Llamaron marcando la contraseña antes del amanecer.
Manuel se abrió camino cuidadosamente a través de la oscuridad por la húmeda bodega. Todavía no se atrevía a utilizar el generador a esa hora del día, de modo que sólo contaba con la luz de una linterna.
Motas de polvo y suciedad flotaban en el aire, iluminadas por el haz de luz de la linterna, pero no podía concentrarse en eso si no quería perder la cabeza.
Abrió con entusiasmo, con demasiado entusiasmo, pero no pudo evitarlo. Todo giraba alrededor de las noticias que tenían que darle.
– ¿Has conseguido el dinero? -preguntó Asada con peligrosa calma.
– Sí, sí.
Todo en su interior pareció relajarse. Por fin comenzaba a bajar la marea. El dinero que habían robado aquella noche sería el principio. El dinero se traducía en poder y con poder podía hacerse cualquier cosa.
Como destrozar al hombre que lo había hundido.
Para Rachel, los siguientes días consistieron en la rutina de la rehabilitación, el intento de conectar con su hija y en una intensa y peligrosa danza alrededor de Ben. El anhelo, el deseo, era inconfundible, pero sabía que sería mucho peor que se entregaran a él.
De modo que hacía todo lo que estaba en su mano para ignorar el sensual y primitivo hormigueo de su cuerpo… Y la promesa de Ben de aliviar ese hormigueo.
En el pasado, el trabajo siempre había sido su salvación, pero Gracie continuaba eludiéndola. En cambio, cada vez que se sentaba ante el caballete, terminaba… con varios bocetos de Ben, principalmente. Ben sentado de rodillas, Ben pasándole el brazo por los hombros a Emily, que aparecía sonriendo como en los viejos tiempos y abrazando a una educada, ¡ja!, Parches.
Una fantasía. Rachel tiró aquel lienzo de papel y comenzó de nuevo. En aquella ocasión, dibujó la exuberante y alegre vida nocturna de South Village. Su casa aparecía en medio de la escena.
¿De verdad veía su vida de esa manera? ¿Alegre y exuberante?
Quizá… últimamente. Había sido una estúpida al no admitir lo que Ben hacía por ella. Su capacidad para hacerla sentirse… viva. Sorprendentemente viva.
Lo deseaba. Podía admitirlo porque sabía que iba a marcharse. Y él también la deseaba. Y podrían caer perfectamente en la rutina de acostarse juntos cada noche hasta que Ben se marchara. ¿Y realmente sería un error? Pensando en ello, alargó la mano hacia el teléfono con la idea de realizar una consulta.
– ¿Mel?
– ¿Qué ha pasado? -preguntó su hermana.
– No demasiado.
– Eh, ¿has dejado que Adam te hiciera llegar al orgasmo?
– No.
– No me digas que has dejado que lo haga Ben.
– Mel, hablas de él como si fuera… un juguete.
– Lo has hecho, ¿verdad? Lo has hecho con Ben.
– No, no lo hemos hecho.
– Menos mal.
Rachel fijó la mirada en el dibujo de Ben que tenía en el suelo. Incluso en dos dimensiones parecía tan vibrante… Tan carismático.
– ¿Por qué dices eso? ¿Tan mal te parecería que me acostara con él?
– Qué rápido has olvidado -musitó Mel-. ¿Recuerdas tu pasado con él? ¿Ya no te acuerdas de que te destrozó y de que puede volver a hacerlo con un simple adiós?
– No, no lo he olvidado -respondió Rachel suavemente.
– Estupendo. Pues no dejes de repetírtelo para poder mantener tus hormonas bajo control. Y si quieres hacer algo por ellas, llama a Adam.
– No puedo.
– ¿Por qué no?
– Me llamó ayer por la noche y me dijo que no iba a volver a ponerse en contacto conmigo hasta que yo no hubiera tomado una decisión sobre lo que quería de Ben.
– Bueno, pues devuélvele la llamada, dile que ya has tomado una decisión y que Ben se va a marchar.
– Mel…
– Oh, tengo que colgar. Jefe psicótico en alerta.
– Mel…
Clic.
Rachel colgó el teléfono y suspiró. Aquella conversación no había conseguido animarla. Nada de sexo con Ben. Decidida a olvidarlo, se volvió de nuevo hacia el caballete.
Emily permanecía sentada en el estudio, con el portátil sobre las piernas, concentrada en los intensos colores del cielo mientras iba poniéndose el sol. Adoraba aquella casa, adoraba el jardín, su dormitorio, el ascensor, la cercanía de las tiendas… adoraba todo.
Pero ya no era una niña. Y sabía que su casa era especial. Y cara.
Y, porque lo sabía, también comprendía algo más. Era una persona afortunada, muy afortunada. Se inclinó hacia la perrita que dormía a sus pies y la estrechó contra ella. Parches bostezó. Emily sonrió y enterró el rostro en su cuello.
Sobre ella, oía la voz queda de su madre… ¿y su padre quizá? Debían estar en el estudio de su madre, contemplando la puesta de sol.
Juntos.
El corazón le dio un vuelco, pero inmediatamente se recordó que llevaban ya mucho tiempo juntos y, a pesar de todos sus esfuerzos, no estaban haciendo planes de boda. De hecho, su padre había intentado decirle que iba a marcharse pronto. Ella fingía no entenderlo, pero sabía que no podría postergarlo eternamente. Su padre quería despedirse de ella.
Y ella no quería que lo hiciera.
¿Cómo podía querer marcharse cuando ella últimamente sentía que las cosas se habían suavizado mucho entre su madre y él? Y no eran imaginaciones suyas. Su madre le sonreía más a menudo. Y él muchas veces se limitaba a contestarle mirándola en silencio con una expresión que le indicaba a Emily que la quería.
– No está mal esta puesta de sol -oyó decir a su padre-, para lo que puede ofrecer una ciudad.
Su madre se echó a reír. ¡A reír nada menos!
Emily aguzó el oído, pero lo único que llegó hasta ella fue la risa ronca de su padre.
Continuaron riendo juntos. Y hablando. Estaban… Un momento. Si estaban sentados en aquel balcón, eso significaba que tenían que estar en el dormitorio de su madre.
A lo mejor… a lo mejor lo habían hecho… ¡Genial! Pero, si quería ser realista, tenía que reconocer que por lo menos ya lo habían hecho en otra ocasión. Ella era la prueba viviente. Debatiéndose entre el disgusto y la esperanza, agarró el portátil y la perra y se metió en el estudio, para darles cierta intimidad.
Con renovadas esperanzas, se sentó a preparar el próximo plan de ataque para conseguir que se enamoraran.
Ignorando por completo que su hija estaba en el piso de abajo esperando un milagro, Rachel estaba disfrutando de la puesta de sol sentada en una tumbona y deseando tener energía suficiente para agarrar la libreta y los lápices y capturar el hermoso espectáculo que tenía frente a ella.
Y, de pronto, oyó una voz saliendo de entre las sombras.
– No está mal esta puesta de sol, por lo menos para lo que puede ofrecer una ciudad.
Rachel se echó a reír, a pesar de que sintió que el corazón se le encogía. Alzó la mirada y descubrió a Ben apoyado en el marco de la puerta del balcón, observándola.
– Eso es porque el humo y la polución les dan un brillo especial a nuestras puestas de sol.
Ben sonrió radiante. Y Rachel sintió que el corazón le revoloteaba en el pecho.
– ¿Qué estás haciendo?
Se apartó de la puerta y caminó hacia ella con aquella seguridad que a Rachel siempre le hacía pensar en lo cómodo que se sentía en su propia piel. Y preguntarse qué podría hacer ella para conseguir aunque sólo fuera la mitad de esa confianza en sí misma.
– ¿Que qué estoy haciendo? -repitió Ben, sentándose a su lado, aunque en realidad no había prácticamente sitio para los dos-. Supongo que simplemente estoy aquí, contigo.
En el pasado, cuando eran jóvenes y tenían las hormonas a flor de piel, no eran capaces de hacer algo tan sencillo como estar juntos, sentados. Ben siempre tenía las manos encima de ella y aunque había sido una experiencia nueva y hasta cierto punto aterradora el compartir tanto afecto, Rachel había llegado a ser muy dependiente de él.
Durante los años que desde entonces habían pasado, no había vuelto a permitirse depender afectivamente de nadie. Y cuando Ben había vuelto a aparecer en la puerta de su casa, había sentido el impacto de su presencia hasta en el último rincón de su cuerpo y se había preguntado admirada cómo iba a poder ignorar tanto a Ben como a su patente sensualidad.
Tenían más años, eran más maduros, de manera que se podría pensar que sería más fácil. Al fin y al cabo, ambos habían decidido que no podía haber nada entre ellos y que podían controlarse.
Pero allí, en la oscuridad, con el tentador calor de aquella noche de primavera y las estrellas y las luces de la ciudad brillando a su alrededor… Dios, cuánto lo deseaba. Cuánto lo necesitaba.
– Sentarte aquí no es una buena idea. Y lo sabes.
– Sí -la silla chirrió cuando se inclinó hacia delante para acariciar su rostro.
Deslizó el pulgar por su labio inferior.
– Pero estar aquí contigo me hace desear como hacía mucho tiempo que no deseaba. Desde la última vez que estuve contigo en realidad.
Rachel se echó a reír.
– No me digas que no ha habido otras mujeres.
Ben cubrió su boca con el pulgar, interrumpiéndola. Su risa suave e irónica acarició la mejilla de Rachel.
– ¿De verdad quieres que hablemos ahora de otras mujeres?
Sus ojos se encontraron a través de la oscuridad. Ben se acercó todavía más a ella y colocó una mano al otro lado de su cuerpo.
Pensar que podía haber hecho eso mismo con otras mujeres era un problema. No debería importarle, lo sabía. Había pasado mucho, mucho tiempo desde la última vez que habían estado juntos y alguien con una naturaleza tan sensual como la de Ben no era capaz de pasar un año sin relaciones, Y mucho menos trece.
– No -susurró Rachel-, no quiero hablar de otras mujeres.
Ben sonrió en la oscuridad.
– Perfecto, porque en mi cabeza sólo hay sitio para ti -se acercó todavía mas a ella-, quiero estar aquí, contigo -le mordisqueó la garganta-. ¿En qué estás pensando?
– ¿Que qué estoy pensando? -Ben deslizó las manos a lo largo de su cuerpo y acercó la boca a sus labios-. No puedo pensar.
– ¿Porque te estoy tocando?
– Sí.
No tenía idea de por qué lo hacía, pero alzó el rostro y cubrió los labios de Ben con los suyos, inhalando su sorpresa y suspirando de placer cuando Ben la estrechó contra él.
Entonces Ben se levantó y todo el mundo de Rachel pareció girar. Jadeando, se aferró a su cuello buscando equilibrio.
– ¿Qué estás haciendo?
– Terminar lo que acabas de empezar -cerró las puertas del balcón con el pie y la dejó en el suelo, al lado de la cama-. Quiero que estés segura de lo que vas a hacer.
Mientras esperaba a que Rachel tomara una decisión, temblaba por el esfuerzo que estaba haciendo para controlarse.
– Ben…
Ben posó un dedo en sus labios.
– Sí o no.
Rachel alzó la mirada hacia él sintiéndose como si estuviera al borde de un precipicio. Saltar, incluso con paracaídas, podía ser peligroso. Pero no saltar, no tomar lo que le ofrecía la vida, no era una opción en absoluto.
– Sí -susurró, y alargó los brazos hacia él.
La única luz de la habitación procedía del sol que se hundía en el horizonte. Las sombras se inclinaban sobre el suelo y sobre la cama. Ben tomó el rostro de Rachel entre las manos y la besó, robándole el poco aire que le quedaba en los pulmones. Su boca era tan firme como el resto de su cuerpo, y tan sexy, y tan generosa y… tan masculina. Todo en él la hacía temblar, y se aferraba a su cuerpo buscando apoyo. Podía sentir su calor, su fuerza, y le resultaba todo tan familiar y al mismo tiempo tan nuevo, que el corazón dejó de latirle durante un instante. Para cuando Ben alzó la cabeza y la miró a los ojos, Rachel ya estaba perdida. Estar en los brazos de Ben era al mismo tiempo el cielo y el infierno. Sí, había cientos de razones por las que aquello no era una buena idea, miles, pero mientras Ben hundía los dedos en su pelo y bajaba el rostro hacia ella, Rachel era incapaz de pensar una sola, no podía pensar en nada que no fuera en recibir todavía mucho más.
– ¿Qué llevas debajo de la bata? -preguntó Ben con voz ronca, mordisqueando su cuello.
– Eh… -mientras Ben se abría camino hacia su hombro, deshaciéndose de la bata en el camino, Rachel se esforzaba por pensar con coherencia-, no demasiado.
– Mejor -susurró Ben casi con reverencia y deslizó las manos por el interior de la bata, hasta dejarla abierta.
Rachel deseó cubrirse inmediatamente. Sabía el aspecto que tenía, todavía estaba demasiado delgada, llena de cicatrices y, a diferencia de él, muy lejos de la perfección.
– Ben…
– Oh, Rach, he echado tanto de menos tu cuerpo. Te he echado tanto de menos -y, con aquellas sorprendentes palabras, inclinó la cabeza y deslizó las manos por la espalda desnuda de Rachel, urgiéndola a acercarse, y abrió la boca sobre su seno.
Impactada por la inmediata reacción de su cuerpo, por el fuego que ardía en su interior, Rachel sólo era capaz de aferrarse a Ben. No había vuelto a sentir aquel relámpago de fuego, deseo y desesperación durante trece largos años, una eternidad. En el fondo de su mente, oía sus propios gemidos mientras Ben mordisqueaba su cuerpo entero, pero no podía evitarlo. Estaba ardiendo, temblando, y era incapaz de hacer otra cosa que permitir que Ben se abriera camino hacia su cuerpo. Y él acariciaba sus pezones con los dientes, la atormentaba deslizando la mano entre sus muslos, la torturaba de tal manera que Rachel habría terminado deslizándose hasta el suelo si él no la hubiera sujetado entre sus brazos.
Ben la sentó en el borde de la cama y le sostuvo la mirada mientras dejaba caer la bata al suelo.
Durante un breve instante, la conciencia del momento comenzó a despejar la niebla de sensualidad con la que Ben la había rodeado, pero entonces comenzó a desnudarse él y… Oh, era magnífico. Unos brazos fuertes y vigorosos, un pecho ancho, poderosos músculos… y entre ellos, la innegable prueba de su excitación. Y era ella la responsable de aquel sentimiento.
Ben dejó los calzoncillos a un lado y la descubrió mirándolo. Y debió interpretar mal la admiración que reflejaba su mirada porque dejó escapar una risa.
– Eh, no es nada que no hayas visto antes.
– Pero ha pasado mucho tiempo.
– Sí -Ben apoyó la rodilla en la cama y se inclinó sobre ella-, pero sigo siendo yo.
Sí, era él, el único hombre capaz de hacerla sentirse como si fuera a morir si no la besaba, si no la tocaba.
– Ben…
– Nada de arrepentimientos -susurró Ben y se inclinó para deslizar los labios sobre los suyos-, nada de recriminaciones, nada de pensar -deslizó las manos por sus brazos para posarlas a continuación a cada lado de su cabeza y se colocó entre sus muslos, que se abrieron inmediatamente para él.
Rachel sintió su erección sobre su ya preparado sexo, le rodeó el cuello con los brazos y susurró su nombre.
– Sí, eso es, veo que estás acordándote -Ben arqueó las caderas.
De los labios de Rachel escapó un gemido de placer cuando Ben hundió la cabeza y abrió la boca sobre sus labios, devorando sus silenciosas demandas al tiempo que hundía los dedos en su interior.
– Entra en mí-le suplicó Rachel.
Ben profundizaba sus caricias. Ella contuvo la respiración, se sentía como si estuviera suspendida en el aire… Ben se separó repentinamente de ella para ponerse el preservativo y se hundió de nuevo en su interior.
Sus gemidos flotaban en el aire. Rachel no habría sido capaz de formular una frase coherente aunque de ello hubiera dependido su vida, pero quería, necesitaba…
– Ben, por favor.
– Lo sé, pequeña -flexionó las caderas, sólo una vez-, lo sé.
– Oh, Dios mío…
– ¿Más?
– Sí.
– Lo sientes, ¿verdad, Rachel?
Otra nueva flexión hizo completamente imposible una respuesta.
– ¿Lo sientes?
Rachel arqueó las caderas contra él.
– ¡Sí!
Ben se deslizó de nuevo en su interior, añadiendo a aquel gesto una lenta e intencionada caricia del pulgar en el punto justo en el que se fusionaban sus cuerpos.
Rachel se sobresaltó.
– ¿Estás bien, Rach?
Rachel abrió la boca para contestar, pero Ben volvió a acariciar aquel punto que de pronto parecía haberse convertido en el centro del universo y Rachel explotó. Voló hasta lo más alto mientras recordaba lo que era sentirse llena, ardiente. Si no hubiera sido porque la explosión de fuegos artificiales que acababa de estallar en su cabeza parecía haberla dejado ciega, muda y sorda, habría contestado. Hasta que no cesaron los ecos del placer, Rachel no se dio cuenta de que Ben respiraba tan agitadamente como ella y que los brazos le temblaban por el esfuerzo que estaba haciendo para no derrumbarse sobre ella.
Sin abandonar todavía su interior, Ben alzó la cabeza y sonrió lentamente.
– Eh… -dijo suavemente.
– Eh.
Ben acarició los labios de Rachel.
– ¿Entonces?
A pesar de su inseguridad, Rachel no pudo menos que sonreír.
– ¿Entonces? -repitió.
– ¿Has sentido la necesidad de fingir? -quiso saber Ben.
Rachel pestañeó sin comprender.
– El orgasmo, ¿ha sido real o fingido?
Rachel se echó entonces a reír.
– Así que te parece gracioso -Ben deslizó la mano por la cadera de Rachel y se tumbó de espaldas, colocándola sobre él-, supongo que voy a tener que interpretarlo como una buena señal.
– Supongo que lo es.
– ¿Verdaderamente buena?
– Sí, verdaderamente buena -contestó Rachel suavemente, sintiéndose de pronto avergonzada.
Ben enmarcó su rostro con las manos.
– Eres tan guapa, Rachel. Claro que sí -insistió, al ver su expresión dubitativa-. ¿Por qué demonios no has compartido esto con nadie durante todo este tiempo?
– Creía que no íbamos a hablar de otras personas.
– No íbamos a hablar de otras mujeres, pero ahora estamos hablando de ti.
– Ben…
Ben volvió a dar media vuelta y Rachel se descubrió atrapada entre su cuerpo y la cama.
– Veo que las heridas están mejorando -musitó Ben-. Veo que tu cuerpo está mejorando, pero todavía hay mucho dolor en tu interior. ¿De dónde viene todo ese dolor, Rachel? ¿Por qué no quieres compartirlo? Si no quieres hablar de ello con nadie, hazlo por lo menos conmigo.
Rachel intentó apartarse de él, pero Ben la retuvo entre sus brazos sin tener que esforzarse siquiera.
– Cuéntamelo.
– ¿Por qué? -Rachel tragó saliva, pero ni siquiera así pudo deshacer el nudo que tenía en la garganta-. Te vas a ir.
Ben se quedó completamente quieto. Rachel consiguió escabullirse mientras él se tumbaba de espaldas y clavaba la mirada en el techo.
– Siempre tenemos que volver a lo mismo, ¿eh? -y sin decir una palabra más, se levantó de la cama y se metió en el baño.
Rachel se tapó hasta la barbilla e intentó pensar en cosas buenas. En su cuerpo, por ejemplo, que todavía vibraba de placer. Y en el calor del cuerpo de Ben, que continuaba caldeando su cama. Maldita fuera, había sabido en todo momento que aquello era algo temporal y se negaba a sufrir por ello o a esperar algo más.
Pero unos segundos después, Ben regresó, caminando hacia ella en toda su desnuda gloria y se detuvo al lado de la cama.
– ¿Quieres que me vaya? -le preguntó.
Sí, gritaba la mente de Rachel, quería que se marchara.
Pero era su cuerpo el que había tomado las riendas de la situación, no su cerebro, y, precisamente por eso, Rachel se incorporó y levantó las sábanas.
Ben regresó inmediatamente a sus brazos.
Con un suspiro, Rachel lo estrechó entre ellos y enredó sus piernas con las suyas. Presionó la cara contra su cuello, que olía tan maravillosamente a Ben, y dejó escapar otro suspiro.
– ¿Estás bien? -le preguntó Ben, deslizando la mano por su espalda.
– Por ahora sí.
– El ahora es lo único que importa -susurró Ben, y la estrechó con fuerza.
Y si esa respuesta no era una síntesis de sus diferencias, Rachel no sabía qué podía llegar a serlo, pero no le importaba.
Viviría el momento, intentaría disfrutarlo como fuera.
Y sus preocupaciones sobre el futuro las dejaría… para el futuro.