Capítulo 15

Una noche, poco después del estallido de Emily, estaban jugando los tres al Scrabble. Rachel sentada en el sofá del cuarto de estar y Emily y Ben en el suelo, alrededor de la mesita del café. Parches dormía a los pies de Ben.

Emily, con la lengua entre los dientes, colocó las letras P-A-P-A y le dirigió a Ben una sonrisa resplandeciente.

Con una sonrisa, él añadió I-T-O, formando la palabra «papaíto».

Rachel bajó la mirada hacia las letras, que parecían estar burlándose de ella.

– ¿Cómo es posible que pierda siempre en este juego? -preguntó, mientras añadía una E y una S a la O de la palabra de Ben para formar la palabra «eso».

– Es una cuestión de actitud -dijo Ben.

Emily asintió y añadió un par de letras a la palabra de Rachel, escribiendo algo sin sentido.

– Esa palabra no existe -protestó Rachel.

– ¿Lo ves? Actitud negativa -Emily chasqueó la lengua y se sumó los puntos correspondientes.

Ben se echó a reír.

– Cariño, ¿estás haciendo trampa?

– Siempre hace trampa -Rachel fulminó a su hija con la mirada-, esa es la razón por la que siempre gana.

– Muy bien -Emily retiró algunas letras para formar una palabra más corta-, ¿así estás contenta?

– Lo estaré si gano -bromeó Rachel.

Ben se estiró en el suelo y le sonrió. A su lado, Emily estaba resplandeciente y más feliz de lo que Rachel la había visto en mucho tiempo.

Era un momento tan bueno que le habría gustado enmarcarlo. Una instantánea perfecta en el tiempo, llena de ternura y felicidad.

Ben inclinó la cabeza, se sentó, posó la mano en el brazo de Rachel y la miró a los ojos.

– ¿Estás bien?

– Sí -contestó, y jamás había sido más cierto-. Estoy bien, de verdad.

Ben le sonrió y continuó jugando.

Pero dejó la mano en su brazo.

Al final de la semana, Ben continuaba en la casa y Rachel no sabía si sentirlo o alegrarse. Tomaban el café juntos todas las mañanas y, si Rachel no tenía que ir al fisioterapeuta o al médico, comían también juntos. Compartían las cenas con Emily y siempre encontraban algún tema para hablar.

O para discutir.

Pero jamás se aburrían. Rachel estaba comenzando a acostumbrarse a su presencia. A oírle reír, hablar, a observarlo jugar al baloncesto como si fuera pura poesía en movimiento, a oírlo hablar consigo mismo cuando estaba en el cuarto de revelado y a verlo con Emily. Y todo lo que implicaba el hecho de compartir con él aquella casa era al mismo tiempo un consuelo y una pesadilla.

Cuando Ben se fuera, su vida volvería a la normalidad que había construido para su hija y para ella, una vida magnífica. Tenía a su hija, su casa, su trabajo… bueno, lo del trabajo no estaba del todo claro, pero aun así, no tenía nada de lo que arrepentirse.

Y en cuanto a las relaciones personales… se quedaría sola.

En realidad, ya estaba sola. Pero con la presencia de Ben, casi podía imaginarse cómo sería su vida si él decidiera instalarse definitivamente en un lugar.

Llegó el fin de semana, y, siguiendo la rutina habitual de las mañanas de los sábados, Rachel estaba sentada a la mesa de la cocina con una taza de té y el periódico.

Se decía a sí misma que estaba disfrutando de la paz y la tranquilidad de sentir la casa vacía, pero la verdad era que habría disfrutado mucho más yéndose a pasear con Emily y con Ben.

Aunque no habría tenido fuerzas para ello.

Pero tampoco le había pedido nadie que fuera. Sostuvo la taza de té entre los dedos y miró a su alrededor. Como siempre le ocurría en momentos como aquel, experimentó cierta inquietud al pensar en Asada. Odiaba tener que mirar por encima del hombro de vez en cuando y se regañaba a sí misma por aquellas paranoias.

El FBI les había asegurado una y otra vez que a medida que iban pasando los días, aumentaban las posibilidades de que Asada decidiera no moverse de donde estaba. Y eso significaba que Ben estaba cada vez más libre de obligaciones.

Una buena noticia, decidió. Una muy buena noticia.

De pronto, la puerta se abrió y entró Melanie con una energía impropia de ella para ser un sábado por la mañana. Sorprendida, Rachel se la quedó mirando fijamente.

– Hola.

– Hola -Mel dejó las llaves encima de la mesa y se dejó caer en una silla. Estaba maquillada y vestida para matar con una falda de cuero, un top y unos enormes tacones-, se me ha ocurrido venir a hacerte una visita.

– Si no recuerdo mal, hoy es sábado, un día que tradicionalmente reservas para levantarte después de las doce, hacerte la manicura y ver una película.

– Oh, bueno, a lo mejor estoy cambiando.

Rachel la miró con los ojos entrecerrados.

– ¿Qué es lo que de verdad pretendes, Mel?

– ¿Yo? -Mel se echó tres cucharadas de azúcar en el té y, tras un segundo de vacilación, se echó una más-. Sólo quería ver lo que estabas haciendo, eso es todo.

– Ya me viste la semana pasada, y esta semana me has llamado tres veces. Mel, no tienes que renunciar a tu vida por mí. Las cosas me van estupendamente.

Mel se encogió de hombros.

– A lo mejor es que no te creo.

– ¿Por qué? -Rachel sonrió mientras alzaba los brazos-. ¿No me ves fabulosa?

– No. Tienes un aspecto terrible. Como si estuvieras sufriendo, y no físicamente.

– Eso es ridículo -mintió Rachel, bajando la mirada hacia la taza de té-. No sé de qué estás hablando.

– Sí, ese es el motivo por el que estamos discutiendo. Si estuviéramos criticando mi vida, algo que hemos hecho suficientemente a menudo, entonces sabrías exactamente de qué estábamos hablando.

– Mel.

– Mira, sé que yo soy un desastre, pero no esperaba eso de ti.

– ¿Y en qué se supone que estoy siendo yo un desastre?

– ¿Has visto mucho a Adam últimamente?

– No, lo he visto poco.

– ¿Porque está muy ocupado?

– No.

– ¿Porque lo estás ignorando?

Rachel bajó la mirada hacia sus dedos. Más específicamente, hacia sus uñas, que no habían visto una lima desde hacía meses.

– ¿Sabes? Antes del accidente habría jurado que estabas a punto de acostarte con él. Quizá incluso considerando la posibilidad de casarte con él.

– El accidente lo ha cambiado todo.

– ¿El accidente… o Ben?

Rachel alzó la mirada hacia Mel sin poder evitarlo.

– No seas ridícula.

– ¿Es ridículo que nunca te acuestes con nadie? ¿Es ridículo que cuando lo hagas tengas que fingir los orgasmos para no decirles que no tienen la menor idea sobre anatomía… o que no seas capaz de renunciar a controlar en todo momento la situación?

– Mel…

– Admítelo, hermanita. No sabes cómo dejar que alguien se acerque tanto a ti.

– ¡Tú sí que lo sabes, claro!

– Eh, yo sé cómo llegar al clímax -asomó a sus labios una sonrisa-, y además lo hago a menudo.

Le dirigió una fugaz mirada al hombre que acababa de entrar en la cocina y que en aquel momento estaba apoyándose perezosamente en el marco de la puerta, escuchando su conversación. Deseaba meterse en un agujero y morir… después de haber asesinado a Melanie.

– ¿Dónde está Emily? -preguntó Rachel con fría calma.

– Bañando a Parches, que parece tener una especial predilección por los charcos -con una irónica sonrisa, Ben levantó la pierna para mirar el extremo de sus vaqueros, que estaban también salpicados de barro. Después le dirigió a Rachel una de aquellas miradas que hacían que se le acelerara el pulso.

– No quiero interrumpiros.

– Para no interrumpirnos, deberías estar al otro extremo de esa puerta -musitó Rachel.

Melanie sonrió de oreja a oreja.

– Hablar de sexo la pone de mal humor.

– A mí no -replicó Ben.

Y, Mel, sin dejar de sonreír, asintió.

– A mí tampoco. Entonces, Ben, ¿alguna vez has fingido un orgasmo?

– No, señora.

– Yo tampoco -Mel inclinó la cabeza-, de hecho, a mí me parece que si hubiera que fingir algo, lo mejor sería fingir todo lo contrario. Ya sabes, que no has sentido nada. De esa forma, podrías conseguir otro -razonó Mel-. Quizá hasta dos más, dependiendo de lo rápido que llegues.

– Estoy contigo -Ben miró a Rachel y la temperatura de la habitación pareció subir varios grados-. Los orgasmos son lo mejor.

Melanie se echó a reír.

– Sí. Bueno, si la señora mojigata decide llamar a Adam para que se pase por aquí, quizá también ella pueda llegar a averiguarlo.

La sonrisa de Ben desapareció al oírla.

Mel, ignorándolo, bajó del mostrador y se dirigió hacia la puerta.

– ¿Adonde vas? -le preguntó Rachel a su hermana.

– Salgo a ver cómo baña mi sobrina a su perrita. No hagas nada que yo no hiciera en tu lugar, hermanita -asomó a sus labios una taimada sonrisa-. No, espera, no era eso lo que tenía que decirte.


– Vuelve aquí -Rachel soltó una bocanada de aire cuando Mel cerró la puerta tras ella-. Traidora.

Ben comenzó a caminar hacia ella.

– Un tema de conversación muy interesante -se colocó tras ella y deslizó el dedo por su hombro, poniéndole la piel de gallina-. Los orgasmos.

¿Aquel comentario merecía una respuesta? De repente, apenas podía respirar, y mucho menos pensar una forma ingeniosa de abordar aquel tema.

– ¿Cómo… cómo ha ido la caminata?

– Ha sido divertida -se inclinó sobre su hombro, colocando la boca justo debajo de su oreja-. ¿Es verdad, Rachel?

– ¿Es… es verdad qué?

Rachel sentía su respiración cálida y suave contra su piel junto con el áspero roce de su barbilla sin afeitar. Y aquel contraste le estaba licuando los huesos.

– ¿Finges los orgasmos con tus amantes?

– Yo… -Ben deslizó los dedos por su cuello y Rachel tuvo que hacer un serio esfuerzo para mantener los ojos abiertos.

– ¿Rachel?

– No quiero hablar de eso contigo.

– Estoy seguro -se colocó frente a ella, para que pudieran mirarse a la cara, y deslizó un dedo por su mejilla.

– Ben…

Ben deslizó la mano por su nuca.

– ¿Y fingías conmigo?

Intentar apartarse no iba a servirle de nada.

– Teníamos diecisiete años -contestó Rachel-. No éramos especialmente hábiles en ese terreno y lo sabes.

Ben acercó el rostro todavía más al suyo.

– Sí, lo hacía lo mejor que podía, pero éramos jóvenes. Jóvenes e inexpertos. Siento no haber sido suficientemente bueno para ti.

Rachel se sonrojó al recordar lo que habían compartido. La verdad era que, con experiencia o sin ella, aquellos habían sido los días más tórridos, eróticos y conmovedores de toda su vida.

Y Ben se estaba disculpando por ello.

– Pero te prometo -añadió Ben suavemente, sin dejar de mantenerla prisionera de su mirada-, que si ahora te acuestas conmigo, te demostraré que no hay necesidad de fingir nada.

Rachel clavó la mirada en su boca, firme y generosa, y todavía tenía razones para saber que era aterciopelada y sabía a pura gloria…

– ¿Rach?

Rachel se inclinó hacia aquella voz grave y sexy que estaba haciendo promesas en las que creía que ella podía estar interesada. Después, pensó en las acciones físicas que implicaría hacer lo que Ben estaba sugiriendo.

Él se desnudaría. Y en eso no habría ningún problema.

Y después tendría que desnudarse ella… un gran problema. Él era perfecto, y ella…

– No.

Ben dejó escapar un sonido brusco y la desafió con la mirada y con la voz.

– Cobarde.

– Sólo estoy siendo realista.

Cualquier otro hombre habría admitido su derrota y se habría marchado. Cualquier otro hombre habría escondido sus sentimientos.

Pero Ben permaneció donde estaba, a sólo unos centímetros de distancia. Y le dejó ver en su mirada todo lo que sentía: enfado, calor, frustración.

– ¿De verdad no me vas a dejar demostrártelo?

– No -Rachel desvió la mirada-, no me interesa.

– Diez minutos -le prometió Ben con voz sedosa-, podría cambiar todo tu mundo en diez minutos.

– Vete, Ben.

Y Ben, una vez más, obedeció.

Ben empujó la puerta de la calle y la cerró con cerrojo. Asada estaba lejos, todo el mundo se lo decía, pero él no podía deshacerse de la vieja costumbre de vigilar su espalda.

Y la de Emily.

Y la de Rachel. Maldita fuera.

Lo había echado. Nada nuevo. Ben salió por la puerta de la calle, se sumó a los numerosos compradores que surcaban las calles y se perdió entre ellos. Aquellas calles eran muy diferentes de las peligrosas calles que él estaba acostumbrado a transitar. Eran calles limpias y seguras. No había en ellas necesidad de aquella terrible tensión, ni de la agresividad, y tampoco se encontraba en ellas ninguna vía de escape para aquellos sentimientos.

Mientras caminaba a grandes zancadas entre los escaparates, Ben deseó estar en el otro extremo del mundo, y deseó también que Rachel le hubiera permitido cumplir su promesa. Por su puesto, estar juntos otra vez los habría matado. O por lo menos lo habría matado a él, pero aun así…

– ¡Ben!

Oh, encima estaba comenzando a oír voces. Oía la dulce voz de Rachel entre la multitud. Como si lo hubiera seguido, como si…

– ¡Ben, espera!

Giró sobre los talones y se quedó clavado en el suelo por la impresión. Rachel, con un vestido de gasa, las sandalias y apoyándose sobre el bastón, lo seguía a una velocidad alarmante. Y parecía frenética por alcanzarlo. A él, sí, a Ben Asher, el hombre que acababa de cerrar de un portazo la puerta de su casa.

– Lo siento -se precipitó a decir Rachel, mientras continuaba caminando hacia él.

Ben le abrió los brazos, sin pensar siquiera en lo que hacía, y ella se refugió en ellos.

Ante la ligera tensión que percibía en los brazos de Ben y la falta de sonrisa de su rostro, la sonrisa de Rachel también desapareció. Tragó saliva.

– Oh, Ben.

Aquellas dos palabras eran más que elocuentes y, sin embargo, a Ben no parecían decirle nada.

– ¿Quieres que terminemos de hablar de los orgasmos? -preguntó con voz ronca.

Una mujer que acababa de pasar por su lado cargada de bolsas lo miró arqueando expresivamente las cejas.

– Eh, no -Rachel le sonrió a modo de disculpa a la mujer-. Yo, esperaba que pudiéramos hablar de otras cosas.

– Yo preferiría provocarte un orgasmo.

En aquella ocasión fue un hombre que iba paseando un San Bernardo el que los oyó y los miró con renovada atención. Rachel cerró los ojos.

– Hablar, Ben. ¿Podemos hablar?

– Si es eso lo único que estás dispuesta a ofrecerme.

– Es lo único -señaló hacia un café situado en un edificio cercano-. ¿Tienes hambre?

«De ti».

– Claro.

Cuando estuvieron sentados, Rachel pidió un té frío, dejó la carta a un lado y miró a Ben.

– ¿Qué? -le preguntó él.

– No te amargues.

– ¿Por qué iba a tener que amargarme?

– No lo sé.

Ben asintió.

– ¿Te acuestas con Adam?

– Parece que sólo eres capaz de pensar en una cosa.

– ¿Te acuestas con Adam?

– Sabes que eso no es asunto tuyo -Ben contestó con una sola pero expeditiva palabra y Rachel volvió a suspirar-. No, no me acuesto con Adam.

No se acostaba con Adam. Gracias a Dios.

– Tienes razón -contestó Ben, entrelazando las manos-. No es asunto mío.

Frente a él, Rachel gimió y escondió el rostro entre las manos.

– Eres un canalla.

– Sí, es uno de mis especiales talentos.

Ben advirtió la confusión de Rachel y se sintió inmensamente disgustado consigo mismo. ¿Qué derecho tenía él a querer que Rachel continuara soltera?

Era posible que para la semana siguiente él ya se hubiera marchado.

La camarera les llevó una jarra de té frío. Para que pudieran mantenerse allí, en la misma mesa, hablando a pesar de la tensión que los envolvía, Ben se pidió un enorme desayuno.

– Dime una cosa -le pidió Rachel-, ¿adonde tienes tanta prisa por volver?

– ¿Es una pregunta personal, Rachel?

Rachel echó limón y azúcar al té. Bebió un sorbo. Dejó la bebida a un lado y miró a Ben a los ojos.

– Sí. Quizá sea porque me estoy haciendo mayor. Más madura -le fulminó con la mirada cuando vio que se echaba a reír-. Es cierto -insistió, y se encogió de hombros-. De verdad me gustaría saberlo. Dime por qué no eres capaz de permanecer atado a un lugar durante mucho más tiempo del que se tarda en hacer una colada cuando no hay nadie esperándote en ningún lugar en particular.

– Eh, yo aquí he hecho la colada unas cuantas veces. Incluso te he hecho a ti la colada. Y me encantan tus braguitas de color salmón, por cierto, y el sujetador de encaje negro y…

Rachel elevó los ojos al cielo.

– Ya sabes lo que quiero decir.

Sí, claro que lo sabía. Y porque su curiosidad era sincera y no producto de la amargura, porque era obvio que de verdad quería saberlo, Ben descubrió que podía intentar admitir parte de lo que consideraba su mayor secreto, la única cosa que no le había contado nunca a nadie.

– Quedarse en un sólo lugar, echar raíces, implica que has sido capaz de encontrar tu hogar, de encontrarte a ti mismo.

– Sí -se mostró de acuerdo Rachel.

– Pero ni siquiera sé quién soy realmente yo. No parezco capaz de encontrarme a mí mismo.

Rachel se apoyó en el respaldo de la silla. Parecía ligeramente sorprendida.

– Pero claro que sabes quién eres.

– Sí, soy un nombre que no tiene la menor idea de quiénes eran sus padres.

La mirada de Rachel se suavizó.

– Eso no lo sabía.

– Porque nunca te lo dije. No podía.

– Oh, Ben, ¿siempre viviste en un hogar adoptivo?

– Sí. Y me aceptaban únicamente porque tenían la obligación de hacerlo como cristianos, eso era lo que solían decirme.

– ¡Pero eso es terrible! Ningún niño debería sentir que no lo quieren. Odio que te hicieran una cosa así.

– No lo hagas -respondió Ben precipitadamente, incapaz de soportar su compasión-, sólo estoy intentando explicarte.

– ¿Nunca te han dado ninguna información sobre tu pasado?

Ben se bebió medio vaso de té. De repente, sentía la garganta muy seca.

– Lo único que sé es que me encontraron en un cubo de basura de Los Ángeles cuando tenía dos días. Estaba a punto de morir de frío y muerto de hambre.

Rachel se tapó la boca con la mano. Una mano que le temblaba. No, no era una historia bonita, pero ella había preguntado.

– Así es, siempre he sabido que no pertenecía a ningún lugar. Que no le pertenecía a nadie.

– ¡Qué crueldad! ¿Cómo es posible que les confiaran un niño a unas personas capaces de hacerte sentirte de ese modo?

– Eh, ahora no importa -contestó Ben conmovido al ver las lágrimas que asomaban a los ojos de Rachel-. Estoy intentando hacerte comprender, eso es todo. Por eso no me gusta estar aquí.

– ¿Y por qué no me lo habías dicho antes?

– Nunca se lo he contado a nadie -él mismo podía percibir el dolor y la sorpresa que reflejaba la voz de Rachel-. Prefería fingir que la situación no era tan terrible. Y cuando estaba contigo, no lo era -sonrió-. Mira, Rachel, la cuestión es que yo siempre había pensado en marcharme de South Village, pero no podía hacerlo hasta que hubiera cumplido dieciocho años. Durante toda mi infancia y mi adolescencia, me sentí atrapado. Atrapado por las circunstancias, por la pobreza, por la falta de cuidados. De modo que, en cuanto me gradué…

– Decidiste abandonar el infierno -terminó Rachel suavemente-. No lo sabía, nunca me lo dijiste. No podía comprenderlo.

– No tenía demasiado interés en compartir aquel aspecto de mi vida. Estaba frustrado y rabioso y necesitaba marcharme de aquí. No sabía lo que quería, salvo que tenía que marcharme, por supuesto, y tampoco lo que iba a hacer cuando estuviera fuera de aquí.

– Pero lo averiguaste.

– Sí -pensó en todos los lugares en los que había estado. En cómo todos y cada uno de ellos le habían enseñado algo nuevo y había ido acumulando las experiencias y emociones que no había podido disfrutar durante la infancia-. Y me encantó. Me sigue encantando.

La mirada de Rachel era incomensurablemente triste, pero estaba también llena de algo más. Era como si por fin lo comprendiera. Y aquello era lo más agridulce de aquel momento.

Rachel le tendió la mano.

– ¿Ben? Quiero decirte algo. Algo que debería haberte dicho hace mucho tiempo -se mordió el labio inferior-. Yo tampoco pertenezco a ningún lugar.

– Tú perteneces a este lugar, a South Village.

– No siempre fue así. Sabes que por el trabajo de mi padre estuvimos mudándonos constantemente de un sitio a otro. Y, hasta que no llegamos a South Village, yo tampoco tuve raíces, tampoco tuve nunca un verdadero hogar.

– Y aun así, hemos terminado en los lados opuestos de la cerca.

A Rachel volvieron a llenársele los ojos de lágrimas.

– Nunca lo había considerado de esa forma, pero supongo que para mí, mi casa significa lo mismo que para ti tus viajes. Dios mío, y durante todo este tiempo he estado pensando que éramos completamente diferentes.

– Lo sé -sentía un ardor insoportable en la garganta al hablar de aquel tema. Le dolía el pecho. Se inclinó hacia delante, deseando estar más cerca de ella-. ¿Quieres oír algo realmente sorprendente?

– ¿Después de todo esto? -preguntó Rachel entre risas-. Por favor, no creo que haya nada que ahora pudiera sorprenderme.

– ¿De verdad? Pues mira, no se me da tan mal como pensaba despertarme todos los días para ver salir el sol desde el mismo porche. Y tampoco el tener una dirección fija, y vivir en una ciudad limpia y feliz, rebosante de vida… Aunque no comparto tu pasión por todas esas cosas, no puedo dejar de admitirlo.

Una solitaria lágrima se deslizó por la mejilla de Rachel.

– Oh, Ben.

Ben fijó la mirada en sus labios. La mirada de Rachel también se deslizó hasta los suyos.

– Eso no ha cambiado, ¿verdad? -se inclinó sobre la mesa para que su respiración se fundiera con la de ella-. Esa atracción física.

Rachel se humedeció los labios, haciéndole gemir de deseo.

– Siempre fue una locura -le confirmó entre susurros-. Siempre ha sido incontrolable este…

– Deseo. Nos deseamos el uno al otro, Rach. Eso no cambiará lo que somos, pero maldita sea, me gustaría oírtelo decir.

– ¿El qué? ¿Que te necesito más que respirar, que te deseo mucho más de lo que quiero? -fijó sus enormes ojos en los suyos-. Pues bien, es cierto, Ben, te deseo.

– Estupendo -estaban tan cerca que parecía lo más natural del mundo cerrar el espacio que había entre ellos y atrapar sus labios.

Con un dulce gemido, Rachel se acercó todavía más.

Ben apartó las cosas que había sobre la mesa para poder acceder mejor hasta sus labios. Era maravilloso. Inclinó la cabeza y continuó besándola, hasta que el sonido de un vaso estrellándose contra el suelo los hizo retroceder.

Rachel bajó la mirada hacia sus pies, donde había caído uno de los vasos de té.

– ¿Era nuestro?

Ben soltó una carcajada, pero enmudeció cuando Rachel se humedeció los labios, como si quisiera continuar disfrutando de su sabor.

– Quizá deberíamos salir de aquí -sugirió-, y acercarnos a cualquier otra parte… Como un dormitorio quizá.

Rachel dejó escapar una risa tan sensual y femenina que reverberó en las entrañas de Ben.

– Oh, no. No vamos a salir de aquí. No quiero que esto nos lleve de nuevo a mis…

– ¿A tus orgasmos?

– Eh, sí -le quitó el vaso de té y bebió un sorbo-. De momento nos quedaremos aquí, lejos de la tentación y los problemas.

– ¿Durante cuánto tiempo?

– Durante todo el que tardemos en enfriarnos.

Genial.

– Tráiganos otro té con hielo -le pidió entonces Ben a la camarera.

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