Querido Ben:
¿Crees que has pagado suficiente? No dejes de vigilar, de esperar. Estoy seguro de que no lo harás.
Durante dos semanas, Ben estuvo trabajando a toda máquina, escribiendo artículos que no había tenido tiempo de redactar con anterioridad, e intentando no perder la cordura.
Cada día que pasaba viendo a Rachel luchando para recuperar su propia vida, para volver a trabajar, para ser una buena madre y además enfrentarse a su presencia, lo mataba. Durante aquel tiempo, los diferentes cuerpos de policía estaban trabajando también a todas horas, intentando encontrar alguna pista que los condujera hasta Asada.
Ben sostenía entre las manos la última carta de Asada. Podía leer su odio a través del papel y sabía que, agobiado o no, tendría que quedarse en South Village durante algún tiempo.
Escribía sus artículos, jugaba al baloncesto y procuraba perderse a sí mismo en aquel organizado caos en el que consistían sus partidos. Y parecía que funcionaba.
Hasta que un día, durante un partido especialmente catártico, se le ocurrió mirar hacia la calle del frente y vio a Rachel observándolo desde la ventana del estudio.
Con el sudor corriendo por su pecho y el corazón palpitante, tuvo la sensación de que el tiempo se detenía. Después, Rachel se volvió, rompiendo así el hechizo, y Ben volvió al ataque. Pero, tras un mes en aquella situación de provisionalidad, casi deseaba que Asada hiciera algún movimiento que le permitiera atraparlo para poder salir de aquel infierno.
Pero Asada no hacía ningún movimiento.
Melanie lo tenía todo. Un buen trabajo, un buen coche y, si ella así lo decidía, una cita cada noche. Y para rematar, el espejo le aseguraba a diario que tenía el mejor cuerpo de treinta y tres años de los alrededores.
Lástima que su jefe fuera un canalla, que los tipos con los que salía no valieran gran cosa y que durante los últimos años hubiera tenido que pagar sus buenos billetes a un cirujano para conservar su belleza.
Ignorando los límites de velocidad, se dirigía hacia South Village por primera vez en un mes, desde que Rachel había salido del hospital.
Y la verdad era que tampoco habría ido aquel día si no hubiera sido por el mensaje que le había dejado Rachel en el contestador un par de semanas atrás. Eran raras las ocasiones en las que su hermana la necesitaba. Y el hecho de que lo hiciera, llenaba un particular vacío que tenía muy dentro de ella.
Debería haber ido antes, pero el último fin de semana había sido la carrera de yates, y el anterior aquel desfile de moda que no se podía perder y, además, cada vez que llamaba, Emily insistía en decirle que todo iba bien. Pero ya iba siendo hora de que se acercara a ver a su hermana, la única persona en el mundo que realmente la aceptaba, por muchas locuras que hiciera.
Aparcar en South Village siempre había sido un desafío y aquel viernes no fue una excepción. Tuvo que pasar por delante de la casa en tres ocasiones hasta encontrar por fin un hueco que no la obligara a tener que caminar en exceso hasta la casa, algo que habría sido imposible dada la altura de los tacones de sus sandalias. El hecho de que Rachel hubiera decidido vivir en una de las zonas más transitadas de todo el estado era algo que nunca había llegado a comprender.
Una vez fuera del coche, se detuvo para echarse el pelo hacia atrás y retocarse el lápiz de labios mirándose en el espejo retrovisor. Y también practicó la sonrisa que esbozaría ante Rachel, una sonrisa que disimulara el enorme impacto que le producía el aspecto de su hermana.
Esa había sido la parte más dura del hospital. Mel no estaba preparada para ver a su hermana pequeña inmóvil en una cama de hospital. Una mujer que no había estado quieta en toda su vida. Pero peor aún habían sido las escayolas, las vendas y esas terribles heridas y cicatrices.
Y, Dios, su gloriosa melena dorada. Mel no había sido capaz de superarlo hasta que Rachel, advirtiendo su desconsuelo, había bromeado diciendo que el pelo siempre le podría crecer.
Mel había estallado en lágrimas al oírla.
En aquel momento, alzó la barbilla, decidida a ser tan valiente como su propia hermana, que era la mujer más valiente que había conocido en toda su vida. Después, fijó la mirada en el hombre que estaba sentado en las escaleras de aquel antiguo parque de bomberos. De todos los seres de la tierra, era el último que esperaba encontrarse allí. Ben Asher llevaba unos pantalones de baloncesto y nada más, mostrando su cuerpo esbelto, musculoso y deliciosamente sudoroso.
Dios, a Mel le encantaban los hombres sudorosos y atléticos y, antes de que hubiera podido hacer nada para impedirlo, el deseo brotó en su interior. Ben Asher era todo lo que le gustaba de un hombre. La suya no era la belleza de un modelo, sino la de un hombre al que no le importaba mancharse las manos. Ben era un rebelde de corazón, un hombre que sabía lo que quería y lo que debía hacer para conseguirlo.
Mel lo había visto al menos una vez al año desde que Rachel y él habían roto. Era ella la que llevaba a Emily con su padre cada vez que él lo pedía, entre otras cosas para poder darse el gusto de verlo.
Pero en el fondo, en lo más profundo de su ser, sabía que Ben había hecho mucho más daño a Rachel del que él mismo era consciente y, a pesar de la actividad de sus hormonas, su lealtad estaba siempre del lado de su hermana. De modo que sí, disfrutaba mirando a aquel hombre, ¿quién no lo haría? Y quizá, para sentirse mejor al respecto, solía mentirle a Rachel cuando hablaban de él, diciéndole que se había convertido en un mujeriego, que hablaba de ella con notable desdén y cuantas otras barbaridades se le ocurrían para así no tener que sentirse culpable por desear al único hombre por el que su hermana había sido capaz de desprenderse de su fría fachada.
Y, además, Rachel nunca hablaba de él, nunca preguntaba por él, de modo que, ¿qué daño podía hacerle?
Suponía que debería sentirse culpable, sobre todo porque Ben siempre, siempre, preguntaba por Rachel, y jamás lo hacía con desdén. Quizá una mujer mejor que ella habría sido sincera, pero Mel jamás se había jactado de ser buena.
Y, mientras cruzaba la calle y sonreía, su mirada reparó en el hombre que había en la casa contigua a la de Rachel.
Era Garret, el dentista, el buen samaritano. Estaba cortando el césped con unos vaqueros y una camiseta, no era nada especial, desde luego, no podía comparársele a una divinidad griega. Aun así, cuando alzó la mirada y la vio, durante un breve segundo, se quedó completamente quieto.
Mel también se detuvo un instante en medio de la calle, olvidándose de Ben y recuperando el recuerdo de la última Noche Vieja. Había ido a pasarla con Rachel, que se había quedado dormida antes de las diez de la noche. Peligrosamente sola y aburrida, Mel había decidido acercarse a un bar que no quedaba lejos de la casa. Y había terminado encontrándose con Garret.
En un momento de locura, había bailado con él.
Y en un segundo momento de locura incluso mayor, había aceptado ir a su casa, donde había pasado una larga y gloriosa noche. No habían vuelto a hablar desde entonces.
Entre otras cosas, porque ella le había dado largas cada vez que él lo había intentado.
– Mel -la saludó Ben con aquella voz grave y seria cuando llegó al jardín.
Mel le dirigió a Garret una última mirada que hizo que el corazón le diera un vuelco en el pecho.
– Ben -se obligó a tranquilizarse mientras Ben se incorporaba con la gracia de un felino y a sacar de su mente a Garret, aquel hombre que para ella no tenía ninguna importancia-. ¿Qué estás haciendo aquí, guapísimo? ¿Vas a llevarte a Emily a uno de esos viajes exóticos?
– He venido por Rachel.
¿Ah, sí?
– ¿Te ha llamado ella?
Ben se echó a reír al oírla, con aquella risa sensual con la que, imaginó Mel, podría hacer ronronear a una monja. Por el rabillo del ojo, advirtió que Garret estaba regando las flores. Y lo hacía con la misma concentración con la que lo hacía todo. Al recordar que ella misma había sido el objeto de su concentración en una ocasión, el corazón volvió a darle un vuelco en el pecho. ¿Qué demonios le pasaba?
– No, no me llamó ella -Ben sonrió-. ¿Alguna vez te ha llamado tu hermana para pedirte ayuda?
– Eh, no -admitió Mel con una sonrisa-. ¿Entonces cómo…?
– He venido a cuidarla, aunque eso también es un asunto algo delicado porque, según tu hermana, no necesita a nadie. En ese sentido, las cosas no han cambiado mucho.
– De modo que has venido a cuidarla -repitió Mel lentamente-. Pero Emily me dijo que había contratado a una enfermera…
– ¿Y te lo tragaste?
Mel clavó la mirada en sus risueños ojos y sacudió la cabeza.
– Oh, no. No ha podido mentirme.
– Me temo que sí.
– Y tú viniste corriendo. Qué gesto tan dulce… -intentó pensar si alguna vez había estado con un hombre que hubiera sido capaz de dejarlo todo, su trabajo, su vida, para correr a su lado, desde el otro extremo del mundo, nada más y nada menos.
Y no, nunca había estado con un hombre así.
Mantenía la mirada lejos del hombre que estaba en el jardín de al lado, un hombre que jamás le había dicho a nadie que la había deseado, aunque sólo hubiera sido en una ocasión.
– Rachel está mejorando mucho -dijo Ben.
Y si Mel hubiera sido una mujer de fácil sonrojo, se habría ruborizado al darse cuenta de que no había preguntado por la salud de su hermana.
– Supongo que podré comprobarlo por mí misma -dijo, y le dirigió a Ben una de aquellas sonrisas ante las que normalmente se rendían los hombres estúpidos, sólo para ver lo que podía suceder.
Completamente inmune a su sonrisa, Ben le abrió la puerta y, sin que ella le hubiera dado permiso, Mel sintió que se le encogía el corazón. ¿Por qué los hombres con los que se acostaba no le abrían la puerta?
Bueno, la verdad era que Garret lo había hecho. Pero no quería volver a pensar en él.
– ¿Rach? -Ben se acercó a la barra que había en el centro del vestíbulo y llamó a Rachel. Después se volvió hacia su hermana-. La he dejado hace una hora en el vestíbulo, iba a intentar ponerse a trabajar.
– ¿Tanto ha mejorado? -la última vez que había visto a su hermana parecía al borde de la muerte.
– No, pero tu hermana es condenadamente cabezota. Quizá puedas convencerla de que almuerce. Está comiendo como un pajarito.
Mel lo siguió y sacudió la cabeza. Ben ni siquiera se había fijado en sus labios pintados, ni había recorrido con la mirada su cuerpo, ni siquiera el minúsculo vestido blanco que llevaba.
Esperaba que por lo menos Garret la hubiera mirado con atención.
Y no porque estuviera pensando en él…
Subieron la escalera. Y cuando llegaron a la puerta cerrada del estudio, Ben volvió la cabeza y sonrió.
– ¿Estás preparada para que te arranquen la cabeza?
Mel apartó a Garret de sus pensamientos.
– ¿Por qué lo preguntas?
– Bueno, a lo mejor Rachel no intenta morderte cada vez que la miras, pero… -rió suavemente-, parece que Rachel y yo sacamos lo más extremo de cada uno de nosotros.
El hecho de que no hubiera dicho «lo peor de nosotros», la dejó paralizada. ¿Qué estaba ocurriendo allí? Puso los brazos en jarras.
– ¿Estáis haciendo alguna estupidez, como acostaros juntos? Porque espero que en esta ocasión os aseguréis de utilizar los preservativos correctamente.
La puerta se abrió de golpe y apareció Rachel, apoyada en el bastón y fulminándolos con la mirada.
– Hola, cariño -dijo Ben con extremada dulzura-. Ya he vuelto a casa.
Rachel lo miró con los ojos entrecerrados y se volvió hacia Melanie.
– ¿Quieres preguntarme algo directamente a mí?
Oh, Dios. Mel cometió el error de mirar a Ben.
– No lo mires a él -le exigió Rachel-. Mírame a mí, estoy aquí. De pie, y, ya que lo preguntas, sí, me duele terriblemente.
– Eh, hermanita. Tienes un aspecto… magnífico.
Rachel soltó un bufido y regresó al interior del estudio.
– Rach… -Ben entró en la habitación y sorprendió a Melanie posando las manos sobre los hombros de su hermana, uno de los cuales se inclinaba ligeramente, por el esfuerzo de soportar la escayola-. Vamos, pequeña. Vamos al piso de abajo para que comas algo. Em ha traído esas repugnantes galletas tan saludables, ¿recuerdas? Tendrás que comértelas antes de que vuelva a casa si no quieres que se preocupe por ti.
– Cómetelas tú.
– Bueno, querida, lo haría si no supieran a aserrín.
Rachel se echó a reír. A reír. Ben también rió, le dirigió a Rachel una sonrisa y le acarició la mejilla.
Rachel se sonrojó.
Y, mientras Mel los observaba atentamente, Ben deslizó las manos por los brazos de su hermana al tiempo que la miraba a los ojos con tanto cariño, con tanta intensidad, que dejó a Mel completamente sin aliento.
– Dios mío -dijo con una risa que a ella misma le resultó demasiado estridente-. Cómo cambian las cosas. La última vez, no podías estar en la misma habitación. Y ahora mira.
Rachel volvió la cabeza y se alejó de Ben, de manera que a éste no le quedó más remedio que dejar caer las manos a ambos lados.
– Estamos conviviendo en la misma casa para tranquilizar a Emily, Mel, así que no llegues a conclusiones equivocadas.
– ¿Conviviendo solamente?
– Ya basta, Mel -le advirtió Ben con más vehemencia de la que ella estaba acostumbrada a soportar.
¡Qué valor!, se dijo Mel indignada. Durante años, había estado prácticamente a su servicio, llevando a Emily hasta los confines de la tierra para que pudiera verla. Evidentemente, saltaba de alegría cada vez que la llamaba porque no tenía ningún inconveniente en verlo un par de veces al año, pero, ¿dónde había quedado su gratitud?
– De acuerdo, entonces -dijo con aparente ligereza. Pero de pronto, sintió que la garganta le ardía-. Aunque no logro imaginarme por qué he arriesgado mi trabajo viniendo a toda velocidad hasta aquí. Ah, espera, sí, ahora me acuerdo, ha sido porque Rachel me llamó llorando.
Ben giró el rostro inmediatamente hacia Rachel.
– ¿Estabas llorando?
Una irracional oleada de celos sorprendió a Mel al ver cómo miraba Ben a su hermana. El pendiente de plata resplandecía, el pelo caía rebelde sobre su frente. Aquel cuerpo atlético no debía de haber visto ni de lejos un gimnasio, pero el uso que había dado a sus músculos los mantenía en forma. Todo en él hablaba de rebeldía, de pasión.
¿No se daría cuenta Rachel? Un hombre como él estaba hecho para una mujer… como ella.
No para Rachel. Ella necesitaba tranquilidad, calma, amabilidad. Necesitaba estabilidad y seguridad.
Pero no conocía el significado de aquellas palabras. Maldita fuera, verlos allí a los dos, mirándose el uno al otro, era como estar viendo a alguien deslizando la uña por una pizarra.
– No estaba llorando -Rachel echó la cabeza hacia atrás y miró hacia el techo-. Estaba… no sé. Me estaba compadeciendo y fin de la historia. En cualquier caso, eso fue hace semanas. ¿Y sabes qué? Me están entrando ganas de comer esas galletas con sabor a aserrín.
Ben sacudió la cabeza.
– Deberías haberme llamado a mí.
– ¿Así que ahora te dedicas a hacer de héroe? -Melanie se echó a reír-. Ese es mi trabajo de los fines de semana, amigo, así que… -juntó las manos e intentó parecer hambrienta-, vayamos a por esas galletas y veamos si podemos hacer algo para arreglarlas. Yo apostaría por algo así como el chocolate o el sirope. Algo que engorde.
Necesitaba algo bien calórico para superar el efecto de las tórridas e intensas miradas que Ben le dirigía a Rachel. Necesitaba toda una bandeja de galletas.
Emily se dejó caer en el asiento del abarrotado autobús escolar. Mientras otros niños paseaban a lo largo del autobús, ella permanecía en su asiento con la mirada perdida, intentando decidir si le importaba o no que nadie se sentara con ella. Y la verdad era que no le importaba lo más mínimo.
Odiaba el colegio. Odiaba a sus profesores, aunque seguramente a ellos les habría sorprendido saberlo. La adoraban porque era una niña callada que jamás causaba problemas.
Pero no la veían. En el colegio nadie la veía. Ella se decía que no importaba, que aquel curso era suficientemente madura como para no importarle el ser diferente. Aunque quizá estuviera equivocada.
– ¿Puedo sentarme aquí?
Emily alzó la mirada. Y continuó alzándola. Era aquel chico alto y delgado que iba a clase de historia. Era muy reservado, y también un cerebrito. Emily quería preguntarle por ello, quería preguntarle si también él se sentía fuera de lugar en aquel colegio en el que lo único que parecía tener importancia era el deporte, pero nunca se atrevería a hacerlo.
– Emily, ¿puedo sentarme aquí?
¡Sabía su nombre!
– Eh…
No podía pronunciar palabra. ¡No podía pronunciar palabra! ¿Qué terrible novedad era esa? Se limitó a encogerse de hombros y a morderse el labio mientras su compañero se sentaba.
– Me llamo Van -se presentó mientras dejaba el ordenador a sus pies-. Vamos juntos a clase de historia.
– Sí.
¿Sí? ¿Eso era lo único que se le ocurría?
Van llevaba un disquete en la mano, lo cual significaba que era capaz de manejar un ordenador. A Emily comenzó a latirle violentamente el corazón. También se puso a sudar, algo que realmente le repugnó. «Por favor, que no lo note». Al intentar secarse el sudor del labio superior sin que él lo notara, lo único que consiguió fue tirarle a Van el disquete al suelo.
– Oh -se agachó a por él-, ¡lo siento mucho!
Van también se inclinó y sus cabezas chocaron.
– ¡Ay! -exclamó Van, frotándose la frente, pero estaba sonriendo.
Emily no. Emily quería morirse. Frotó el disquete contra el pantalón, sintiendo cómo iba poniéndose cada vez más roja mientras las dos chicas que estaban sentadas detrás de ella comenzaban a reírse.
Era oficial. Era un desastre.
– No te preocupes -Van continuaba sonriendo a pesar del golpe-, sólo es una copia.
Justo en ese momento, el autobús dio un frenazo y Emily cayó prácticamente sobre Van. Dios santo, las cosas ya no podían ir peor. Avergonzada, alzó la mirada hacia su rostro, pero Van continuaba sonriendo de oreja a oreja.
Emily se descubrió a sí misma sonriendo también. Y sintiéndose terriblemente impotente.
«Habla con él», se decía, «pregúntale por el disquete. Menciona tu ordenador. ¡Di algo! ¡Cualquier cosa!».
Tardó cinco minutos en averiguar lo que iba a decir. Había decidido preguntarle si alguna vez iba al laboratorio de informática después de las clases, pero en aquel momento se detuvo el autobús y Van se levantó.
Un desastre.
Faltaban otras tres paradas para que pudiera ahogar su tristeza en Parches y en leche con chocolate y galletas. Abrió la cremallera de la mochila y abrió el ordenador lo suficiente como para poder ver la pantalla. Todavía no podía ver el correo, pero podía releer lo que había descargado aquella mañana.
Le había escrito Alicia, lamentándose de lo odiosos que eran sus padres, su colegio y su vida en general.
Emily no tenía nada que objetar al respecto. Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie la veía y comenzó a teclear: Alicia, aquí también es todo odioso.
No quería que Alicia se sintiera demasiado marginada. Además, el colegio era odioso, aunque en casa, con sus padres, las cosas se estaban poniendo interesantes. Había estado haciendo un gran trabajo con ellos, aunque todavía no se habían dado cuenta de que se suponía que tenían que estar juntos. Eran ambos increíblemente cabezotas.
Su padre se ponía verdaderamente gruñón cada vez que aparecía Adam. Al verlo, a Emily le entraban ganas de abrazarlo. Pero su madre, su madre no estaba haciendo ningún esfuerzo para llevarse bien con su padre. Y aquello la desesperaba.
Emily sabía que no quedaba bien admitir ese tipo de cosas, pero Dios, cuánto deseaba que sus padres volvieran a estar juntos. Y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para conseguirlo.
En dos ocasiones, se había cortado el teléfono cuando Adam había llamado para hablar con su madre. Y, mejor aún, había conseguido convencer a su tía para que la llevara a ver la última película de DiCaprio, de modo que sus padres tendrían que quedarse solos.
El autobús se detuvo en su calle. Emocionada, Emily cerró la cremallera y abandonó el autobús sin detenerse siquiera para fulminar con la mirada a un solo niño.
Rachel se apartó del caballete y soltó una bocanada de aire. El papel continuaba en blanco. Patéticamente en blanco. Era irónico, teniendo en cuenta que aquel día se encontraba suficientemente bien como para prescindir de los analgésicos.
Y eso significaba que estaba en un verdadero proceso de recuperación.
Estupendo.
Pero aparentemente, había perdido su capacidad para plasmar una historieta de Gracie que la ayudara a olvidar la tristeza de su propia vida.
Era una pena.
Y no era sólo el trabajo, tenía que admitir. Aquel día había sido muy duro desde esa misma mañana, cuando Emily no había querido levantarse de la cama. Rachel sabía que se había quedado despierta hasta muy tarde con aquel estúpido ordenador, pero al señalarlo lo único que había conseguido había sido iniciar una pelea.
Ben había entrado en aquel momento en el dormitorio y había conseguido que su hija se levantara de la cama con la promesa de pasar por un McDonald’s de camino hacia el colegio. Cuando Rachel había sugerido que debería probar otros métodos mejores que el soborno, la pelea se había convertido en una guerra abierta.
Naturalmente, Emily se había lanzado a la defensa de su padre, chillando por encima de los ladridos de la perra, que también demandaba su atención y Ben permanecía extremadamente callado. Rachel había terminado con dolor de cabeza.
Y estaba comenzando a cansarse de preguntarse cuándo emprendería Ben un nuevo viaje. Lo había visto escribiendo, murmurando, jugando con la cámara. Le había visto leyendo los acontecimientos del día en los periódicos. Lo había oído hablar por teléfono justo el día anterior sobre un futuro trabajo en Liberia. Y lo oía moverse por las noches por su habitación como un animal enjaulado.
Y, cada vez que se despertaba, pensaba que aquel sería el último día.
Pero Ben no se marchaba.
Aunque lo haría pronto, de eso no tenía ninguna duda. Sí, él se iría y ella se alegraría de que se fuera. Sólo era cuestión de tiempo.
Sonó el teléfono, sacándola de su ensimismamiento y haciéndola volver al presente.
– Muñeca -exclamó Gwen Arini, su agente, con aquella voz ronca, resultado de haber fumado durante treinta años-, ¿cómo va el trabajo?
– No va.
– ¿No? Bueno, todavía tienes todo un mes antes de que tengas que empezar a machacarte. Gracias a Dios, tenías mucho trabajo adelantado.
– Gwen… -Rachel cerró los ojos y admitió por fin algo que había estado queriendo admitir durante mucho tiempo-. No sé si quiero seguir estrujándome el cerebro. Estoy pensando en poner fin a Gracie.
– Creo que no te he oído bien, muñeca.
– Me has oído perfectamente.
– Entonces acabo de sufrir un ataque al corazón.
– Me gustaría poder empezar algo nuevo.
– ¿Otra tira?
– No. Estoy pensando en hacer algo completamente diferente. Me gustaría ponerme a escribir y dejar de dibujar.
Se hizo un silencio mortal al otro lado de la línea.
– ¿Te refieres a abandonar la mayor fuente de ingresos de tu vida?
Rachel se esperaba aquel tipo de resistencia.
– Estoy pensando en escribir un libro.
– Todavía estás bajo el influjo de las lesiones, ¿verdad?
– No.
– Vamos, Rachel, la gente no abandona ese tipo de chollos. Si sólo tienes que dibujar una tira a la semana, por el amor de Dios.
En aquel momento, Rachel vio que alguien deslizaba un papel por debajo de la puerta del estudio. Desplazándose lentamente con el bastón, se acercó hasta él.
– Siento que no lo comprendas, Gwen, pero… -desdobló la hoja de papel y leyó la nota.
Ha llegado el momento de que hagamos una tregua. Reúnete conmigo en el jardín a los ocho. Te invito a cenar.
Rachel frunció el ceño. ¿Ben quería una tregua? ¿Y qué quería decir eso exactamente?
– ¿Rachel?
– Gwen, tengo que colgar.
– Espera.
– Lo siento, te llamaré la semana que viene -colgó el teléfono y fijó la mirada de nuevo en el papel, preguntándose qué demonios se proponía aquel hombre.
Ben también estaba leyendo una nota en aquel momento, una nota que alguien había deslizado por debajo de su puerta.
Ha llegado el momento de que hagamos una tregua. Reúnete conmigo en el jardín a las ocho. Te invito a cenar.