En determinado punto del sendero, a mano izquierda, el repetido paso arriba y abajo de un automóvil había abierto entre la alta hierba una especie de pista que llegaba en línea recta hasta la puerta del antiguo establo, una puerta nueva de madera maciza, recién instalada y provista de dos cerraduras. Por si fuera poco, una cadena como las que aseguran los ciclomotores pasaba a través de dos ojos de rosca, sujetando un cerrojo de gran tamaño. Al lado de la puerta había una ventanita protegida por barrotes y tan pequeña que no hubiera podido pasar por ella ni siquiera un niño de cinco años. Más allá de los barrotes se veía el cristal pintado de negro, destinado no sólo a impedir que se viera desde fuera lo que ocurría dentro, sino también a evitar que por la noche la luz se filtrara al exterior.
Montalbano podía seguir dos caminos: o bien regresar a Vigàta y pedir refuerzos o bien ponerse a hacer de ladrón, a pesar de constarle que la tarea sería muy ardua y agotadora. Optó, naturalmente, por el segundo. Se quitó la chaqueta, cogió la sierra metálica que por suerte había adquirido en Trapani y se puso a trabajar en la cadena. Al cabo de un cuarto de hora, empezó a dolerle el brazo. Y, a la media hora, el dolor se extendió hacia el centro del pecho. Una hora después, la cadena se rompió con la ayuda de las tenazas y del pie de cabra utilizado a modo de palanca. Estaba chorreando sudor. Se quitó la camisa y la extendió sobre la hierba para que se secara un poco. Se sentó en el coche para descansar y ni siquiera le apeteció fumarse un cigarrillo. Cuando se notó más descansado, atacó la primera de las dos cerraduras con el manojo de ganzúas que ahora ya siempre llevaba consigo. Se pasó una media hora trabajando, y comprendió que no habría nada que hacer. Tampoco obtuvo el menor resultado con la segunda cerradura. Se le ocurrió una idea que, en un principio, le pareció genial. Abrió la guantera del coche, cogió la pistola, quitó el seguro, apuntó y disparó hacia la parte superior de la cerradura. La bala dio en el blanco, rebotó en el metal y rozó el costado de Montalbano, herido años atrás. El único efecto que obtuvo fue deformar el orificio en el que entraba la llave. Soltando maldiciones, volvió a guardar la pistola en su sitio. Pero ¿cómo era posible que en las películas americanas los policías siempre consiguieran abrir las puertas de aquella manera? Del susto que se había llevado, experimentó otro acceso de sudor. Se quitó la camiseta y la tendió al lado de la camisa. Provisto de un martillo y un formón, empezó a trabajar la madera de la puerta, alrededor de la cerradura contra la cual había disparado. Al cabo de una hora, le pareció que ya había excavado suficiente y que bastaría con propinar un empujón a la puerta para que ésta se abriera. Retrocedió tres pasos, cogió carrerilla y arremetió contra la puerta, pero ésta no se movió. Sintió un dolor tan intenso en toda la espalda y el pecho que le saltaron las lágrimas. ¿Por qué la maldita puerta no se había abierto? Claro: había olvidado que, antes de emprenderla a empujones con la puerta, hubiera tenido que dejar la segunda cerradura en el mismo estado que la primera. Los pantalones empapados de sudor le molestaban. Se los quitó y los tendió al lado de la camisa y la camiseta. Al cabo de otra hora, la segunda cerradura ya se encontraba en el mismo estado que la primera. El hombro se le había hinchado y le palpitaba. Trabajó con el martillo y el pie de cabra. Inexplicablemente, la puerta seguía resistiendo. De pronto, se sintió invadido por una furia incontenible: como en los dibujos animados del Pato Donald, la emprendió a puñetazos y a patadas con la puerta, gritando como un loco. Regresó renqueando al coche. Le dolía el pie izquierdo, se quitó los zapatos. Y, en aquel momento, oyó un estruendo descomunal: por sí sola y exactamente igual que en un dibujo animado, la puerta había decidido rendirse y caer hacia dentro. Montalbano se acercó corriendo. El antiguo establo, encalado y enlucido, estaba totalmente vacío. Ni un mueble ni un papel: nada de nada, como si jamás se hubiera utilizado. En la parte inferior de las paredes, sólo unas cuantas tomas eléctricas y telefónicas. El comisario contempló el vacío, sin comprenderlo. Después, cuando oscureció, tomó una determinación. Levantó la puerta y la apoyó contra la jamba, recogió la camiseta, la camisa y los pantalones, los arrojó al asiento de atrás, se puso la chaqueta, encendió los faros y emprendió el camino de regreso a Marinella confiando en que, durante el trayecto, nadie lo obligara a detenerse. La noche perdida y una hembra.
Siguió un camino mucho más largo para no tener que atravesar Vigàta. Tuvo que conducir muy despacio porque experimentaba fuertes pinchazos en el hombro derecho, tan hinchado como una hogaza de pan candeal recién sacada del horno. Se detuvo en la explanada que había delante de su casa, recogió entre gemidos la camisa, la camiseta, los pantalones y los zapatos, apagó los faros y bajó. Dio dos pasos y se quedó paralizado. Justo al lado de la puerta vio una sombra, alguien que lo esperaba.
– ¿Quién es? -preguntó con inquietud.
La sombra no contestó. El comisario avanzó otros dos pasos y la reconoció. Era Ingrid, mirándolo con los ojos desorbitados y la boca abierta, sin poder articular ni una sola palabra.
– Después te lo explico -se sintió obligado a murmurar Montalbano, tratando de sacar las llaves del bolsillo de los pantalones que llevaba colgados del brazo. Ingrid, algo más recuperada del susto, le quitó los zapatos de las manos. Al final, la puerta se abrió. Una vez encendida la luz, Ingrid lo estudió con curiosidad y después le preguntó:
– ¿Te has exhibido con los «California Dream Men»?
– ¿Quiénes son ésos?
– Unos hombres que hacen striptease.
El comisario se quitó la chaqueta sin contestar. Al verle la espalda tumefacta, Ingrid no lanzó un grito ni pidió explicaciones. Se limitó a decir:
– ¿Tienes algún linimento?
– No.
– Dame las llaves del coche y acuéstate.
– ¿Adónde quieres ir?
– Habrá alguna farmacia abierta, ¿no? -contestó Ingrid, cogiendo también las llaves de la casa.
Montalbano se desnudó, le bastó con quitarse los calcetines y los calzoncillos, y se metió bajo la ducha. El dedo gordo del pie magullado se había convertido en una pera de tamaño mediano. Al salir de la ducha, consultó el reloj que había dejado en la mesita de noche. Ya eran las nueve y media y ni siquiera se había dado cuenta. Marcó el número de la comisaría y, en cuanto oyó la voz de Catarella, cambió el tono de la suya.
– ¿Oiga? Soy monsieur Hulot. Je cherche monsieur Augellò.
– ¿Usted es francés de Francia?
– Oui. Je cherche monsieur Augellò o, como dicen ustedes, monsieur Augello.
– Señor francés, aquí no está.
– Merci.
Marcó el número del domicilio particular de Mimì. Dejó que el teléfono sonara un buen rato pero no hubo respuesta. Perdido por perdido, buscó en la guía el número de Beatrice. Ésta contestó de inmediato.
– Beatrice, soy Montalbano. Perdóneme la desfachatez, pero…
– ¿Quiere hablar con Mimì? -lo cortó con toda naturalidad la divina criatura-. Ahora mismo se lo paso.
No se había sentido incómoda en absoluto. En cambio, Augello sí, pues enseguida empezó a buscar un pretexto.
– Verás, Salvo, pasaba casualmente por delante del portal de Beba y…
– ¡Por favor! -exclamó, magnánimo, Montalbano-. Perdóname tú primero si te he molestado.
– ¡No es molestia! ¡Faltaría más! Dime.
¿Hubieran sido capaces en China de mejorar semejantes cumplidos?
– Te quería preguntar si mañana por la mañana, sobre las ocho, nos podríamos reunir en la comisaría. He descubierto algo muy importante.
– ¿Qué es?
– El nexo entre los Griffo y Sanfilippo.
Oyó que Mimì aspiraba aire como cuando uno recibe un puñetazo en el estómago. Después Augello balbució.
– ¿Dó… dónde estás? Voy ahora mismo.
– Estoy en casa. Pero está Ingrid.
– Ah. Por lo que más quieras, sácale todo lo que puedas aunque, después de lo que me has dicho, la hipótesis de los cuernos ya no se tenga muy en pie.
– Oye, no le digas a nadie dónde estoy. Ahora desenchufo el teléfono.
– Comprendo, comprendo -dijo Augello en tono insinuante.
Fue a acostarse cojeando. Tardó media hora en encontrar la posición más cómoda. Cerró los ojos y los abrió otra vez. Pero ¿no había invitado a Ingrid a cenar? Y ahora, ¿cómo haría para vestirse, levantarse y salir al restaurante? La palabra restaurante le provocó un inmediato efecto de vacío en la boca del estómago. ¿Desde cuándo no comía? Se levantó y se dirigió a la cocina. En el frigorífico destacaba un plato hondo lleno de salmonetes con salsa agridulce. Volvió a acostarse ya más tranquilo. Se estaba empezando a amodorrar cuando oyó abrirse la puerta principal.
– Voy enseguida -le dijo Ingrid desde el comedor.
Entró a los pocos minutos, sosteniendo en la mano un frasquito, una venda elástica y unos rollos de gasa. Lo depositó todo encima de la mesita de noche.
– Ahora saldo la deuda -dijo.
– ¿Cuál? -preguntó Montalbano.
– ¿No te acuerdas? La primera vez que nos vimos. Yo me había torcido un tobillo, tú me trajiste aquí, me hiciste un masaje…
Ahora se acordaba, claro. Mientras la sueca permanecía tumbada medio desnuda en la cama, llegó Anna, una inspectora de policía que estaba enamorada de él. El malentendido había dado lugar a un follón descomunal. ¿Livia e Ingrid se habían visto alguna vez? Puede que sí, en el hospital, cuando él había resultado herido…
Bajo el lento y continuo masaje de la sueca, empezó a notar que se le cerraban los ojos y se abandonó a una somnolencia sumamente agradable.
– Incorpórate. Tengo que vendarte.
»Mantén el brazo levantado. Vuélvete un poco hacia mí.
Montalbano obedecía con una sonrisa de satisfacción en los labios.
– Ya he terminado -dijo Ingrid-. Dentro de media horita, te sentirás mejor.
– ¿Y el dedo gordo? -preguntó él con voz pastosa.
– ¿Qué dices?
Sin hablar, el comisario sacó el pie de debajo de la sábana. Ingrid puso manos a la obra.
Abrió los ojos. Desde el comedor le llegaba la voz de un hombre que hablaba en susurros. Consultó el reloj, eran más de las once. Se encontraba mucho mejor. ¿Acaso Ingrid había llamado al médico? Se levantó y, tal como estaba, en calzoncillos, con la espalda, el pecho y el dedo gordo del pie vendados, fue a ver. No era el médico, mejor dicho, sí era un médico pero estaba comentando desde la pantalla del televisor una milagrosa cura de adelgazamiento. La sueca estaba sentada en el sillón. Se levantó de un salto al verlo entrar.
– ¿Estás mejor?
– Sí. Gracias.
– Lo tengo todo preparado, si tienes apetito.
La mesa ya estaba puesta. Los salmonetes, sacados del frigorífico, sólo esperaban que se los comieran. Se sentaron. Mientras se servían, Montalbano preguntó:
– ¿Por qué no me has esperado en el bar de Marinella?
– Salvo, ¿después de una hora?
– Claro, perdona. ¿Por qué no has venido en coche?
– Estoy sin él. Lo he llevado al mecánico. Un amigo me ha acompañado al bar. Después, al ver que no aparecías, decidí venir aquí, dando un paseo. Más tarde o más temprano regresarías a casa.
Mientras comían, el comisario la miró. Ingrid estaba cada vez más guapa. Junto a las comisuras de los labios tenía ahora unas pequeñas arrugas que le conferían un aspecto más maduro y consciente. ¡Qué mujer tan extraordinaria! Ni siquiera se le había pasado por la cabeza preguntarle cómo se había lastimado la espalda. Comía por el placer de comer, se habían repartido escrupulosamente los salmonetes, a tres por barba. Y bebía con fruición: ya iba por el tercer vaso cuando Montalbano aún no había apurado el primero.
– ¿Qué querías de mí?
La pregunta sorprendió al comisario.
– No te entiendo.
– Salvo, me llamaste para decirme que…
¡El videocasete! Lo había olvidado.
– Quería enseñarte una cosa. Pero antes, terminemos. ¿Quieres fruta?
Después, una vez sentada Ingrid en el sillón, cogió la cinta.
– ¡Esta película ya la he visto! -protestó la mujer.
– No se trata de ver la película, sino una grabación que hay en la cinta.
Colocó el casete, puso en marcha el vídeo y se sentó en el otro sillón. Después, con el mando a distancia, la pasó en avance rápido hasta que apareció el encuadre de la cama vacía que el cámara estaba tratando de enfocar.
– Me parece un comienzo muy prometedor -dijo la sueca, sonriendo.
Salió un espacio en negro. Y después volvió a aparecer la imagen de la cama en la que esta vez se veía a la amante de Nenè Sanfilippo tumbada en la misma posición que La maja desnuda. Un instante después, Ingrid se levantó, sorprendida y turbada.
– ¡Pero si ésta es Vanja! -dijo, casi a gritos.
Montalbano jamás había visto a Ingrid tan alterada, jamás, ni siquiera la vez en que ambos se las habían ingeniado para que ella pareciera sospechosa de un delito o casi.
– ¿La conoces?
– Claro.
– ¿Sois amigas?
– Bastante.
Montalbano apagó el televisor.
– ¿Cómo has obtenido esta cinta?
– ¿Lo hablamos allí? Vuelvo a sentir un poco de dolor.
Se acostó. Ingrid se sentó en el borde de la cama.
– Así estoy incómodo -se quejó el comisario.
Ingrid se levantó, lo sostuvo y le colocó la almohada detrás de la espalda para que pudiera permanecer medio incorporado. Montalbano le estaba cogiendo gusto a tener una enfermera.
– ¿Cómo has obtenido la cinta? -volvió a preguntar Ingrid.
– La encontró mi subcomisario en casa de Nenè Sanfilippo.
– ¿Quién es ése? -preguntó Ingrid, arrugando la frente.
– ¿No lo sabes? Aquel veinteañero que murió de un disparo hace unos días.
– Sí, he oído hablar de él. Pero ¿por qué tenía la cinta?
La sueca era absolutamente sincera y parecía auténticamente sorprendida de todo aquel asunto.
– Porque era su amante.
– Pero ¿cómo? ¿Un jovencito?
– Sí. ¿Jamás te habló de él?
– Jamás. Por lo menos, jamás me dijo el nombre. Vanja es muy reservada.
– ¿Cómo os conocisteis?
– Verás, en Montelusa las extranjeras bien casadas somos dos inglesas, una americana, dos alemanas, Vanja, que es rumana, y yo. Hemos creado una especie de club, así, medio en broma. ¿Tú sabes quién es el marido de Vanja?
– Sí, el doctor Ingrò, el cirujano de los trasplantes.
– Bueno, por lo que yo tengo entendido, no es un hombre muy agradable. Vanja, a pesar de que él le lleva por lo menos veinte años, durante algún tiempo vivió bien con él. Después el amor se terminó, también por parte de su marido. Empezaron a verse cada vez menos, pues él estaba siempre de viaje por ahí.
– ¿Tenía amantes?
– Que yo sepa, no. Ella le ha sido muy fiel a pesar de todo.
– ¿Qué significa «a pesar de todo»?
– Por ejemplo, ya no mantenían relaciones. Y Vanja es una mujer que…
– Comprendo.
– Después, hace unos tres meses, cambió. Parecía más alegre y más triste al mismo tiempo. Comprendí que estaba enamorada. Se lo pregunté. Me dijo que sí. Me pareció comprender que era por encima de todo una pasión física.
– Me gustaría conocerla.
– ¿A quién?
– ¿Cómo a quién? A tu amiga.
– ¡Pero si hace quince días que se fue!
– ¿Sabes adónde?
– Claro. A un pueblecito cerca de Bucarest. Tengo la dirección y el número de teléfono. Me ha escrito dos líneas. Dice que ha tenido que regresar a Rumania porque su padre no está muy bien tras su caída en desgracia y su salida del Ministerio.
– ¿Sabes cuándo vuelve?
– No.
– ¿Conoces bien al doctor Ingrò?
– Lo habré visto tres veces como máximo. Una vez estuvo en mi casa. Es un sujeto muy elegante, pero antipático. Por lo visto, tiene una colección extraordinaria de cuadros. Vanja dice que eso de los cuadros es una especie de enfermedad. Se ha gastado en ellos una cantidad increíble de dinero.
– Piénsalo antes de contestar: ¿sería capaz de matar o de hacer matar al amante de Vanja si descubriera que ella lo traiciona?
Ingrid soltó una carcajada.
– ¡Qué va! ¡Últimamente Vanja le importaba un bledo!
– Pero ¿no sería posible que hubiera obligado a Vanja a marcharse para alejarla del amante?
– Eso sí, podría ser. En caso de que lo haya hecho, habrá sido para evitar posibles rumores y habladurías desagradables. Pero no es un hombre capaz de ir más lejos.
Ambos se miraron en silencio. Ya no había nada más que decir. De repente, a Montalbano se le ocurrió una cosa.
– Si no tienes coche, ¿cómo te irás?
– ¿Llamo un taxi?
– ¿A esta hora?
– Pues entonces, me quedo a dormir aquí.
Montalbano empezó a notar una leve sensación de sudor en la frente.
– ¿Y tu marido?
– No te preocupes.
– Mira, vamos a hacer una cosa. Coges mi coche y te vas.
– ¿Y tú?
– Mañana por la mañana pediré que vengan a recogerme.
Ingrid lo miró en silencio.
– ¿Me consideras una puta en celo? -preguntó muy seria, con cierta melancolía en la mirada.
El comisario se avergonzó.
– Quédate, será un placer -dijo con toda sinceridad.
Como si siempre hubiera vivido en aquella casa, Ingrid abrió un cajón de la cómoda de siete cajones y sacó una camisa limpia.
– ¿Me la puedo poner?
En mitad de la noche, Montalbano, medio adormilado, se dio cuenta de que tenía un cuerpo de mujer acostado a su lado. Sólo podía ser Livia. Alargó una mano y la apoyó en una nalga lisa y compacta. De repente, una descarga eléctrica lo fulminó. Santo cielo, no era Livia. Retiró de golpe la mano.
– Vuelve a dejarla donde estaba -le dijo la voz pastosa de Ingrid.
– Son las seis y media. El café está listo -dijo Ingrid, tocándole cuidadosamente el hombro lastimado.
El comisario abrió los ojos. Ingrid llevaba puesta únicamente su camisa.
– Perdona que te haya despertado tan temprano. Pero tú mismo me dijiste antes de quedarte dormido que a las ocho tenías que estar en la comisaría.
Se levantó. Le dolía menos, pero el apretado vendaje le dificultaba los movimientos. La sueca se lo quitó.
– Cuando te hayas lavado, te lo volveré a poner.
Se tomaron el café. Montalbano tuvo que utilizar la mano izquierda, pues la derecha aún la tenía entumecida. ¿Cómo se las arreglaría para lavarse? Ingrid pareció leerle el pensamiento.
– Yo me encargo de eso -dijo.
En el cuarto de baño ayudó al comisario a quitarse los calzoncillos y ella se quitó la camisa. Montalbano evitó cuidadosamente mirarla. En cambio, Ingrid parecía que llevara diez años casada con él.
Bajo la ducha ella lo enjabonó. Montalbano no reaccionaba, tenía la sensación, y le agradaba que así fuera, de haber vuelto a la infancia, cuando unas manos amorosas efectuaban sobre su cuerpo aquel mismo trabajo.
– Percibo evidentes señales de despertar -le dijo Ingrid entre risas.
Montalbano miró hacia abajo y se ruborizó. Las señales eran más que evidentes.
– Perdona, lo lamento.
– ¿Qué lamentas, ser hombre? -preguntó Ingrid.
– Abre el grifo del agua fría, será mejor -dijo el comisario.
Después vino el calvario del secado. Se puso los calzoncillos con un suspiro de alivio, como si fueran la señal de la desaparición del peligro. Antes de vendarlo, Ingrid se vistió. De esta manera, todo se pudo desarrollar con más tranquilidad por parte del comisario. Antes de salir de casa, se tomaron otra taza de café. Ingrid se sentó al volante.
– Ahora tú me dejas en la comisaría y te vas a Montelusa con mi coche -dijo Montalbano.
– No -dijo Ingrid-, te dejo en la comisaría y cojo un taxi. Me resulta más fácil que devolverte el coche.
A lo largo de medio trayecto, permanecieron en silencio. Pero un pensamiento atormentaba el cerebro del comisario, el cual, en determinado momento, se armó de valor y preguntó:
– ¿Qué ha ocurrido esta noche entre nosotros dos?
Ingrid se rió.
– ¿No lo recuerdas?
– No.
– ¿Para ti es importante recordarlo?
– Más bien sí.
– Está bien. ¿Sabes qué ha ocurrido? Nada, si tus escrúpulos prefieren un no.
– ¿Y si no tuviera esos escrúpulos?
– Pues entonces, ha ocurrido de todo. Lo que más te convenga.
Hubo una pausa.
– ¿Crees que, después de esta noche, nuestras relaciones han cambiado? -preguntó Ingrid.
– Absolutamente no -contestó con toda sinceridad el comisario.
– Entonces ¿por qué haces preguntas?
El razonamiento tenía su lógica. Y Montalbano se abstuvo de hacer más preguntas. Mientras se detenía delante de la comisaría, ella preguntó:
– ¿Quieres el número de teléfono de Vanja?
– Por supuesto.
Mientras Ingrid, tras haber abierto la portezuela, ayudaba a Montalbano a bajar, Mimì Augello apareció en la puerta de la comisaría y se detuvo en seco, contemplando la escena con interés. Ingrid se alejó rápidamente, tras haber besado suavemente en la boca al comisario. Mimì la siguió mirando por detrás hasta que la perdió de vista. Haciendo un gran esfuerzo, el comisario subió a la acera.
– Me duele todo -dijo, pasando junto a Augello.
– ¿Ves lo que ocurre cuando uno no está en forma? -replicó éste con una sonrisita.
El comisario le hubiera roto los dientes de un puñetazo, pero temió lastimarse el brazo.