Doce

Catarella contempló primero la fotografía tal como hacen los miopes, acercándosela a los ojos, y después, tal como hacen los présbitas, manteniéndola a la distancia de un brazo extendido. Al final, hizo una mueca.

Dottori, con el «esconiador» que yo tengo de seguro seguramente que no se podrá. Se la he de llevar a mi amigo de confianza.

– ¿Cuánto tardarás?

– Menos de dos horas, dottori.

– Vuelve lo antes que puedas. ¿Quién se quedará en la centralita?

– Galluzzo. Ah, dottori, le quería decir que el señor huérfano le espera desde esta mañana a primera hora porque quiere hablar con usted.

– ¿De qué huérfano hablas?

– Se llama Griffo, ese que le han matado el padre y la madre. Ese que dice que no entiende cómo hablo.

Davide Griffo iba vestido de negro, de luto riguroso. Despeinado, con el traje arrugado y aspecto de persona agotada. Montalbano le tendió la mano y lo invitó a sentarse.

– ¿Lo han mandado llamar para el reconocimiento oficial?

– Sí, por desgracia. Llegué a Montelusa ayer a última hora de la tarde. Me han acompañado a verlos. Después… después regresé al hotel y me tumbé en la cama tal como estaba, no me encontraba bien.

– Lo comprendo.

– ¿Hay alguna novedad, comisario?

– Todavía ninguna.

Se miraron a los ojos, ambos desolados.

– ¿Sabe una cosa? -dijo Davide Griffo-. No es por deseo de venganza por lo que espero con ansia que atrapen a los asesinos. Sólo quisiera comprender por qué lo han hecho.

Era sincero, él también ignoraba cuál era la que Montalbano llamaba «la enfermedad secreta» de sus padres.

– ¿Por qué lo han hecho? -volvió a preguntar Davide Griffo-. ¿Para robar el billetero de papá o el bolso de mamá?

– ¿Eh? -dijo el comisario.

– ¿No lo sabía?

– ¿Que se llevaron el billetero y el bolso? No. Estaba seguro de que encontrarían el bolso bajo el cuerpo de la señora. Y no miré en los bolsillos de su padre. Por otra parte, ni el billetero ni el bolso hubieran tenido importancia.

– ¿Eso es lo que usted cree?

– Por supuesto que sí. Los que han matado a sus padres nos hubieran permitido encontrar posteriormente el billetero y el bolso debidamente aligerados de cualquier cosa que pudiera colocarnos tras sus huellas.

Davide Griffo se perdió en un recuerdo.

– Mi madre no se separaba jamás del bolso, a veces yo le tomaba el pelo por eso. Le preguntaba qué tesoros guardaba en su interior.

De repente, se sintió embargado por la emoción y desde lo más hondo de su pecho surgió una especie de sollozo.

– Discúlpeme. Como me han devuelto sus objetos personales, la ropa, la calderilla que mi padre tenía en el bolsillo, las alianzas matrimoniales, las llaves de la casa… Mire, he venido a verlo para pedirle permiso… en fin, quería preguntarle si puedo entrar en el piso y empezar a hacer el inventario…

– ¿Qué piensa usted hacer con el piso? Era de propiedad, ¿verdad?

– Sí, lo compraron haciendo grandes sacrificios. Lo venderé cuando llegue el momento. Ahora ya no tengo muchos motivos para regresar a Vigàta.

Otro sollozo reprimido.

– ¿Sus padres tenían otras propiedades?

– Nada de nada, que yo sepa. Vivían de sus pensiones. Mi padre tenía una libreta postal, donde le ingresaban su pensión y la de mi madre… Pero, a final de mes, les quedaba muy poco para ahorrar.

– No creo haber visto esa libreta.

– ¿No estaba? ¿Ha mirado bien en el sitio donde mi padre guardaba sus papeles?

– No estaba. Yo mismo lo examiné todo cuidadosamente. A lo mejor, se la llevaron junto con el billetero y el bolso.

– Pero ¿por qué? ¿Qué van a hacer con una libreta postal que no podrán utilizar? ¡Es un trozo de papel inútil!

El comisario se levantó. Davide Griffo imitó su ejemplo.

– No tengo ningún inconveniente en que vaya usted al apartamento de sus padres. Al contrario. Si usted encontrara entre los papeles algo que… -Interrumpió la frase de golpe. Davide Griffo lo miró con expresión inquisitiva-. Disculpe un momento -dijo el comisario.

Abandonó el despacho soltando mentalmente unas maldiciones, pues se había percatado de que los papeles de los Griffo se encontraban todavía en la comisaría, adonde él los había llevado desde su casa. En efecto, la bolsa de plástico aún estaba en el trastero. No le parecía correcto entregar al hijo los recuerdos familiares en aquel paquete. Buscó en el trastero, no encontró nada que pudiera utilizar, ni una caja de cartón ni una bolsa más aceptable. Se resignó.

Davide Griffo lo miró estupefacto mientras él depositaba a sus pies la bolsa de la basura.

– La cogí en casa de sus padres para guardar en ella los papeles. Si quiere, se los envío a través de uno de mis…

– No, gracias. Llevo el coche -dijo el otro en tono circunspecto.

No se lo había querido decir al huérfano, tal como lo llamaba Catarella (por cierto, ¿cuándo se había ido?), pero había un motivo para la desaparición de la libreta postal. Un motivo muy importante: que no se supiera a cuánto ascendía el saldo de la libreta. La suma contenida en la libreta podía ser el síntoma de aquella enfermedad secreta que posteriormente había obligado al médico concienzudo a intervenir. Sólo era una hipótesis, desde luego, pero se tenía que comprobar. Llamó al suplente Tommaseo y se pasó aproximadamente media hora venciendo las resistencias formales que éste oponía. Al final, Tommaseo prometió actuar de inmediato.

El edificio de Correos se encontraba a pocos pasos de la comisaría. Era una construcción horrenda porque, iniciada en los años cuarenta, en pleno auge de la arquitectura fascista, se había terminado en la posguerra, cuando los gustos ya habían cambiado. El despacho del señor director se encontraba en el segundo piso, al final de un pasillo absolutamente vacío de hombres y cosas, que daba miedo por la sensación de soledad y abandono que producía. Llamó a una puerta, en la cual un rectángulo de plástico decía «Director». Bajo el rectángulo de plástico había una hoja de papel en la que se veía un cigarrillo cruzado por dos tiras de color rojo. Debajo decía: «Prohibido terminantemente fumar.»

– ¡Adelante!

Nada más entrar, lo primero que vio Montalbano fue una auténtica pancarta en la pared que repetía: «Prohibido terminantemente fumar.»

«De lo contrario, os las tendréis que ver conmigo», parecía decir con torva mirada el presidente de la República desde su retrato colgado bajo la pancarta.

Más abajo todavía, se encontraba un enorme sillón de alto respaldo, en el que permanecía sentado el director, el cavaliere Attilio Morasco. Delante del cavaliere Morasco había un gigantesco escritorio atestado de papeles. El señor director era un enano muy parecido al difunto rey Víctor Manuel III, con un pelo uniformemente corto que confería a su cabeza el mismo aspecto que Humberto I, y unos bigotes de guías retorcidas como los del llamado Rey Caballero. El comisario tuvo la absoluta certeza de encontrarse en presencia de un descendiente de los Saboya, un bastardo como los muchos que había sembrado el Rey Caballero.

– ¿Es usted piamontés? -no tuvo más remedio que preguntarle sin apartar los ojos de él.

El otro lo miró, perplejo.

– No, ¿por qué? Soy de Comitini.

Aunque fuera de Comitini, de Paternò o de Raffadali, Montalbano se ratificó en la idea que se había formado.

– Usted es el comisario Montalbano, ¿verdad?

– Sí. ¿Lo ha llamado el juez suplente Tommaseo?

– Sí -reconoció a regañadientes el director-. Pero una llamada es una llamada. ¿Usted me entiende?

– Por supuesto que lo entiendo. Para mí, por ejemplo, «una rosa es una rosa es una rosa es una rosa».

El cavaliere Morasco no se impresionó ante la docta cita de Gertrude Stein.

– Veo que estamos de acuerdo -dijo.

– ¿En qué sentido, si no le importa?

– En el sentido de que verba volant et scripta manent, las palabras vuelan y lo escrito permanece.

– ¿Se puede explicar mejor?

– Por supuesto que sí. El suplente Tommaseo me ha telefoneado para comunicarme que usted está autorizado a llevar a cabo una investigación sobre la libreta de ahorro postal del difunto señor Alfonso Griffo. De acuerdo, lo considero una notificación previa. Pero, hasta que reciba una petición o autorización por escrito, no puedo permitirle acceder al secreto postal.

Como consecuencia del mareo que aquellas palabras le provocaron, el comisario corrió momentáneamente peligro de despegar.

– Ya volveré a pasar.

E hizo ademán de levantarse. El director se lo impidió con un gesto.

– Espere. Podría haber una solución. ¿Sería tan amable de mostrarme su documentación?

El peligro de despegue se intensificó. Montalbano se agarró con una mano a la silla en la que estaba sentado mientras con la otra le ofrecía el carnet.

El bastardo de los Saboya lo examinó detenidamente.

– Tras recibir la llamada del juez suplente, pensé que usted se presentaría aquí de inmediato. Y preparé una declaración, que usted firmará, en la cual se hace constar que usted me exonera, es decir, me exime de cualquier responsabilidad.

– Lo eximo con mucho gusto -dijo el comisario.

Firmó la declaración sin leerla y se volvió a guardar el carnet de identidad en el bolsillo. El cavaliere Morasco se levantó.

– Espéreme aquí. Serán necesarios unos diez minutos.

Antes de salir, el director se volvió y señaló la fotografía del presidente de la República.

– ¿Ha visto?

– Sí -contestó, perplejo, Montalbano-. Es Ciampi.

– No me refería al presidente, sino a lo que hay escrito más arriba. «Pro-hi-bi-do-fu-mar.» Se lo ruego, no se aproveche de mi ausencia.

En cuanto el otro cerró la puerta, le entraron unas ganas locas de fumar. Pero estaba prohibido, y con razón, pues, como es bien sabido, el humo que inhalan los fumadores pasivos causa millones de muertes, mientras que la contaminación, la dioxina y el plomo de la gasolina no. Se levantó, salió, fue a la planta baja, tuvo ocasión de ver a tres funcionarios que fumaban, se plantó en la acera, se fumó dos cigarrillos seguidos, entró otra vez -ahora los funcionarios que fumaban eran cuatro-, subió la escalera a pie, volvió a atravesar el desierto pasillo, abrió la puerta del despacho del director sin llamar y entró. El cavaliere Morasco estaba sentado en su sitio y lo miró con expresión de reproche al tiempo que meneaba la cabeza. Montalbano se acercó a su silla con la misma expresión culpable que cuando llegaba con retraso a la escuela.

– Tenemos la lista -anunció solemnemente el director.

– ¿Podría verla?

Antes de entregársela, el cavaliere se cercioró de que sobre el escritorio aún se encontraba la autorización firmada por el comisario.

Y el comisario no entendió ni jota, quizá también porque la cifra que leyó al final le pareció desproporcionada.

– ¿Me lo explica usted? -preguntó, usando el mismo tono de voz de cuando iba a la escuela.

El director se inclinó, tumbándose prácticamente sobre el escritorio, y le arrancó indignado la hoja de las manos.

– ¡Está todo clarísimo! -dijo-. De la lista se desprende que la pensión de los cónyuges Griffo ascendía a un total de tres millones de liras mensuales, un millón ochocientas mil la del marido y un millón doscientas mil la de la mujer. El señor Griffo, en el momento del cobro, retiraba en efectivo el importe de su pensión para los gastos del mes y dejaba en depósito la pensión de su mujer. Éste era el ritmo habitual. Con alguna que otra excepción, naturalmente.

– Pero, incluso admitiendo que fueran tan tacaños y ahorradores -reflexionó el comisario en voz alta-, las cuentas siguen sin salir. ¡Me parece haber visto que en esa libreta hay casi cien millones!

– Ha visto bien. Exactamente noventa y ocho millones trescientas mil liras. Pero eso no tiene nada de extraordinario.

– Ah, ¿no?

– No, porque, desde hace dos años, el señor Alfonso Griffo, el día uno de cada mes, ingresaba puntualmente siempre la misma cantidad: dos millones. Que suman un total de cuarenta y ocho millones que hay que añadir a los ahorros.

– ¿Y de dónde sacaba esos dos millones al mes?

– A mí no me lo pregunte -replicó ofendido el director.

– Gracias -dijo Montalbano, levantándose. Y le tendió la mano.

El director se levantó, rodeó el escritorio, miró al comisario de abajo arriba y le estrechó la mano.

– ¿Me puede dar el listado? -preguntó Montalbano.

– No -contestó secamente el bastardo Saboya.

El comisario abandonó el edificio y, en cuanto salió a la acera, encendió un cigarrillo. Había acertado: habían hecho desaparecer la libreta porque aquellos cuarenta y ocho millones eran el síntoma de la mortal enfermedad de los Griffo.

Cuando ya llevaba unos diez minutos en su despacho, entró Catarella con la cara tan desolada como la de un habitante de Casamicciola después del célebre y devastador terremoto. Dejó en el escritorio la foto que llevaba en la mano.

– Ni siquiera con el «esconiador» de mi amigo de confianza lo he conseguido. Si quiere, se la llevo a Cicco de Cicco porque la cosa con el crimininilólogo la harán mañana.

– Gracias, Catarè, se la llevo yo mismo.

«Salvo, ¿por qué no aprendes a usar el ordenador?», le había preguntado un día Livia. Y había añadido: «¡Si supieras cuántos problemas podrías resolver!»

Pues bien, de entrada, el ordenador no había podido resolver aquel pequeño problema y simplemente le había hecho perder el tiempo. Se hizo el propósito de decírselo a Livia, así, por el simple gusto de mantener viva la polémica.

Se guardó la fotografía en el bolsillo, salió de la comisaría y subió a su automóvil. Pero decidió pasar por Via Cavour antes de ir a Montelusa.

– El señor Griffo está arriba -le advirtió la portera.

Davide Griffo le abrió la puerta en mangas de camisa; sostenía en la mano un cepillo, estaba limpiando el piso.

– Había demasiado polvo.

Lo hizo sentar en el comedor. Sobre la mesa estaban amontonados los papeles que poco antes le había entregado el comisario. Griffo interceptó su mirada.

– Tiene usted razón, señor comisario. La libreta no está. ¿Quería decirme algo?

– Sí. Que he ido a Correos y he pedido que me dijeran a cuánto ascendía la suma que sus padres tenían en la libreta.

Griffo hizo un gesto, como diciendo que ni siquiera merecía la pena hablar de ello.

– Muy pocas liras, ¿verdad?

– Exactamente noventa y ocho millones trescientas mil.

Davide Griffo palideció.

– ¡Eso es un error! -farfulló.

– No es un error, se lo aseguro.

Davide Griffo, con las rodillas como de requesón, se dejó caer en una silla.

– Pero ¿cómo es posible?

– Desde hace dos años, su padre ingresaba dos millones cada mes. ¿Tiene usted idea de quién podía estar detrás de ese dinero?

– ¡Ni la más remota! Jamás me hablaron de ganancias extra. Y yo no acierto a entenderlo. Dos millones netos al mes son un sueldo respetable. ¿Y qué podía hacer mi padre, con lo viejo que era, para ganárselo?

– Nadie ha dicho que fuera un sueldo.

Davide Griffo palideció todavía más, y estaba tan perplejo que ahora parecía que estuviera francamente asustado.

– ¿Usted cree que puede haber alguna relación?

– ¿Entre los dos millones mensuales y el asesinato de sus padres? Es una posibilidad que hay que tomar seriamente en consideración. Han hecho desaparecer la libreta precisamente por eso, para evitar que nosotros pensáramos en una relación de causa-efecto.

– Pero, si no era un sueldo, ¿qué podía ser?

– Quién sabe -dijo el comisario-. Voy a formular una hipótesis. Pero primero tengo que preguntarle una cosa, y le ruego que sea sincero. ¿Su padre, a cambio de dinero, hubiera cometido una falta de honradez?

Davide Griffo tardó un poco en contestar.

– Es difícil juzgarlo así… Creo que no, que no la hubiera cometido. Pero era, ¿cómo diría?, vulnerable.

– ¿En qué sentido?

– Él y mi madre estaban muy aferrados al dinero. Y ahora, ¿cuál es la hipótesis?

– Por ejemplo, que su padre fuera el testaferro de alguien que desarrollaba alguna actividad ilícita.

– Él no se hubiera prestado a hacer tal cosa.

– ¿Ni siquiera si le hubieran presentado la cosa como algo legal?

Esta vez Griffo no contestó. El comisario se levantó.

– Si se le ocurre alguna posible explicación…

– Claro, claro -dijo Griffo con aire distraído. Acompañó a Montalbano a la puerta y añadió-: Me estoy acordando de algo que me dijo mi madre el año pasado. Vine a verlos y, en un momento en que mi padre no estaba, ella me dijo en voz baja: «Cuando nosotros ya no estemos, te llevarás una buena sorpresa.» Pero a mi madre, pobrecita, muchas veces se le iba la cabeza. Ya no volvió a comentarme el tema. Y yo me olvidé por completo de él.

Al llegar a la Jefatura Superior de Montelusa, pidió al de la centralita que llamara a Cicco de Cicco. No le apetecía ver a Vanni Arquà, el jefe de la Científica que había sustituido a Jacomuzzi. Se caían muy mal el uno al otro. De Cicco apareció corriendo y pidió la fotografía.

– Me temía algo mucho peor -dijo, examinándola-. Catarella me ha dicho que han probado con el ordenador, pero…

– ¿Tú me podrás facilitar el número de esta matrícula?

– Creo que sí, señor comisario. En cualquier caso, esta noche lo llamo.

– Si no me encuentras, déjale el mensaje a Catarella. Pero cuida de que anote debidamente las letras y los números; de lo contrario, nos podría salir una matrícula de Minnesota.

Durante el camino de vuelta, sintió casi la obligación de hacer una parada entre las ramas del acebuche. Necesitaba una pausa de reflexión: auténtica, no como la de los políticos que llaman así, pausa de reflexión, a lo que no es más que una caída en coma profundo. Se sentó a horcajadas en la rama de costumbre, apoyó la espalda en el tronco y encendió un cigarrillo. Pero enseguida se sintió incómodo, notaba la molesta presión de los nudos y de las espinas leñosas en la parte interior de los muslos. Experimentó una extraña sensación, como si el olivo no lo quisiera tener sentado allí y estuviera haciendo todo lo posible para que cambiara de posición.

– ¡Se me ocurre cada chorrada!

Resistió un poco, pero después ya no pudo más y bajó de la rama. Se acercó al automóvil, cogió un periódico, regresó al acebuche, extendió las páginas del periódico en el suelo y se tumbó encima de ellas tras haberse quitado la chaqueta.

Visto desde abajo, desde aquella nueva perspectiva, el olivo silvestre le pareció más grande y enrevesado. Observó la complejidad de las ramas que antes no había podido ver por estar entre ellas. Le vinieron a la mente unas palabras: «Hay un acebuche grande… con el cual lo he resuelto todo.» ¿Quién las había pronunciado? ¿Y qué era lo que había resuelto el árbol? Después consiguió enfocar los recuerdos. Aquellas palabras se las había dicho Pirandello a su hijo pocas horas antes de morir. Y se referían a Los gigantes de la montaña, la obra que había dejado inconclusa.

Se pasó media hora tumbado boca arriba sin apartar en ningún momento la mirada del árbol. Y, cuanto más lo miraba, tanto más el acebuche le explicaba de qué manera el juego del tiempo lo había retorcido y lacerado, cómo el agua y el viento lo habían obligado año tras año a adquirir aquella forma que no era fruto de un capricho o del azar sino consecuencia de una necesidad.

Sus ojos se posaron en tres gruesas ramas que, durante un breve trecho, discurrían casi paralelas, antes de que cada una de ellas se lanzara a una personal fantasía de repentinos zigzags, retrocesos, avances laterales, desviaciones yarabescos. Una de las tres, la del centro, estaba situada ligeramente por debajo de las otras dos, pero, con sus retorcidas ramitas, se agarraba a las ramas de arriba como si las quisiera mantener unidas a sí a lo largo del trecho que las tres recorrían juntas.

Desplazó la cabeza y, mirando con atención, Montalbano se percató de que las tres ramas no nacían independientes la una de la otra, aunque estaban situadas muy cerca, sino que su origen era un solo punto, una especie de bubón de gran tamaño que sobresalía del tronco.

Probablemente fue una ligera ráfaga de viento que agitó las hojas. Un repentino rayo de sol azotó los ojos del comisario, cegándolo. Con los ojos cerrados, Montalbano sonrió.

Fuera lo que fuera lo que aquella noche le comunicara De Cicco, ahora él estaba seguro de que al volante del vehículo que circulaba detrás del autocar se sentaba Nenè Sanfilippo.


* * *

Estaban apostados detrás de un chaparral de ciruelos silvestres, con las pistolas a punto de disparar. El padre Crucillà había señalado aquella solitaria casa rural como el refugio secreto de Japichinu. Pero el cura, antes de dejarlos, había tenido empeño en advertirles que actuaran con pies de plomo, pues él no estaba seguro de que Japichinu estuviera dispuesto a entregarse sin resistencia. Por si fuera poco, éste tenía en su poder una metralleta y había demostrado en más de una ocasión que la sabía utilizar.

Por consiguiente, el comisario había decidido actuar conforme a las normas y había enviado a Fazio y Gallo a la parte posterior de la casa.

– A esta hora, ya estarán en posición -dijo Mimì.

Montalbano no contestó, quería dar a sus hombres el tiempo suficiente para elegir el lugar más apropiado para apostarse.

– Voy para allá -dijo Augello, impaciente-. Tú cúbreme.

– De acuerdo -dijo el comisario, dando su conformidad.

Mimì empezó a reptar muy despacio. Brillaba la luna; de otro modo, su avance hubiera resultado invisible. La puerta de la casa estaba extrañamente abierta de par en par. Pero, pensándolo bien, no tenía nada de extraño: era evidente que Japichinu quería dar la impresión de que la casa estaba abandonada, aunque, en realidad, él permanecía escondido dentro con la metralleta en la mano.

Al llegar a la puerta, Mimì se incorporó, se detuvo en el umbral y asomó la cabeza para mirar. Después, con pasó ligero, entró. Salió a los pocos minutos y agitó un brazo en dirección al comisario.

– Aquí no hay nadie -dijo.

«Pero ¿dónde tiene éste la cabeza? -se preguntó, nervioso, Montalbano-. ¿Es que no comprende que lo pueden estar apuntando?»

Justo en aquel momento, mientras el miedo le helaba la sangre en las venas, vio asomar el cañón de una metralleta por la ventana situada perpendicularmente por encima de la puerta. Se levantó de un salto.

– ¡Mimì! ¡Mimì! -gritó.

Y se detuvo porque le pareció que estaba cantando La bohème.

La metralleta efectuó un disparo, y Mimì se desplomó.

El mismo disparo que había matado a Augello despertó al comisario.

Seguía tumbado sobre las páginas de periódico, bajo el acebuche, empapado de sudor. Por lo menos un millón de hormigas habían tomado posesión de su cuerpo.

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