Capítulo 13

Ben permanecía en el balcón observando la noche. Había imaginado que sería mejor que quedarse en la cama, donde lo único que era capaz de hacer era clavar la mirada en el techo.

Pero en realidad no era muy diferente, porque mientras veía a la gente pasear por las calles, lo único que era capaz de ver era el rostro de Rachel cuando había descubierto el verdadero motivo de su vuelta.

Verla recomponer el rompecabezas, ser testigo de cómo iba comprendiendo el peligro en el que las había puesto a ella y a Emily había sido como una suerte de tortura.

Ben esbozó una mueca y se frotó los ojos con las manos, pero nada cambiaba. Continuaba sintiéndose como una basura. Había llevado el peligro a la vida de su hija y a la de una mujer que le había dado más alegrías que ninguna otra cosa en la vida.

Empujado por la necesidad repentina de verlas, de tocarlas, de asegurarse de que estaban a salvo, entró en la casa. Y se sintió como si estuviera muriendo mil veces cuando al abrir la puerta del dormitorio de Rachel encontró la cama vacía. Tampoco estaba en el cuarto de baño, ni el estudio, en cuyo sofá estaba durmiendo Mel.

Con las manos empapadas en sudor, corrió a la habitación de Emily. Al encontrarla en la cama, se apoyó contra la pared, presa de un alivio que no se merecía.

Su hija estaba allí, a salvo.

Y a su lado, en el rincón más pequeño de la cama, tumbada sobre su lado sano, estaba Rachel.

También a salvo.

¿Cómo era posible que verlas juntas le hiciera desear sonreír, llorar y salir corriendo al mismo tiempo?

Volvió a arroparlas e, incapaz de resistirse, se inclinó para darle un beso a Emily en la sien. En medio de su sueño, Emily se movió y musitó un sonido inarticulado, después suspiró y volvió a hundirse en el sueño.

Dios, era tan dulce… Y era suya.

Se inclinó después hacia Rachel, pero no se atrevió a tocarla. Sí, también era muy dulce, pero no era suya. Y nunca lo sería; los propios actos de Ben se habían asegurado de ello.

Ben permaneció en la habitación durante largo rato, contemplando a aquellos dos pedazos que conformaban su corazón. Nada, nada, podría hacerles daño. Él estaba dispuesto a morir para evitarlo.

Rachel había tenido que enfrentarse a muchos golpes a lo largo de su vida. De hecho, tratar con ellos era uno de sus fuertes. Así que, sin grandes alharacas, consiguió controlar las nuevas pesadillas que se habían instalado en su vida desde su «cita» con Ben de dos noches atrás. Había vuelto a revivir todo el horror del accidente una y otra vez, sabiendo, además, que en realidad no había sido un accidente, sino la cruel venganza de un loco.

Y había sido capaz de asumir la verdadera razón por la que Ben estaba allí.

En cualquier caso, había algunas cosas que por lo menos habían empezado a tener sentido. Las repetidas apariciones de la policía por los alrededores de la casa, o la forma en la que Ben se ocupaba de cerrar personalmente puertas y ventanas cada noche, asegurándose de ser siempre el último en acostarse…

– Mamá -entró gritando Emily en su estudio. Acababa de salir a dar un paseo con Mel y con la perra y estaba ya de vuelta, segura y salvo.

Rachel nunca había considerado South Village un lugar peligroso, y menos los sábados por la tarde. Hasta ese momento. Había muchas cosas en las que no había pensado hasta que había vuelto Ben. Dios, necesitaba sacarlo cuanto antes de su vida.

– Hola cariño.

Incapaz de evitarlo, le tendió los brazos y, cuando Emily corrió hacia ella, la besó y la abrazó durante largo rato.

Ben le había asegurado que Emily estaba todo lo segura que podía estar, pero Rachel dudaba de que pudiera relajarse nunca más.

Emily se retorció nerviosa en sus brazos y cuando Rachel la soltó, se apartó y le dirigió una de esas francas y enormes sonrisas que Rachel llevaba tiempo sin ver.

– ¿Sabes una cosa, mamá?

– ¿Qué? ¿Has vuelto a prepararnos otra de esas citas falsas?

Emily tuvo al menos la deferencia de sonrojarse al oírla.

– Eh, no. Ese tipo de ideas no se repetirán.

– Gracias a Dios.

– Y voy a dejar de pedirte que me quites del colegio y me dejes estudiar en casa.

Era la primera vez que lo decía y aquel momento debería haber sido un motivo de júbilo. Pero, precisamente, Rachel había estado considerando la posibilidad de que Emily estudiara en casa hasta que atraparan a Asada.

– ¿Y a qué se debe ese cambio de opinión?

– Bueno, hay un chico…

Un chico. Había estado tan encerrada en su propia pesadilla que había olvidado que la vida de Emily no había cambiado.

– ¿Es guapo?

– ¡Mamá!

– ¿Qué?

– Sólo somos amigos.

– ¡Oh, Dios mío! ¿Estamos hablando de chicos? -Melanie entró en aquel momento en el estudio-. Pero te advierto una cosa, cariño, los chicos pueden ser unos pésimos amigos -vio que Rachel la estaba mirando por encima de la cabeza de Emily-. ¿Qué pasa? Es cierto, no confíes nunca en un hombre -le dijo Mel a Emily-. Nunca.

En ese momento sonó el teléfono. Con un suspiro, Rachel presionó el botón.

– ¿Diga?

– Eh, ¿cómo va Gracie? -la voz grave de Gwen resonó en medio de la habitación-. Estaba pensando en acercarme por allí para ir a buscar tu última tira.

– Gwen, no tengo nada para ti -Rachel suspiró cuando Mel y Emily la miraron sorprendidas. Y no podía culparlas, se pasaba el día encerrada en aquel estudio.

– Rachel, no continuarás pensando en esa tontería de renunciar a Gracie, ¿verdad?

Rachel elevó los ojos al cielo.

– Ya te llamaré más adelante, Gwen.

– Pero…

Rachel desconectó el teléfono y les dirigió a Emily y a Mel una temblorosa sonrisa.

– ¿Vas a renunciar al mejor sueldo que has tenido en toda tu vida? -preguntó Mel-. ¿Pero por qué?

– Yo no he dicho que vaya a renunciar.

– Mamá, yo creía que querías a Gracie.

– Oh, por el amor de Dios. Estás hablando como si Gracie fuera real.

– Mamá.

Rachel suspiró. ¿Cómo explicar que ya no se sentía creativamente estimulada por algo que tiempo atrás era prácticamente su vida? ¿Que quería cambiar de rumbo, que sentía aquel profundo deseo en su interior, un deseo que no había sentido desde que Ben había salido de su vida?

Ese era el efecto que Ben tenía en ella. Alimentaba su pasión.

– A veces -dijo con calma-, una persona tiene que cambiar para poder seguir avanzando.

– Pero… -Emily parecía confundida-, si dejas de trabajar, ¿eso significará que tendremos que mudarnos?

– No seas estúpida, Rach. No vas a renunciar a Gracie, eso sería una locura -dijo Mel.

Rachel la ignoró y tomó la mano de Emily.

– La verdad es que las cosas para mí ya no son como antes. No sé lo que voy a hacer, pero para ti, nada cambiará, ¿de acuerdo? De modo que, nada de mudarnos.

– Em… -Emily estaba observando a Rachel como si fuera un cañón a punto de explotar-, déjanos un momento a solas.

– Quieres que me vaya para poder hablar de algo bueno.

– Emily.

– Estupendo, ¡como vosotras queráis! Dejadme al margen de la conversación, no me importa -y cerró la puerta tras ella.

– Esto te va a costar -le advirtió Rachel a su hermana.

– Ya me las arreglaré con ella. Lo que no soporto es que me andes escatimando detalles.

– Mel…

– El miércoles por la noche, durante la película, Emily me contó su plan. Me habló de la cita que os había preparado. Es una suerte que sea tan inteligente -miró a Rachel con mucha atención-. Bueno, ¿cómo te fue?

– ¿El qué?

– Deja de hacerte la inocente, hermanita. La cena con Ben. Estamos a domingo, he dejado todo un día por medio, lo menos que puedes hacer es contarme cómo llegaste a averiguar que todo había sido un montaje de una niña de doce años.

– Pues la verdad es que tardé más de lo que podrías pensar.

– ¿De verdad pensabas que Ben podía querer tener una cita contigo?

– Y él pensaba lo mismo de mí -contestó Rachel, poniéndose a la defensiva.

– ¿Y entonces qué pasó? ¿Disteis un paseo por el mundo de los recuerdos?

Rachel pensó en todo aquello que habitaba el mundo de sus recuerdos: los besos, los abrazos… el anhelo de algo más.

– Eh…

– ¡Dios mío, te estás sonrojando! ¿Qué demonios hicisteis los dos en el jardín? Espero que hayáis sido suficientemente inteligentes como para no romper el preservativo en esta ocasión.

– ¡Mel!

– Lo siento -y realmente parecía sentirlo, lo cual era toda una novedad-. Supongo que lo que pasa es que me sorprende que os llevéis tan bien cuando durante años he tenido que ser yo la que llevara a Em…

– Lo sé -Rachel se cubrió los ojos con la mano-, lo sé -repitió más suavemente-, y te estamos muy agradecidos…

– Ahora incluso hablas por él, ¿eh?

Rachel no tenía la menor idea de a qué se debía el extraño humor de su hermana, pero tampoco tenía tiempo para pensar en ello.

– ¿Quieres saber lo que pasó entre nosotros o no?

– Claro que sí. Si has sido suficientemente estúpida como para hacer algo con un hombre que rezuma resentimiento y parece estar muriéndose por marcharse a donde quiera que antes estuviera.

– Hay circunstancias atenuantes…

– Dime una.

Intentando no entrar en demasiados detalles personales, Rachel le habló de Manuel Asada, de su fuga, del accidente, de las cartas y de todo lo que Ben le había contado.

– Así que ahora ya sabes por qué está aquí.

– Muy bien, pues yo tampoco pienso irme de esta casa -anunció Melanie.

– Claro que te vas a ir. Perderás tu trabajo si no vuelves mañana a trabajar. Yo aquí estoy bien. Nos veremos pronto.

– Sí -Mel se acercó a la puerta, pero antes de salir, regresó al lado de su hermana para darle un enorme abrazo.

Nunca se habían dicho que se querían. Y tampoco se lo dijeron en aquel momento, pero no era extraño, puesto que Rachel jamás se lo había dicho a nadie, excepto a Emily.

Ni una sola vez.

Cuando Mel salió, Rachel miró a su alrededor, preguntándose qué le había impedido hacerlo. ¿El miedo? ¿O la incapacidad para darse a los demás? Quizá fueran las dos cosas.

Como no le estaba gustando nada lo que estaba concluyendo acerca de ella, decidió dejarlo de momento. En aquella etapa de su vida, había cosas más importantes que el amor. Mucho más.

Para deshacerse de la terrible tensión que la invadía, necesitaba una carrera. Era imposible que corriera todavía, pero su fisioterapeuta había dicho que pronto comenzaría a caminar. Se dirigió al jardín. Era muy grande para una ciudad como South Village y, antes del accidente, Emily y ella pasaban mucho tiempo allí. Desde que no podía arrodillarse para arrancar las malas hierbas, estaba muy abandonado. Pero arrancar las malas hierbas siempre había sido una terapia relajante y podía utilizarla en aquel momento.

De modo que se dirigió hacia el jardín trasero, caminando lentamente por el camino empedrado. Resbalaba un poco, pero decidió no dejar que nada la detuviera.

Excepto su propia estupidez. Cuando el bastón se le resbaló, ella también cedió por el peso de la escayola y terminó cayéndose al suelo con un buen golpe.

Por un instante, permaneció sentada en medio del jardín. Había perdido la sandalia y el sombrero de paja. Las gafas de sol las tenía en la barbilla. El trasero le dolía, pero era de esperar, teniendo en cuenta cuál había sido su aterrizaje. La pierna y el brazo escayolados parecían estar adecuadamente protegidos, pero se había arañado la rodilla y el codo. Era curioso, había sido arrollada por un coche y no había sentido nada durante al menos cuatro días. Y se caía de pronto en el jardín y le entraban ganas de echarse a llorar.

Riéndose de sí misma, intentó levantarse… Y descubrió que no podía. La pierna escayolada estaba doblada en tal ángulo que no podía incorporarse sin ayuda y el bastón había caído fuera de su alcance.

Pero se negaba a llamar a Emily, que en aquel momento estaba escuchando música en el piso de arriba. Y tampoco podía llamar a Ben, que estaba en la improvisada habitación de revelado que se había montado en el cuarto de baño. Haciendo un enorme esfuerzo y con un poco de inventiva, consiguió rodar sobre sí misma y agarrar el bastón. Después, y eso le llevó un buen rato, consiguió colocar la pierna escayolada de manera que le permitiera apoyarse sobre la rodilla buena, que cada vez le sangraba más.

Mientras estaba de rodillas, intentando averiguar cómo iba a poder levantarse, oyó el canto de los pájaros y el zumbido de las abejas a su alrededor, y se dio cuenta de pronto de que la vida continuaba. Por mucho que no pudiera dibujar, o que su hija se hubiera convertido en una extraña, o que su ex amante estuviera en su propia casa, dirigiéndole unas miradas que le robaban la respiración, la vida continuaba.

Y también debía continuar viviendo ella. De pronto, se sintió mucho más ligera y menos furiosa de lo que se había sentido desde que había sufrido el accidente. Apretando los dientes, empleó las últimas energías que le quedaban en levantarse. Lo había conseguido, ella sola. Y estaba temblando de pies a cabeza, pero con una enorme sonrisa en los labios, cuando apareció Ben.

Como tenía el sol tras él, lo único que podía distinguir Rachel era su oscura silueta caminando hacia ella.

– ¿Qué ha pasado? -le preguntó en tono imperioso.

– Nada, me he caído y…

– ¿Estás bien?

– Aparte del orgullo herido y del dolor del trasero, sí.

– No puedes aceptar tus limitaciones, ¿verdad? -alargó el brazo hacia ella-. No, tú no. Tú tienes que salir y demostrar que no existen porque jamás estarás dispuesta a apoyarte en alguien.

– Caramba, supongo que no vas a besarme.

Ben no se molestó en responder mientras iba examinado todo su cuerpo. Su rostro permanecía impasible, pero Rachel estaba teniendo serias dificultades para hacer lo mismo. Sentía los dedos de Ben en las costillas, todos y cada uno de ellos. Rozaba con los nudillos la parte interior de sus senos y aparentemente su libido estaba funcionando a pleno rendimiento porque tenía los pezones endurecidos. Miró a Ben para comprobar si lo había notado.

– He dicho que estoy bien.

Por la respuesta de Ben mientras le sacudía la ropa, bien podría haber estado hablando con una pared. Pero entonces sus ojos se encontraron. Y al ver el calor infernal que reflejaban los de Ben, Rachel tragó saliva. ¿De verdad pensaba que no lo había notado?

Sí, Ben lo había notado, y estaba teniendo serias dificultades para controlarse.

– Supongo que debería darte las gracias…

Interrumpió la frase cuando Ben se inclinó para levantarla en brazos.

– Ben, no seas ridículo, puedo ir andando, sólo me llevará… ¡Ben!

Ignorándola, Ben se dirigió hacia la casa.

– De acuerdo, escucha, yo…

– Estás sangrando.

Rachel bajó la mirada hacia los arañazos, que le parecieron ridículos comparados con el resto de sus lesiones.

– Sólo son heridas -estaban ya cerca de la puerta-, Ben, por el amor de Dios, estoy bien.

Ben no se detuvo hasta que llegó al cuarto de baño. Una vez allí, la sentó sobre el mostrador, buscó en los armarios, empapó una toalla y procedió a limpiarle la herida de la rodilla.

No dijo una sola palabra mientras le vendaba las abrasiones. Al contemplar sus facciones de granito, Rachel recordó lo que Melanie había dicho sobre el resentimiento de Ben. Suponía que su enfado era un reflejo de aquel sentimiento, pero a pesar de su intenso silencio, ella no era capaz de ver aquel resentimiento. No, lo que ella sentía era algo más devastador. Sentía su miedo, un miedo casi tangible. Y la culpa. Y aquello le destrozaba el corazón.

– Ben, gracias.

Algo pareció suavizarse en su mirada.

– Eres la persona más cabezota que he conocido en toda mi vida, ¿lo sabías?

– Sí, creo que me lo habías comentado -contestó.

Y de pronto, Rachel sintió toda la fuerza de su deseo y de su intensa pasión.

De lo más profundo de su interior, llegó una respuesta igualmente apasionada.

A pesar de saber que la estancia de Ben era algo temporal, que al final terminaría marchándose, lo sentía. Era un deseo que la consumía. Y la aterrorizaba.

– Si yo soy la persona más cabezota que has conocido nunca, entonces, ¿qué tienes que decir de ti?

Con un movimiento que pareció sorprender a Ben tanto como a ella, éste se inclinó para rozar sus labios.

– Lo único que puedo decir de mí es que estoy terriblemente frustrado -volvió a levantarla en brazos, la llevó hasta la cama y se metió las manos en los bolsillos, como si no confiara en ellas-. Ahora, sé buena y quédate aquí mientras yo voy a dar una vuelta.

– Ben…

– Voy a ir a dar una vuelta, Rachel, vea lo que vea en tus ojos. Tengo que irme -y, sin decir una sola palabra más, dio media vuelta e hizo exactamente eso.

Durante la semana siguiente, Ben estuvo hecho un manojo de nervios. La ciudad le parecía un lugar demasiado bullicioso, demasiado poblado. Estaba enfadado consigo mismo por su incapacidad para mantener sus sentimientos bajo control, pero no podía admitirlo ante nadie y, mucho menos, ante una mujer que no había decidido tenerlo en su casa.

Estar con Rachel estaba quebrando su resolución de mantener una distancia emocional. Verla luchar para darle sentido a su vida, verla cuidando a su hija, era un recuerdo constante de todos los motivos por los que se había enamorado de ella. Rachel siempre le había hecho desear ser un hombre mejor y eso era algo que no había cambiado.

Dios, necesitaba marcharse. La desesperación era casi tan fuerte como cuando era un joven que vivía atrapado en esa misma ciudad.

No tardaría en marcharse, se prometió. La policía le había asegurado ese mismo día que creían que Asada había decidido esconderse y probablemente no volvería a actuar. Si eso era cierto, Ben podría marcharse pronto. Y siendo consciente de ello, pasaba todo el tiempo que podía con Emily. Le preparaba el desayuno cada mañana antes de ir al colegio, y le hacía prometerle que se subiría directamente al autobús al salir del colegio. Esto siempre le hacía elevar los ojos al cielo, pero Ben pensaba que en el fondo le gustaba. Ben disfrutaba realmente de su compañía, y, aunque Emily parecía sentir lo mismo, continuaba llevando el portátil a todas partes y seguía refiriéndose a Alicia como a su única amiga.

Cuando no estaba escribiendo, Ben se dedicaba a hacer fotografías, principalmente para entretenerse. Continuaba jugando al baloncesto todos los días a la hora del almuerzo, pendiente siempre de la casa en la que estaba Rachel, persiguiendo a sus propios demonios.

Aquel día, regresó a la casa sudoroso y agotado, con la mente todavía muy saturada. Sabía que Rachel había ido a desayunar con Adam, que la llevaría después a su cita con el médico, algo que le habría gustado hacer a Ben. Hizo una mueca mientras subía las escaleras. Se quitó la camiseta y se dirigió a grandes zancadas hacia el dormitorio, pasando por delante de la habitación de Rachel, y deteniéndose tan en seco que casi hizo un surco en el suelo.

Rachel estaba sentada en la cama con sólo dos toallas, una alrededor de la cabeza y la otra alrededor de su cuerpo.

Impulsado por aquella visión, Ben no se movió de donde estaba.

– Creía que estabas con Adam -el horror lo sobrecogió-. No estará en la ducha, ¿verdad?

Rachel dejó escapar una risa.

– No, ha ido a su oficina para traer mis archivadores. Yo… estaba en el estudio.

– ¿Trabajando?

– Todavía no he hecho muchos progresos en ese sentido.

«Corre, se decía Ben a sí mismo, «sal corriendo y no vuelvas a mirar atrás».

Pero sus pies, dirigidos por la parte de su cuerpo que se había puesto a cargo de la situación, y que no era precisamente el cerebro, se encaminaron hacia la cama, donde deslizó su hambrienta mirada sobre Rachel, preguntándose dónde pensarían ir Rachel y el bueno de Adam, y deseando al mismo tiempo que no le importara. Pero de pronto, todos aquellos pensamientos volaron de su cabeza…

– Te han quitado las escayolas.

Rachel alzó el brazo y la pierna con una pequeña sonrisa.

– ¿Qué te parece?

¿Que qué le parecía? Lo que le parecía era que la deseaba tan intensamente que estaba temblando.

Hubo otro tiempo en el que la había amado salvajemente, con fiereza, con todo lo que tenía.

Pero no podía permitir que aquello volviera a suceder. No podía, pero le aterrorizaba sentir que todo aquel asunto se le había ido de las manos. Lentamente, la ayudó a levantarse. Le estaba volviendo loco tenerla tan cerca y al mismo tiempo tan lejos. Cansado de aquella distancia, alargó la mano hacia la toalla que cubría su cuerpo pensando a medias en la posibilidad de tirarla, tumbar a Rachel en la cama y recordarle lo maravilloso que sería poder arrojar sus diferencias al viento, aunque sólo fuera durante unos minutos.

Sintió que Rachel comenzaba a derretirse contra él, y no era ella la única. Él también se estaba derritiendo. Tenía el puño apretado delante de la toalla, a la altura de sus senos, cuando Rachel negó con la cabeza.

– Ben, no podemos hacer esto.

– Habla por ti.

– De acuerdo, no puedo -retrocedió un paso-. Tengo una reunión con Adam dentro de veinte minutos.

– Ah -asintió-. De acuerdo. Esto no estaba en tu agenda de hoy. Probablemente porque es un sentimiento al que no se le puede poner horario, ¿verdad? Y sí, ya sé que odias ese tipo de cosas -sintiéndose repugnante, mezquino, frustrado y condenadamente excitado, Ben también retrocedió y abandonó la habitación.

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