la playa -repentinamente se dio cuenta de que su mano estaba todavía en su brazo, lentamente moviéndose de arriba abajo, y la dejó caer-. ¿Estás listo para entrar? Debes estar cansado ya.

– En un minuto – lentamente examinó el bosque de pinos a la derecha y la carretera que curveaba hacía fuera a la izquierda, aprendiendo de memoria las distancias y detalles para usarlo en el futuro-. ¿A qué distancia estamos de la carretera principal?

– Alrededor de cinco o seis millas, creo. Ésta es una carretera privada. Une la carretera del rancho de Rafferty antes de que se una con la Estatal 19.

– ¿Por dónde está la playa?

Ella señaló hacia el bosque de pinos.

– Hacía abajo a través los pinos.

– ¿Tienes un barco?

Rachel lo miró, sus ojos gris muy claros.

– No. La única manera de escapar es a pie o conduciendo.

Una minúscula sonrisa levantó una esquina de su boca.

– No te iba a robar el coche.

– ¿No lo harás? Todavía no sé qué está pasando, por qué te dispararon, o incluso si eres un buen tipo.

– ¿Con esas dudas, por qué no has llamado a la policía? -devolvió él, su voz calmada-. Obviamente no llevaba puesto un sombrero blanco cuando me encontraste.

Él iba a contestarle con evasivas hasta el fin, hasta el final como un profesional, aislado y desapasionado. Rachel aceptó que no merecía saber mucho de su situación, aunque le hubiera salvado la vida, pero le haría muchísimo bien saber que había hecho lo correcto. Aunque había actuado siguiendo sus instintos, la incertidumbre la carcomía. ¿Había salvado a un agente de otro país?¿Un enemigo de su país? ¿Qué haría si resultaba ser de esa manera? La peor parte de eso era la atracción innegable y creciente que sentía por él, aun en contra de su mejor juicio.

Él no dijo nada más, y ella no respondió a la mención provocadora de su falta de ropa cuando lo encontró. Ella recorrió con la mirada a Joe y empezó a abrir la puerta de tela metálica.

– Salgo de este calor. Puedes correr el riesgo con Joe si quieres quedarte aquí afuera.

Sabin la siguió dentro, fijándose en lo recto de su espalda. Ella estaba enojada, pero también estaba perturbada. Le habría gustado reconfortarla, pero la dura verdad era que cuanto menos supiese ella, más segura estaría. No podía protegerla en su condición actual y sus circunstancias. El hecho de que ella le protegiera, poniéndose en peligro de forma voluntaria a pesar de sus dudas sobre la verdad, le hacían algo en las entrañas que no deseaba. Caramba, pensó con repugnancia de sí mismo, todo en ella hace algo con mis entrañas. Estaba ya familiarizado con el perfume de su carne y el toque tierno, alarmantemente íntimo de sus manos. Su cuerpo todavía sentía la presión del cuerpo de ella contra él, haciéndolo querer tenerla más cerca y empujarla contra él. Nunca había necesitado la cercanía de otro ser humano, excepto por la cercanía física requerida para el sexo. Miró sus piernas desnudas, delgadas y su suavemente redondeado trasero; el deseo sexual estaba allí, bien, y juró fuertemente, considerando su condición física general. La parte peligrosa de eso era que el pensamiento de estar en la oscuridad con ella y simplemente abrazarla era casi tan atractivo como el de tomarla.

Se apoyó en la puerta y observó como con eficacia terminaba de limpiar los platos. Había una gracia enérgica, parca en sus movimientos, incluso mientras hacía una tarea tan común. Absolutamente todo era organizado y lógico. No era una mujer desordenada. Si bien su ropa era simple y sin adornos, aunque su pantalones deportivos de color beige y la simple camisa azul de algodón no necesitaban ningún adorno aparte de las suaves curvas femeninas bajo ellos. Otra vez se percató de la imagen tentadora de esas curvas, como si supiera que apariencia tenía ella desnuda, como si ya la hubiera tocado.

– ¿Por qué estás mirándome fijamente? -preguntó ella sin mirarle. Había sido tan consciente de su mirada fija como lo habría sido de su toque.

– Lo siento -él no se explicó, pero, luego, dudó de que ella realmente quisiera saber-. Vuelvo a acostarme. ¿Me ayudarás con la camisa?

– Por supuesto – se limpió las manos en una toalla y fue delante de él hacia el dormitorio-. Déjame cambiar las sábanas primero.

La fatiga lo venció cuando se apoyó contra el tocador para aliviar la tensión de su peso en su pierna izquierda. Su hombro y su pierna latían, pero el dolor era de esperar, de modo que lo ignoró. El problema real era su poca fuerza; no podía proteger a Rachel o a sí mismo si pasaba algo. ¿Se atrevería a quedarse aquí mientras se curaba? Su amenazante mirada fija permaneció sobre ella mientras ponía las sábanas blancas en la cama, examinado rápidamente sus opciones disponibles examinando en su mente. Esas opciones estaban gravemente limitadas. No tenía dinero, ninguna identificación, y no se atrevía a llamar para que lo recogieran, porque no sabía hasta que punto la agencia había estado relacionada, o en quién podía confiar. No estaba en forma para hacer nada de todas formas; tenía que recuperarse, así que eso lo podía hacer igualmente estando aquí. Una casa pequeña tenía sus ventajas: el perro de fuera era una defensa malditamente buena; los cerrojos eran firmes; tenía comida y cuidados médicos.

También estaba Rachel.

Mirarla era fácil; podía transformarse en un hábito incontrolable. Era delgada y se la veía saludable, con un bronceado que parecía que su piel deliciosa estuviera hecha con miel dulce. Su pelo era grueso y recto y brillante, de un oscuro color café y sus ojos grises sin ningún atisbo de otro color que casi parecían plateados. Su cabello le iba bien con sus ojos grandes, claros, grises. No era alta, menos que la media, pero se comportaba de un modo tan directo que daba la impresión de ser una mujer alta. Y era suave, con senos redondeados que cabían en las palmas de sus manos.

¡Diablos! La imagen era tan real, tan fuerte, que continuaba regresando a él. Si fue sólo un sueño inducido por la fiebre, era lo más realista que había soñado en toda su vida. ¿Acaso había ocurrido realmente, cuándo y cómo? Había estado inconsciente la mayoría de las veces, y con fiebre cuando había despertado. Pero continuaba con la sensación de haber tenido sus manos sobre ella, acariciando amablemente, con la intimidad visible de dos amantes, y él o bien había tenido sus manos sobre ella o su imaginación se tambaleaba por la sobreexcitación.

Ella dejó caer pesadamente las almohadas y le preguntó:

– ¿Quieres pasar la noche con los pantalones cortos?

Por toda respuesta él desabrocho los pantalones y los dejo caer, luego se sentó en la cama para que ella pudiera manipular su camiseta. El perfume ardiente, suavemente floral lo envolvió cuando ella se acercó, e instintivamente giró la cabeza hacia é, su boca y su nariz contra el hombro de ella. Ella vaciló, luego rápidamente le quitó la camiseta y se alejó de su toque. El calor húmedo de su aliento había calentado su piel a través de la tela de su camisa y había hecho estragos en el ritmo constante de su latido. Intentando no dejarle ver cómo la había afectado su cercanía, dobló pulcramente la camisa y la colocó en una silla, luego cogió los pantalones y los dejó encima de la camisa. Cuando lo miró otra vez él se estaba poniendo boca arriba, su pierna sana doblada por la rodilla y alzada, su mano sobre su estómago. Sus calzoncillos cortos y blancos creaban un agudo contraste con su piel bronceada, recordándole que él no tenía ningún corte del bronceado en el cuerpo. Gimió interiormente. ¿Por qué tenía que pensar sobre eso en ese momento?

– ¿Quieres que te tape con la sábana?

– No, el ventilador se siente bien – levantó la mano derecha de su estómago y la extendió hacia ella-. Siéntate aquí durante un minuto.

Su mente le dijo que no era una buena idea. Pero de todos modos, se sentó, tal y como había hecho muchas veces desde que él había estado en su cama, puesta para poder mirarle y con la cadera contra la suya. Él pasó el brazo detrás de sus muslos, poniendo la mano en la curva de su cadera como para mantenerla acurrucada contra él. Sus dedos, curvados alrededor de sus glúteos, comenzaron a moverse cariñosamente, y su corazón comenzó a latir aceleradamente de nuevo. Ella fijó sus ojos en los de él y fue incapaz de apartar la mirada, atrapada por el fuego negro e hipnótico de sus ojos.

– No te puedo dar todas las repuestas que deseas -se quejó él-. No las conozco. Incluso si te dijese que soy un buen tipo, solamente tendrías mi palabra, ¿y por qué arriesgar mi cuello diciéndote cualquier otra cosa?

– No juegues al abogado del diablo -dijo ella agudamente, deseando poder encontrar la fuerza de voluntad necesaria para liberarse del poder seductor de su fija mirada y sus caricias-. Negociemos con los hechos. Recibiste disparos. ¿Quién te disparo?

– Me emboscaron, ayudados por uno de mis hombres, Tod Ellis.

– ¿El falso agente del F.B.I. Ellis?

– El mismo, por la descripción que me has dado.

– Entonces haces una llamada y lo delatas.

– No es tan simple como eso. Estaba en mi mes de vacaciones de la agencia. Sólo dos hombres conocían mi paradero, los dos son mis superiores.

Rachel se sentó muy silenciosamente.

– Uno de ellos te traicionó, pero no sabes cuál.

– Quizá los dos.

– ¿No puedes contactar con un cargo más alto?

Sus ojos relucieron furiosos.

– Cariño, no puedes ponerte en contacto con alguien superior. Ni siquiera estoy seguro de que pueda llegar al final. Cualquiera que sea, tiene el poder de decir que soy un delincuente, y llamar desde aquí te pondría en peligro.

Rachel sintió el poder helado de su furia y tembló interiormente, agradeció no haber sido ella la que se había cruzado en su camino. Había un gran contraste entre como se veían sus ojos con el toque de las puntas de sus dedos en su cadera. ¿Cómo podía seguir siendo su caricia tan tierna, cuando la fuera del infierno brillaba con intensidad en sus ojos?

– ¿Qué vas a hacer?

Arrastró los dedos desde su cadera hasta el muslo y lo frotó a través de los pantalones deportivos, entonces delicadamente los deslizó debajo de ellos.

– Recuperarme. No puedo hacer ni una condenada cosa en este momento, incluyendo el vestirme a mi mismo. El problema es que te pongo en peligro simplemente estando aquí.

Ella no podría controlar su respiración, o su pulso. El calor estaba naciendo dentro de su cuerpo, destruyendo su habilidad para pensar y dejándola a merced de sus sentidos. Sabía que debería quitarle la mano, pero la caricia de las puntas ásperas de sus dedos en su muslo era tan agradable que todo lo que podía hacer era quedarse allí sentada, estremeciéndose ligeramente como si una suave brisa primaveral la tocase. ¿Trataba él por norma a las mujeres como si fueran suyas para tocarlas como deseaba, o la había escogido por su respuesta incontrolable ante él? Pensaba que la había disfrazado bien, la había mantenido oculta, pero quizá su trabajo había hecho que sus sentidos y sus intuiciones más agudas. Desesperada se obligó a moverse, poniendo su mano sobre la de él para evitar que continuara subiendo.

– Tú no me pusiste en peligro -dijo, con la voz un poco ronca-. Tomé la decisión sin tu ayuda.

A pesar de que su mano controlaba la de él, él movió los dedos más arriba y encontró el borde de sus braguitas.

– Tengo una pregunta que me ha estado volviendo loco -admitió él en voz baja. Movió la mano otra vez, poniéndola bajo la tela elástica de sus braguitas y curvando los dedos alrededor de su glúteo.

Un quejido escapó antes de que ella se mordiese el labio, controlando esos sonidos poco explorados. ¿Cómo le podía hacer esto con una simple caricia?

– Detente -susurró ella-. Tienes que detenerte

– ¿Hemos estado durmiendo juntos?

Sus senos se habían tensado dolorosamente, suplicando sus caricias, para que él los tomase como había hecho antes. Su pregunta destruyó la poca concentración que le quedaba.

– Esto… aquí hay una sola cama. No tengo sofá, sólo los sillones.

– Así que hemos estado en la misma cama durante cuatro días -interrumpió él, deteniendo el flujo de palabras que ella había vertido al borde de la incoherencia. Sus ojos brillaban intensamente otra vez, pero esta vez con un fuego diferente, y ella no era capaz de apartar la mirada-. Te has estado ocupando de mi.

Ella dibujó un aliento profundo, trémulo.

– Sí.

– ¿Sola?

– Sí.

– Me has estado alimentando.

– Sí.

– Bañándome.

– Sí. Tuve que bañarte con una esponja para mantener la fiebre bajo control.

– Hiciste todo lo que había que hacer, te encargaste de mi como de un bebé.

Ella no supo qué decir, qué hacer. Él aún tenía su mano sobre ella, su palma caliente y dura contra su carne blanda.

– Me tocaste -dijo él-. Por todas partes.

Ella tragó.

– Era necesario.

– Recuerdo tus manos sobre mí. Me gustó, pero cuando me desperté esta mañana pensé que era un sueño.

– Soñaste -dijo ella.

– ¿Te he visto desnuda?

– ¡No!

– ¿Entonces cómo sé que la apariencia de tus senos me gusta? ¿Cómo sé sienten en mis manos? No todo fue sueño, Rachel. ¿Fue eso un sueño?

Un sonrojo ardiente, audaz coloreó su cara, respondiéndole antes de que ella hablase. Se quedó sin voz y apartó la mirada de él, la vergüenza la liberó de su mirada fija.

– Dos veces, cuando te despertaste, tú… uh… me agarraste.

– ¿Te toqué?

– Algo parecido.

– ¿Y te vi?

Ella hizo un gesto indefenso.

– Mi camisón se abrió cuando me incliné sobre ti. El escote quedó colgando…

– ¿Fui rudo?

– No -susurró ella.

– ¿Te apetecía?

Esto tenía que detenerse, ahora mismo, aunque tenía el presentimiento de que ya era demasiado tarde, que nunca debería haberse sentado en su cama.

– Quita la mano -le dijo, haciendo un intento desesperado por introducir algo de fuerza a su voz-. Déjame ir.

Él obedeció sin titubear, con el triunfo en su cara dura, oscura. Ella se levantó rápidamente de la cama, con la cara en llamas. ¡Qué absolutamente tonta se había vuelto! Probablemente, él no esperaría a poder reírse de ella. Estuvo en la puerta antes de que él hablara, pero su voz la congeló momentáneamente en el sitio.

– Rachel.

No quería girarse, no quería mirarlo, salvo que la manera en que él dijo su nombre era como una orden que tiró de ella como un imán. El estar acostado no disminuía su poder; estar herido no lo disminuía. Era un hombre nacido para dominar, y lo hacía sin ningún esfuerzo, con la simple fuerza de su voluntad.

– Si pudiera, iría detrás de ti. No te escaparías.

Su voz era tranquila, sólo ligeramente por encima del zumbido del ventilador de techo en el cuarto oscuro.

– Podría -dijo ella, y cerró la puerta con suavidad detrás suyo cuando salió del cuarto.

Quería llorar, excepto que no lo haría, porque llorar nunca solucionaba nada. Le dolía interiormente, se sentía inquieta. Lujuria. La había identificado casi inmediatamente, había etiquetado correctamente la fuente innegable y, evidentemente, la atracción incontrolable hacía él. Lo podría haber manejado si hubiera seguido como simple lujuria, pues la lujuria era un apetito humano, una reacción perfectamente normal de un sexo a otro. Lo podría haber admitido, luego lo podría haber ignorado. Lo que no podía ignorar era el impacto emocional cada vez mayor que él tenía en ella. Se había sentado allí en la cama y le había dejado acariciarla, no porque se sintiera físicamente atraída por él, aunque Dios sabía que eso era cierto, sino porque rápidamente él se había vuelto más importante para ella.

El refugio de Rachel era el trabajo; la había salvado cuando B.B. murió, y lo buscó instintivamente ahora. Su estudio era pequeño y estaba desordenado tanto por su trabajo como por sus objetos que le traían recuerdos: libros, revistas, artículos recortados y fotos familiares estaban juntas en cada espacio libre. Era muy cómodo para ella; era allí donde se sumergía de lleno en sus intereses, y a pesar del desorden sabía donde estaba todo. Hasta que no posó sus ojos sobre su fotografía preferida de B.B., o se dio cuenta de que no iba a encontrar allí la comodidad que buscaba. Allí no se podía ocultar de si misma; tenía que afrontar eso, y afrontarlo ahora.

Lentamente sus dedos se deslizaron por la cara sonriente de B.B… Él había sido su mejor amigo, su marido y su amante, un hombre con unas maneras alegres que ocultaban un carácter fuerte y un firme sentido de la responsabilidad. ¡Habían tenido tanta diversión juntos! Hubo momentos en los que sentía tanto su pérdida que pensaba que nunca podría librarse del sentimiento de vacío, aunque sabía que eso no era lo que hubiera querido B.B… Él hubiera querido que disfrutara su vida, que amase de nuevo, que tuviese niños, que continuase con su carrera, que lo tuviese todo. También ella deseaba eso, pero de alguna manera nunca había sido capaz de imaginarse teniéndolos sin B.B. y él se había ido.

Ambos conocían y aceptaban los riesgos de sus respectivos trabajos. Incluso habían hablado de ellos, cogiéndose de las manos por la noche y discutiendo el peligro que corrían, como si al sacarlo a la luz lo pudieran mantener a raya. Su trabajo como periodista había hecho inevitable que pisase algunos pies y Rachel era buenísima en cualquier cosa que prefiriese hacer. El trabajo de B.B. en el Departamento Antivicio era inherentemente peligroso.

Quizá B.B. había tenido una premonición. Con su fuerte mano sujetando la de ella en la oscuridad, había dicho una vez:

– Cariño, si me ocurriese algo alguna vez, recuerda que conozco las probabilidades y estoy dispuesto a aceptar los riesgos. Creo que es un trabajo digno de hacer, y voy a hacerlo lo mejor que pueda, de la misma manera que tu no te echarías atrás en una historia que se caliente por comodidad. Los accidentes les ocurren incluso a quienes no se arriesgan. Jugar a lo seguro no es una garantía. ¿Quién sabe? Con las narices que tu tocas, tu trabajo puede ser más peligro que el mío.

Palabras proféticas. En el transcurso de ese año B.B. había muerto. Una investigación de Rachel sobre los fondos de un político la había hecho hacer una conexión con tráfico de drogas. No tenía pruebas, pero sus preguntas debían haber puesto nervioso al político. Una mañana ella había ido con retraso para tomar un avión a Jacksonville y su coche se había quedado sin gasolina. B.B. le había lanzado a ella las llaves de su coche.

– Conduce el mío -había dicho él. Tengo mucho tiempo para poner gasolina de camino al trabajo. Te veré esta noche, dulzura.

Excepto que él no tuvo esa oportunidad. Diez minutos después de que su vuelo despegase, B.B. había arrancado su coche y una bomba preparada para detonarse cuando arrancase el coche lo mato instantáneamente.

Obsesionada por la pena, había terminado la investigación, y ahora el político estaba condenado a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional tanto por sus negocios con el tráfico de drogas como por la muerte de B.B. Más tarde había dejado el periodismo de investigación y había regresado a Diamond Bay para tratar de encontrar algún sentido a su vida. Paz, duramente conquistada pero finalmente suya, la había encontrado en el placer de descubrir su trabajo otra vez, y en el ritmo tranquilo de vida en la bahía. Tenía satisfacción, paz y placer, pero no se había atrevido a amar de nuevo; todavía no se había sentido tentada. No había querido tener citas, no había querido que un hombre la besara, o acariciase, o su compañía.

Hasta ahora. Su dedo índice amablemente tocó el cristal que cubría la sonrisa abierta de B.B… Era increíblemente doloroso y difícil caer enamorado. ¡Qué frase tan apropiada era!

– Enamorarse.

Ella definitivamente caía, incapaz de detenerse dando vueltas, zambulléndose de cabeza, si bien no estaba preparada. Se sentía tonta. ¿Después de todo, qué sabía acerca de Kell Sabin? ¡Era suficiente con que sus emociones escapasen de su control violentamente, con toda seguridad! En cierta forma, había comenzado a amarle desde el comienzo, su intuición tenía la sospecha de que él sería importante para ella. ¿Por qué si no había peleado tan desesperadamente por esconderle, protegerle? ¿Correría el riesgo de cuidar de cualquier otro desconocido? Sería romántico dar por supuesto que era predestinación; otra explicación era más anticuada, que una vida le pertenecía al que la salvase. ¿Era eso una predilección primitiva, una clase de unión falseada por el peligro?

En ese momento Rachel soltó una risa sardónica por sus pensamientos. ¿Qué diferencia había? Podía pasarse toda la noche allí pensando en las explicaciones lógicas e ilógicas, pero no cambiarían nada. Estaba, a pesar de su voluntad y lógica, ya medio enamorada del hombre, y empeoraba.

Él trataba de seducirla. Oh, físicamente no estaba preparado, pero de cualquier manera estaba en forma para ella, ya que su fuerza y entrenamiento superior harían que probablemente se recuperase antes que una persona normal. Una parte de ella se hacía añicos por la excitación de pensar en hacer el amor con él, pero otra parte, más cuidadosa, la advertía de que no debía meterse en una situación tan compleja con él. Hacer eso sería correr un riesgo aún mayor que esconderle y cuidarle hasta que recuperase la salud. No le daba miedo el riesgo físico, pero el precio emocional que quizás tuviera que pagar con un hombre así podía ser muy doloroso.

Aspiró profundamente. No podía limitar sus sentimientos y sus respuestas a algo cuidadosamente controlado, como si estuviera siguiendo una receta. Su naturaleza no era controlada y desapasionada. Todo lo que podía hacer era aceptar el hecho de que le amaba, o creía amarle, y ocuparse de eso allí.

Volvió a mirar fijamente la fotografía de B.B. No era una traición amar a alguien más; él hubiera querido que volviese a amar.

Intentaba aceptar esa difícil idea; Rachel no amaba a la ligera. Cuando se daba a sí misma era con toda la pasión de sus emociones, lo cual no era una forma fácil u ocasional de amar. El hombre que había en su cama no daría la bienvenida a su devoción; no le hacía falta una bola de cristal para saber que era uno de esos hombres que combinaba emociones heladas con una sensualidad ardiente. Vivía para el peligro de su trabajo, y era un trabajo que no alentaba las relaciones sentimentales. Le podía dar una pasión cruda, hambrienta, para después marcharse tranquilamente y regresar a la vida que había escogido.

Torvamente, miró alrededor del estudio; después de todo no iba a ser capaz de trabajar. Sus emociones eran demasiadas turbulentas para permitirle hundirse en planificar lo que iba a dar en sus clases o en escribir. Había metido al héroe de su libro en una situación espinosa, ¿pero era posible que en la que se encontraba ella lo fuera aún más? Realmente, le iría bien usar algunos consejos prácticos. Una repentina sonrisa iluminó su cara. Tenía a un experto en su dormitorio; ¿por qué no usar sus conocimientos mientras él estaba allí? Sin nada más, eso ayudaría a ocupar su tiempo. Para ocupar su tiempo, podía terminar de quitar las malas hierbas del huerto ahora que era más tarde y el feroz calor del sol había bajado un poco. También podía hacer algo práctico.

El atardecer se desvanecía rápidamente y ella casi había terminado su tarea, cuando oyó el chirrido de la puerta de tela metálica al fondo abrirse y el primer gruñido furioso de Joe mientras se movía desde la última fila en la que ella había estado trabajando. Rachel gritó el nombre de Joe cuando se lanzó a sus pies, con la seguridad de que nunca lograría llegar al perro a tiempo de detenerle.

Sabin no se retiró. Joe vaciló cuando Rachel gritó su nombre, quedando su atención momentáneamente dividida, y Sabin aprovechó el intervalo para ponerse en cuchillas. Esa posición le dejaba vulnerable, pero también le quitaba de una posición amenazadora. Joe se detuvo sobre las cuatro patas, su cara retorcida, el pelaje de su cuello erizado cuando se encorvó.

– Quédate atrás -dijo Sabin uniformemente cuando Rachel se acercó a él, tratando de interponerse entre Sabin y el perro. Estaba dispuesta a ponerse como escudo; él no creía que el perro la hiriera de forma intencional, pero si el perro atacaba y Rachel trataba de protegerlo… tenía que llegar a un acuerdo con Joe, y eso lo podía hacer ahora.

Rachel se detuvo como le había ordenado, pero siguió hablando en voz baja al perro, intentando calmarle. Si él atacaba, no tendría la fuerza suficiente para forcejear con él y proteger completamente a Sabin. ¿En qué estaba pensando él, saliendo afuera, cuando sabía que a Joe no le gustaban los hombres?

– Joe, quieto-dijo Sabin firmemente.

Igual que había pasado antes, la orden envió a Joe a un paroxismo de furia. Ella avanzó acercándose más, lista para saltar si Joe hacia cualquier movimiento para atacar. Sabin le dirigió una mirada de advertencia.

– Joe, quieto -repitió una y otra vez la orden, siempre en una voz tranquila, uniforme, y Joe lanzó una dentellada a centímetros del pie desnudo de Sabin. Rachel se quedó sin aliento y se tiró sobre el perro, cerrando los brazos alrededor de su cuello. Cada músculo del cuerpo del perro se estremecía. La ignoró, su atención concentrada en el hombre.

– Ponlo en libertad y échate hacia atrás -le ordeno Sabin.

– ¿Por qué no regresas a la casa mientras yo lo sujeto?

– Porque soy un prisionero mientras él no me acepte. Puedo necesitar salir corriendo, y no quiero tener que preocuparme por el perro.

Rachel se encorvó alrededor de Joe, sus dedos sepultados en su pelaje y amablemente acariciándolo. Sabin pensaba marcharse ya, claro que ella siempre había sabido que sería así. Lentamente soltó al perro y dio un paso atrás.

– Joe, quieto -dijo Sabin otra vez.

Rachel contuvo la respiración, esperando otra reacción violenta. Podía ver como Joe se estremecía, y sus orejas se levantaron. Sabin repitió la orden. Por un momento el perro se estremeció a punto de atacar, luego, abruptamente, fue al lado de Sabin y se quedó a su lado.

– Siéntate -dijo Sabin, y Joe se sentó.

– Niño bueno, bueno -rígidamente él movió su brazo izquierdo para palmear la cabeza del perro. Por un momento las orejas de Joe se echaron hacía atrás y gruñó suavemente, pero no hizo ningún movimiento para morder. Rachel lentamente soltó el aire que había estado conteniendo, el alivio hizo que sus piernas se tambaleasen.

Sabin le dirigió a ella una rápida mirada con sus ojos negros.

– Ahora ven a sentarte a mi lado.

– ¿Igual que lo ha hecho el perro? -dijo ella sarcásticamente, hundiéndose agradecida a su lado. Entonces Joe se levantó de un salto y se puso delante de ellos, con las orejas echadas hacia atrás de nuevo.

Sabin puso su brazo derecho alrededor de los hombros de ella y la abrazó contra su pecho desnudo, observando cuidadosamente al perro. A Joe no le gustaba del todo; un gruñido empezó a retumbar en su pecho.

– Está celoso -comentó Sabin.

– O piensa que me puedes herir.

Su brazo alrededor de ella interfería con su respiración, y para apartar su mente de él, se centró en Joe.

– Está Bien. Ven acá, chico. Ven.

Cuidadosamente Joe se acercó. Olió la mano extendida de Rachel, luego la rodilla de Sabin. Después de un momento se dejo caer al suelo y puso la cabeza entre las patas.

– Es una lástima que alguien lo maltratara. Es un animal inteligente, caro, y no es viejo. Tendrá unos cinco años.

– Eso es qué Honey piensa.

– ¿Siempre has tenido la inclinación de recoger a los que tienen problemas? -preguntó, y ella supo que no estaba hablando precisamente de Joe.

– Sólo a los interesantes -ella podía oír la tirantez en su voz y se preguntaba si él la oía también, si especulaba por la causa de ésta. Su mano derecha acarició ligeramente su brazo desnudo, un toque inocente si no hubiera sido por el placer caliente que le daba. Un relámpago en el cielo que oscurecía le hizo levantar la mirada, contenta por la interrupción-. Parece que es posible que llueva. Una nube negra pasó directamente por encima de nosotros esta mañana y no dejó caer ni una gota -justo en ese momento, un trueno retumbo y algunas gotas de agua cayeron sobre ellos-. Mejor entramos en la casa…

Sabin le dejó ayudarle a ponerse de pie, pero anduvo sólo hasta la casa. Joe se levantó y se refugió bajo el coche. Cuando Rachel puso el cerrojo a la puerta de tela metálica hubo un relámpago, y los cielos se abrieron para soltar un diluvio. La temperatura cayó en picado mientras ellos permanecían allí, el viento empujo la lluvia fría y una ligera niebla a través de la puerta metálica. Riéndose, Rachel cerró la puerta de madera, luego se giro para encontrarse entre los brazos de Sabin.

Él no dijo nada. Simplemente cerró su puño en su pelo y le sujetó la cabeza, y su boca cayó encima de la de ella. Su mundo se estremeció, luego se inclinó fuera de su eje. Ella se quedó allí, con las manos en su pecho desnudo, y le dejó hacerle lo que deseara, incapaz de hacer nada, excepto darle lo que quería. Su boca era dura y hambrienta, como había sabido que sería. Él la besó con la habilidad lenta, caliente de la experiencia, su lengua en la de ella, la aspereza de su barba raspando débilmente su piel más suave.

El exquisito placer la aturdió, y apartó su boca de la de él, sus ojos muy abiertos cuando se quedó con la mirada fija en él.

Su puño le sujetaba el pelo.

– ¿Me tienes miedo? -pregunto él suavemente.

– No -susurró.

– ¿Entonces por qué te has apartado?

No podía hacer nada salvo decirle la verdad, quedándose con la mirada alzada hacia él en la oscuridad mientras la tormenta arreciaba sobre sus cabezas.

– Porque es demasiado.

Hubo una tormenta en sus ojos negros, brillando intensamente y crepitando con fuego ardiente.

– No -dijo él-. No ha sido suficiente.

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