Capítulo 5

Ben empujó la silla de Rachel hacia delante, pero se detuvo en la base de la escalera del cuarto de estar.

– ¿Dónde está tu dormitorio?

Rachel vaciló. Le parecía demasiado surrealista tener allí a Ben, tras ella, con las manos tan cerca de sus hombros. Además, Ben se inclinó para oír su respuesta, de manera que podía olerlo, sentir su calor, su fuerza…

– ¿Rachel? ¿El dormitorio?

¿Cómo era posible que estuviera Ben allí, controlando la situación, controlando su casa, después de haber pasado tantos años evitándolo?

– Esto no es necesario.

– Tu dormitorio, Rachel. O, si lo prefieres, puedo llevarte al mío -giró la silla para mirarla, de manera que Rachel no pudo evitar aquellos ojos oscuros que ya habían sido capaces de ver más allá de las defensas que ella misma había erigido.

Rachel fijó la mirada en el pendiente que llevaba Ben en la oreja e hizo todo lo que pudo para ignorar la descarada sensualidad que se desprendía de aquel hombre.

– Iremos al mío.

Rachel sintió el suspiro de Ben a través de la gorra que había vuelto a ponerse en la cabeza. Después, Ben se enderezó y puso los brazos en jarras.

– Podría ayudarme otra persona -dijo Rachel desesperadamente-. Cualquiera, no tienes por qué ser tú.

– ¿Dónde está tu dormitorio?

– En el piso de arriba -contestó Rachel con un suspiro.

Ben miró la barra y después la escalera.

– No creo que las escaleras sean el mejor camino.

– El ascensor.

– Tienes ascensor. ¿Y por qué será que no me sorprende?

Ben continuaba frente a ella, de modo que Rachel intentaba dominarse, pero continuaba sintiendo un dolor insoportable. Quería estar sola, que la dejaran en paz. Y la única manera de hacerlo era apaciguar de momento a Ben.

– Esto era un antiguo parque de bomberos que rehabilitaron como vivienda. Cuando yo vine el ascensor ya estaba.

– Lo dices como a la defensiva.

Diablos, sí, estaba a la defensiva. Siempre estaba a la defensiva. Había aprendido desde muy joven a encerrarse en sí misma y vivía felizmente en aquel vacío emocional. Hasta que había aparecido Ben y le había mostrado todas las cosas que se estaba perdiendo de su propio mundo: la pasión, la emoción. La vida. Ben la deseaba, no sólo físicamente, y nunca había dejado de demostrárselo.

La fuerza de lo que Ben había supuesto entonces, al irrumpir en su mundo frío e impersonal, la aterraba. Y por buenas razones. Las diferencias que había entre ellos habían resultado ser un puente imposible de cruzar.

«Pero tú lo cruzaste», le dijo la voz de su conciencia, «lo cruzaste y disfrutaste al hacerlo».

Ben la metió en el ascensor. Esperaron en silencio a que las puertas se cerraran. Y en el momento en el que lo hicieron, Rachel se arrepintió.

Aquel espacio era demasiado pequeño y estaba rodeado de espejos, de manera que podía verse a sí misma reducida, débil e indefensa en esa condenada silla. Y, peor aún, podía verlo a él, alto y fuerte, tras ella.

– Esto es ridículo.

– ¿Que esté yo aquí? Pues tendrás que acostumbrarte.

Aquello provocó una carcajada de Rachel, y un intenso dolor en las costillas por el esfuerzo. Se quedó sin respiración y apretó los ojos con fuerza al tiempo que ahogaba un pequeño grito.

Sintió entonces unas enormes manos en los muslos, sorprendentes por su delicadeza.

– Relájate. Respira, Rachel.

No, no iba a respirar. Porque entonces le dolería todavía más. No iba a volver a respirar ni a moverse en toda su vida.

– Ve… vete.

– Respira -repitió Ben, deslizando las manos por sus muslos-. Vamos, despacio. Aspira y expira.

Rachel obedeció y, sorprendentemente, sirvió. La ayudaba oír aquella voz, hablándole suavemente, recordándole una y otra vez que se relajara, que respirara. Abrió los ojos poco a poco y lo vio arrodillado frente a ella.

– Esto… ha sido culpa tuya.

– Sin duda alguna. Todo es culpa mía. Sigue respirando. Despacio, despacio.

Se levantó en el momento en el que las puertas del ascensor se abrieron y se apartó de ella.

– Lo que me sorprende -comentó mientras la sacaba del ascensor-, es que todavía sepas reír.

Rachel intentó fingir que aquel comentario no le había dolido más que las costillas. Claro que sabía reír. Él mismo le había enseñado. ¿Acaso lo había olvidado? ¿Había olvidado todo lo que habían llegado a ser el uno para el otro?

Permaneció en silencio mientras la conducía por aquel pasillo lleno de fotografías del pasado que empezaban con el nacimiento de Emily y continuaban reflejando la que hasta entonces había sido su vida.

Ben iba en silencio, sin decir nada y Rachel se preguntaba si estaría viendo siquiera las fotografías, si las vería y se sentiría extraño al no aparecer en ninguna de ellas. ¿Tendría la sensación de que lo habían dejado al margen?

Era extraño, pero Rachel no quería que lo sintiera. Ella tenía a Emily, el mejor regalo que le había dado la vida, su mayor alegría, gracias a Ben. Era una deuda que tenía hacia él y por eso, cada vez que se lo había pedido, le había enviado a Emily por medio de su tía Melanie.

Ella tenía aquella casa y a Emily, tenía su mundo. Un mundo estable y seguro. Ben sólo tenía una bolsa de viaje y unas cuantas cámaras. Por lo menos por lo que ella sabía. Aunque a Ben le gustaba que las cosas fueran así, o, por lo menos, hasta entonces le había gustado.

En la distancia, el hecho de que hubieran sido capaces de pasar seis meses juntos incluso resultaba sorprendente.

– ¿Rach? -Ben se inclinó sobre ella como si fuera la más frágil pieza de porcelana china-. ¿Estás bien? Estás muy callada y muy pálida.

Rozó su cuello con la ligereza de una pluma y un escalofrío recorrió la espalda de la joven. No era un escalofrío provocado por el frío, sino por algo mucho más devastador.

– Sí, estoy bien…

Otro roce de sus dedos, en aquella ocasión casi vacilante, y sin apartar los ojos de los suyos.

– Rachel, todavía está aquí. ¿No puedes sentirlo?

– Yo… -«no», quería decir, pero era ridículo mentir cuando seguramente Ben era capaz de sentir el latido de su cuerpo ante el más mínimo contacto.

– Continúas teniendo esos ojos que me derriten -musitó Ben.

Rachel esbozó una sonrisa nerviosa. Ben le devolvió la sonrisa.

– No tengo la menor idea de por qué te estoy sonriendo.

Ben enmarcó su rostro con la mano.

– No me importa, pero continúa haciéndolo.

Rachel dejó de respirar. Ben cerró la mirada sobre la suya mientras le acariciaba lentamente la barbilla con el pulgar. El cuerpo de Rachel respondió con una sacudida de placer, como si reconociera que aquel hombre, y sólo él, había sido capaz de darle los más increíbles placeres.

Ben dejó escapar un sonido de incredulidad, posó la mano en su nuca y comenzó a descender hacia sus labios.

«Muévete», se dijo Rachel. Y lo hizo, para acercar sus labios a los de Ben. Era algo impensable, incomprensible. Ben no tenía derecho a tocarla y ella no tenía derecho a desearlo, pero lo deseaba. Dios, cómo lo deseaba.

El primer roce de sus labios bastó para que sintiera que se le deshacían los huesos y con ellos el dolor. Buscando equilibrio, posó la mano derecha en el pecho de Ben. Sintió bajo su camisa el firme latir de su corazón. Y, ligeramente aturdida, se quedó mirándolo fijamente.

Ben susurró suavemente su nombre, le hizo cambiar la inclinación de la cabeza y buscó de nuevo sus labios.

La boca de Ben era cálida, firme, generosa, y tan hermosamente dadivosa que Rachel cerró los ojos y perdió la capacidad para hacer nada que no fuera sentir.

Ben acarició sus labios con la lengua.

Sobrecogida por la familiaridad y al mismo tiempo la rareza de aquella caricia, Rachel gimió, y volvió a hacerlo al sentir la lenta penetración de su lengua. Se aferró con fuerza a su camisa, invitándolo a acercarse y arrancando un gemido de lo más profundo de su garganta.

Fue un sonido crudamente sensual, pero justo entonces Ben se apartó y dejó escapar lentamente la respiración.

Rachel lo imitó, pero eso no cambiaba el hecho de que continuaba deseando mucho más.

Pero ese había sido siempre su problema, los deseos.

– Tu dormitorio -dijo Ben con cierta dureza.

– La próxima puerta.

Ben se colocó tras ella y empujó la silla. Una vez en el interior del dormitorio, se detuvo. Había una fotografía colgada de una pared que había sido tomada dos años antes. En ella aparecía Emily con un vestido de verano y una sonrisa de oreja a oreja mientras sostenía su título de graduado escolar. Sus ojos chispeaban con tanta alegría, con tanta vida, que dolía incluso mirarla. Pero Rachel desvió la mirada en cuando sintió que Ben estaba mirándola.

¿Lo habría notado? El parecido no era tanto físico, aunque también estaba allí, como de su propia esencia. Para él, ver aquella fotografía debía de haber sido como enfrentarse a un espejo.

El cielo sabía que su hija no había heredado de ella su sentido de la aventura y su amor por la vida. Hasta que no había conocido a Ben, Rachel no había conocido nada parecido a la aventura. Ben había hecho más que compartirla, de alguna manera, le había insuflado su propio ser, arrastrándola a la vida durante los meses que habían compartido.

Pero Emily… Emily había estado llena de vida desde el primer día.

– Es preciosa -dijo Ben con voz queda-, como tú.

– Ben…

– Déjame meterte en la cama -se acercó a ella-. No intentes moverte, yo te levantaré.

Rachel dejó de respirar al darse cuenta de lo que realmente significaba la presencia de Ben en aquella casa. Iba a tener que ayudarla, que mirarla.

Iba a tener que tocarla.

Antes de que el pánico se apoderara por completo de ella, Ben se dirigió hacia la cómoda y abrió un cajón. Sacudió la cabeza al ver solamente calcetines y abrió otro.

– ¿Qué buscas?

Ben sacó entonces una camisola y unas bragas de seda.

– Vaya…

Las dos prendas eran de color azul pálido, más suaves que la respiración de un bebé y el pijama preferido de Rachel. Pero entre los dedos de Ben, aquel inocente pijama parecía la prensa más atrevida que Rachel había visto en su vida.

Y, por supuesto, no pensaba ponérsela.

– Ante usabas esos camisones de franela atados hasta la barbilla, ¿te acuerdas?

– Era una niña.

Algo brilló en los ojos de Ben.

– Yo no diría tanto.

Antes de que a Rachel se le hubiera ocurrido una respuesta, se echó el pijama al hombro y comenzó a caminar hacia ella.

A pesar del agotamiento y del dolor, Rachel consiguió sacudir la cabeza.

– No pienso ponerme eso delante de ti.

Ben giró la silla hacia la cama y se echó a reír.

– En eso tienes razón, porque voy a ponértelo yo.

– Ben…

– Rachel -la imitó y deslizó los brazos a su alrededor, haciendo que desapareciera de su mente hasta el último pensamiento racional-, tranquilízate.

Y delicadamente, con tanta delicadeza de hecho que Rachel se sintió como si estuviera siendo elevada por el aire, se irguió con ella en brazos.

– ¿Estás bien?

– Suéltame.

Ben obedeció. La tumbó en la cama y una miríada de sensaciones golpeó a Rachel. El dolor, a pesar del cuidado que Ben había tenido, el confort de sentirse en su propia cama después de tantas semanas. Y la devastación de sentir las manos de Ben sobre ella.

Entonces Ben alargó las manos hacia los botones de su blusa. Pero Rachel emitió un sonido que le hizo alzar inmediatamente la mirada.

– No puedes hacerlo tú -le explicó Ben, intentando mostrarse razonable.

– Yo… dormiré vestida.

– Oh, sí, será muy cómodo -bajó la mirada hacia su expresión obstinada y suspiró mientras le acariciaba la mejilla-. Estás agotada, déjame ayudarte.

Rachel abrió la boca para protestar, pero Ben la silenció con un dedo.

– Hubo otro tiempo en el que me dejabas ayudarte a todo, ¿te acuerdas?

– Llama a Emily. Ella me ayudará.

Ben sacudió la cabeza lentamente y le quitó las zapatillas.

– Está preparando la cena. Hamburguesas con queso. Tiene la impresión de que ahora que has vuelto a casa vas a recuperarte muy rápido. Si la hiciéramos subir ahora y viera que apenas puedes respirar, se llevaría un susto de muerte.

Rachel cerró los ojos al sentir los dedos de Ben sobre los botones de la blusa y los apretó con fuerza mientras notaba cómo deslizaba la blusa por sus hombros y la pasaba por encima de la escayola con un cuidado tan extremo que los ojos se le llenaron de lágrimas.

Pero no, no iba a llorar hasta que no estuviera sola.

Ben le quitó el sujetador antes de meterle la camisola del pijama por la cabeza y guiarla muy tiernamente a través del brazo escayolado. El tejido rozó los pezones de Rachel y una sorprendente oleada de deseo la sacudió de pies a cabeza.

Abrió los ojos y se encontró con los de Ben. Hubo otro tiempo en el que Ben también provocaba aquellas reacciones en su cuerpo, pero las circunstancias eran muy diferentes. ¿Se acordaría él? A juzgar por la tensión de su rostro y el ligero temblor de sus manos mientras le quitaba los pantalones, lo recordaba.

Decidida a no sentir nada mientras le ataba los botones del pijama y la arropaba después en la cama, Rachel se concentró en respirar.

Ben se apartó de la cama y abrió la ventana del dormitorio para dejar que entrara la brisa del atardecer. Y en ese momento, otro recuerdo la golpeó. Recordaba a Ben cruzando su dormitorio tal como lo estaba haciendo en aquel momento: alto y volviéndose hacia ella con una sonrisa pícara mientras abría la ventana y posaba el pie en el alféizar, cuando todavía no había empezado a amanecer, dispuesto a dejarla después de una larga noche de caricias, besos, conversaciones y amor.

Ese mismo recuerdo estaba haciendo sonreír a Ben en aquel momento.

– Supongo que ya es hora de que utilice la puerta en vez de arriesgar mi vida trepando por el enrejado, ¿te acuerdas?

Rachel se estremeció. Era condenadamente difícil no sentir nada, negarse a tomar la ruta de los recuerdos cuando Ben estaba diciéndole «¿recuerdas?» con aquella voz tan sensual cada dos minutos.

– Vuelve a decirme por qué has tenido que hacer esto, Ben. Por qué vas a quedarte.

Ben se volvió.

– ¿De verdad tienes tan mala opinión de mí que creías que no lo haría?

– Creo que estás loco si esperas que me trague que quieres estar aquí, en South Village, atado a una casa, a un único lugar, cuando todo en ti anhela moverse.

Ben se dirigió hacia la puerta.

– Bueno, en ese caso, llámame loco.

– ¿Pero por qué? No puedes querer estar aquí.

– Esto no tiene nada que ver con lo que quiera o lo que deje de querer -la miró por encima del hombro-. Tú lo que tienes que hacer es mejorar. Ponte buena y me iré de aquí antes de que te hayas dado cuenta. Después, volverás a tu vida segura y estéril y te olvidarás de que he venido a molestarte.

La puerta se cerró tras él y antes de que pudiera ponerse a pensar en lo ocurrido, el sueño se llevó su maltratado cuerpo, liberándola de pensar, del dolor y las preguntas.

Pero no de soñar.

Dos meses antes de la graduación, National Geographic se puso en contacto con Ben. Querían que se internara en Venezuela con uno de sus fotógrafos durante el verano. Si aquel primer trabajo funcionaba, le asignarían una misión para el otoño en Sudáfrica.

– Ven conmigo -le dijo a Rachel.

Estaban sentados en el jardín botánico, en su lugar habitual de encuentro, a medio camino de sus respectivas casas.

Rachel alzó la mirada con la carta entre las manos y se quedó mirándolo fijamente. Nunca había visto a Ben tan animado y ella sabía por qué.

Durante toda su vida, Ben había estado esperando el momento de dejar la ciudad y por fin tenía la oportunidad de hacerlo.

Pero ella había estado esperando durante toda su vida la oportunidad de quedarse en un solo lugar. Y además adoraba South Village, adoraba las alegres gentes de sus calles, las vistas, los olores, todo… Aquella ciudad era su vida, era su corazón. La adoraba y no quería marcharse, ni siquiera por Ben. Si se marchaba, su vida a su lado sería idéntica a la que había llevado hasta aquel momento: viajar, viajar y viajar, cuando lo único que ella quería era un hogar.

– ¿Rach?

– Yo quiero quedarme.

– No, tenemos que irnos. En esta ciudad no hay nada para mí y lo sabes. Es mi futuro -añadió con voz ronca, diciéndole lo mucho que aquello significaba para él, pero sin explicarle por qué.

Oh, Dios, dejar que se marchara sería como dejar que se desgarrara una parte de ella, la mejor parte.

– No puedo -sentía el corazón en la garganta porque lo sabía: Ben estaba destinado a marcharse.

Y ella estaba destinada a quedarse.

– Vendrás conmigo -dijo confiadamente Ben.

No volvieron a hablar porque poco después Rachel cayó enferma de gripe y después de verla vomitando todas las tardes a las cuatro en punto durante toda una semana, Ben decidió llevarla a una clínica.

– ¿Necesita antibióticos? -le preguntó al médico, estrechando con fuerza la mano de Rachel mientras esperaba una respuesta.

– No, lo que estás incubando no es contagioso -le respondió el médico a Rachel-, es un bebé.

Загрузка...