Seis

Calogero les llevó la cuenta, Montalbano pagó, Beatrice se levantó y el comisario hizo lo propio con una pizca de tristeza: la chica era una auténtica maravilla de Dios, pero no había nada que hacer, todo tendría que terminar allí.

– La acompaño -dijo Montalbano.

– Tengo coche -contestó Beatrice.

Y, en aquel instante, hizo su aparición Mimì Augello. Vio a Montalbano, se encaminó hacia él y, de repente, se detuvo en seco con los ojos muy abiertos, como si hubiera pasado aquel ángel que, según la creencia popular, dice «amén» y todos se quedan paralizados tal como están. Evidentemente, había visto a Beatrice. Después dio súbitamente media vuelta para irse.

– ¿Me buscabas? -le preguntó el comisario, obligándolo a detenerse.

– Sí.

– Entonces ¿por qué te ibas?

– No quería molestar.

– Pero ¿qué molestia, Mimì? Ven. Señorita, le presento a mi subcomisario, el señor Augello. La señorita Beatrice Dileo, que el domingo pasado tuvo ocasión de viajar con los Griffo y me ha contado unas cosas muy interesantes.

Mimì sólo sabía que los Griffo habían desaparecido, no sabía nada de las investigaciones, pero mantenía los ojos clavados en la chica y no conseguía abrir la boca.

Fue entonces cuando el Demonio, el de la D mayúscula, se materializó al lado de Montalbano. Invisible para todos menos para el comisario, mostraba su aspecto tradicional: piel peluda, pezuñas de macho cabrío, rabo y cuernos cortos. El comisario notó que su ardiente y sulfuroso aliento le quemaba la oreja izquierda.

– Haz que se conozcan mejor -le ordenó el Demonio.

Y Montalbano se inclinó ante su voluntad.

– ¿Tiene cinco minutos? -le preguntó con una sonrisa a Beatrice.

– Sí. Tengo toda la tarde libre.

– Y tú, Mimì, ¿ya has comido?

– To… to… todavía no.

– Pues entonces siéntate en mi silla y pide algo mientras la señorita te cuenta lo de los Griffo. Por desgracia, yo tengo que atender un asunto urgente. Nos vemos más tarde en la comisaría, Mimì. Gracias una vez más, señorita Dileo.

Beatrice volvió a sentarse y Mimì se dejó caer rígidamente en la silla como si llevara puesta una armadura medieval. Todavía no lograba comprender cómo era posible que hubiera recibido aquella gracia divina, pero la guinda había sido la insólita amabilidad de Montalbano, que abandonó la trattoria canturreando. Había arrojado una semilla. Si el terreno era fértil (y él no dudaba de la fertilidad del terreno de Mimì), la semilla germinaría. Y entonces, adiós a Rebeca o como se llamara, adiós a la petición de traslado.

– Disculpe, comisario, pero ¿no le parece que ha sido usted un pelín canalla? -preguntó indignada la voz de la conciencia de Montalbano a su propietario.

– ¡Uf, menuda lata! -fue la respuesta.

Delante del café Caviglione, su propietario, Arturo, estaba tomando el sol, apoyado en la jamba de la puerta. Vestía como un pordiosero, chaqueta y pantalones raídos y llenos de manchas, a pesar de los cuatro o cinco mil millones de liras que había ganado prestando dinero a usura. Era un tacaño miembro de una familia de tacaños legendarios. Una vez le había mostrado al comisario un cartel amarillento y cubierto de cagadas de mosca que su abuelo, a principios de siglo, tenía puesto en el local: «Quien se siente a una mesita tiene que consumir forzosamente por lo menos un vaso de agua. Un vaso de agua cuesta dos céntimos.»

– Comisario, ¿se toma un café?

Entraron.

– ¡Un café para el comisario! -ordenó Arturo al camarero mientras introducía en la caja el dinero que Montalbano se había sacado del bolsillo. El día en que Arturo decidiera regalar una miga de pan, se produciría sin duda un cataclismo que habría hecho las delicias de Nostradamus.

– ¿Qué hay, Artù?

– Quería hablarle del asunto de los Griffo. Yo los conozco porque en verano cada domingo por la noche se sientan a una mesa, siempre solos, y piden dos buenas consumiciones: un helado de cassata para él y uno de avellana con nata para ella. Yo aquella mañana los vi.

– ¿Qué mañana?

– La mañana que se fueron a Tindari. Los autocares tienen la terminal un poco más adelante, en la plaza. Yo abro a las seis, minuto más, minuto menos. Pues bien, los Griffo ya estaban aquí afuera, delante de la persiana metálica. Y el autocar tenía que salir a las siete, ¡imagínese!

– ¿Bebieron o comieron algo?

– Un bollo caliente por barba, que me trajeron de la panadería diez minutos después. El autocar llegó a las seis y media. El conductor, que se llama Filippu, entró y pidió un café. Entonces, el señor Griffo se le acercó y le preguntó si podían sentarse en el autocar. Filippu les contestó que sí, y entonces ellos salieron sin darme siquiera los buenos días. A lo mejor tenían miedo de perder el autocar.

– ¿Eso es todo?

– Pues sí.

– Oye, Artù, ¿tú conocías al chico al que pegaron un tiro?

– ¿A Nenè Sanfilippo? Hasta hace dos años venía habitualmente a jugar al billar. Después lo hacía muy raras veces. Y sólo de noche.

– ¿Cómo que de noche?

– Comisario, yo cierro a la una. Él venía de vez en cuando y compraba algunas botellas de whisky, ginebra o cosas así. Venía en coche y casi siempre llevaba dentro a una chica.

– ¿Tuviste ocasión de conocer a alguna de ellas?

– No, señor. A lo mejor las traía desde Palermo o desde Montelusa, sabría él de dónde coño las traía.

Al llegar a la puerta de la comisaría, no se sintió con ánimos para entrar. En el escritorio lo esperaba un montón de papeles para firmar y, sólo de pensarlo, le empezó a doler el brazo derecho. Comprobó que tenía en el bolsillo suficientes cigarrillos, subió de nuevo al coche y se dirigió hacia Montelusa. A medio camino entre los dos pueblos, había un sendero campestre escondido detrás de un cartel publicitario que conducía a una ruinosa casita rústica, junto a la cual crecía un enorme acebuche, un olivo silvestre que debía de tener doscientos años. Parecía un árbol falso, de teatro, nacido de la fantasía de un Gustavo Doré, una posible ilustración del Infierno dantesco. Las ramas más bajas estaban retorcidas y se arrastraban por el suelo; por mucho que lo intentaban, no conseguían elevarse hacia el cielo y, en determinado momento de su avance, lo pensaban mejor y decidían volver atrás, hacia el tronco, describiendo una especie de codo o, en algunos casos, un auténtico nudo. Pero, poco después, cambiaban de idea y regresaban atrás, como asustadas ante la contemplación del poderoso tronco, agujereado, requemado y arrugado por los años. Y, al volver atrás, las ramas seguían una dirección distinta de la anterior. Eran en todo y por todo semejantes a serpientes venenosas, pitones, boas, anacondas, repentinamente metamorfoseadas en ramas de olivo. Parecían desesperarse y angustiarse por aquel hechizo que las había congelado, «confitado» hubiera dicho el poeta Eugenio Montale, en una eternidad de trágica fuga imposible. A las ramas de en medio, tras haber recorrido un metro escaso de distancia, enseguida les entraba la duda y no sabían si dirigirse hacia arriba o bien inclinarse hacia la tierra para reunirse con las raíces.

Cuando no le apetecía el aire del mar, Montalbano sustituía el paseo por el muelle de levante por una visita al olivo silvestre. Sentado a horcajadas en una de las ramas bajas, encendía un cigarrillo y empezaba a reflexionar acerca de cuestiones sin resolver.

Había descubierto que, de manera misteriosa, el enmarañamiento, el retorcimiento, la contorsión, la superposición, en resumen, el laberinto de las ramas reflejaba de forma casi mimética lo que ocurría en el interior de su cabeza, el entrelazamiento de las hipótesis, la superposición de los razonamientos. Y cuando alguna suposición le parecía a primera vista excesivamente arriesgada y precipitada, la contemplación de una rama que seguía un trazado todavía más arriesgado que su pensamiento lo tranquilizaba y lo ayudaba a seguir adelante.

Rodeado de hojas verdes y plateadas, era capaz de permanecer varias horas estático, con una inmovilidad sólo interrumpida de vez en cuando por los movimientos indispensables para encender un cigarrillo, que se fumaba sin quitárselo de la boca, o para apagar cuidadosamente la colilla, restregándola contra el tacón del zapato. Permanecía tan inmóvil que las hormigas se le subían encima sin que él las molestara, se le introducían entre el cabello y le recorrían las manos y la frente. En cuanto bajaba de la rama, se tenía que sacudir concienzudamente el traje y, entonces, junto con las hormigas, caía a veces alguna arañita o una mariquita de la buena suerte.


* * *

Sentado en la rama, se planteó una pregunta fundamental para el camino que deberían seguir las investigaciones: ¿existía algún nexo entre la desaparición de los dos viejecitos y el asesinato del muchacho?

Levantando los ojos y la cabeza para que le entrara mejor la primera calada de cigarrillo, el comisario se dio cuenta de que una rama del olivo seguía un camino imposible, con ángulos, curvas cerradas y saltos hacia delante y hacia atrás que, en determinado momento, le conferían el aspecto de un viejo radiador de calefacción de tres elementos.

– No, a mí no me vas a joder -le murmuró Montalbano, rechazando la invitación.

Aún no eran necesarias las acrobacias; de momento, bastaban los hechos, sólo los hechos.

Todos los inquilinos del número 44 de Via Cavour, incluida la portera, habían declarado unánimemente no haber visto jamás juntos al anciano matrimonio y al muchacho. Ni siquiera en un encuentro absolutamente casual, como el que puede producirse esperando el ascensor. Seguían horarios distintos, tenían ritmos de vida completamente diferentes. Por otra parte, y bien mirado, ¿qué clase de relación podía haber entre dos viejos cascarrabias, muy poco sociables, más aún, de mal carácter, que no daban confianzas a nadie, y un veinteañero con demasiado dinero para gastar en el bolsillo, que se llevaba mujeres a casa una noche sí y otra no?

Lo mejor que se podía hacer, por lomenos de momento, era mantener separadas ambas cosas. Considerar que el hecho de que los dos desaparecidos y el joven asesinado vivieran en el mismo edificio era pura y simple casualidad. De momento. Por otra parte, quizá sin decirlo explícitamente, ¿acaso no lo había decidido ya así? A Mimì Augello le había encomendado la tarea de examinar los papeles de Nenè Sanfilippo y, por consiguiente, le había encargado implícitamente la investigación del asesinato. A él le correspondía ocuparse de los señores Griffo.

Alfonso y Margherita Griffo eran capaces de permanecer encerrados en casa tres o cuatro días seguidos, como asediados por la soledad, sin dar la menor señal de su presencia en el piso, ni siquiera un estornudo o un acceso de tos, nada, como si estuvieran haciendo el ensayo general de su posterior desaparición. Alfonso y Margherita Griffo, que, por lo que recordaba su hijo, sólo una vez se habían movido de Vigàta, para ir a Messina, un buen día deciden repentinamente hacer una excursión a Tindari. ¿Son devotos de la Virgen? ¡Pero si ni siquiera tenían por costumbre ir a la iglesia!

]Y qué empeño tan grande en hacer aquella excursión!

Según lo que le había dicho Arturo Caviglione, se habían presentado cuando faltaba una hora para la salida y habían sido los primeros en subir al autocar todavía vacío. Y, a pesar de que eran los únicos pasajeros, con unos cincuenta asientos a su disposición, habían escogido precisamente los más incómodos, en los que ya se encontraban las dos cajas de gran tamaño de Beatrice Dileo. ¿Habían hecho aquella elección por falta de experiencia, porque no sabían que en la última fila se notaban más las sacudidas y éstas causaban más molestias? En cualquier caso, la hipótesis según la cual lo habían hecho para estar más aislados, para no estar obligados a conversar con sus compañeros de viaje, no se tenía en pie. Si alguien no quiere hablar, lo consigue aunque se encuentre rodeado de cien personas. Entonces ¿por qué precisamente aquella última fila?

Una respuesta podía estar en lo que le había dicho Beatrice. La joven había observado que Alfonso Griffo se volvía de vez en cuando para mirar a través de la gran luneta posterior. En la posición en que se encontraba, podía observar los vehículos que circulaban detrás. Pero también podía ser visto desde fuera, por ejemplo, desde un automóvil que siguiera al autocar. Ver y ser visto: eso no habría sido posible si se hubiera sentado en otro lugar.

Al llegar a Tindari, los Griffo no se movieron. Según Beatrice, no bajaron del autocar, no se reunieron con los demás y nadie los vio pasear por el pueblo. ¿Qué sentido tenía entonces la excursión? ¿Por qué les interesaba tanto?

Beatrice también había señalado un dato fundamental. A saber, que había sido Alfonso Griffo el que había obligado al conductor a efectuar la última parada extra cuando faltaba apenas media hora para llegar a Vigàta. Puede que se le estuviera escapando de verdad, pero podía haber otra explicación completamente distinta y mucho más inquietante.

Puede que hasta la víspera no se les hubiera pasado por la cabeza la idea de participar en aquella excursión. Tenían previsto pasar el domingo como los centenares de domingos que ya habían pasado anteriormente. Pero ocurrió algo que los obligó, en contra de su voluntad, a hacer aquel viaje. No un viaje cualquiera sino aquél en concreto. Habían recibido una especie de orden tajante. ¿Yquién se la había dado, qué poder ejercía sobre los dos viejecitos?

«Sólo para dar consistencia a la hipótesis -pensó Montalbano-, supongamos que se lo ordenó el médico.»

Pero no estaba para bromas.

Y es un médico tan escrupuloso que sigue con su automóvil el autocar, tanto a la ida como a la vuelta, para cerciorarse de que sus pacientes no se han movido de su sitio. Cuando ya está oscuro y falta poco para llegar a Vigàta, el médico hace parpadear los faros de su vehículo de una manera especial. Es una señal convenida. Alfonso Griffo pide al conductor que pare. Y en el bar Paradiso se pierde el rastro del matrimonio. A lo mejor, el médico escrupuloso invitó a los viejecitos a subir a su automóvil, a lo mejor necesitaba tomarles urgentemente la tensión.

Al llegar a este punto, Montalbano pensó que ya había llegado el momento de terminar con el juego del «yo, Tarzán; tú, Jane» y regresar, es un decir, a la civilización. Mientras se sacudía las hormigas del traje, se planteó la última pregunta: ¿qué dolencia secreta padecían los Griffo para que hubiera sido necesaria la intervención de un médico tan concienzudo?

Poco antes de la bajada que conducía a Vigàta había una cabina telefónica. Milagrosamente, no estaba estropeada. El señor Malaspina, propietario de la empresa de los autocares, tardó cinco minutos escasos en contestar a las preguntas del comisario.

No, los señores Griffo jamás habían participado en ninguno de aquellos viajes.

Sí, habían hecho la reserva en el último minuto; para ser más exactos, el sábado a la una del mediodía, último plazo para las reservas.

Sí, habían pagado en efectivo.

No, la reserva no la había hecho ni el señor ni la señora. Totò Bellavia, el empleado de la taquilla, podía asegurar que la reserva y el pago de los billetes los había efectuado un cuarentón distinguido que se había identificado como sobrino de los Griffo.

¿Cómo era posible que estuviera tan bien enterado sobre el asunto? Muy fácil, todo el pueblo hablaba de la desaparición de los Griffo, y a él le había entrado la curiosidad y se había informado.

Dottori, en el despacho de Fazio estaría el hijo de los viejecitos.

– ¿Está o estaría?

Catarella no se inmutó.

– Las dos cosas, dottori.

– Hazlo pasar.

Davide Griffo parecía trastornado, iba sin afeitar, y tenía los ojos enrojecidos y el traje lleno de arrugas.

– Regreso a Messina, señor comisario. Total, ¿qué hago aquí? No consigo dormir por la noche, siempre pensando lo mismo… El señor Fazio me ha dicho que aún no han conseguido averiguar nada.

– Por desgracia, así es. Pero no dude de que, en cuanto haya alguna novedad, se lo comunicaré de inmediato. ¿Tenemos su dirección?

– Sí, la he dejado.

– Una pregunta antes de que se vaya. ¿Usted tiene primos?

– Sí, uno.

– ¿Cuántos años tiene?

– Unos cuarenta.

El comisario levantó las orejas.

– ¿Dónde vive?

– En Sydney. Trabaja allí. Hace tres años que no viene a visitar a su padre.

– Y usted, ¿cómo lo sabe?

– Porque cada vez que viene procuramos vernos.

– ¿Le puede dejar a Fazio la dirección y el número de teléfono de ese primo suyo?

– Por supuesto que sí. Pero ¿por qué lo quiere? ¿Cree que…?

– No quiero descuidar nada.

– Mire, señor comisario, la sola idea de que mi primo pueda tener algo que ver con la desaparición es una locura… perdone que se lo diga.

Montalbano lo interrumpió con un gesto.

– Otra cosa. Usted sabe que en nuestra tierra llamamos primo, tío, sobrino a personas que no tienen con nosotros ningún vínculo familiar, simplemente por afecto o simpatía… Piénselo bien: ¿hay alguien a quien sus padres tengan por costumbre llamar sobrino?

– ¡Señor comisario, se nota que usted no conoce a mi padre y a mi madre! ¡Tienen un carácter que Dios nos libre! No, señor, me parece imposible que pudieran llamar sobrino a alguien que no lo fuera.

– Señor Griffo, tiene usted que perdonarme que le haga repetir cosas que a lo mejor ya me ha dicho, pero, compréndalo, es no sólo en mi propio interés sino también en el suyo. ¿Está absolutamente seguro de que sus padres no le dijeron nada de la excursión que pensaban hacer?

– Nada, comisario, absolutamente nada. No teníamos por costumbre escribirnos, hablábamos por teléfono. Era yo quien los llamaba los jueves y los domingos entre las nueve y las diez de la noche. El jueves, la última vez que hablé con ellos, no me hicieron ningún comentario sobre la excursión a Tindari. Es más, al despedirse, mi madre me dijo: «Ya hablaremos el domingo, como de costumbre.» Si hubieran tenido intención de hacer la excursión, me habrían avisado para que no me preocupara si no los encontraba en casa, me habrían dicho que llamara un poco más tarde, por si el autocar se retrasaba. ¿No le parece lógico?

– Claro.

– En cambio, como no me habían dicho nada, yo los llamé el domingo a las nueve y cuarto y no me contestaron. Y así empezó el calvario.

– El autocar llegó a Vigàta hacia las once de la noche.

– Y yo estuve llamando una y otra vez hasta las seis de la madrugada.

– Señor Griffo, por desgracia tenemos que plantearnos todas las hipótesis. Incluso aquellas que nos repugna formular. ¿Su padre tenía enemigos?

– Señor comisario, el nudo que tengo en la garganta me impide reír. Mi padre es un hombre bueno, a pesar de su mal carácter, como mi madre. Está jubilado desde hace diez años. Jamás me habló de ninguna persona que lo quisiera mal.

– ¿Era rico?

– ¿Quién? ¿Mi padre? Vivía de la pensión. Con el finiquito, consiguió comprar el piso en el que viven. -Bajó los ojos, desolado-. No consigo encontrar ningún motivo por el cual mis padres hayan querido desaparecer o los hayan obligado a desaparecer. He ido a hablar incluso con su médico. Me ha dicho que estaban bien para su edad. Y no padecían arteriosclerosis.

– A veces, a cierta edad -dijo Montalbano-, es fácil ceder a insinuaciones, convicciones repentinas…

– No lo entiendo.

– Bueno, qué sé yo, algún conocido puede haberles hablado de los milagros de la Virgen negra de Tindari…

– ¿Qué necesidad tenían ellos de milagros? Y, además, en las cuestiones de Dios eran más bien tibios.

Se estaba levantando para acudir a su cita con Balduccio Sinagra cuando entró Fazio.

– Disculpe, señor comisario, ¿no tendrá por casualidad noticias sobre el subcomisario Augello?

– Nos vimos a la hora del almuerzo. Dijo que pasaría por aquí. ¿Por qué?

– Porque lo llaman desde la Jefatura Superior de Pavía.

En un primer momento, Montalbano no estableció ningún nexo.

– ¿De Pavía? ¿Quién era?

– Una mujer, pero no me dijo su nombre.

¡Rebeca! Preocupada sin duda por su adorado Mimì.

– ¿Esa mujer de Pavía no tenía el número de su móvil?

– Sí, señor, lo tiene. Pero dice que está apagado. Dice que hace horas que lo busca, desde después de comer. Si vuelve a llamar, ¿qué le digo?

– ¿Y a mí me lo preguntas? -Mentalmente, mientras contestaba a Fazio simulando irritación, experimentó una sensación de alegría. ¿A que la semilla germinaba?-. Mira, Fazio, no te preocupes por el subcomisario Augello. Ya verás como, antes o después, aparece. Iba a decirte que me voy.

– ¿A Marinella?

– Fazio, yono estoy obligado a informarte de adónde voy o dejo de ir.

– Pero bueno, ¿qué le he preguntado? ¿Se ha molestado? Le he hecho una simple pregunta inocente. Perdone que me haya tomado la libertad.

– Mejor perdóname tú a mí, estoy un poco nervioso.

– Ya lo veo.

– No le cuentes a nadie lo que te voy a decir: voy a una cita con Balduccio Sinagra.

Fazio palideció y lo miró con unos ojos como platos.

– ¿Es una broma?

– No.

– ¡Dottore, ese hombre es una bestia feroz!

– Lo sé.

Dottore, por mucho que se enfade, se lo tengo que decir: en mi opinión, no tiene que acudir a esa cita.

– Escúchame bien: el señor Balduccio Sinagra es en estos momentos un ciudadano libre.

– ¡Viva la libertad! ¡Ése se ha pasado veinte años en la cárcel y tiene como mínimo unos treinta asesinatos sobre su conciencia!

– Que todavía no hemos conseguido demostrar.

– Con pruebas o sin ellas, es una mierda de hombre.

– Estoy de acuerdo, pero ¿acaso has olvidado que nuestro oficio consiste precisamente en tratar con la mierda?

– Señor comisario, si de veras se empeña en ir, yo voy con usted.

– Tú no te mueves de aquí. Y no me obligues a decir que es una orden porque me cabreo a más no poder cuando me obligáis a decir esas cosas.

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