Capítulo 10

Después de que Adam se marchara, Rachel subió en el ascensor al estudio y se dejó caer en la butaca que tenía frente a la ventana.

La frustraba sentirse tan débil, pero por lo menos aquel día no tenía que utilizar la silla de ruedas. Pasitos de bebé, le recordaba continuamente su fisioterapeuta.

Su mirada vagó hasta el parque de la esquina, donde estaban disputando un partido de baloncesto. Y no fue capaz de apartar la mirada de Ben, ni durante el partido ni mientras regresaba de vuelta a la casa.

En el paso de peatones, Ben se detuvo y miró con recelo hacia la puerta principal. Hundió ligeramente los hombros, como si estuviera soportando sobre ellos todo el peso del mundo. Parecía cansado, exhausto. Humano.

Entonces alzó la mirada y la vio. Rachel cerró los ojos y, cuando volvió a abrirlos, Ben había desaparecido. Estaba recordándose a sí misma que quizá fuera lo mejor, cuando apareció Ben en el marco de la puerta del estudio.

– ¿Estás bien?

Preocupación. Siempre preocupación. Pues bien, ella estaba harta de preocupación. Cansada de sentirse débil y vulnerable cuando lo que realmente quería era que saliera para siempre de su vida.

Entonces Ben bajó la mirada hacia el regazo de Rachel. Y vio a la perrita durmiendo.

– Eh… la has encontrado, ¿verdad?

– ¿Pensabas que no la encontraría?

– Emily dijo…

– ¿Qué dijo Emily, Ben? ¿Que no me importaría que me mintierais y la escondierais a mis espaldas?

Ben se frotó la cara.

– Mira, me estaba mirando con esos enormes ojos verdes, ¿de acuerdo? Y me dijo que tú querías tener una perrita y que ésta te encantaría.

– Y si de verdad yo quería tener un perro, ¿por qué iba a ocultármelo durante días?

– De acuerdo, soy una porquería de padre y todas esas cosas, los dos lo sabemos.

Aquello, sumado a la tristeza de su rostro, le hizo tragarse a Rachel la furiosa réplica que tenía preparada.

– ¿Crees que eres un mal padre?

– Lo sé. Por el amor de Dios, vivo en el otro lado del mundo.

– Pero la llamas, y le envías cartas, y la ves.

– Una vez cada dos meses. No sé lo que es ser un buen padre, pero eso no es excusa. Tú tampoco sabías lo que era ser una buena madre y mírate. Eres una madre magnífica.

Aquella fue una de las pocas ocasiones en las que pudo sacar a relucir la infancia de Rachel sin que ella se pusiera a la defensiva.

– Cada uno es como es, Ben, y yo diría que lo hemos hecho lo mejor que hemos podido en nuestras circunstancias. En cuanto a Emily, creo que eres maravilloso con ella.

Ben rió con amargura.

– Lo digo en serio -contestó Rachel suavemente, deseando que la creyera. Era extraño tener que ser ella la que lo consolara. Y extraño también que le gustara hacerlo-. Está disfrutando mucho de estos días que está pasando contigo.

– ¿Pero? -Ben tenía la sensación de estar oyendo un pero detrás de cada frase.

– Pero me preocupa que te eche de menos cuando te vayas. Porque te irás. A la larga te irás. Tendrás que hacerlo, lo llevas en la sangre y los dos lo sabemos.

– Sí. Y siento lo de Parches.

Rachel acarició a la perrita.

– ¿De verdad?

– Era una perrita abandonada, Rach. Y estoy dispuesto a hacerme cargo de sus gastos.

– No te preocupes, Ben.

Ben la miró con una adorable expresión de confusión.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué? -Rachel estuvo a punto de echarse a reír y sintió al mismo tiempo unas ganas inexplicables de abrazarlo, lo cual habría sido como abrazar a un tigre hambriento-. Porque haces a Emily feliz, la haces feliz como yo no he podido hacerlo últimamente.

Rachel decidió ignorar la sorpresa de Ben porque la desgarraba. ¿De verdad la creía tan despiadada? Sí, por supuesto que la creía despiadada.

– ¿Por qué has estado hablando con un tal agente Brewer sobre mí, Ben?

La sonrisa de Ben desapareció.

– Es un agente del FBI, estaba preocupado por ti.

– ¿Qué tiene que ver un agente del FBI con mi recuperación?

– Hemos estado hablando de tu accidente.

– No lo comprendo.

– No sabía que habían detenido la investigación hasta que llegué. Y desde entonces he estado detrás de la policía, para que la conviertan en un asunto prioritario.

Incluso allí continuaba preocupándose por la justicia. Rachel lo admiraba por ello y habría dado cualquier cosa por tener una mínima parte de su valor.

Ben estaba mirando las flores que descansaban en el alféizar de la ventana, otro regalo de Adam. Del dulce y siempre amable Adam. Rachel le tenía un gran cariño, Adam le hacía sonreír y le resultaba muy fácil estar con él. Podía decir incluso que había estado contemplando la posibilidad de dar un paso adelante en su relación.

Hasta que había aparecido Ben. No lo admitiría ni bajo amenaza de muerte, pero en cuanto los había visto juntos, las cosas habían cambiado.

Y no porque deseara a Ben.

De acuerdo, quizá lo deseaba en secreto. Haría falta tener hielo en las venas para no desearlo. Pero ella no quería desearlo.

– Ya es hora de ir al fisioterapeuta.

– Estoy lista.

Con mucho cuidado, empujó a Parches para que bajara de su regazo. Las piernas se le habían quedado dormidas en aquella postura y levantarse fue un ejercicio frustrante.

– Eh, eh -Ben corrió a su lado y la levantó en brazos-. No puedes hacer eso, no puedes moverte tan rápido, tienes que…

– ¿Qué? ¿No tengo que moverme? ¿Ni pensar? ¿Ni respirar? Bueno, intenta dejar de hacer todas esas cosas y verás cuánto tardas en volverte loco.

– Mira. Ya estás gruñendo otra vez -la llevó hasta el dormitorio y allí se sentó con ella en la cama, con la espalda apoyada en el cabecero, una pierna en el suelo y la otra sobre el colchón. Alzó la cabeza y cerró los ojos, como si se hubiera olvidado de que Rachel estaba sentada en su regazo.

– Creía que teníamos que irnos.

– Sí -pero no la soltaba.

La perrita los había seguido y ladraba alegremente en el suelo.

– Ya puedes soltarme. Estoy perfectamente…

– ¿Rachel?

– ¿Sí?

– Cállate, por favor, sólo un momento.

Sí, pero si se callaba, lo único que podía hacer era sentir. Y lo que estaba sintiendo era el calor dolorosamente familiar que experimentaba cuando se sentía rodeada por la fuerza de Ben. Y sabía que podría acostumbrarse a aquella sensación.

Era una pena que Ben no pudiera.

– Mira, tú sólo has venido aquí porque Emily te ha llamado. Ella te dijo que yo te necesitaba, pero tanto tú como yo sabemos cuál era el problema en realidad y no creo que haya más que decir.

Ben continuaba con los ojos cerrados.

– En eso tienes razón.

– Maldita sea, Ben, tú eres el primero que quiere marcharse. Yo no me trago la promesa que le has hecho a Emily.

Ben continuaba sin decir nada.

– Ben.

– Sí, tienes razón, quiero marcharme -admitió suavemente.

– Entonces, ¿por qué no te vas?

– Porque lo he prometido. Y si no te lo crees, el problema es tuyo -hablaba en voz baja y era evidente su enfado.

Había herido su orgullo, había cuestionado su integridad. Quizá más tarde pudiera pararse a pensar en ello, pero en aquel momento, lo único que Rachel necesitaba era que Ben le quitara las manos de encima, porque estaba haciendo revivir su cuerpo de una manera a la que no quería enfrentarse.

– La cuestión es que me necesitas.

– Hay otras personas que podrían ayudarme.

– Como Adam, ¿verdad? Sí, supongo que él podría haberte ayudado a bañarte -Ben alzó las manos y le hizo volver el rostro delicadamente hacia él-. No voy a ir a ninguna parte, todavía no.

Aquellas palabras sonaban como una promesa, como una amenaza. Todavía no, pero se iría.

Ben deslizó el pulgar por el labio inferior de Rachel y fijó la mirada en sus ojos, permitiéndole adivinar que estaba pensando en algo mucho más inquietante que un simple beso.

– Ben -susurró Rachel con voz temblorosa cuando Ben acercó los labios a los suyos-. ¿No te da miedo?

– ¿Te refieres a la forma en la que se para el tiempo cuando me miras? Sí, claro que me da miedo. Pero la verdad es que todo lo relacionado contigo me asusta. Siempre lo ha hecho.

Otra caricia en los labios y las rodillas comenzaron a temblarle.

– No podemos.

– Sabes que la expresión «no puedo» no forma parte de mi vocabulario.

– Pero forma parte del mío.

Ben se quedó paralizado al oírla.

– No… puedes.

– No -susurró Rachel.

– La misma historia de siempre -susurró Ben en respuesta-. No puedes.

Y sin más, la levantó en brazos y la llevó hasta el coche.

El trayecto hasta la consulta del fisioterapeuta fue interminablemente silencioso… y largo.

Después, Ben insistió en ayudarla a subir a su habitación. Acababa de dejarla en la cama y estaba inclinado sobre ella cuando la puerta de la calle se cerró de un portazo, sobresaltándolos a los dos.

– ¿Papá? -se oyó la voz esperanzada de Emily.

Con una risa, Ben levantó en brazos a Parches, que se había puesto frenética al oír la voz de su adorada Emily y se sentó en la cama.

– ¿Papá?

Rachel cerró los ojos al advertir la felicidad que reflejaba la voz de su hija desde que Ben estaba en casa, pero volvió a abrirlos en cuanto sintió que Ben volvía a acercarse, se inclinaba sobre ella y rozaba sus labios con la más atractiva de las sonrisas, haciéndole sonreír también a ella.

– Eso está mejor. ¿Sabes que cuando te beso no pareces tan gruñona?

– ¡Papá! ¿Dónde estás?

– Todavía no he terminado -le advirtió Ben suavemente a Rachel.

– Terminamos hace trece años.

Sin dejar de mirar a Rachel, Ben respondió:

– ¡Aquí, cariño!

Emily entro en la habitación y esbozó una triste sonrisa al ver a Parches en el dormitorio de su madre.

– Oh…

Ben se levantó y le dio un beso en la frente.

– Admite siempre tus errores, cariño, siempre -le recomendó, y las dejó a solas.

– Eh… has encontrado a Parches -Emily hizo una mueca. Se parecía tanto a Ben que a Rachel casi le dolía mirarla-. Mamá, estaba abandonada…

– Pero me has mentido.

– No, no te he mentido. Nunca he dicho que no tuviera un perro en casa -como Rachel continuaba mirándola con expresión seria, Emily se dejo caer en la silla-. Lo sé, he mentido por omisión.

– Sí, me has mentido, Emily. Y un perro es una gran responsabilidad.

– Podré asumirla, mamá. Yo la domesticaré, y le daré de comer. Haré cualquier cosa por ella.

– Sí, claro que lo harás.

– ¿Entonces puedo quedármela?

– Con un par de condiciones -Emily se puso en guardia otra vez. Rachel sintió unas ganas inmensas de abrazarla. ¿Qué le había sucedido a su niña? ¿Cuándo había empezado a necesitar su independencia tan fieramente?-. En una cosa tienes razón, tú te encargarás de enseñarla, recogerás todo lo que ella haga y le darás de comer.

– Lo haré, lo prometo.

– Y también tendrás que ganar el dinero necesario para alimentarla, haciendo algunas tareas más.

– Muy bien -contestó Emily con menos entusiasmo.

– Y en tercer lugar -te quiero, hija-, no volverás a ocultarme nada nunca más, ¿trato hecho?

Emily se levantó, sonrió, se acercó a la cama y le dio un abrazo tan fuerte que Rachel apenas podía respirar.

– Trato hecho -susurró.

Pasaron dos días y Rachel continuaba pensando en lo que le había dicho Ben.

Adam le había llevado algunos libros, pero ni los libros ni el propio Adam habían conseguido retener su atención.

Y, cuando había llegado Garret con el correo, había podido hacer poco más que sonreírle y darle las gracias. Sus pensamientos estaban concentrados en una sola cosa: Ben.

«Todavía no hemos terminado».

Insomne y a una hora ya avanzada de la noche, Rachel tomó su bastón y caminó tambaleante hasta el pasillo, ignorando el dolor de la pierna. Estaba cansada de la silla de ruedas. Cansada de no poder moverse a su antojo.

Cansada de todo, tenía que admitir.

Estaba dispuesta a mejorar y no entendía por qué la recuperación estaba tardando tanto.

En la habitación de Emily, observó la luz de la luna bañando su cama. Bajo las sábanas, su preciosa hija suspiró dormida. Y a los pies de la cama, dormitaba Parches.

Dios, cuánto echaba de menos aquello. Poder acercarse al dormitorio de Emily para darle un beso de buenas noches. Con una sonrisa, recorrió la desastrada habitación de Emily. Le arregló las sábanas con el brazo bueno, y miró aquel desorden incesante. El portátil estaba abierto y…

La línea telefónica conectada. La sonrisa de Rachel desapareció. Se volvió hacia la cama.

– No estás dormida.

Con un suspiro de desesperación, cerró el ordenador y desconectó el cable telefónico.

– Es tarde y mañana tienes que ir al colegio -se acercó a la cama, acarició a su hija y suspiró-. Buenas noches, Emily, te quiero.

Pero no recibió respuesta alguna.

Asintió para sí y regresó a su propia habitación. Se acercó a la ventana con los músculos palpitantes. No era la cabezonería la que le impedía tomar analgésicos, sino que odiaba estar adormilada por las mañanas.

En la calle, un coche patrulla dobló la esquina. Era una imagen muy poco habitual en aquel barrio. Y menos normal era que aminorara la velocidad delante de su casa. Con el ceño fruncido, observó al policía vigilar los alrededores con lo que le pareció un exceso de precaución. Al cabo de unos minutos, el coche desapareció.

Rachel se metió nerviosa en la cama y clavó la mirada en el techo.

Se descubrió de pronto pensando preocupada en la posibilidad de que algún criminal anduviera suelto. Pero no, no podía ser eso. El policía sólo había mirado su casa.

Quería hablar con alguien. Podía llamar a Adam, estaría allí en un abrir y cerrar de ojos. Pero él ya no la veía sólo como a una amiga; la miraba de manera diferente. No, un momento. Eso no era cierto.

Era ella la que lo miraba de forma diferente.

Y estaba además lo que podía pensar Ben si Adam aparecía en su casa en medio de la noche.

Y estaba también el propio Ben, durmiendo en una de las habitaciones para invitados. Pero no era precisamente hablar lo que quería hacer con Ben. Ella quería…

Distraerse, necesitaba distraerse y rápidamente. Alargó la mano hacia el teléfono. Mel. Su hermana siempre había dicho que Ben no le convenía. Sí, su hermana podría sacarla de aquella locura. Marcó su teléfono a toda la velocidad que le permitieron sus dedos.

– Hola -la saludó Mel con voz entrecortada.

– Mel, gracias a Dios. Rápido. Convénceme de que no vaya al final del pasillo y…

– Deja un mensaje -continuó Mel con un ronco murmullo-, te prometo que te contestaré.

Y colgó el teléfono.

– Eh, soy yo -Rachel dejó escapar un tembloroso suspiro-. Mira, no es nada importante, no te preocupes por devolverme la llamada. Yo sólo… Hablaré contigo más tarde.

Se acurrucó bajo las sábanas e intentó quedarse dormida. Al final lo consiguió, pero no antes de que hubiera comenzado a asomar el sol por el horizonte.

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