Capítulo 1

En alguna ocasión le habían llamado egoísta y Ben Asher imaginaba que era una apreciación que se ajustaba bastante a la realidad. Había vivido a su manera y había procurado alejarse de cualquier tipo de compromiso sentimental. Gracias a su trabajo como fotógrafo para las revistas National Geographic y Outside, entre otras publicaciones, podía hacer las maletas y marcharse de un día para otro. En aquel momento, por ejemplo, tras haber pasado apenas unos meses en la Amazonia, estaba a punto de dirigirse hacia su próximo destino.

África lo esperaba.

Caminó a través de la húmeda y exuberante vegetación de la selva brasileña hasta llegar a un pequeño claro en el que habían levantado un par de edificios con carácter provisional. Cruzó el claro y atravesó la puerta de la oficina de la reserva que, debido a la proverbial falta de fondos, tenía el tamaño de un sello de correos. Habían estado sin electricidad y sin teléfono durante casi un mes y, justo aquel día, habían vuelto a la vida los teléfonos. Ben miró receloso a María, su secretaria personal, que lo fulminó a su vez con la mirada. Al parecer, estaban recibiendo demasiadas llamadas.

María se había visto obligada a recorrer los veinticinco metros que la separaban de la oficina en la que había instalado la radio para llamarlo. Consciente del calor que hacía en el exterior, Ben imaginó que comprendía su mal humor.

– Gracias.

María no contestó, pero rara vez lo hacía. Estaba con él desde el anterior destino de Ben, cerca de Río, donde había estado cubriendo el caso del llamado «Sacerdote de América». Aquel sacerdote, Manuel Asada, se había aprovechado de las almas generosas de sus parroquianos, a los que había solicitado fondos con los que prometía construir poblados y proporcionar comida a los más pobres.

Pero, en cambio, se había embolsado él mismo aquel dinero y había matado a todo el que se había interpuesto en su camino. Además, había adquirido la repugnante costumbre de abusar de las mujeres de la localidad. María había sido una de ellas. Su testimonio, sumado a las fotografías de Ben, había evidenciado algunos de sus crímenes. En aquel momento, Asada languidecía en una cárcel brasileña, pero pronto sería extraditado a los Estados Unidos.

En secreto, Ben esperaba que Asada permaneciera en Brasil, donde había más posibilidades de que continuara encerrado en una celda. Asada había jurado vengarse de todos los que habían causado su ruina, e incluía en su venganza a los seres queridos de sus enemigos. Afortunadamente, en el caso de Ben, sus allegados podían contarse con los dedos de una mano.

Levantó el auricular.

– ¿Papá?

Al oír la voz temblorosa y asustada de su hija, dejó de latirle el corazón.

El sonido de la línea telefónica le recordaba los miles de kilómetros que lo separaban de aquella pequeña de doce años.

– ¿Emily?

No se oía nada, sólo el crepitar de la línea. Ben maldijo aquellas líneas telefónicas miserables, su patético equipo y la casucha que había sido su hogar durante los últimos dos meses.

– ¡Emily! -el pánico tenía un sabor amargo, descubrió.

El sudor corría por su espalda mientras se dejaba caer en una silla destartalada. La humedad del ambiente hacía que la camisa se le pegara al cuerpo como una segunda piel.

– Vamos, vamos -susurró y golpeó el auricular contra el escritorio antes de llevárselo de nuevo al oído.

– ¿Papá?

– ¡Estoy aquí! ¿Estás bien?

– Sí.

Gracias a Dios.

– ¿Dónde estás?

No era una buena pregunta para un padre, advirtió disgustado. Cualquier padre, cualquier buen padre, sabría dónde estaba su hija.

– Estoy en casa -contestó ella.

Se refería a la casa, por supuesto, que compartía con su madre en South Village, California.

– Tienes que venir -se le quebró la voz, destrozando completamente a Ben-, por favor, no digas que no puedes.

Ben hablaba en muy raras ocasiones con su querida y única hija. Una hija preciosa. Que además era inteligente y nunca cesaba de sorprenderlo y asustarlo. En cualquier caso, le sería fácil culpar a su apretado calendario del poco tiempo que pasaban juntos, pero la verdad era que era su propia voluntad de continuar vagando y no echar nunca raíces la causa del problema. La historia de su vida. Tenía treinta y un años y todavía tenía que encontrar el remedio para sus ansias insaciables de viajar. Y no necesitaba un psiquiatra para saber que eran consecuencia de su educación.

«Trabaja, Benny, o te devolveremos al orfanato», esa era la clase de sabiduría que había recibido de Rosemary, su madre adoptiva. «Cuidado con lo que dices, Benny, o volverás al orfanato», «no muevas el bote, Benny, o volverás al orfanato».

Había recibido nítidamente aquel mensaje. No debía decir una sola palabra porque nadie quería oírla.

En fin, se habría cortado la lengua antes de transmitirle a su hija un mensaje similar.

– ¿Em? Dime algo -el sonido era malo, pero creyó oírla sollozar y el alma se le cayó a los pies.

– Es mamá.

Al igual que le había ocurrido durante trece largos años, le bastó pensar en Rachel para que surgieran en él sentimientos encontrados: la culpa y el dolor.

Sobre todo dolor.

Y quienquiera que hubiera dicho que el tiempo lo curaba todo, se había cubierto de miseria.

– Esta vez las cosas están realmente mal -dijo con otro sollozo.

De acuerdo, ya lo había entendido. Ben se relajó, porque, precisamente por el poco tiempo que pasaban juntos, Emily y él habían llegado a ser expertos en aquel juego. La última vez que las cosas habían estado realmente mal, Emily había intentado comprar algo por Internet con la cuenta de Rachel.

Ben se reclinó en la silla, apoyando sus anchos hombros en el estrecho respaldo.

– ¿Y qué ha ocurrido esta vez? ¿No está de acuerdo en que recibas clases particulares de matemáticas?

Su hija era experta en sobrecargarse de tareas escolares para evitar toda vida social. Algo de lo que Ben culpaba a Rachel, puesto que a él jamás se le habría ocurrido pedir más tareas escolares. Lo irónico de la situación lo tenía estupefacto. Él había necesitado el ciento por ciento de sus energías para sobrevivir a su infancia, pero Emily, libre para disfrutarla como él jamás habría soñado con hacerlo, elegía multiplicarse el trabajo.

– No tienes tiempo suficiente para…

– ¡No, no lo entiendes! -cruzó las ondas un sonido peligrosamente parecido al llanto-. Ha tenido un accidente… Hemos intentando llamarte, pero no hemos podido localizarte. Después, tía Melanie ha dicho que deberíamos intentarlo otra vez…

– ¿Un accidente?

La mente de Ben se llenó de visiones del pasado. La primera vez que había visto a Rachel, en el instituto: alta, delgada e inquietantemente bella. Estaba completamente fuera de su alcance, siendo él solamente un niño adoptado de la zona más sórdida de South Village.

Pero Rachel lo había mirado aquel día, y el dolor y la soledad que reflejaban sus ojos le habían hecho enamorarse de ella.

No esperaba que Rachel sintiera lo mismo que él y cuando Rachel le había devuelto la sonrisa, se había sentido como si le hubiera tocado la lotería. Y en cuanto había llegado a conocerla y había comenzado a saber de sus demonios internos, ya no había habido forma de separarse de ella. El tiempo que habían pasado juntos, hasta el último segundo de aquellos seis meses, había sido como encontrar el cielo en la tierra. Hasta que Rachel había decidido tirarlo todo por la borda, destrozándolo en el proceso.

– La atropello un coche y ha estado a punto de morir.

Dios santo. ¿Aquel cuerpo adorable, cálido e inolvidable herido? Ben oyó en la distancia la lista de todas sus lesiones.

– …Y también la pelvis, y el brazo, y las costillas, y la pierna, todo el lado izquierdo, que es el que se golpeó contra el coche.

Ben no podía procesar aquella información. Ni siquiera era capaz de empezar a imaginar.

– Y también hubo algún daño cerebral, pero la operación ha ido muy, muy bien.

La esperanza que reflejaba la voz de Emily se deslizaba en su interior como la hoja de una cuchilla.

– ¿Lesiones cerebrales?

– Sí, al principio hablaba muy raro, pero ya está mejor. El médico dice que se pondrá bien, pero, papá, necesita ayuda.

No podía necesitar dinero, pensó Ben. Rachel había heredado un montón de dinero de un padre adicto al trabajo, por no mencionar el éxito que ella misma había tenido como dibujante. Su famosa tira cómica, Gracie, le había hecho ganar más dinero del que él se atrevía siquiera a imaginar. Pero quizá lo hubiera perdido todo en la bolsa o algo parecido.

– No tengo mucho en este momento -admitió. La semana anterior, acababa de hacer su acostumbrada y generosa donación benéfica.

¿Qué sentido tenía ahorrar dinero cuando había gente que lo necesitaba? Él no tenía más familia que Emily y después de haber convivido con otros nueve niños en un hogar de acogida, estaba acostumbrado a vivir sin cosas materiales. Cuando por fin había comenzado a tener dinero suficiente para comprarlas, no había encontrado nada en ellas que realmente le produjera alguna satisfacción. De hecho, le hacían sentirse atado. Y, tras haber pasado diecisiete años atado a un lugar, sentirse libre era su mayor alegría.

De hecho, se había sentido libre y sin ataduras en la mayor parte de su vida adulta, durante la que había convivido con algunos de los más aislados seres de la tierra.

Y si no hubiera sido por Emily, ni siquiera hubiera vuelto a la civilización.

– No necesita dinero -Emily se interrumpió y Ben esperó ansioso.

¿Qué podía necesitar Rachel, una mujer que no necesitaba a nadie, de él?

– Quiere volver a casa para recuperarse allí, pero la verdad es que no se maneja muy bien ella sola, así que tendrá que ir a cualquier otra parte para recuperarse, a un centro para convalecientes o algo así. Y yo tendré que ir a casa de tía Melanie y cambiar de colegio.

Maldita, maldita fuera. Ben no quería que su hija se separara de su madre, y, viviendo Melanie en Santa Bárbara, era eso exactamente lo que iba a ocurrir.

– Podemos contratar a una enfermera -sugirió.

– Lo estamos intentando, pero es difícil encontrar una.

Hubo un tiempo en el que Ben conocía a Rachel mejor que nadie. Rachel era una mujer dura, más dura incluso que él. Y, en consecuencia, no confiaba en nadie. Habría preferido morir antes que aceptar ayuda de un desconocido.

Y, en realidad, a menos que hubiera cambiado mucho durante aquellos trece años, seguramente preferiría morir a tener que aceptar su ayuda. Aquel sentimiento era mutuo desde el día que Rachel había decidido echarlo de su vida.

– Papá, está decidida a hacer cualquier cosa por mí, pero terminará haciéndose daño a sí misma. Por favor, papá, ¿no vas a venir?

Su hija rara vez le pedía algo. Y aun así, lo único que él era capaz de sentir era pánico al imaginarse encerrado, atado a un sólo lugar… a ese lugar precisamente, durante sólo Dios sabía cuánto tiempo.

– Por favor -susurró Emily otra vez-, por favor, ven a casa. Te necesitamos.

Un velo de sudor empapó su frente.

– Pero tu madre se negará.

– Ella sabe que no tiene otra opción. O tú, o tendremos que contratar a una persona a la que no conozca.

– Ya sabes lo que siente por mí.

– Sí -Emily se aclaró la garganta y dijo, imitando perfectamente la voz de Rachel-: Eres salvaje, rudo e indomable.

Ben podía distinguir la sonrisa que acompañaba las palabras de su hija. Una hija de la que había estado muy lejos durante demasiados años.

– Y también eres un egoísta y…

– De acuerdo, de acuerdo -no había nada como ser humillado por su propia hija.

María le entregó entonces un sobre mugriento. Parecía que lo hubieran enviado desde el infierno. El matasellos era de varias semanas atrás, algo normal. Lo sorprendente era que hubiera llegado hasta él.

En su interior guardaba una hoja de papel inmaculadamente blanco. Las aterradoras palabras que le dirigía eran:

Todavía no he acabado contigo.

Ben alzó la cabeza y cubrió el auricular con la mano.

– ¿Lo acabas de recibir?

María asintió y lo miró desde sus recelosos ojos negros.

El miedo se aferró a las entrañas de Ben.

– Asada.

María palideció al oír su nombre.

– Llama a la policía -le dijo a María-. Y asegúrate de que va a ser extraditado a los Estados Unidos.

María asintió y dio media vuelta.

Ben maldijo para sí. Emily continuaba hablándole a través del teléfono:

– No te arrepentirás, papá. Juntos lo conseguiremos. Ya sabes, como si fuéramos una familia.

Oh, Dios, ya tendría tiempo de ocuparse de eso más tarde. De momento, tenía cuestiones más importantes de las que preocuparse. Asada había prometido venganza y, de alguna manera, parecía estar libre para cumplir sus amenazas.

Llevaba cinco semanas en libertad, si el matasellos quería decir algo.

Por primera vez desde que podía recordar, apenas prestó atención al monólogo de su hija. En otras circunstancias, lo habrían divertido, además de intimidarlo, los planes de Emily para convertirlos en una acogedora familia.

María regresó en aquel momento, hablando en español y a una velocidad de vértigo. Ben estaba impactado, tanto por el hecho de que hablara como por las palabras que estaban saliendo de su boca.

Al parecer, cinco semanas atrás, Asada había conseguido escapar cuando estaba siendo extraditado a los Estados Unidos, asesinando en el proceso a uno de los policías que lo custodiaban. Se suponía que en aquel momento estaba en algún lugar entre los Estados Unidos y América del Sur.

– Emily -dijo con voz ronca, aferrándose con fuerza al teléfono-, cuéntame lo que le ocurrió exactamente a mamá.

– La atropello un coche.

– ¿Cuándo?

– Hace un mes, más o menos. No pudimos localizarte y…

– Lo sé, lo sé.

– ¿Y quién fue?

– No lo sabemos. La policía todavía no ha encontrado a nadie.

Ben tomó aire.

– De acuerdo, escucha. No quiero que abras la puerta a nadie ni hables con ningún desconocido, ¿de acuerdo?

– Papá -contestó Emily riendo-, tengo doce años, no cuatro.

– Sí, pero…

– Ya tuvimos esta conversación hace años, ¿recuerdas? No te preocupes.

– Emily…

– Tú sólo tienes que decirme cuándo volverás -se interrumpió un instante y a continuación le dio el golpe de gracia-. Te quiero, lo sabes.

Evidentemente, Ben iba a terminar yendo a South Village, California.

– Yo también te quiero, con todo mi corazón. Y ahora, cuídate. Estaré allí en cuanto pueda encontrar un avión.

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