El sábado de la semana siguiente, Melanie condujo de nuevo a South Village. Se decía a sí misma que tenía derecho a hacerlo, que quería ver cómo estaba Rachel y salir un poco con Emily.
Pero era mentira.
Lo que quería era que Garret la mirara. Se había convertido en una cuestión de orgullo, porque odiaba lo mucho que estaba pensando en él. No entendía por qué después de aquella noche había terminado todo entre ellos.
Quizá entonces ella sólo necesitaba sexo.
Sí, ella necesitaba sexo.
Su hermana no. Nunca lo había necesitado. De hecho, le parecía injusto que su prácticamente virginal hermana estuviera conviviendo con uno de los hombres más atractivos del planeta.
Garret no estaba en el jardín cuando llegó. Estupendo. En cualquier caso, no necesitaba verlo. De modo que se dirigió directamente a casa de Rachel.
A juzgar por el silencio que reinaba en la cocina, donde encontró a Rachel y a Ben, imaginó que no habían hecho nada todavía. Su hermana parecía tan tensa y controlada como siempre.
Pero le dedicó después una segunda mirada y se quedó estupefacta. Al parecer, el motivo de la tensión que reinaba en la habitación no tenía nada que ver con el enfado.
Sí, Rachel tenía las mejillas coloreadas, pero no estaba mirando a nadie a los ojos: una señal inconfundible de culpabilidad. Además, no llevaba la blusa metida por la cintura, algo casi impensable en Rachel, y el pañuelo que llevaba en la cabeza parecía ligeramente corrido, revelando algunos mechones de pelo rubio que salían disparados en todas direcciones.
Mmm.
Ben no tenía mucho mejor aspecto. Llevaba la camisa semiabierta, como si se la hubiera tenido que abrochar precipitadamente cuando Mel había entrado. Y también su pelo parecía haber sido atacado por una bandada de pájaros migratorios… o por unos dedos hambrientos.
Doble Mmm.
– No me digas que os habéis olvidado ya de lo mal que terminaron las cosas la otra vez -dijo Mel en medio del silencio.
– Melanie -le advirtió su hermana.
– ¡Pero es cierto! Estabais locamente enamorados -señaló a Ben-, pero cuando te dijo que te marcharas, te marchaste. Y tú… -miró a Rachel-, dejaste que se fuera. ¿Y eso qué quiere decir? Eso quiere decir que sería una estupidez que volvierais a intentarlo otra vez. Especialmente cuando el único motivo por el que estáis juntos es que anda por ahí un loco suelto.
Ben apretó la mandíbula y miró a Rachel.
– Se lo has contado.
– Tenía que hacerlo -sirviéndose de su bastón, Rachel se dirigió hacia la puerta, y estuvo a punto de chocarse con su atractivo vecino, que se mostró muy compungido.
El corazón de Mel comenzó a golpear alocadamente en su pecho, pero ella fue capaz de plasmar en su rostro una sonrisa de aburrimiento. Garret llevaba un montón de cartas para su hermana.
– Siento interrumpir -se disculpó.
– No interrumpes nada -Rachel dejó el correo encima de la mesa-. Nada en absoluto. Y ahora, si me perdonas… -y sin esperar respuesta, se desvaneció.
Ben le dirigió a Melanie una elocuente mirada que la hizo sentirse cinco años más vieja de lo que era y siguió a Rachel.
Lo cual la dejaba completamente sola con aquel hombre tan inquietante. Y tan atractivo. ¿Qué le iría a decir? No habían vuelto a hablar mucho desde su tórrido encuentro y jamás habían mencionado lo que había ocurrido entre ellos. Pero la verdad era que jamás habían vuelto a estar solos en todo ese tiempo.
Lo estaban en aquel momento. ¿Sacaría él la conversación? ¿O quizá se acercaría a ella con aquellas manos tan sensuales y…?
– ¿Por qué haces eso? -le exigió Garret con un precipitado susurro-. ¿Por qué sacas a la luz el pasado, su pasado, como si fuera asunto tuyo?
Sorprendida por aquella acusación y por la furia de su tono, Melanie se echó a reír, pero Garret no le devolvió ni siquiera una sonrisa, de modo que también se desvaneció la sonrisa de Melanie.
– El pasado de mi hermana es asunto mío.
Garret cruzó la habitación con una gracia y una fuerza inusuales en un hombre tan alto como él.
– No, cuando estás intentando hacer daño de forma deliberada, no lo es.
– Yo no estaba intentando hacer daño -lo observó buscar una taza y servirse un café como si estuviera en su propia casa.
Melanie sabía que su hermana consideraba a Garret un buen amigo, pero también que ella nunca habría sido capaz de tener ese tipo de relación con él. ¿Sería una mala persona? Y la molestaba que Garret se moviera con tanta confianza en casa de su hermana, además de que se comportara como si ellos dos jamás hubieran estado desnudos y en la misma cama.
– Además, no tengo por qué darte explicaciones -añadió, interrumpiéndose precipitadamente cuando Garret le tendió una taza de humeante café. Se quedó mirando fijamente el café.
– ¿No te gusta el café?
Estaban peleándose, pensó Melanie confundida, y aun así… le ofrecía un café. Oh, claro, ya lo comprendía. Garret la deseaba otra vez… Pero no había nada en aquellos ojos azules que pareciera una invitación.
¿Qué demonios le pasaba?
Los hombres siempre estaban pensando en el sexo, siempre estaban planeando su próxima conquista. ¿O no?
– No es venenoso -bromeó Garret al ver que continuaba mirando la taza con recelo.
– Lo tomo con leche y azúcar.
En silencio, Garret le sirvió la leche y el azúcar y se sirvió él mismo una taza de café. Solo.
– Me preocupa mi hermana -dijo Melanie a la defensiva-, y no quiero que vuelvan a hacerle daño otra vez.
– Creo que es evidente que está radiante gracias a Ben -dijo Garret-, así que perdóname si te parezco demasiado franco, pero desear destruir esa felicidad no me parece propio de una persona que dice preocuparse por Rachel.
Melanie se lo quedó mirando fijamente. Un dentista. Un don nadie.
– ¿Estás diciéndome que soy una mala hermana?
– ¿De verdad te importa lo que yo pueda pensar?
Melanie no se enfrentaba a personas tan honestas con mucha frecuencia. No tenía muchos amigos íntimos… Bueno, de hecho no tenía ningún amigo íntimo. En cuanto a los amantes, rara vez era completamente honesta con ellos, o ellos con ella.
– Mira…
– Garret -le recordó él, con una sonrisa rondando sus labios.
¡Melanie sabía perfectamente su nombre!
– ¿Sabes una cosa? Tienes razón. No me importa lo que pienses de mí.
– Entonces no te importará que piense que estás intentando interponerte entre ellos por motivos puramente egoístas.
Melanie se quedó mirándolo fijamente. Jamás le había hablado un hombre tan abiertamente. Y, desde luego, nunca la habían dejado por los suelos de aquella manera. Y tenía que reconocer que era sorprendente, excitante.
Oh, Dios. Volvía a desear a aquel hombre. Lo deseaba de verdad. Y Melanie no era una persona acostumbrada a renunciar a sus deseos. Se echó la melena hacia atrás y sonrió.
– Crees que lo sabes todo, ¿verdad? Pues bien, hoy es tu día de suerte.
Garret arqueó una ceja.
– ¿De verdad? ¿Y por qué?
– Porque sucede que a mí me gusta un tipo que lo sabe todo.
A los labios de Garret asomó una sonrisa.
– ¿De verdad?
Gracias a Dios, los hombres eran patéticamente fáciles, pensó Melanie.
Pero Garret asintió con una sonrisa y… ¿se volvió? Se dirigió al fregadero, lavó su taza y, después de dejarla de nuevo en el armario, se dirigió hacia la puerta.
– ¿Garret?
– Esta vez no, Melanie.
Melanie pensó que no había oído bien.
– Eh, ¿qué?
– Para mí una aventura de una noche no es suficiente, por lo menos contigo. Si quieres algo más, ya sabes dónde vivo.
El lunes, Ben fue a buscar a Emily al colegio. Le gustaba hacerlo cuando no tenía que llevar a Rachel al médico o no estaba ocupado con las fotografías o escribiendo. Le gustaba ir a buscarla, aunque sólo fuera para poder pasar veinte minutos más al día con ella. En el coche, Parches se paseaba inquieta por el asiento de pasajeros, deseando que llegara el momento de reunirse con la que para ella era el centro del universo.
El colegio de Emily estaba en una calle relativamente tranquila de South Village, y al igual que muchos otros, era un edificio antiguo. Había sido uno de los primeros colegios construidos hacia finales de mil ochocientos, aunque había tenido que ser reconstruido en tres ocasiones debido a tres incendios. En aquel momento, aquel edificio de ladrillo con molduras blancas parecía casi anacrónico. Ben podría haber estado allí mismo en mil ochocientos, esperando a su hija en un carruaje.
Pero entonces sonó el timbre y los alumnos comenzaron a salir con sus enormes pantalones caídos hasta las caderas, los piercings, el pelo teñido de toda clase de colores, los móviles y los portátiles. Ben no pudo evitar reírse de sí mismo mientras veía a su hija en medio de todos ellos, pareciendo definitivamente una habitante del siglo veintiuno.
Emily salía sola, pero, a medio camino, alguien la llamó.
Ben se tensó al ver a un chico de su edad. Iba vestido con unos vaqueros y una camiseta. No llevaba tatuajes ni pendientes. Era un niño normal. Le dijo algo a Emily y esta se encogió de hombros en respuesta. Al cabo de varios intentos más, el chico renunció.
Y Emily siguió caminando.
El chico continuó mirando a Emily con una expresión que Ben conocía demasiado bien.
Emily, ajena al corazón destrozado que había dejado tras ella, alzó la mirada y vio a Parches esperándola. Con un grito de alegría, dejó la mochila en el asiento trasero del coche y abrazó a su mascota.
– Hola cariño -Ben sabía que no debía pedir también un beso. Las demostraciones públicas de afecto eran una tortura para una niña de doce años-. No mires, pero sigue mirando.
– ¿Quién?
– El chico con el que estabas hablando.
– ¿Me estabas vigilando? -preguntó Emily horrorizada.
– No, estaba esperándote.
A juzgar por su expresión, Emily no veía la diferencia.
– Papá, vámonos, ¡rápido!
Pero su padre no quería que se marcharan. El tráfico estaba prácticamente paralizado por culpa de un accidente.
– No vamos a ir a ninguna parte -apagó el motor, se metió las llaves en el bolsillo y salió del coche.
– ¡Papá!
Ben rodeó el coche y le abrió a Emily la puerta de pasajeros.
– ¿Quieres enseñarme tu clase?
– ¡No! No puedo.
– ¿No puedes qué?
– No puedo pasear contigo alrededor del colegio.
– ¿Por qué no? Eh, déjame hacer unas fotografías. Querías que te enseñara a utilizar la cámara, ¿no?
– Sí.
– Bueno, pues este es el momento ideal.
Le puso a Parches la correa, agarró la cámara y, tras tirar de la mano de Emily para que saliera del coche, le pasó a la perra.
En la hierba, alrededor del colegio, había cientos de adolescente sentados, leyendo, hablando y algunos incluso estudiando. Aquel era un lugar perfecto para un hombre fascinado por la gente y por el aspecto que cobraban a través de la lente de su cámara.
– ¡Papá!
Ben había comenzado ya a caminar cuando la oyó correr para alcanzarlo.
Vio a un grupo de animadoras ensayando en la hierba. En los escalones de la entrada había cuatro tipos discutiendo sobre un partido que habían visto la noche anterior. Había niños de todas las etnias y tamaños. Sintiéndose feliz sencillamente porque su hija estaba con él, Ben comenzó a disparar fotografías, explicándole a Emily por qué se fijaba en ciertas cosas. Llevaban diez minutos así cuando salió del colegio un hombre trajeado y lo miró con los ojos entrecerrados.
– Perdone -le dijo a Ben-, ¿podría decirme qué está haciendo?
– Estoy sacando unas fotografías.
El hombre lo miró con una expresión de desaprobación que no era nueva para Ben, pero de pronto, pestañeó.
– ¿Ben? ¿Ben Asher?
Mientras Ben lo miraba, preguntándose por qué demonios lo conocía, el hombre sonrió y le tendió la mano.
– Ritchie Atchison.
– Ritchie -era un chico del instituto, y con un perfil más bajo incluso que el de Ben.
– Sí -contestó Ritchie, riendo-, soy yo. Soy el director del colegio, ¿qué te parece?
– Me parece que has avanzado mucho desde que vivías en el Tracks.
Ritchie soltó una carcajada y le palmeó la espalda.
– Ahora me dedico a torturar a los hijos de los que me torturaban -suspiró-. No hay nada mejor. Por cierto, durante todos estos años he disfrutado mucho con tus artículos y tus fotografías. Eres muy bueno. ¿Qué haces fotografiando esta escuela?
– Soy el padre de Emily -posó la mano en el hombro de Emily y disimuló una sonrisa al advertir su tensión. Sí, definitivamente, se había transformado en un verdadero padre-. El tráfico está insoportable, así que he decidido esperar dando una vuelta por aquí.
– Podrías hacer unas fotografías para el anuario del instituto. Aunque sólo sea por los viejos tiempos.
Ben no hacía nada por los viejos tiempos, pero le encantaba hacer fotografías. Miró a Emily, que con la mirada le estaba advirtiendo que ni se lo ocurriera. Ben sonrió.
Emily sacudió la cabeza y lo miró con los ojos entrecerrados.
– Me encantaría -dijo Ben y la oyó suspirar.
Durante la hora siguiente, Emily se convirtió en su ayudante. Permanecía a su lado, rezumando resentimiento por todos los poros de su piel, pero no dejaba de ayudarlo cuando le pedía algo, o de dar su opinión cuando se le requería.
– ¿Qué te parece? ¿Deberíamos fotografiar ese beso? -Ben señaló a una pareja que estaba sentada compartiendo un beso interminable.
– Fueron los organizadores de la fiesta de bienvenida de este año. Y una vez me ayudaron a buscar un libro en la biblioteca.
– Entonces podemos hacerles una fotografía que les dé fama y fortuna -hizo la fotografía y Emily sonrió.
Dios, Ben adoraba aquella sonrisa. Le gustaría que Emily no dejara nunca de sonreír.
Sorprendida por el clic de la cámara, la pareja alzó la mirada. Ben saludó a los adolescentes con un gesto y ellos les devolvieron el saludo. Emily gimió.
– Papá…
– Mira -dijo él al ver a un grupo de jugadores de béisbol, y se acercó hasta ellos-. Estoy haciendo fotografías para el anuario del instituto, ¿queréis que os haga una foto?
Los jóvenes se agarraron por los hombros y se dispusieron a posar para la foto.
– Eh, ¿me disculpa?
Emily y Ben se volvieron hacia un adolescente larguirucho que señaló hacia un grupo que estaba sentado en la hierba.
– Somos del club de ajedrez, ¿podría hacernos a nosotros una fotografía?
Ben miró a Emily.
– ¿Qué te parece?
Emily se mordió el labio y miró hacia el grupo, donde estaba sentado el chico que antes había intentando hablar con ella. Al verla, alzó la mirada y sonrió.
Emily se puso completamente colorada.
– Tú decides -le contestó a su padre.
– No, esta es una decisión que tiene que tomar mi ayudante.
El chico miró a Emily con un nuevo respeto.
– Emily, por favor.
– De acuerdo-susurró ella.
– Entonces… -Ben se inclinó hacia Emily-, ¿cómo se llama?
– ¿Quién?
– Ya sabes a quién me refiero.
– Oh, se llama Van.
– ¿Y quieres que lo incluyamos en la fotografía?
– No me importa.
– Em, ¿quieres que le hagamos una fotografía?
– Sí -entonces se echó a reír. A reír. El corazón de Ben se iluminó al oírla.
Para el final de la siguiente hora, Ben había gastado ocho carretes, los alumnos estaban encantados y Emily se había transformado en una de las alumnas más populares del colegio y lo miraba como si fuera su héroe. A Ben le encantaba haber conseguido que saliera un poco del cascarón, que era el objetivo de aquella sesión. Y también haber llevado tanta alegría a unos adolescentes simplemente con una cámara.
Pero que lo vieran como un héroe… Él no era un héroe y nunca lo sería. Iba pensando en ello mientras se dirigían de vuelta a casa.
– Em… -giró hacia la casa y al ver el edificio de ladrillo rojo, se sintió como si tuviera una soga al cuello-, tu madre está mejor cada día.
– Sí.
– Y muy pronto podrá caminar sin bastón.
– Pero todavía tiene el pelo muy corto.
– Eso no representa para ella ningún problema.
Em se volvió hacia él, sorprendiéndolo con el resentimiento que transmitían sus gestos.
– Quieres marcharte.
Bajo aquel resentimiento había dolor; habría hecho falta ser un idiota para no verlo. Maldita fuera.
– Yo no vivo aquí, cariño, y lo sabes.
– ¡La odio!
Ben pestañeó, incapaz de comprender la intrincada mente de una niña de doce años.
– ¿Qué? ¿Que odias a quién?
– A mamá. Por su culpa quieres irte y la odio -agarró a Parches, abandonó el coche dando un portazo y se dirigió hacia la casa.
Ben salió corriendo tras ella.
– Em, espera.
Por supuesto, Emily no esperó y, cuando la alcanzó, estaba subiendo ya las escaleras y dirigiéndose directamente hacia el estudio de Rachel.
– Espera un segundo -le dijo Ben, agarrándola por los hombros-. Espera. Tenemos que hablar.
– ¿Por qué? -dejó a Parches en el suelo y le quitó la correa-. Tú no estás haciendo nada malo, pero ella sí.
– No.
– Es verdad, papá -se enderezó-. Tú has venido aquí y has hecho todo lo que había que hacer, y lo único que hace ella es empujarte a marcharte.
En aquel momento se abrió la puerta del estudio y apareció Rachel completamente pálida. Miró a Emily.
– Imagino que tienes algo que decirme.
– Sí -una expresión huraña sustituyó a la furia anterior de Rachel-. Papá quiere marcharse y la culpa es tuya. Estás demostrando constantemente que no quieres que viva aquí, que cuanto antes se vaya mejor…
– Hay circunstancias que no comprendes…
– ¡Claro que lo comprendo! Eres una egoísta y te odio por eso.
Rachel contuvo la respiración.
– Vaya, eso es nuevo.
– ¡Lo digo en serio! -pero tenía los ojos llenos de lágrimas-. Te odio.
– Em… -a Ben le desgarraba el corazón ver el rostro de Rachel, pero esta alzó la mano para interrumpirlo.
– Déjala terminar.
– Eso es todo. No tengo nada más que decir -Emily se cruzó de brazos y respiró temblorosa. Ben imaginó que estaba a punto de derrumbarse.
– Muy bien, cada cosa a su tiempo -Rachel tomó aire-. Sabes que tu padre no vive en esta casa y también que tendrá que irse en algún momento. Y si quiere irse ahora, no hay nada que lo retenga aquí.
– Pero sí lo hay -lloró Emily-. ¡Estoy yo!
Ben sintió un nudo en la garganta.
– Sabes que te quiero, Em, pero es cierto. Yo no vivo aquí, en algún momento tendré que marcharme.
– ¿Pero por qué? Yo estoy aquí, ¿qué otra cosa podrías querer?
Ben le tomó la mano y enmarcó su dulce y dolido rostro.
– Sí, estás tú aquí, y eso significa que esta casa es uno de mis lugares favoritos. Pero continuaré viéndote, y llamándote.
– No es así como funcionan las familias de verdad.
– No todas las familias viven juntas, lo sabes. Y ya eres suficientemente mayor como para comprenderlo.
– Porque mamá no te quiere.
Sí, Rachel no lo quería. Al fin y al cabo, ¿aquel no había sido siempre el problema?
– Como ha dicho tu madre, hay circunstancias que no comprendes y que ahora no vamos a explicarte. Pero hay una cosa que sí puedo y quiero decirte, Emily Anne, y es que la forma en la que le has hablado a tu madre es inaceptable…
– Ben…
Ben alzó la mano para interrumpir las palabras de Rachel.
– Es normal enfadarse con alguien a quien se quiere -dijo quedamente, al oír los sollozos de Emily-, pero no está bien ser cruel.
Emily enterró la cabeza en el pecho de su padre y éste, incapaz de hacer otra cosa, la envolvió en un abrazo y le susurró al oído:
– Te quiero, y tu madre también te quiere, Em. Y siento no poder darte todo lo demás.
Emily lo abrazó con tanta fuerza que estuvo a punto de quitarle la vida. Ben cerró los ojos mientras oía llorar a su hija, a la mejor parte de su corazón.
Al cabo de unos minutos, Emily se separó de él y hundió las manos en los bolsillos. Bajó la mirada hacia la punta de sus zapatos y le dijo a Rachel:
– Siento haber dicho que te odiaba. No es verdad -y sin añadir una palabra más, salió corriendo hacia su dormitorio y dio tal portazo que temblaron los cristales de las ventanas.
Parches gimió.
Ben dejó escapar un trémulo suspiro.
– Vaya, los doce años son una edad divertida, ¿eh?
– Si de verdad tienes ya un pie en la puerta, Ben -le dijo Rachel quedamente-, creo que lo mejor será que te vayas cuanto antes.
– Rachel…
– Nada de peros, Ben, esto nos está matando a todos. Entiendo la posible amenaza de Asada…
– Es más que una posible amenaza.
– Ambos sabemos que la amenaza pierde fuerza a medida que van pasando los días. Sí, está Emily y es evidente que ella quiere que te quedes, pero ambos sabemos que eso no va a suceder.
– No sé cómo decirle que voy a marcharme -se sentía desnudo, como si le hubieran dejado el alma al descubierto.
– Ella ya sabe que te vas a ir.
– Está sufriendo -y también él sufría-, sólo tiene doce años.
– Es más madura de lo que tú te piensas. Díselo, díselo cuanto antes.
– Rach…
– ¿Estás retrasando el momento, Ben? Eso no es propio de ti.
Sí, probablemente se merecía aquella contestación.
– Necesito algún tiempo.
– Estupendo, tómate el tiempo que necesites. Y después, márchate.
Ben comenzaba a sentir un ligero dolor de cabeza.
La perrita observó marcharse a Rachel y soltó después un patético gemido.
Ben la levantó en brazos y se ganó un lametón por el esfuerzo.
«Márchate, Ben», ¿cuántas veces se lo habían dicho? Maldita fuera, él nunca iba a quedarse en un lugar en el que no le querían.
Nunca.
Parches volvió a gemir, más suavemente en aquella ocasión.
– Sí -susurró Ben, reteniéndola contra él-, conozco esa sensación.