Capítulo 20

El martes, Ben condujo el coche hasta Los Ángeles. Rachel permanecía en silencio, con la mirada fija en la ventanilla. Emily, en el asiento de atrás, también iba sorprendentemente callada, con unos cascos en la cabeza que bien podrían haber sido una pared de ladrillo entre ellos, porque ni siquiera miraba a sus padres.

– ¿Estás bien? -le preguntó Ben a Rachel mientras alargaba la mano hacia el aire acondicionado.

– Sí, estoy bien -contestó ella sin mirarlo.

Ben miró por el espejo retrovisor para asegurarse de que Emily continuaba meciéndose al ritmo de su música y no podía oírlos.

– Mira, Rachel, las cosas podrían ser diferentes.

– ¿De verdad? ¿Qué cosas?

– Lo nuestro, maldita sea. Sé que hay cosas de mí que…

– ¿Que qué, Ben?

– Que te asustan.

– Tú no me asustas, Ben -contestó Rachel con una frialdad pareja a la de su mirada.

– Vamos, Rachel, sé sincera. No tenemos tiempo para otra cosa.

– Muy bien. La verdad, porque la verdad es importantísima cuando vas a subirte en un avión dentro de un par de horas.

– Es importante, sí.

– Sí, claro -Rachel cerró los ojos-. Tienes razón, lo es. Y sí, me asustas.

Aquella era una triste victoria.

– Yo soy como soy. Siempre he sido así. Tú eres la persona más importante de mi vida, junto a Emily, y haría cualquier cosa por vosotras, excepto volver. Lo he intentado y no lo he conseguido, ni siquiera por vosotras.

A Rachel se le llenaron los ojos de lágrimas.

– Lo sé -ya no era capaz de parecer fría-, lo sé Ben, y dejemos las cosas así. Acabemos de una vez con todo esto.

Acabar de una vez por todas con todo aquello. Se refería a la despedida. Pero antes tenían que llevar a Emily a conocer a su amiga. Y de pronto, Ben comenzó a sentirse inexplicablemente inquieto. No tenía sentido, por supuesto. Habían ido de acampada, habían dejado que Emily regresara a casa en el autobús escolar, habían ido bajando la guardia gradualmente.

Y Asada estaba muerto.

Miró a Emily otra vez, a aquella preciosa hija con la que había pasado tan poco tiempo.

– Dios, no sé en lo que estaba pensando cuando le he dado permiso para hacer esto. Es una locura.

Rachel suspiró.

– Será bueno para ella separarse un poco de nosotros. La he tenido demasiado protegida por culpa de mis miedos y mis inseguridades.

Ben buscó su mano.

– No ha sido culpa tuya, sino de que hayas crecido cambiando constantemente de casa. Es comprensible que necesitaras un verdadero hogar.

– Pero tú no tuviste una infancia más fácil que la mía y eres…

– ¿Qué? ¿Exactamente lo contrario? Supongo que ambos tenemos nuestros respectivos traumas.

– Por eso quiero darle una infancia feliz a Emily -le estrechó la mano-. No quiero seguir escondiéndome detrás de mis miedos. Por lo menos me has enseñado eso.

Ben estaba tan conmovido que no sabía qué decir. Y como Emily se quitó en aquel momento los cascos, tampoco importó demasiado.

– ¿Ya hemos llegado? -preguntó y frunció el ceño cuando sus padres se echaron a reír.

– La eterna pregunta -dijo Rachel, apartando la mano de la de Ben.

Aquella pérdida de contacto borró la sonrisa de Ben. Ya casi había terminado. En un par de horas, habría conseguido lo que tanto deseaba: la libertad.

Pero en aquel momento no era capaz de recordar por qué la deseaba tan terriblemente, ni de qué huía.

Emily había quedado con Alicia a las cinco en punto. Todavía faltaban diez minutos para entonces y Ben rodeó el edificio por segunda vez, incapaz de encontrar un hueco en el que aparcar.

– Déjame salir -le pidió Emily-, os esperaré en una mesa.

– De ningún modo -dijo Ben.

– ¡Papá, necesito ir al baño!

– Yo iré con ella -le dijo Rachel a Ben.

– Mamá…

– O esperas o vas con tu madre.

Después de que hubieran rodeado el edificio una vez más, Emily estaba ya desesperada.

– ¡Tengo que salir!

– Muy bien -terminó cediendo Ben y paró el coche. Agarró la mano de Rachel antes de que esta saliera-. No la pierdas de vista en ningún momento.

No sabía a qué se debía aquel pánico repentino, pero su instinto le había salvado la vida en más de una ocasión.

– Ben…

– Prométemelo.

Y sólo cuando Rachel asintió, le soltó la mano.

– Ahora mismo iré -prometió, diciéndose en silencio que iba a aparcar aunque estuviera prohibido.

Tardó cinco terribles minutos en entrar en el restaurante. La adrenalina y la ansiedad le habían robado la respiración cuando por fin llegó allí.

Naturalmente, el restaurante estaba a rebosar. Durante unos segundos interminables, no fue capaz de ver ni a Rachel ni a Emily. Dejó de latirle el corazón, aunque no tenía la menor idea de qué pensaba que podía suceder en un lugar tan concurrido.

– Ben -de pronto apareció Rachel y posó la mano en su brazo-, estamos esperando a que nos den una mesa.

– ¿Y Emily?

– En el baño.

– ¿Dónde está el baño?

Rachel frunció el ceño.

– Detrás de la barra, pero, ¿Ben? -lo llamó cuando, abriéndose paso entre los clientes, se dirigió hacia la barra.

Una camarera con una bandeja a rebosar lo increpó porque, en su precipitación, estuvo a punto de tirarla. Después, una mujer que debía rondar los cien kilos, le bloqueó involuntariamente el paso y al final, tras una torpe danza, tuvo que pasar por debajo de su brazo para rodearla.

Rachel hizo lo mismo.

– Allí -dijo, señalando el cuarto de baño-. Sólo hay un cubículo, así que ha cerrado la puerta y yo he venido a buscarte.

Algo en absoluto peligroso, ¿Pero entonces por qué todos sus instintos estaban gritando? Intentó abrir la puerta, pero continuaba cerrada.

– ¿Emily?

Rachel no dudó ni un instante del pánico que vio reflejado en sus ojos. Ella también llamó a la puerta.

– ¡Emily! -miró a Ben aterrada-. ¿Por qué no contesta?

Porque no existía ninguna Alicia. Ben lo comprendió con repentina y aterradora claridad. Alicia era Asada, que no estaba muerto en absoluto. Ben no debería haber creído en su muerte. Y, sin embargo, había sido él mismo el que le había entregado a su hija. Empujó la puerta con el hombro. La madera cedió ligeramente y volvió a intentarlo.

– ¡Eh! -le gritó el camarero que estaba detrás de la barra y corrió hacia él-. Salga ahora mismo de aquí -gritó.

Pero justo en aquel momento, la puerta se abrió. Emily estaba en el suelo, atada y amordazada, con un matón arrodillado a su lado, clavándole una aguja en el brazo. Un segundo matón estaba bajando por la ventana hacia el cuerpo adormecido de Emily.

Ben se abalanzó sobre él y ambos terminaron sobre el suelo de cemento. Ben recibió un puñetazo que le hizo caer de espaldas y terminar golpeándose la cabeza. Las estrellas bailaban ante sus ojos, pero interrumpieron su danza cuando recibió un nuevo puñetazo en el estómago. Apoyándose en la rodilla, consiguió levantarse, pero estuvo a punto de morir ahogado cuando doscientos kilos de sólidos músculos aterrizaron sobre él. Y estaba intentando liberarse de aquel peso mortal cuando un grito repentino de Rachel le hizo agonizar de dolor.

Uno de los matones había dejado a Emily y se había vuelto hacia Rachel cuchillo en mano.

Rachel levantó algo y lo roció con él. Un spray de autodefensa, pensó Ben con una repentina oleada de orgullo al ver caer al hombre como un saco de patatas.

Rachel alzó la mirada hacia Ben.

– ¡Ben!

Ben giró justo a tiempo de ver al matón número uno sacando una pistola.

– Voy a matarte ahora mismo -gruñó y, sin dudar ni un instante de sus palabras, saltó sobre él.

No fue suficientemente rápido porque escapó un tiro de su pistola. Durante el terrorífico silencio que lo siguió, Ben tuvo tiempo suficiente para lacerarse con su culpabilidad.

Él era el culpable de que estuvieran allí, pensó mientras caía estrepitosamente al suelo y sentía arder la parte superior de su muslo. Él era el culpable de lo que le había ocurrido a Rachel.

Pero por lo menos había aterrizado encima de aquel tipo. Y por el ruido que había hecho la cabeza del matón al chocar contra el suelo, aquello no auguraba nada bueno para él.

El otro tipo continuaba sentado en el suelo, dando alaridos por el escozor de los ojos.

Emily estaba tumbada y completamente quieta. Ben fue gateando hasta ella, arrastrando la pierna herida. Estrechó a Rachel entre sus brazos, se apoyó contra la pared y cerró los ojos. Las sirenas sonaban en la distancia. Y, más allá de su propio dolor, podía oír el llanto de Rachel y sentir sus lágrimas empapando su camiseta.

Asada se enteró de la noticia por radio y fijó la mirada en la oscuridad. Eso era lo único que le quedaba, la oscuridad. Estaba completamente solo. Los únicos hombres leales que le quedaban habían sido encarcelados en California por intento de secuestro.

Era extraña la sensación del fracaso. Desolación, tristeza. No debería haber llegado hasta allí, pero lo había hecho y ya sólo le quedaba una cosa por hacer.

Con una calma que no había sentido en mucho, mucho tiempo, sacó su último tambor de gasolina. Debilitado por las circunstancias, tuvo algunos problemas para arrastrarlo a través del perímetro de la bodega en la que había estado viviendo, pero a medida que iba derramando la gasolina, el tambor iba haciéndose más ligero.

Cuando completó el círculo, sacó un mechero y prendió la gasolina, preparado ya para morir.

No había un lugar más inhóspito en el mundo que un hospital a las tres de la madrugada. Y para Rachel, que había pasado tantas noches en un hospital, la sensación era incluso peor. El olor a antiséptico y el dolor. El color blanco por doquier. Los susurros, los llantos.

Y el sabor del miedo y la falta de esperanza.

Gracias a Dios, lo último no se le podía aplicar a aquella noche. Sentada al lado de la cama de Emily, tenía la certeza de que ésta se iba a poner bien. Ya se había pasado el efecto del tranquilizante que le habían inyectado y en aquel momento dormía plácidamente por su propia voluntad. Al día siguiente le darían el alta médica.

Ben, sin embargo, no había tenido tanta suerte. Había salido del quirófano con una placa de acero para sostenerle el hueso y había necesitado transfusiones de sangre para sobrevivir.

Y tardaría algún tiempo en salir del hospital.

Alzó la mirada hacia el pálido rostro de Emily y la desvió después hacia la silla de ruedas que había al otro lado de la cama.

Las enfermeras le habían dicho que no. Los médicos le habían dicho que no. Pero Ben se había limitado a apretar los dientes, se había levantado de la cama y había pedido unas muletas.

Preocupados por su estado de ánimo, al final los médicos habían cedido, pero cuando lo habían visto a punto de matarse con las muletas, las habían sustituido por una silla de ruedas.

Aquel hombre era un cabezota, un idiota y un estúpido.

Y también el hombre más sorprendente y apasionado que había conocido nunca. En aquel momento sólo llevaba encima una bata de hospital. Postrado en la silla, con la cabeza torcida y las piernas estiradas, parecía… ¿cómo le había dicho él el primer día?, parecía vivo, sí. Incluso con el pelo revuelto y las oscuras ojeras que el dolor y el agotamiento habían dejado debajo de sus ojos. Ojos que abrió de pronto para mirar a Emily.

– Está bien -le susurró Rachel.

– Sí, pero no gracias a mí.

– Ben…

Rachel lo observaba mientras iba cerrando los párpados lentamente, vencido por el cansancio y los efectos de la anestesia.

La profundidad de la tristeza y la culpabilidad que reflejaba su mirada la dejó anonadada. Y tambien la de sus propios sentimientos. Había vuelto a enamorarse de él. O quizá nunca había dejado de quererlo.

No, ya no le quedaba ninguna duda. Después de todos aquellos años, todavía lo amaba.

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