Trece

Pocas, y a primera vista no demasiado importantes, fueron las diferencias entre el sueño y la realidad. La remota casucha rural que el padre Crucillà les había indicado como refugio secreto de Japichinu era la misma que había soñado el comisario, salvo que ésta, en lugar de la ventana, tenía un pequeño balcón abierto de par en par por encima de la puerta también abierta.

A diferencia de lo que ocurría en el sueño, el cura no se había alejado a toda prisa.

– A mí siempre se me puede necesitar -había dicho.

Y Montalbano había hecho los debidos conjuros mentales. El padre Crucillà, oculto detrás de un enorme matojo de centinodia en compañía del comisario y de Augello, contempló la casucha y meneó la cabeza con gesto preocupado.

– ¿Qué ocurre? -le preguntó Montalbano.

– No me convence nada eso de la puerta y el balcón. Las veces que he venido a verlo estaba todo cerrado y había que llamar. Prudencia, por lo que más quieran. No puedo jurar que Japichinu esté dispuesto a dejarse atrapar. Tiene la metralleta al alcance de la mano y la sabe utilizar.

Cuando estuvo seguro de que Fazio y Gallo ya habían ocupado sus posiciones detrás de la casa, Montalbano miró a Augello.

– Ahora voy yo y tú me cubres.

– ¿Qué novedad es ésa? -reaccionó Mimì-. Siempre lo habíamos hecho al revés.

No le podía decir que lo había visto morir en su sueño.

– Esta vez vamos a cambiar.

Mimì no replicó y se calló de inmediato, pues sabía reconocer, por el tono de la voz del comisario, cuándo se podía discutir con él y cuándo no.

Aún no había anochecido. La luz grisácea que precede a la oscuridad permitía distinguir las siluetas.

– ¿Cómo es posible que no haya encendido la luz? -preguntó Augello, señalando con la barbilla la casa a oscuras.

– A lo mejor nos espera -dijo Montalbano.

Y se puso en pie, a pecho descubierto.

– ¿Qué haces? Pero ¿qué haces? -preguntó Mimì en voz baja, tratando de agarrarlo por la chaqueta y tirar de él hacia abajo.

De pronto, le vino a la mente una idea que lo aterrorizó.

– ¿Tienes la pistola?

– No.

– Toma la mía.

– No -repitió el comisario, dando dos pasos al frente. Se detuvo y ahuecó las manos alrededor de la boca.

– ¡Japichinu! Soy Montalbano. Y voy desarmado.

No hubo respuesta. El comisario siguió avanzando tranquilamente, como si estuviera paseando. A unos tres metros de la puerta, volvió a detenerse y dijo, levantando la voz sólo ligeramente por encima del tono normal:

– ¡Japichinu! Voy a entrar. Así podremos hablar tranquilos.

Nadie contestó, nadie se movió. Montalbano levantó las manos y entró en la casa. Estaba todo oscuro, y el comisario se desplazó un poco hacia un lado para que su figura no se recortara en el vano de la puerta. Y fue entonces cuando lo aspiró, aquel olor que tantas veces había percibido y cada vez le provocaba una ligera sensación de náusea. Antes de encender la luz, ya sabía lo que iba a ver. Japichinu se encontraba tendido en el centro de la habitación sobre algo que parecía una colcha de color rojo pero que, en realidad, era su propia sangre, con la garganta cortada. Lo debían de haber sorprendido a traición mientras estaba de espaldas a su asesino.

– ¡Salvo! ¡Salvo! ¿Qué ocurre?

Era la voz de Mimì Augello. Montalbano se asomó a la puerta.

– ¡Fazio! ¡Gallo! ¡Mimì, venid!

Llegaron corriendo, el cura detrás de todos ellos, resollando. Al ver a Japichinu, se quedaron petrificados. El primero en moverse fue el padre Crucillà, que se arrodilló al lado del muerto sin preocuparse por la sangre que le manchaba la sotana, lo bendijo y empezó a musitar plegarias. Mimì, en cambio, tocó la frente del muerto.

– Lo tienen que haber matado hace menos de dos horas.

– Y ahora, ¿qué hacemos? -preguntó Fazio.

– Subís los tres a un coche y os vais. Dejadme a mí el otro, yo me quedo aquí un ratito a hablar con el cura. En esta casa nosotros jamás hemos estado, a Japichinu muerto jamás lo hemos visto. Por otra parte, a nosotros no nos corresponde estar aquí, eso no pertenece a nuestra jurisdicción. Y podríamos tener problemas.

– Pero… -intentó decir Augello.

– Pero una mierda. Nos vemos más tarde en la comisaría.

Salieron como perros apaleados, obedeciendo a regañadientes. El comisario los oyó hablar apresuradamente en voz baja mientras se alejaban. El cura estaba inmerso en sus oraciones. La de avemarías, padrenuestros y «requiemeternams» que tendría que rezar, con toda la carga de homicidios que Japichinu llevaba sobre sus hombros, dondequiera que estuviera navegando en aquellos momentos… Montalbano subió por la escalera de piedra que conducía a la habitación del piso de arriba y encendió la luz. Había dos catres con sólo los colchones, una mesita de noche en el centro, un maltrecho armario y dos sillas de madera. En un rincón, un pequeño altar constituido por una mesita cubierta por un mantel blanco bordado. En el altarcito había tres pequeñas imágenes: la Virgen María, el Corazón de Jesús y san Calogero. Delante de cada imagen ardía una vela. Japichinu era un muchacho muy devoto, tal como decía su abuelo Balduccio, tanto es así que incluso tenía un director espiritual. Sólo que tanto el muchacho como el cura confundían la superstición con la religión. Como la mayoría de los sicilianos, por otra parte. El comisario recordó haber visto una vez un tosco exvoto de los primeros años del siglo. Representaba a un campesino que huía, perseguido por dos carabineros con sus penachos. Arriba a la izquierda, la Virgen se asomaba entre las nubes, señalando al fugitivo el mejor camino a seguir. La leyenda decía: «Por haberse librado de los rigores de la ley.» Sobre uno de los catres había un kalashnikov puesto al través. Apagó la luz, bajó, cogió una de las dos sillas de paja y se sentó.

– Padre Crucillà.

El cura, que aún estaba rezando, experimentó una sacudida y levantó los ojos.

– ¿Eh?

– Coja una silla y siéntese, tenemos que hablar.

El cura obedeció. Tenía el rostro congestionado y sudaba profusamente.

– ¿Cómo puedo darle esta noticia a don Balduccio?

– No será necesario.

– ¿Por qué?

– A esta hora, ya se lo han dicho.

– ¿Quién?

– El asesino, naturalmente.

El padre Crucillà no acertaba a comprenderlo. Mantenía los ojos clavados en el comisario y movía los labios sin formular ninguna palabra. Después lo comprendió, se levantó de la silla de un salto con los ojos enormemente abiertos, retrocedió, resbaló con la sangre, pero consiguió no perder el equilibrio.

«Ahora le da un ataque y se muere», pensó, alarmado, Montalbano.

– ¡Pero qué dice usted, en nombre de Dios! -exclamó el cura, resoplando.

– Me limito a decirle cuál es la situación.

– ¡Pero a Japichinu lo buscaba la policía, el Cuerpo de Carabineros, la División de Investigaciones Generales y Operaciones Especiales!

– Que, por regla general, no degüellan a los que tienen que detener.

– ¿Y la nueva mafia? ¿Los propios Cuffaro?

– Padre, usted no quiere comprender que tanto a usted como a mí nos ha tomado el pelo el muy taimado de Balduccio Sinagra.

– Pero ¿qué pruebas tiene para insinuar…?

– Vuelva a sentarse, por favor. ¿Quiere un poco de agua?

El padre Crucillà asintió con la cabeza. Montalbano cogió una jarra de barro llena de agua fresca y se la ofreció al cura, que inmediatamente se la acercó a los labios.

– No tengo pruebas ni creo que las tengamos jamás.

– ¿Pues entonces?

– Contésteme usted primero a mí. Aquí Japichinu no vivía solo. Tenía un guardaespaldas que por la noche dormía a su lado, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Cómo se llama, lo sabe usted?

– Lollò Spadaro.

– ¿Era amigo de Japichinu y persona de confianza de Balduccio?

– De don Balduccio. Él fue quien así lo quiso. A Japichinu no le caía bien, pero éste me dijo que con Lollò se sentía seguro.

– Tan seguro que Lollò lo ha podido matar sin ninguna dificultad.

– ¡Pero cómo puede usted pensar una cosa así! ¡A lo mejor, han degollado primero a Lollò antes de hacer otro tanto con Japichinu!

– En la habitación de arriba no está el cadáver de Lollò. Y en ésta, tampoco.

– ¡A lo mejor está afuera, en las inmediaciones de la casa!

– Lo podríamos buscar, por supuesto, pero es inútil. Usted olvida que mis hombres y yo hemos rodeado la casa y hemos efectuado un exhaustivo reconocimiento de los alrededores. No nos hemos tropezado con el cuerpo de Lollò.

El padre Crucillà se retorció las manos. El sudor le caía en gruesas gotas.

– Pero ¿por qué habría tenido que hacer don Balduccio toda esta comedia?

– Nos necesitaba como testigos. Según usted, yo, tras haber descubierto el asesinato, ¿qué habría tenido que hacer?

– No sé… Lo que se suele hacer en estos casos. Avisar a la Científica, al juez…

– Y así él podría representar el papel de hombre desesperado, gritar que los asesinos de su adorado nietecito eran los de la nueva mafia, un nietecito tan adorado que él prefería verlo en la cárcel y había conseguido convencerlo de que se entregara a mí, en presencia de un cura… Ya se lo he dicho: nos ha tomado el pelo. Pero hasta cierto punto. Porque yo abandonaré esta casa dentro de cinco minutos y será como si jamás hubiera estado aquí. Balduccio se tendrá que inventar otra cosa. Pero, si usted lo ve, dele un consejo: que haga enterrar a su nieto con discreción, sin armar jaleo.

– Pero usted… ¿usted cómo ha llegado a estas conclusiones?

– Japichinu era un animal perseguido. Desconfiaba de todo y de todos. ¿Usted cree que le habría dado la espalda a alguien a quien no conociera muy bien?

– No.

– El kalashnikov de Japichinu está sobre su cama. ¿Usted cree que hubiera empezado a pasearse por aquí abajo desarmado en presencia de alguien de quien no sabía hasta qué extremo se podía fiar?

– No.

– Dígame otra cosa: ¿le dijeron cómo se tendría que comportar Lollò en caso de que detuvieran a Japichinu?

– Sí. Él también debería dejarse capturar sin oponer resistencia.

– ¿Quién le había dado la orden?

– Don Balduccio en persona.

– Eso es lo que don Balduccio le ha dicho a usted. En cambio, a Lollò le dijo otra cosa muy distinta.

El padre Crucillà tenía la garganta ardiendo, por lo que cogió otra vez la jarra de barro.

– ¿Por qué ha querido don Balduccio la muerte de su nieto?

– Sinceramente, no lo sé. A lo mejor, el chico cometió un error, puede que no reconociera la autoridad de su abuelo. Verá, las guerras de sucesión no ocurren sólo entre los reyes o en la gran industria…

Se levantó.

– Me voy. ¿Lo acompaño a su coche?

– No, gracias -contestó el cura-. Quiero quedarme todavía un ratito para rezar. Le tenía aprecio.

– Haga lo que quiera. -Al llegar a la puerta, el comisario se volvió-. Quería darle las gracias.

– ¿Por qué? -preguntó el cura, alarmado.

– Entre todas las suposiciones que ha hecho acerca de los posibles asesinos de Japichinu, usted no ha mencionado el nombre del guardaespaldas. Hubiera podido decirme que Lollò Spadaro se había vendido a la nueva mafia. Pero usted sabía que Lollò jamás de los jamases hubiera traicionado a Balduccio Sinagra. Su silencio ha sido una absoluta confirmación de la idea que yo me había hecho. Ah, otra cosa: cuando salga, recuerde apagar la luz y cerrar bien la puerta. No quisiera que algún perro vagabundo… ¿me comprende?

Salió. La oscuridad de la noche era total. Antes de llegar al coche, tropezó varias veces con piedras y baches. Le vino a la mente el vía crucis de los Griffo, con un verdugo que les propinaba puntapiés y soltaba maldiciones para que apuraran el paso hacia el lugar y la hora de su muerte.

– Amén -no pudo por menos que decir, con el corazón encogido por la angustia.

Mientras regresaba a Vigàta, tuvo la certeza de que Balduccio seguiría el consejo que él le había enviado a través del cura. El cadáver de Japichinu iría a parar al fondo de cualquier despeñadero… No, el abuelo sabía lo devoto que era su nietecito. Lo mandaría enterrar con carácter anónimo en tierra consagrada. Dentro del ataúd de otro muerto.

En cuanto cruzó la entrada de la comisaría, percibió a su alrededor un insólito silencio. ¿Sería posible que se hubieran marchado a pesar de haberles dicho que esperaran su regreso? Pero sí estaban. Mimì, Fazio, Gallo, cada uno sentado en su sitio con el rostro ensombrecido, como si acabaran de sufrir una derrota. Los llamó a su despacho.

– Quiero deciros una cosa. Fazio ya os habrá contado cómo fueron las cosas entre mi persona y Balduccio Sinagra. Pues bien, ¿me creéis? Debéis creerme porque yo jamás os he dicho mentiras gordas. Comprendí desde el principio que la petición de Balduccio de que detuviera a Japichinu porque en la cárcel estaría más seguro no resultaba convincente.

– Entonces ¿por qué la tomaste en consideración? -preguntó Augello, polémico.

– Para ver adónde quería ir a parar. Y para neutralizar su plan, en caso de que lograra comprenderlo. Lo he comprendido y he efectuado la contrajugada apropiada.

– ¿Cuál?

– No anunciar oficialmente el hallazgo por parte nuestra del cadáver de Japichinu. Eso es lo que quería Balduccio: que lo descubriéramos nosotros, proporcionándole al mismo tiempo una coartada a él. Porque yo hubiera tenido que declarar ante el juez que la intención de don Balduccio era que nosotros lo capturáramos sano y salvo.

– Cuando Fazio nos lo explicó -añadió Mimì-, nosotros también llegamos a la misma conclusión que tú, es decir, que el que había mandado asesinar a su nieto había sido Balduccio. Pero ¿por qué?

– Ahora mismo no se entiende. Pero, más tarde o más temprano, algo saldrá. Para todos nosotros el asunto termina aquí.

La puerta golpeó contra la pared con tal violencia que vibraron los cristales de la ventana. Todos experimentaron un sobresalto. Como era de esperar, había sido Catarella.

– ¡Ah, dottori, dottori!¡Ahora mismo me acaba de telefonear Cicco de Cicco! ¡Ha hecho el revelado! ¡Y lo ha conseguido! He escrito el número en este trozo de papel. ¡Cicco de Cicco me lo ha hecho repetir cuatro veces! -Catarella depositó media hoja de cuaderno cuadriculado sobre el escritorio del comisario diciendo-: Pido perdón por el golpe de la puerta.

Se retiró cerrando la puerta con otro golpe tan fuerte que la grieta del enlucido que había junto al tirador se abrió un poco más.

Montalbano leyó el número de la matrícula y miró a Fazio.

– ¿Tienes a mano la matrícula del coche de Nenè Sanfilippo?

– ¿Cuál, la del Punto o la del Duetto?

Augello levantó las orejas.

– La del Punto.

– Esa me la sé de memoria: BA 927 GG.

Sin decir ni una sola palabra, el comisario le pasó el trozo de papel a Mimì.

– Coincide -dijo Mimì-. Pero eso ¿qué significa? ¿Te quieres explicar?

Montalbano se explicó, le contó de qué manera se había enterado de la existencia de la libreta postal de ahorro y del dinero que en ella estaba depositado, cómo, siguiendo la sugerencia del propio Mimì, había examinado las fotografías de la excursión a Tindari y había descubierto que el autocar circulaba con un Punto pegado detrás, y cómo había llevado la fotografía a la Policía Científica de Montelusa para hacerla ampliar. A lo largo de toda la explicación, el rostro de Augello mantuvo una expresión de recelo.

– Tú ya lo sabías -dijo éste.

– ¿Qué sabía?

– Que el coche que circulaba detrás del autocar era el de Sanfilippo. Lo sabías antes de que Catarella te entregara esta hoja de papel.

– Sí -reconoció el comisario.

– ¿Quién te lo dijo?

«Un árbol, un acebuche», hubiera sido la respuesta apropiada, pero a Montalbano le faltó el valor.

– Fue una intuición -contestó en su lugar.

Augello prefirió dejarlo correr.

– Eso significa que entre los asesinatos de los Griffo y el de Sanfilippo hay una estrecha relación -dijo.

– Todavía no se puede afirmar con certeza-contestó el comisario-. Sólo conocemos un dato cierto: que el automóvil de Sanfilippo seguía al autocar en el que viajaban los Griffo.

– Beba ha dicho también que él volvía a menudo la cabeza para mirar hacia atrás. Está claro que quería asegurarse de que el automóvil de Sanfilippo todavía los seguía.

– De acuerdo. Lo cual nos lleva a deducir que había una relación entre Sanfilippo y los Griffo. Pero tenemos que detenernos aquí. Es posible que Sanfilippo hiciera subir a los Griffo a su coche a la vuelta, en la última parada antes de llegar a Vigàta.

– Y recuerda que Beba ha dicho que fue precisamente Alfonso Griffo quien le pidió al conductor que hiciera aquella parada adicional. Lo cual significa que lo habían acordado con anterioridad.

– También estoy de acuerdo. Pero eso no nos permite llegar a la conclusión de que el propio Sanfilippo mató a los Griffo y de que a él lo mataron a su vez de un disparo tras el asesinato. La hipótesis de los cuernos todavía se tiene en pie.

– ¿Cuándo verás a Ingrid?

– Mañana por la noche. Pero tú, mañana por la mañana, trata de recoger información sobre el doctor Eugenio Ignazio Ingrò, el de los trasplantes. No me interesan los datos que publican los periódicos sino los demás, los que se cuentan en voz baja.

– En Montelusa tengo un amigo que lo conoce muy bien. Lo iré a ver con algún pretexto.

– Mimì, por lo que más quieras: utiliza vaselina. A nadie le tiene que pasar por la cabeza la idea de que estamos interesados en el doctor y en su adorada consorte Vanja Titulescu.

Ofendido, Mimì frunció los labios como un culo de gallina.

– ¿Me tomas por un gilipollas?

En cuanto abrió el frigorífico, la vio.

Caponatina! Una abundante ración para por lo menos cuatro personas de aquella exquisita y vistosa mezcla de berenjenas fritas, con apio, alcaparras, aceitunas, cebollas y anchoas, tomate triturado y nueces, llenando un plato hondo hasta el tope. Hacía meses que su asistenta, Adelina, nose la preparaba. El pan, comprado por la mañana, se conservaba todavía muy tierno en la bolsa de plástico. De una forma natural y espontánea, la boca se le llenó con las notas de la marcha triunfal de Aida. Mientras las canturreaba, abrió la cristalera tras haber encendido la luz de la galería. Sí, la noche era un poco fresca, pero le permitiría comer fuera. Puso la mesa, sacó el plato, el vino y el pan, y se sentó. Sonó el teléfono. Cubrió el plato con una servilleta de papel y fue a contestar.

– ¿Oiga? ¿Comisario Montalbano? Soy el abogado Guttadauro.

Ya esperaba la llamada, se hubiera apostado los huevos.

– Dígame, abogado.

– Ante todo, le ruego que acepte mis disculpas por haberme visto obligado a llamar a esta hora.

– ¿Obligado? ¿Quién lo ha obligado?

– Las circunstancias, señor comisario.

Era listo el abogado.

– ¿Y cuáles son esas circunstancias?

– Mi cliente y amigo está preocupado.

¿No quería mencionar por teléfono el nombre de Balduccio Sinagra, ahora que había un muerto fresquito de por medio?

– Ah, ¿sí? Y eso, ¿por qué?

– Bueno… resulta que desde ayer no tiene noticias de su nieto.

– ¿Qué nieto? ¿El exiliado?

– ¿Exiliado? -repitió el abogado Guttadauro, sinceramente perplejo.

– Dejémonos de formalismos, señor abogado. Hoy en día, exiliado o prófugo de la justicia significan lo mismo. O, por lo menos, eso nos quieren hacer creer.

– Sí, ése -dijo el abogado, todavía confuso.

– Pero ¿cómo se las arreglaba para tener noticias, si su nieto había pasado a la clandestinidad?

Cabronada y media por cabronada.

– Bien… Ya sabe usted lo que ocurre, amistades comunes, gente de paso…

– Comprendo. Y yo, ¿qué tengo que ver con eso?

– Nada -se apresuró a puntualizar Guttadauro. Y repitió, silabeando las palabras-: Usted no tiene absolutamente nada que ver.

Recibido el mensaje. Balduccio Sinagra le estaba haciendo saber que había seguido el consejo transmitido a través del padre Crucillà: del homicidio de Japichinu no se diría ni una sola palabra; dejando aparte a los que él había matado, sería como si no hubiera nacido.

– Señor abogado, ¿por qué siente la necesidad de comentarme la preocupación de su amigo y cliente?

– Bueno, era para decirle que, a pesar de esta angustiosa preocupación, mi cliente y amigo ha pensado en usted.

– ¿En mí? -preguntó, estupefacto, Montalbano.

– Sí. Me ha encargado que le entregue un sobre. Dentro hay algo que le puede interesar.

– Mire, abogado, estoy a punto de irme a la cama, he tenido un día agotador.

– Lo comprendo muy bien.

Estaba hablando en tono irónico el muy hijo de puta del abogado.

– Lléveme el sobre mañana por la mañana a la comisaría. Buenas noches.

Y colgó. Regresó a la galería, pero lo pensó mejor. Entró de nuevo en la sala, descolgó el auricular del teléfono y marcó un número.

– Livia, cariño, ¿cómo estás?

Al otro lado del teléfono sólo se oía silencio.

– ¿Livia?

– Dios mío, Salvo, ¿qué te ocurre? ¿Por qué me llamas?

– ¿Y por qué no tendría que llamarte?

– Porque tú sólo me llamas cuando tienes algún problema.

– ¡Vamos, mujer!

– No, no, es así. Si no tienes problemas, siempre soy yo la que te llama primero.

– De acuerdo, tienes razón, perdóname.

– ¿Qué me querías decir?

– Que he estado reflexionando mucho acerca de nuestra relación.

Livia, Montalbano lo percibió con toda claridad, contuvo la respiración. Pero no dijo nada. Montalbano añadió:

– Me he dado cuenta de que nos peleamos muy a menudo y de buen grado. Como una pareja casada desde hace años que sufre el desgaste de la convivencia. Pero lo más gracioso es que nosotros no convivimos.

– Sigue -dijo Livia con un hilillo de voz.

– Entonces me he dicho: ¿por qué no lo empezamos todo desde el principio?

– No te entiendo. ¿Qué quieres decir?

– Livia, ¿qué te parecería si nos hiciéramos novios?

– ¿No lo somos?

– No. Estamos casados.

– Vale. ¿Y cómo se empieza?

– Así: te quiero, Livia. ¿Y tú?

– Yo a ti también. Buenas noches, cariño.

– Buenas noches.

Ahora se podría comer la caponatina sin temor a recibir otras llamadas.

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