Nueve

Tras haber abandonado la carretera nacional, tuvo que tomar un camino estrecho y empinado tan lleno de pedruscos y baches que el coche se quejaba del esfuerzo como si fuera un niño. En determinado momento, no pudo seguir, pues lo impedían los vehículos de los bomberos y otros automóviles que habían aparcado incluso en el terreno circundante.

– ¿Usted quién es? ¿Adónde quiere ir? -preguntó un cabo con muy malos modos en cuanto lo vio descender del coche y hacer ademán de seguir a pie.

– Soy el comisario Montalbano. Me han dicho que…

– Bueno, bueno -dijo el cabo en tono expeditivo-. Vaya, sus hombres ya están en el lugar de los hechos.

Hacía calor. Se quitó la corbata y la chaqueta que se había tenido que poner para ir a ver al jefe superior. Sin embargo, a pesar del aligeramiento, a los pocos pasos ya sudaba como un cerdo. Pero ¿dónde estaba el incendio?

La respuesta la tuvo nada más doblar una curva. El paisaje cambió de golpe. No se veían ni árboles, ni hierba, ni matojos, ni una planta de la clase que fuera, sólo una extensión informe y uniforme de color marrón muy oscuro, todo requemado; el aire era tan espeso como en los días en que soplaba un fuerte siroco, pero olía a quemado, y aquí y allá se levantaba de vez en cuando un hilillo de humo. La vivienda rústica se encontraba todavía a unos cien metros, ennegrecida por el fuego, hacia la mitad de la ladera de una pequeña colina en cuya cumbre aún se veían llamas y siluetas de hombres que corrían.

Uno que bajaba por el camino le cerró el paso con la mano alzada.

– Hola, Montalbano.

Era un compañero suyo, comisario en Comisini.

– Hola, Miccichè. ¿Qué haces tú por aquí?

– La verdad es que la pregunta te la tendría que hacer yo a ti.

– ¿Por qué?

– Porque este territorio pertenece a mi jurisdicción. Como los bomberos no sabían si el barrio de Fava pertenecía a Vigàta o a Comisini, para no equivocarse, han avisado a las dos comisarías. De los muertos me hubiera tenido que encargar yo.

– ¿Te hubieras tenido?

– Pues sí. Con Augello hemos llamado al jefe superior. Yo había propuesto que nos repartiéramos los muertos, uno por barba. -Soltó una carcajada. Esperaba otra carcajada de respuesta por parte de Montalbano, pero éste pareció no haberlo oído tan siquiera-. Pero el jefe superior ha ordenado que te encargues tú de los dos, pues ya os estabais ocupando del caso. Te saludo y que te vaya bien.

Se alejó silbando, visiblemente contento de haberse quitado de encima aquel incordio. Montalbano reanudó la marcha bajo un cielo cada vez más gris. Se puso a toser, y notó que le costaba un poco respirar. No supo explicarse por qué razón, pero empezó a sentirse inquieto y nervioso. Se había levantado un poco de viento y la ceniza permanecía en suspenso en el aire antes de posarse impalpable en el suelo. Más que nervioso, comprendió que estaba ilógicamente asustado. Apuró el paso, pero su entrecortada respiración le introducía en los pulmones un aire pesado y como contaminado. No consiguió seguir adelante solo; se detuvo y llamó:

– ¡Augello! ¡Mimì!

De la casa ennegrecida y semirruinosa salió Augello y corrió a su encuentro agitando en la mano un trozo de tela de color blanco. Cuando llegó, se la ofreció: era una mascarilla antihumo.

– Nos las han dado los bomberos, mejor eso que nada.

Los cabellos de Mimì y también sus cejas se habían vuelto grises, y éste parecía haber envejecido veinte años. Era el efecto de la ceniza.

Cuando, apoyado en el brazo de su subcomisario, estaba a punto de entrar en la casa, percibió, a pesar de la mascarilla, un fuerte olor a carne quemada. Retrocedió y Mimì lo miró con expresión inquisitiva.

– ¿Son ellos? -preguntó.

– No -lo tranquilizó Augello-. Detrás de la casa había un perro atado con una cadena. No hay manera de saber a quién pertenecía. Se ha quemado vivo. Una muerte horrenda.

«¿Por qué, acaso la de los Griffo lo ha sido menos?», se preguntó Montalbano en cuanto vio los dos cuerpos.

El suelo, que antes fue de tierra batida, se había convertido en una especie de pantano debido al agua que habían arrojado los bomberos, hasta el extremo de que poco faltaba para que los cuerpos flotaran.

Estaban boca abajo, los habían matado de un solo disparo en la nuca tras haberles ordenado que se arrodillaran en una especie de pequeño cuarto sin ventana, antaño tal vez una despensa, pero que después, con la ruina de la casa, se había transformado en un cagadero que despedía un pestazo inaguantable. Un lugar bastante protegido de la vista de cualquiera que se hubiera asomado casualmente a la única estancia de gran tamaño que había constituido toda la casa.

– ¿Se puede llegar hasta aquí en coche?

– No. Te puedes acercar hasta un punto determinado y después tienes que recorrer unos treinta metros a pie.

El comisario se imaginó a los dos viejecitos caminando en medio de la oscuridad de la noche delante de alguien que los apuntaba con un arma de fuego. Debían de haber tropezado con las piedras, habrían caído y se habrían lastimado sin duda, pero se habrían tenido que levantar, quizá con la ayuda de algún puntapié del verdugo. Y con toda certeza no se habrían rebelado, no habrían gritado ni suplicado, habrían permanecido mudos y paralizados por la conciencia de la muerte inminente. Los treinta metros habrían sido una agonía interminable, un auténtico vía crucis.

¿Acaso aquella despiadada ejecución era la línea que no se podía traspasar, de la cual le había hablado Balduccio Sinagra? ¿El cruel asesinato a sangre fría de dos viejecitos temblorosos e indefensos? No, hombre, no, el límite no podía ser éste, no era de este doble asesinato de lo que Balduccio se quería desligar. Ellos habían hecho cosas mucho peores: habían amordazado, atado de pies y manos y torturado a viejos y jóvenes, incluso habían estrangulado y después disuelto en ácido a un chiquillo de diez años, culpable tan sólo de haber nacido en el seno de una determinada familia. Por consiguiente, lo que él estaba viendo ahora no rebasaba la línea. El horror, momentáneamente invisible, estaba por tanto un poco más allá. Experimentó una ligera sensación de vértigo y se apoyó en el brazo de Mimì.

– ¿Te ocurre algo, Salvo?

– Es que esta mascarilla me produce un poco de asfixia.

No, la opresión en el pecho, la falta de aire, el regusto de tristeza infinita; la asfixia, en resumen, no se la estaba produciendo la mascarilla. Se inclinó para examinar mejor los cadáveres. Y fue entonces cuando pudo observar una cosa que acabó de trastornarlo.

Bajo el lodo se distinguía el relieve del brazo derecho de la mujer y del izquierdo del hombre. Ambos brazos estaban extendidos y se rozaban. Se inclinó un poco más para verlo mejor, sin soltar el brazo de Mimì. Y vio las manos de los dos muertos: los dedos de la mano derecha de la mujer estaban enlazados con los de la mano izquierda del hombre. Habían muerto cogidos de la mano. En medio de la noche y del terror, teniendo delante la oscuridad absoluta de la muerte, se habían buscado, se habían encontrado, se habían dado mutuamente consuelo como sin duda habrían hecho tantas otras veces a lo largo de su vida. El dolor y la compasión lo asaltaron repentinamente con dos golpes en el pecho. Se tambaleó, y Mimì se apresuró a sostenerlo.

– Salgamos fuera, tú no me estás diciendo la verdad.

Dio media vuelta y salió. Miró a su alrededor. No recordaba quién, seguramente algún representante de la Iglesia, había afirmado que el infierno existía, pero que no se sabía dónde estaba. ¿Por qué no probaba a pasar por allí? A lo mejor, se le habría ocurrido la idea de una posible ubicación.

Mimì le dio alcance y lo miró fijamente.

– Salvo, ¿cómo estás?

– Bien, bien. ¿Dónde están Gallo y Galluzzo?

– Los he mandado a echar una mano a los bomberos. Total, ¿qué hacían aquí? Y tú también, ¿por qué no te vas? Me quedo yo.

– ¿Has avisado al juez suplente y a la Policía Científica?

– A todos. Más tarde o más temprano vendrán. Vete.

Montalbano no se movió. Permanecía de pie, mirando al suelo.

– Soy culpable -dijo.

– ¿Qué? -preguntó Augello, estupefacto-. ¿Culpable?

– Sí. Esta historia de los dos viejecitos me la he tomado a la ligera desde el principio.

– Salvo -dijo Augello-, pero ¿no acabas de verlos? A estos pobrecillos los asesinaron la misma noche del domingo, a la vuelta de la excursión. ¿Qué podíamos hacer nosotros? ¡Ni siquiera conocíamos su existencia!

– Me refiero a después, después de que el hijo nos fuera a decir que habían desaparecido.

– ¡Pero si hemos hecho todo lo que se podía hacer!

– Es cierto. Pero yo, por mi parte, lo he hecho sin convicción. Mimì, yo aquí no aguanto más. Me voy a Marinella. Nos vemos en la comisaría sobre las cinco.

– Muy bien -dijo Mimì.

Se quedó mirando al comisario, preocupado, hasta que lo vio desaparecer detrás de una curva.

En Marinella ni siquiera abrió el frigorífico para ver qué había dentro; no podía comer, se notaba un nudo en el estómago. Se dirigió al cuarto de baño y se miró al espejo: la ceniza, aparte de haberle teñido de gris el cabello y el bigote, le había acentuado las arrugas y le había conferido una palidez enfermiza. Se limitó a lavarse la cara; se desnudó, dejó caer al suelo el traje y la ropa interior, se puso el calzón de baño y corrió a la orilla del mar. Se arrodilló en la arena, excavó un hoyo con las manos y sólo se detuvo cuando vio que aparecía rápidamente agua en el fondo. Cogió un puñado de algas todavía verdes y lo arrojó al hoyo. Después se tendió boca abajo e introdujo la cabeza dentro. Respiró hondo una, dos, tres veces y, cada vez que inspiraba, el olor de la salobridad y de las algas le limpiaba los pulmones de la ceniza que había penetrado en su interior. Después, se levantó y entró en el agua. Se alejó de la orilla con pocas y poderosas brazadas. Se llenó la boca de agua de mar y se enjuagó un buen rato el paladar y la garganta. Después se pasó media hora haciendo el muerto sin pensar en nada.

Flotaba como una rama, como una hoja.

Al regresar a la comisaría, llamó al doctor Pasquano, el cual le contestó como de costumbre.

– ¡Ya me esperaba este latazo de la llamada! ¡Es más, me estaba preguntando si le habría ocurrido algo, pues aún no había aparecido! ¿Qué quiere saber? En los dos muertos trabajaré mañana.

– Doctor, es suficiente con que, de momento, me conteste con un sí o con un no. A primera vista, ¿los mataron en la noche entre el domingo y el lunes?

– Sí.

– ¿Un disparo en la nuca, tipo ejecución?

– Sí.

– ¿Los torturaron antes de disparar?

– No.

– Gracias, doctor. ¿Ha visto cuánto aliento le he hecho ahorrar? Así lo conservará todo cuando esté a punto de morir.

– ¡Cuánto me gustaría practicarle la autopsia! -replicó Pasquano.

Esta vez, Mimì Augello cumplió su palabra, pues se presentó a las cinco en punto. Pero tenía la cara ensombrecida, como si estuviera preocupado por algo.

– ¿Has tenido tiempo de descansar, Mimì?

– ¡Qué va! Hemos tenido que esperar a Tommaseo, que ha ido a parar con el coche a una zanja.

– ¿Has comido?

– Beba me ha preparado un bocadillo.

– ¿Quién es Beba?

– Me la presentaste tú. Beatrice.

¡Ya la llamaba Beba! O sea que la cosa marchaba por buen camino. Entonces ¿por qué razón tenía Mimì aquella cara de funeral? No tuvo tiempo de ahondar en el tema porque Augello le dirigió una pregunta que no esperaba.

– ¿Sigues en contacto con aquella sueca… cómo se llama… Ingrid?

– Hace tiempo que no la veo. Pero me llamó por teléfono hace una semana. ¿Por qué?

– ¿Nos podemos fiar de ella?

Montalbano no soportaba que a una pregunta se contestara con otra pregunta. Él también lo hacía algunas veces, pero siempre con una finalidad concreta. Siguió el juego.

– ¿Tú qué dices?

– ¿Acaso tú no la conoces mejor que yo?

– ¿Para qué la quieres?

– ¿No me tomarás por loco si te lo digo?

– ¿Crees que podría ocurrir?

– ¿Aunque sea una cosa muy gorda?

El comisario se hartó del juego; Mimì ni siquiera se había dado cuenta de que estaba manteniendo un diálogo absurdo.

– Mira, Mimì, respondo de la discreción de Ingrid. En cuanto a eso de tomarte por loco, lo he hecho ya tantas veces, que una más una menos no importa.

– Esta noche no me ha dejado pegar ojo.

¡Iba a por todas la tal Beba!

– ¿Quién?

– Una carta, una de las que escribió Nenè Sanfilippo a su amante. ¡Tú no sabes, Salvo, cómo las he estudiado! Casi las sé de memoria.

«¡Pero qué cabrón eres, Salvo! -se reprendió a sí mismo Montalbano-. No haces más que pensar mal de Mimì y, en cambio, el pobrecillo trabaja incluso de noche.»

Tras haberse echado el debido rapapolvo, el comisario superó ágilmente aquel breve momento de autocrítica.

– Bueno, bueno. Pero ¿qué decía la carta?

Mimì esperó un momento antes de contestar.

– Bien, en un primer momento, él se enfada mucho porque ella se ha depilado.

– ¿Y por qué se tenía que enfadar? Todas las mujeres se depilan las axilas.

– No se refería a las axilas.

– Ah -dijo Montalbano.

– Depilación total, ¿comprendes?

– Sí.

– Después, en las cartas siguientes, él le va cogiendo gusto a la novedad.

– Pero bueno, ¿qué importancia tiene todo eso?

– ¡Es importante! Porque yo, perdiendo el sueño y también la vista, creo haber descubierto quién era la amante de Nenè Sanfilippo. Ciertas descripciones que él hace de su cuerpo, unos mínimos detalles, son mejores que una fotografía. Como tú ya sabes, a mí me gusta mirar a las mujeres.

– No sólo mirarlas.

– De acuerdo. Y he llegado al convencimiento de que puedo identificar a esa señora. Porque estoy seguro de haberla visto. Basta muy poco para identificarla con toda seguridad.

– ¡Muy poco! Pero, Mimì, ¿cómo se te ocurre? Tú quieres que yo vaya a esa señora y le diga: «Soy el comisario Montalbano. Señora, por favor, bájese un momento las bragas.» ¡Ésa como mínimo me manda al manicomio!

– Por eso he pensado en Ingrid. Si la mujer es la que yo creo, la he visto algunas veces en Montelusa en compañía de la sueca. Deben de ser amigas.

Montalbano hizo una mueca.

– ¿No te convence? -preguntó Mimì.

– Me convence. Pero toda esta cuestión plantea un gran problema.

– ¿Por qué?

– Porque yo no veo a Ingrid capaz de traicionar a una amiga.

– ¿Traicionar? ¿Quién ha hablado de traición? Se puede buscar alguna manera, colocarla en una situación en que se le escape alguna palabra…

– ¿Como qué, por ejemplo?

– Pues, qué sé yo, tú invitas a Ingrid a cenar, después te la llevas a casa, le haces beber un poco de aquel vino tinto nuestro que las vuelve locas y…

– ¿… me pongo a hablarle de vello? ¡A ésa le da un ataque si empiezo a hablar de ciertas cosas con ella! ¡De mí no se lo espera!

A Mimì se le aflojó la boca de puro asombro.

– ¿Que no se lo espera? Pero dime una cosa, ¿tú e Ingrid…? ¿Nunca?

– ¿Qué estás insinuando? -replicó, irritado, Montalbano-. ¡Yo no soy como tú, Mimì!

Augello lo miró un instante y después juntó las manos en actitud de oración y elevó los ojos al cielo.

– ¿Qué haces?

– Mañana envío una carta a Su Santidad -contestó, compungido, Mimì.

– ¿Qué le quieres decir?

– Que te canonice en vida.

– No me gustan tus tonterías -dijo bruscamente el comisario.

Mimì volvió a ponerse repentinamente muy serio. A veces, con su jefe, en ciertas cuestiones tenía que ir con pies de plomo.

– De todos modos, con respecto a Ingrid, dame un poco de tiempo para pensarlo.

– De acuerdo, pero no te tomes demasiado, Salvo. Tú sabes que una cosa es un asesinato por motivos de cuernos y otra es…

– Comprendo muy bien la diferencia, Mimì. Y no eres tú quien me la tiene que enseñar. En comparación conmigo, tú todavía estás en mantillas.

Augello encajó el comentario sin contestar. Antes se había equivocado de tecla, hablando de Ingrid. Convenía hacerle pasar el mal humor.

– Hay otra cosa de la que te quería hablar, Salvo. Ayer, después de comer, Beba me invitó a su casa.

A Montalbano se le pasó el mal humor de golpe. Contuvo la respiración. ¿Acaso entre Mimì y Beatrice ya había ocurrido lo que podía ocurrir, en un abrir y cerrar de ojos? En caso de que Beatrice se hubiera ido inmediatamente a la cama con Mimì, lo más probable era que todo terminara en agua de borrajas. Y entonces Mimì regresaría inevitablemente a su Rebeca.

– No, Salvo, no hemos hecho lo que estás pensando -dijo Augello, como si tuviera el poder de leerle el pensamiento-. Beba es una buena chica. Muy seria.

¿Qué decía Shakespeare? Ah, sí: «Tus palabras son mi alimento.» Por consiguiente, si Mimì hablaba de aquella manera, aún había esperanza.

– En determinado momento, ella fue a cambiarse de ropa. Yo me quedé solo y cogí una revista que había en la mesita. La abrí y cayó una fotografía que había entre las páginas. Mostraba el interior de un autocar con los pasajeros acomodados en sus asientos. En posición de guardia, y de espaldas, estaba Beba con una sartén en la mano.

– Cuando regresó, ¿le preguntaste en qué ocasión…?

– No. Me pareció, ¿cómo diría?, indiscreto. Volví a dejar la fotografía en su sitio, y ya está.

– ¿Por qué me lo cuentas?

– Se me ha ocurrido una idea. Si, en el transcurso de estos viajes, se hacen fotografías de recuerdo, es posible que haya alguna por ahí correspondiente a la excursión a Tindari, esa en la que participaron los Griffo. Si existen esas fotografías, puede que se consiguiera averiguar algo, aunque, en realidad, no sé qué podría ser.

No se podía negar que Augello había tenido una salida ingeniosa. Y no cabía duda de que esperaba una palabra de alabanza. Que no recibió. Fría y desvergonzadamente, el comisario no le quiso dar esa satisfacción. Muy al contrario.

– Mimì, ¿has leído la novela?

– ¿Qué novela?

– Si no me equivoco, junto con las cartas, te entregué una especie de novela que Sanfilippo…

– No, aún no la he leído.

– ¿Por qué?

– ¿Cómo que por qué? ¡Si me estoy quemando las pestañas con aquellas cartas! Antes de leer la novela, quiero saber si he acertado en la identificación de la amante de Sanfilippo.

Mimì se levantó.

– ¿Adónde vas?

– Tengo un compromiso.

– Mimì, esto no es un hotel en el que…

– Le prometí a Beba que la llevaría a…

– Bueno, bueno. Por esta vez, puedes ir -dijo Montalbano, concediéndole magnánimamente permiso.

– ¿Oiga? ¿La empresa Malaspina? Soy el comisario Montalbano. ¿Está el conductor Tortorici?

– Acaba de regresar ahora mismo. Está aquí, a mi lado. Se lo paso.

– Buenas tardes, señor comisario -dijo Tortorici.

– Perdone que lo moleste, pero necesito una información.

– A sus órdenes.

– ¿Podría decirme si, durante las excursiones, se toman fotografías?

– Bueno, sí… pero…

Parecía perplejo y hablaba con un leve tartamudeo.

– ¿Se hacen fotografías sí o no?

– Per… perdone, señor comisario. ¿Lo puedo llamar yo dentro de cinco minutos como máximo?

Llamó cuando aún no habían transcurrido ni cinco minutos.

– Comisario, le pido nuevamente perdón, pero no podía hablar delante del jefe.

– ¿Por qué?

– Verá usted, señor comisario, la paga es muy baja.

– ¿Y eso qué tiene que ver?

– Pues sí que tiene que ver… yo la redondeo, señor comisario.

– Explíquese mejor, Tortorici.

– Casi todos los pasajeros llevan su cámara fotográfica. En el momento de salir, yo les digo que en el autocar está prohibido hacer fotografías. Que podrán hacer las que quieran cuando lleguen a destino. El permiso de hacer fotografías durante el viaje está reservado exclusivamente a mí. Todos tragan y nadie protesta.

– Perdone, pero, si usted está ocupado conduciendo, ¿quién se encarga de hacer las fotografías?

– Le pido al vendedor o a alguno de los pasajeros que las tomen. Después las hago revelar y las vendo a los que quieren conservar un recuerdo.

– ¿Y por qué no quería que el contable lo oyera?

– Porque no le he pedido permiso para hacer fotografías.

– Bastaría con pedírselo y todo arreglado.

– Ya, y entonces ése con una mano me daría el permiso y con la otra me exigiría un tanto por ciento. Gano una miseria, señor comisario.

– ¿Usted guarda los negativos?

– Claro.

– ¿Me puede facilitar los de la última excursión a Tindari?

– ¡Ésas ya las tengo todas reveladas! Tras la desaparición de los Griffo, no tuve valor para venderlas. Pero ahora que ya se sabe que los han matado, estoy seguro de que las venderé todas, incluso al doble de su precio habitual.

– Mire, vamos a hacer una cosa. Yo le compro las fotografías reveladas y le dejo los negativos. Y usted los podrá vender como quiera.

– ¿Cuándo las quiere?

– Cuanto antes.

– Ahora tengo que ir forzosamente a hacer un recado a Montelusa. ¿Le parece bien que se las lleve a la comisaría esta noche sobre las nueve?

¿Había cometido una incorrección? Una más no importaría. Tras la muerte de su suegro, Ingrid y su marido habían cambiado de casa. Buscó el número y lo marcó. Era la hora de cenar, y la sueca, cuando podía, prefería comer en familia.

– Tú habla «ki» yo escucha -contestó una voz femenina al teléfono.

Ingrid había cambiado de casa, pero no había cambiado de costumbre con respecto a las sirvientas: se las buscaba de la Tierra del Fuego, del Kilimanjaro o del Círculo Polar Ártico.

– Soy Montalbano.

– ¿«Kómo» tú decir?

Debía de ser una aborigen australiana. Un coloquio entre ella y Catarella hubiera sido memorable.

– Montalbano. ¿Está la señora Ingrid?

– Ella «ki» está «komiendo».

– ¿Le quieres avisar?

Transcurrieron varios minutos. De no haber oído unas voces de fondo, el comisario habría pensado que se había cortado la comunicación.

– ¿Con quién hablo? -preguntó finalmente Ingrid, en tono circunspecto.

– Soy Montalbano.

– ¡Eres tú, Salvo! La chica me ha dicho que había un hortelano al teléfono. ¡Cuánto me alegra oírte!

– Ingrid, lo siento muchísimo, pero necesito tu ayuda.

– ¡Tú te acuerdas de mí sólo cuando te puedo ser útil!

– ¡Vamos, Ingrid! Se trata de una cosa muy seria.

– De acuerdo, ¿qué quieres?

– ¿Mañana por la noche podríamos cenar juntos?

– Claro que sí. Lo dejo todo. ¿Dónde nos vemos?

– En el bar de Marinella, como siempre. A las ocho, si para ti no es demasiado temprano.

Colgó el teléfono, contento y turbado a la vez. Mimì lo había colocado en una situación muy desagradable: ¿qué expresión debería adoptar y qué palabras podría utilizar para hacer preguntas a Ingrid acerca de una amiga suya que se depilaba? Ya se estaba viendo colorado como un tomate y bañado en sudor, balbuciendo preguntas incomprensibles a una sueca cada vez más muerta de risa… De repente, se quedo petrificado. Puede que hubiera una salida. Si Nenè Sanfilippo había introducido en el ordenador su epistolario erótico, ¿no cabía la posibilidad de que…?

Cogió las llaves del apartamento de Via Cavour y salió corriendo.


Diez

Con la misma rapidez con que él estaba saliendo de la comisaría, Fazio estaba entrando en ella. Y se produjo un inevitable choque frontal digno de las mejores películas cómicas: puesto que ambos tenían la misma estatura y mantenían la cabeza inclinada, corrieron el peligro de cornearse como ciervos en berrea.

– ¿Adónde va? Tengo que hablar con usted -dijo Fazio.

– Pues hablemos -contestó Montalbano.

Regresaron al despacho de Montalbano; Fazio cerró con llave la puerta y se sentó con una sonrisa de satisfacción en los labios.

– Listo, señor comisario.

– ¿Cómo que listo? -preguntó, asombrado, Montalbano-. ¿A la primera?

– Sí, señor, a la primera. El padre Crucillà es un cura muy astuto. Es capaz, mientras dice la Santa Misa, de controlar con un espejo retrovisor lo que hacen los feligreses en la iglesia. En resumen, nada más llegar a Montereale, entré en la iglesia y me senté en un banco de la última fila. No había ni un alma. Poco después, el padre Crucillà salió de la sacristía con los ornamentos, seguido de un monaguillo. Creo que debía de llevar los Santos Óleos a algún moribundo. Me miró al pasar, para él yo era un rostro desconocido, y yo también lo miré a él. Permanecí clavado en el banco dos horas escasas, hasta que volvió. Nos volvimos a mirar. Estuvo unos diez minutos en la sacristía y salió otra vez, siempre en compañía del monaguillo. Al llegar a mi altura, me saludó con los cinco dedos de la mano bien abiertos. Según usted, ¿qué me quiso decir?

– Que quería que regresaras a la iglesia a las cinco.

– Lo mismo pensé yo. ¿Ve usted qué astuto es? Si yo hubiera sido un simple feligrés, aquel saludo habría sido un simple saludo, y si era, por el contrario, la persona enviada por usted, el saludo ya no era un saludo sino una cita para las cinco.

– ¿Qué hiciste?

– Me fui a comer.

– ¿En Montereale?

– No, señor comisario, no soy tan tonto como usted cree. En Montereale sólo hay dos trattorie y conozco a un montón de gente. No quería que me vieran en el pueblo. Como tenía tiempo, me fui por la parte de Bibera.

– ¿Tan lejos?

– Sí, señor, pero valía la pena. Me habían dicho que hay un sitio donde se come como Dios.

– ¿Cómo se llama? -preguntó de inmediato Montalbano con sincero interés.

– Se llama Casa Peppuccio. Pero guisan que da asco. A lo mejor, no era un día adecuado; a lo mejor, el propietario, que es también el cocinero, no estaba de humor. Si va por allí alguna vez, acuérdese de no acercarse a este Peppuccio. En resumen, a las cinco menos diez ya estaba otra vez en la iglesia. Esta vez había algunas personas, dos varones y siete u ocho mujeres. Todos ancianos. A las cinco en punto, el padre Crucillà salió de la sacristía y miró a los feligreses. Tuve la sensación de que me estaba buscando con los ojos. Después entró en el confesionario y corrió la cortinilla. Se acercó enseguida una mujer que estuvo como mínimo un cuarto de hora. Pero ¿de qué tendría que confesarse?

– Seguramente, de nada -dijo Montalbano-. Van a confesarse para hablar con alguien. Ya sabes cómo son los viejos, ¿no?

– Entonces yo me levanté, y me senté en otro banco más próximo al confesionario. Después de la vieja, se acercó otra. Esta tardó unos veinte minutos. Cuando terminó, me tocó a mí. Me arrodillé, me santigüé y dije: «Don Crucillà, soy la persona enviada por el comisario Montalbano.» Tardó un poco en contestar y después me preguntó cómo me llamaba. Le di mi nombre, y entonces él me dijo: «Hoy aquello no se puede hacer. Mañana por la mañana, antes de la primera misa, te vuelves a confesar.» «Perdone, pero ¿a qué hora es la primera misa?», pregunté yo. «A las seis; tú tienes que venir a las seis menos cuarto. Tienes que decirle al comisario que esté preparado porque aquello lo haremos seguramente mañana cuando oscurezca», contestó. Después añadió: «Ahora te levantas, te santiguas, vuelves a sentarte en el mismo sitio de antes, rezas cinco avemarías y tres padrenuestros, vuelves a santiguarte y te vas.»

– ¿Y tú qué hiciste?

– ¿Qué iba a hacer? Recé las cinco avemarías y los tres padrenuestros.

– ¿Y si conseguiste acabar tan pronto, por qué no volviste antes?

– Se me estropeó el coche y se hizo tarde. ¿Cómo quedamos?

– Hagamos lo que dice el cura. Tú, mañana a las seis menos cuarto, vas a ver qué te dice y vienes a contármelo. Si ha dicho que la cosa se puede hacer cuando oscurezca, significa que será entre las seis y media y las siete. Actuaremos según lo que él te diga. Iremos cuatro en un solo coche, así no habrá jaleo. Yo, Mimì, tú y Gallo. Nos llamamos mañana, ahora tengo cosas que hacer.

Fazio se retiró y Montalbano marcó el número de Ingrid.

– Tú habla «ki» yo escucha -dijo la voz de la sirvienta.

– Habla el de antes. Soy hortelano.

Dio resultado. Ingrid se puso al teléfono medio minuto después.

– ¿Qué ocurre, Salvo?

– Ha habido una contraorden, lo siento en el alma. Mañana por la noche no nos podremos ver.

– Entonces ¿cuándo?

– Pasado mañana.

– Un beso.

Así era Ingrid, y por eso Montalbano la apreciaba y la quería: nunca pedía explicaciones, pero ella tampoco las daba. Se limitaba a tomar nota de la situación. Jamás había visto a una mujer tan femenina como Ingrid que fuera al mismo tiempo tan poco femenina.

«Por lo menos, según la idea que nosotros los hombres tenemos de las mujeres», pensó Montalbano, dando por terminada su reflexión.

Al llegar a la altura de la trattoria San Calogero, el comisario, que caminaba apurando el paso, se detuvo en seco como hacen los burros cuando, por misteriosas razones, deciden pararse y no moverse por muchos azotes o puntapiés que les den en la tripa. Consultó el reloj. Eran sólo las ocho. Demasiado pronto para cenar. Pero el trabajo que lo esperaba en Via Cavour sería muy largo y seguramente le llevaría toda la noche. Podía empezar e interrumpir su tarea sobre las diez… Pero ¿y si le entraba apetito antes?

– ¿Qué hace, señor comisario, se decide o no se decide?

Era Calogero, el dueño de la trattoria, mirándolo desde la entrada. No esperaba otra cosa.

El local estaba completamente vacío; cenar a las ocho de la tarde es cosa de milaneses; los sicilianos empiezan a tomar en consideración la idea de cenar pasadas las nueve.

– ¿Qué tenemos de bueno?

– Fíjese en eso -contestó con orgullo Calogero, señalándole el mostrador refrigerado.

La muerte se les nota a los peces en los ojos, se los empaña. Aquéllos, en cambio, aún los tenían vivos y brillantes como si todavía estuvieran nadando.

– Hazme cuatro lubinas.

– ¿No quiere nada de primero?

– No. ¿Qué tienes de aperitivo?

– Unos pulpitos que se deshacen en la boca. No tendrá que usar los dientes.

Era verdad. Los pulpitos eran tan tiernos que se le disolvieron en la boca. Con las lubinas, tras haberlas aliñado con unas cuantas gotas del «condimento del carretero», es decir, aceite aromatizado con ajo y guindilla, se lo tomó con calma.

El comisario tenía dos maneras de comer el pescado. La primera, que adoptaba de mala gana y sólo cuando tenía poco tiempo, consistía en quitarle las espinas, recoger en el plato sólo las partes comestibles y empezar a comérselas. La segunda, que le producía mucha más satisfacción, consistía en quitar las espinas a cada bocado ya aliñado en el momentode comérselo. Cierto que tardaba más, pero aquel tiempo de más servía de rodaje: durante la limpieza del bocado aliñado, el cerebro hacía entrar en acción los sentidos del gusto y del olfato de tal forma que uno tenía la sensación de comerse el pescado dos veces.

Cuando se levantó de la mesa, ya eran las nueve y media. Decidió dar un paseo por el puerto. La verdad era que no le apetecía ver lo que esperaba ver en Via Cavour. En el barco de la línea regular de Sampedusa estaban subiendo unos cuantos camiones de gran tonelaje. Pasajeros, muy pocos, y turistas, ninguno; aún no era la temporada. Dio un paseo de una hora y después se decidió.


* * *

Nada más entrar en el apartamento de Nenè Sanfilippo, se cercioró de que las ventanas estuvieran bien cerradas y no dejaran filtrar la luz, y después se dirigió a la cocina. Entre otras cosas, Sanfilippo tenía allí todo lo necesario para la preparación del café, y Montalbano utilizó la cafetera más grande que encontró, de cuatro tazas. Mientras subía el café, echó un vistazo al apartamento. Al lado del ordenador que había utilizado Catarella, había un estante lleno de disquetes, CD-ROM, discos compactos y videocasetes. Catarella había colocado en orden los disquetes del ordenador y entre ellos había introducido una hoja, en la cual figuraba escrita en letras de imprenta la siguiente indicación: «Disquetes guarros.» O sea, material porno. Montalbano contó los videocasetes, eran treinta. Quince de ellos habían sido adquiridos en algún sex-shop y tenían etiquetas de vivos colores y títulos inconfundibles; cinco habían sido grabados por el propio Nenè y titulados con varios nombres de mujer: Laura, Renée, Paola, Giulia, Samantha. Los diez restantes eran cintas originales de películas, todas rigurosamente americanas, con unos títulos que permitían adivinar sexo y violencia. Cogió los videocasetes con nombres de mujer y se los llevó al dormitorio, donde Nenè Sanfilippo tenía un televisor gigante. El café ya estaba hecho. Se bebió una taza y volvió al dormitorio; se quitó la chaqueta y los zapatos, introdujo en el vídeo la primera cinta que le vino a la mano, Samantha, se tumbó en la cama con dos almohadas detrás de la espalda y puso en marcha el aparato mientras encendía un cigarrillo.

La escenografía consistía en una cama de matrimonio, la misma en la cual estaba tumbado el comisario. La toma estaba hecha con encuadre fijo: la cámara aún estaba colocada sobre la cómoda de siete cajones, lista para otra grabación erótica que ya no tendría lugar. Arriba, justo por encima de la cómoda, había dos pequeños focos que se encendían en el momento necesario. La vocación de Samantha, pelirroja y de estatura no superior al metro cincuenta y cinco, era de carácter acrobático, pues se movía tanto y adoptaba unas posturas tan complicadas que a menudo se salía del campo. Nenè Sanfilippo, en aquella especie de repaso general del Kama-sutra, parecía encontrarse completamente a sus anchas. El sonido era pésimo, las escasas palabras apenas se oían, pero, en contrapartida, los lamentos, los gruñidos, los suspiros y los gemidos surgían de golpe a todo volumen, como ocurre en la televisión cuando sale la publicidad. La grabación total duraba tres cuartos de hora. Presa de un aburrimiento mortal, el comisario puso la segunda cinta, la titulada Renée. Apenas tuvo tiempo de observar que la escenografía era la misma y que la tal Renée era una veinteañera muy alta y delgada, con unas tetas enormes y en modo alguno depilada. No le apetecía ver toda la cinta, y por eso se le ocurrió pulsar en el mando a distancia la tecla de avance rápido para detenerse después de vez en cuando. Se le ocurrió porque, en cuanto vio a Nenè penetrar a la peluda Renée, una irresistible sensación de sueño lo golpeó en la nuca como un mazazo, le hizo cerrar los ojos y lo obligó a hundirse sin remisión en un profundo sueño. Su último pensamiento fue que no hay mejor somnífero que la pornografía.

Se despertó de golpe sin saber si la causa habían sido los gritos de Renée presa de un orgasmo telúrico o bien los fuertes puntapiés contra la puerta mezclados con el sonido ininterrumpido del timbre. ¿Qué pasaba? Atontado por el sueño, se levantó, paró la cinta y, mientras se dirigía a abrir la puerta tal como estaba, despeinado, en mangas de camisa, con los pantalones a punto de caérsele (pero ¿cuándo se los había desabrochado para estar más cómodo?) y descalzo, oyó una voz que en un principio no reconoció, gritando:

– ¡Abran! ¡Policía!

Se quedó definitivamente estupefacto. Pero ¿la policía no era él?

Abrió y se quedó horrorizado. Lo primero que vio fue a Mimì Augello en correcta posición de disparo (piernas flexionadas, trasero ligeramente proyectado hacia atrás, brazos extendidos, ambas manos en la culata de la pistola); a su espalda, a la señora Concetta Burgio, viuda de Lo Mascolo, y, detrás de ellos, una muchedumbre que se apretujaba no sólo en el rellano sino también en los tramos de escalera que conducían a los pisos superiores e inferiores. De un solo vistazo, reconoció a la familia Crucillà al completo (el padre, Stefano, jubilado, en camisa de dormir; su señora, con un albornoz de rizo; la hija, Samanta sin hache intercalada, con un provocador jersey largo; el señor Mistretta, en calzoncillos, camiseta e, inexplicablemente, con la deformada bolsa negra en una mano; Pasqualino de Dominicis, el chavalillo pirómano, entre su papaíto, Guido, en pijama, y su mamaíta, Gina, enfundada en un vaporoso y anticuado picardía.

Al ver al comisario, ocurrieron dos fenómenos: el tiempo se detuvo y todos se quedaron petrificados. De ello se aprovechó la señora Concetta Burgio, viuda de Lo Mascolo, para improvisar en tono dramático un monólogo didáctico-explicativo.

– ¡María, María, María, pero qué susto tan grande me he llevado! ¡Justo cuando me acababa de dormir, de repente, me pareció oír la sinfonía de cuando el difunto vivía! ¡La puta que decía «ah, ah, ah, ah» y él que gruñía como un puerco! ¡Exactamente igual que las otras veces! Pero ¿cómo, un fantasma vuelve a su casa con una puta? ¿Y se pone, con perdón, a follar como cuando estaba vivo? ¡Helada me quedé! ¡Muerta de miedo! Entonces llamé a los guardias. Cualquier cosa me habría podido imaginar menos que se tratara del señor comisario que había venido aquí a hacer lo que le daba la gana. ¡Todo me lo habría podido imaginar!

La conclusión a la que había llegado la señora Concetta Burgio, viuda de Lo Mascolo -que era la misma de todos los presentes-, se basaba en una lógica férrea. Montalbano, ya totalmente pasmado, no tuvo fuerzas para reaccionar. Se quedó en la puerta, paralizado. Quien reaccionó fue Mimì Augello, que, tras haberse guardado la pistola en el bolsillo, empujó violentamente al comisario hacia el interior del apartamento mientras empezaba a dar tales voces que todos los vecinos emprendieron una precipitada huida.

– ¡Basta! ¡Váyanse a dormir! ¡Circulen! ¡No hay nada que ver!

Después cerró la puerta a su espalda y, con la cara ensombrecida por la furia, avanzó hacia el comisario.

– ¡Pero cómo cono se te ha ocurrido venir aquí con una mujer! Hazla salir, a ver cómo la sacamos del edificio sin provocar otro alboroto.

Montalbano no contestó. Se dirigió al dormitorio seguido de Mimì.

– ¿Se ha escondido en el cuarto de baño? -preguntó Augello.

El comisario puso nuevamente en marcha el vídeo, pero bajó el volumen.

– Aquí tienes a la mujer -dijo.

Se sentó en el borde de la cama. Augello contempló la pantalla del televisor y después se dejó caer de golpe en una silla.

– ¿Cómo es posible que no se me haya ocurrido antes?

Montalbano paró la cinta.

– Mimì, la verdad es que tanto tú como yo nos hemos tomado las muertes de los viejecitos y la de Sanfilippo a la ligera, olvidando ciertas cosas que hubiéramos tenido que hacer. A lo mejor, es que tenemos la cabeza distraída con otros pensamientos. Estamos más ocupados en nuestros asuntos que en las investigaciones. Asunto cerrado. Vámonos. ¿Te has preguntado alguna vez por qué razón Sanfilippo había introducido en su ordenador el epistolario con su amante?

– No, pero, puesto que él trabajaba con ordenadores…

– Mimì, ¿tú has recibido alguna vez cartas de amor?

– Por supuesto.

– ¿Y qué hiciste con ellas?

– Algunas las guardé y otras no.

– ¿Por qué?

– Porque algunas eran importantes y…

– Alto ahí. Has dicho «importantes». Por el contenido, naturalmente, pero quizá también por cómo estaban escritas, por la grafía, los errores, las tachaduras, las mayúsculas, los puntos y aparte, el color del papel, la dirección del sobre… En resumen, contemplando aquella carta, te era fácil evocar a la persona que la había escrito. ¿Es verdad, sí o no?

– Es verdad.

– Pero, si tú la introduces en un ordenador, la carta pierde valor, puede que no todo el valor, pero sí una buena parte. Pierde incluso el valor de prueba.

– ¿En qué sentido, y perdona que te lo pregunte?

– En el sentido de que ni siquiera puedes pedir a un perito un informe caligráfico. Pero, de todos modos, tener una copia de las cartas a través de la impresora del ordenador siempre es mejor que nada.

– Perdona, pero no te entiendo.

– Supongamos que la amistad de Sanfilippo fuera una amistad peligrosa, no a lo Laclos, naturalmente…

– ¿Quién es ese Laclos?

– Dejémoslo. Decía peligrosa en el sentido de que, de haberse descubierto, habría podido terminar fatal, con un asesinato. «Quizá -debió de pensar Sanfilippo-, si nos descubren, la entrega del epistolario original nos podrá salvar la vida.» Resumiendo, él introduce el texto de las cartas en el ordenador y deja el paquete de las originales bien a la vista, listo para el intercambio.

– Que, sin embargo, no se produjo, pues las cartas originales han desaparecido y a él lo han matado de todas maneras.

– Ya. Pero yoestoy seguro de una cosa: de que Sanfilippo infravaloró el peligro que corría manteniendo aquella relación, a pesar de saber que lo corría. Tengo la impresión, sólo la impresión, que conste, de que no se trata sólo de la posible venganza de un marido cornudo. Pero sigamos. He pensado: si Sanfilippo se priva de las posibilidades de evocación que ofrece una carta autógrafa, ¿cómo es posible que de su amante no haya conservado ni siquiera una fotografía, una imagen? Y entonces me acordé de los videocasetes que se guardaban aquí.

– Y viniste a verlos.

– Sí, pero olvidé que, en cuanto empiezo a mirar una película porno, me entra sueño. Estaba viendo las que él mismo había grabado aquí dentro con distintas mujeres. Pero no creo que fuera tan tonto.

– Y eso, ¿qué quiere decir?

– Quiere decir que habrá tomado precauciones para evitar que un extraño descubriera inmediatamente quién es ella.

– Salvo, puede que sea el cansancio, pero…

– Mimì, las cintas son treinta y hay que verlas todas.

– ¡¿Todas?!

– Sí, y te explico por qué. Las cintas son de tres tipos. Las grabadas por Sanfilippo, que dan fe de sus hazañas con cinco mujeres distintas. Quince son videocasetes porno adquiridos en algún sitio. Diez son de películas americanas, vídeos de videoclub. Tal como te he dicho, hay que verlas todas.

– Sigo sin comprender por qué tenemos que perder tanto tiempo. Sobre las cintas en venta en el mercado, tanto de películas normales como porno, no se puede volver a grabar.

– En eso te equivocas. Basta manipular el casete de una determinada manera, me lo explicó tiempo atrás Nicolò Zito. Mira, puede que Sanfilippo recurriera a este sistema: coge la cinta de una película, supongamos que Cleopatra, la pasa por espacio de un cuarto de hora, pulsa el «stop» y después empieza a grabarle encima lo que quiere. ¿Qué ocurre? Que un extraño introduce la cinta en el vídeo, cree que es la película Cleopatra, la para, la quita y pone otra. Pero allí es justamente donde se encuentra lo que busca. ¿Está claro?

– Bastante -dijo Mimì-. Lo suficiente para que comprenda que tengo que ver todas las cintas. Y, aun recurriendo al avance rápido, va a ser un proceso muy largo.

– Ármate de paciencia -dijo Montalbano.

Se puso los zapatos, se ató los cordones y se puso la chaqueta.

– ¿Por qué te vistes?

– Porque me voy a casa. Aquí te quedas tú. Por lo demás, ya tienes cierta idea de quién es la mujer, eres el único que puede reconocerla. Si la encuentras en alguna de estas cintas, y yo estoy seguro de que la encontrarás, llámame a la hora que sea. Que te diviertas.

Abandonó la habitación sin que Mimì hubiera abierto la boca.

Mientras bajaba a pie la escalera, oyó puertas que se abrían discretamente en los distintos pisos: los inquilinos de Via Cavour 44 estaban a la espera de que saliera la fogosa mujer que había follado con el comisario. Perderían la noche.

Por la calle no había ni un alma. Un gato salió de un portal y le dirigió un maullido a modo de saludo. Montalbano le correspondió con un «Hola, ¿qué tal?». Le cayó bien al gato y éste lo acompañó a lo largo de dos manzanas. Después dio media vuelta y se fue. El aire nocturno le estaba haciendo pasar la somnolencia. Tenía el coche aparcado delante de la comisaría. Un rayo de luz se filtraba por debajo de la puerta cerrada. Llamó al timbre, y le abrió Catarella.

– ¿Qué ocurre, dottori?¿Necesita algo?

– ¿Estabas durmiendo?

Junto a la entrada estaban la centralita y un minúsculo cuarto con un catre, en el que se podía tumbar el agente que estaba de guardia.

– No, dottori, estaba resolviendo un crucigrama.

– ¿Ese en el que llevas dos meses trabajando?

– No, señor, aquél ya lo resolví. Es otro nuevo.

Montalbano entró en su despacho. Sobre el escritorio había un paquete. Lo abrió. Contenía las fotografías de la excursión a Tindari.

Empezó a examinarlas. Todas mostraban rostros sonrientes, lo normal en una expedición de aquella clase. Unos rostros que él ya conocía por haberlos visto en la comisaría. Los únicos que no sonreían eran los señores Griffo, de los cuales sólo había dos fotografías. En la primera, él aparecía con la cabeza medio vuelta hacia atrás, mirando a través de la luneta posterior. Ella, en cambio, miraba fijamente a la cámara con expresión atontada. En la segunda, ella mantenía la cabeza inclinada y no se le veía la cara, y esta vez era él quien miraba fijamente hacia delante con ojos apagados.

Montalbano volvió a examinar la primera fotografía. Después empezó a rebuscar en los cajones con gestos cada vez más rápidos a medida que no encontraba lo que estaba buscando.

– ¡Catarella!

Catarella se presentó de inmediato.

– ¿Tienes una lupa?

– ¿Eso que hace ver las cosas más grandes?

– Eso.

– A lo mejor Fazio tiene una en su cajón.

Regresó sosteniéndola en alto con aire triunfal.

– Ya la tengo, dottori.

El automóvil fotografiado a través de la luneta posterior era un Punto. Como uno de los dos automóviles de Nenè Sanfilippo. Se veía la matrícula pero ni con la lupa consiguió Montalbano leer los números y las letras. Quizá era inútil hacerse ilusiones, ¿cuántos Punto debían de circular por Italia?

Se guardó la lupa en el bolsillo, saludó a Catarella y subió al coche. Ahora sentía la necesidad de echar una buena cabezadita.

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