Los interrumpieron unas voces airadas procedentes de la antesala. Estaba claro que era una trifulca.
– Ve a ver.
Fazio salió, las voces se calmaron y, al poco rato, el sargento regresó.
– Es un señor que la ha tomado con Catarella porque no lo deja pasar. Se empeña en hablar con usted.
– Que espere.
– Me parece muy alterado, señor comisario.
– Oigámoslo.
Entró un cuarentón con gafas, correctamente vestido, con la raya al lado y pinta de respetable empleado.
– Gracias por recibirme. Usted es el comisario Montalbano, ¿verdad? Me llamo Davide Griffo y siento haber levantado la voz, pero no entendía lo que su agente me estaba diciendo. ¿Es extranjero?
Montalbano prefirió dejarlo correr.
– Soy todo oídos.
– Verá, yo vivo en Messina, trabajo en el Ayuntamiento. Estoy casado. Aquí viven mis padres, soy hijo único. Estoy preocupado por ellos.
– ¿Por qué?
– Llamo desde Messina dos veces por semana, el jueves y el domingo. Hace dos noches, el domingo, no me contestaron. Y desde entonces, no he vuelto a saber nada de ellos. He vivido unas horas infernales hasta que mi mujer me dijo que cogiera el coche y viniera a Vigàta. Anoche llamé por teléfono a la portera para saber si tenía la llave del apartamento de mis padres. Me contestó que no. Mi mujer me ha aconsejado que recurra a usted. Lo ha visto un par de veces en la televisión.
– ¿Quiere presentar una denuncia?
– Primero quisiera que se me concediera autorización para derribar la puerta. -Se le quebró la voz-. Puede haber ocurrido algo grave, comisario.
– De acuerdo. Fazio, llama a Gallo.
Fazio se retiró y regresó con su compañero.
– Gallo, acompaña a este señor. Tiene que mandar derribar la puerta del apartamento de sus padres. No tiene noticias suyas desde el domingo pasado. ¿Dónde ha dicho usted que vivían?
– Aún no lo he dicho. En Via Cavour, cuarenta y cuatro.
Montalbano se quedó de una pieza.
– ¡Virgen santísima! -exclamó Fazio.
A Gallo le dio un fuerte ataque de tos y abandonó el despacho en busca de un vaso de agua. Davide Griffo palideció y, asustado por el efecto de sus palabras, miró a su alrededor.
– ¿Qué he dicho? -preguntó con un hilillo de voz.
En cuanto Fazio se detuvo delante del número 44 de Via Cavour, Davide Griffo abrió la portezuela y cruzó precipitadamente el portal.
– ¿Por dónde empezamos? -preguntó Fazio mientras cerraba el coche.
– Por los viejecitos desaparecidos. El muerto ya está muerto y puede esperar.
En el portal se tropezaron con Griffo que estaba volviendo a salir a la velocidad de un pedrusco lanzado con tirachinas.
– ¡La portera me ha dicho que esta noche ha habido un homicidio! ¡Uno que vivía en esta casa!
Sólo entonces se percató de la silueta del cuerpo de Nenè Sanfilippo dibujada en blanco sobre la acera. Empezó a experimentar fuertes temblores.
– Tranquilícese -le dijo el comisario, apoyando una mano en su hombro.
– No… es que temo…
– Señor Griffo, ¿piensa que sus padres podrían estar implicados en un caso de homicidio?
– ¿Bromea usted? Mis padres son…
– Pues entonces. No se preocupe porque esta mañana hayan matado a una persona aquí delante. Mejor vamos a ver.
La señora Ciccina Recupero, portera, daba vueltas en los dos metros por dos de su garita como uno de esos osos que enloquecen en la jaula y empiezan a balancearse sobre las patas. Se lo podía permitir porque estaba en los puros huesos, y el poco espacio de que disponía le bastaba y sobraba para moverse.
– ¡Dios mío, Dios mío, Dios mío! ¡Virgen santísima! ¿Qué ha pasado en esta casa? ¿Qué ha pasado? ¿Qué mal de ojo le han echado? ¡Aquí hay que mandar llamar enseguida al cura para que venga con el agua bendita!
Montalbano la sujetó por el brazo, o más bien por el hueso del brazo, y la obligó a sentarse.
– No haga teatro. Deje de santiguarse y conteste a mis preguntas. ¿Desde cuándo no ve a los señores Griffo?
– Desde la mañana del sábado pasado, cuando la señora regresó de la compra.
– ¿Estamos a martes y usted no se preocupó?
La portera se ofendió.
– ¿Y por qué habría tenido que hacerlo? ¡Ésos no le daban confianzas a nadie! ¡Eran unos orgullosos! ¡Y me importa un carajo que el hijo me oiga! ¡Salían, regresaban con la compra, se encerraban en casa y en tres días no los veía nadie! Tenían mi número de teléfono: ¡si necesitaban algo, llamaban!
– ¿Y había ocurrido?
– ¿Qué?
– Que la llamaran.
– Sí, había ocurrido algunas veces. Cuando el señor Fofò, el marido, estuvo enfermo, la mujer me llamó para que le hiciera compañía mientras ella iba a la farmacia. Otra vez, cuando se les rompió el tubo de la lavadora y el agua los inundó. La tercera vez, cuando…
– Ya basta, gracias. ¿Ha dicho usted que no tiene la llave?
– ¡No es que lo haya dicho, es que no la tengo! La llave la señora Griffo me la dejó el año pasado en verano, cuando fueron a ver a su hijo a Messina. Le tenía que regar las plantitas del balcón. Después quisieron que se la devolviera sin darme ni siquiera las gracias, nada, sin decir ni oxte ni moxte, ¡como si yo fuera su criada, su esclava! ¿Y ahora me viene usted a decir que tenía que preocuparme? Si hubiera subido al cuarto piso y les hubiera preguntado si necesitaban algo, ¡igual me mandaban al carajo!
– ¿Subimos? -le preguntó el comisario a Davide Griffo, que permanecía apoyado en la pared como si las piernas no le sostuvieran el cuerpo.
Tomaron el ascensor y subieron a la cuarta planta. Davide salió rápidamente. Fazio acercó los labios al oído del comisario.
– Hay cuatro apartamentos por planta. Nenè Sanfilippo vivía justo debajo del de los Griffo -dijo, señalando con la barbilla a Davide, que, con todo el cuerpo arrimado a la puerta del 17, estaba llamando absurdamente al timbre.
– Apártese, por favor.
Pareció que Davide no lo había oído, pues siguió apretando el timbre. Sonaba como de lejos. Fazio se adelantó, sujetó a Davide por los hombros y lo apartó. El comisario se sacó del bolsillo un gran llavero, del cual colgaban unas diez piezas de hierro de distintas formas. Ganzúas, regalo de un ladrón amigo suyo. Se pasó cinco minutos manipulando la cerradura: además del muelle, había cuatro vueltas de llave.
La puerta se abrió. Montalbano y Fazio ensancharon al máximo las ventanas de la nariz para percibir el olor que procedía del interior. Fazio sujetaba por un brazo a Davide, que quería entrar de inmediato. La muerte al cabo de dos días empieza a apestar. Nada, el apartamento olía sólo a cerrado. Fazio soltó la presa, y Davide pegó un brinco, entró y enseguida empezó a llamar.
– ¡Papá! ¡Mamá!
Reinaba un orden perfecto. Las ventanas estaban cerradas; la cama, hecha; la cocina, arreglada; el fregadero, sin platos sucios. En el interior del frigorífico, queso, un paquete de jamón, aceitunas, una botella de vino blanco medio vacía. En el congelador, cuatro tajadas de carne, dos salmonetes. Si se habían ido, estaba claro que tenían intención de regresar muy pronto.
– ¿Sus padres tenían familiares?
Davide se había sentado en una silla de la cocina con la cabeza entre las manos.
– Papá no. Mamá sí. Un hermano en Comiso y una hermana en Trapani, ya difunta.
– ¿Y no sería posible que hubieran ido a…?
– No, señor comisario, lo descarto. No tienen noticias de mis padres desde hace un mes. No se relacionaban mucho.
– ¿O sea que usted no tiene ni la más remota idea de adónde pueden haber ido?
– No. Si la hubiera tenido, habría intentado buscarlos.
– La última vez que habló con ellos fue la noche del jueves de la semana pasada, ¿verdad?
– Sí.
– ¿No le dijeron nada que pudiera…?
– Nada de nada.
– ¿De qué hablaron?
– De lo mismo de siempre, la salud, los nietos… Tengo dos hijos varones: Alfonso, como papá, y Giovanni; uno tiene seis años, y el otro, cuatro. Los quieren mucho. Cada vez que veníamos a verlos a Vigàta, los cargaban de regalos.
No hacía el menor esfuerzo por reprimir las lágrimas.
Fazio, que se había ido a dar una vuelta por el apartamento, regresó con los brazos extendidos.
– Señor Griffo, de nada sirve que nos quedemos aquí. Espero poder facilitarle alguna información cuanto antes.
– Señor comisario, me he tomado unos días de permiso en el Ayuntamiento. Puedo quedarme en Vigàta por lo menos hasta mañana por la noche.
– Por mí, puede quedarse todo el tiempo que quiera.
– No, me refería a otra cosa: ¿puedo dormir aquí esta noche?
Montalbano lo pensó un poco. En el comedor, que era también la sala de estar, había un pequeño escritorio con unos papeles encima. Quería examinarlos con detenimiento.
– No, no puede dormir en este apartamento. Lo siento.
– Pero ¿y si por casualidad llamara alguien…?
– ¿Quién? ¿Sus padres? ¿Qué motivo podrían tener sus padres para llamar a su casa, sabiendo que no hay nadie?
– No, quería decir, si llama alguien que tiene alguna noticia…
– Tiene razón. Mandaré intervenir inmediatamente el teléfono. Fazio, encárgate tú de eso. Señor Griffo, quisiera una fotografía de sus padres.
– La guardo en el bolsillo, señor comisario. Se la hice yo mismo cuando fueron a vernos a Messina. Se llaman Alfonso y Margherita.
Rompió en sollozos mientras le alargaba la fotografía a Montalbano.
– Cinco por cuatro, veinte; veinte menos dos, dieciocho -dijo Montalbano en el rellano en cuanto Griffo se fue, más perplejo que convencido.
– ¿Está usted desvariando? -preguntó Fazio.
– Si las matemáticas no son una opinión, si este edificio tiene cinco plantas, quiere decir que hay veinte apartamentos. Pero, en realidad, son dieciocho, descontando los de los Griffo y Nenè Sanfilippo. En pocas palabras, tenemos que interrogar nada menos que a dieciocho familias. Y hacer a cada una un par de preguntas. ¿Qué saben ustedes de los Griffo? ¿Qué saben de Nenè Sanfilippo? Si el muy cabrón de Mimì estuviera aquí y nos echara una mano…
Hablando del rey de Roma… Justo en aquel momento sonó el móvil de Fazio.
– Es el subcomisario Augello. Pregunta si lo necesita.
Montalbano enrojeció de rabia.
– Que venga inmediatamente. Dentro de cinco minutos tiene que estar aquí aun a riesgo de romperse las piernas.
Fazio repitió la orden.
– Y, mientras llega, vamos a tomarnos un café -propuso el comisario.
Cuando regresaron a Via Cavour, Mimì ya los estaba esperando. Fazio se apartó discretamente.
– Mimì -dijo Montalbano-, a mí contigo se me cae el alma a los pies. Y me faltan las palabras. ¿Se puede saber qué se te ha pasado por la cabeza? ¿Sabes o no sabes que…?
– Lo sé -lo interrumpió Augello.
– ¿Qué coño sabes?
– Lo que tengo que saber. Que he cometido un error. El caso es que me noto raro y confuso.
El comisario se ablandó. Mimì lo estaba mirando con una cara que él jamás le había visto. No con la acostumbrada desvergüenza. Muy al contrario. Más bien con una cierta resignación y humildad.
– Mimì, ¿puedo saber qué te ha ocurrido?
– Después te lo digo, Salvo.
Montalbano estaba a punto de apoyarle una consoladora mano en el hombro cuando una repentina sospecha se lo impidió. ¿Y si aquel hijo de puta de Mimì se estaba comportando como él con Bonetti-Alderighi, fingiendo una actitud servil cuando, en realidad, se trataba de una solemne tomadura de pelo? Augello era un comediante y un caradura, capaz de eso y de mucho más. En la duda, reprimió el gesto de afecto, y lo puso al corriente de la desaparición de los Griffo.
– Tú te encargas de los inquilinos de la primera planta y de la segunda; Fazio, de los de la quinta y la planta baja, y yo me ocupo de los de la tercera y la cuarta.
Tercera planta, puerta 12. La cincuentona señora Concetta Burgio, viuda de Lo Mascolo, se lanzó a un monólogo de mucho efecto.
– ¡No me hable de ese Nenè Sanfilippo, señor comisario! ¡No me hable! ¡Lo han matado, pobrecillo, y en paz descanse! ¡Pero es que hacía que me condenara, vaya si lo hacía! De día no paraba nunca en casa. Pero de noche… sí. ¡Y entonces, se lo juro por mis muertos, empezaba el infierno! ¡Una noche sí y otra no! ¡El infierno! Mire, señor comisario, mi dormitorio está pared con pared con el de Sanfilippo. ¡Las paredes de esta casa son de papel de seda! ¡Se oye todo, pero lo que se dice todo! ¡Y entonces, después de haber puesto una música que me perforaba los oídos, la apagaba y empezaba otra música! ¡Una sinfonía, oiga! ¡Tacatá, tacatá, tacatá! ¡La cama que golpeaba la pared y era como una batería! ¡Y la puta de turno venga a gritar, ah, ah, ah! ¡Y otra vez tacatá, tacatá, tacatá! Y entonces a mí se me ocurrían malos pensamientos. Rezaba un misterio del rosario. Dos misterios. Tres misterios. ¡Nada! Los pensamientos no se iban. ¡Yo soy muy joven todavía, señor comisario! ¡Hacía que me condenara! No, señor, de los señores Griffo no sé nada. No daban confianzas. Y, si tú no me la das, ¿por qué te la tengo que dar yo a ti? ¿Está claro?
Tercera planta, puerta 14. Familia Crucillà. Marido: Stefano Crucillà, jubilado, ex contable de una pescadería. Esposa: Antonietta De Carlo. Hijo mayor: Calogero, ingeniero de minas, trabaja en Bolivia. Hija menor: Samanta sin hache entre la te y la a, profesora de Matemáticas, soltera, vive con sus padres. Habló Samanta en nombre de todos.
– Mire, señor comisario, sobre los señores Griffo sólo puedo decirle que eran muy antipáticos. Una vez me crucé con la señora, que estaba entrando con el carrito de la compra lleno hasta el tope y dos bolsas de plástico en cada mano. Puesto que, para llegar al ascensor, hay que subir tres peldaños, le pregunté si podía ayudarla. Me contestó de muy malos modos que no. Y el marido no era mejor. ¿Nenè Sanfilippo? Un chico muy guapo, rebosante de vida, simpático. ¿Qué hacía? Lo que hacen todos los jóvenes de su edad cuando gozan de libertad.
Mientras lo decía miró de soslayo a sus padres, lanzando un suspiro. No, ella no gozaba de libertad, por desgracia. De lo contrario, hubiera sido capaz de dar ciento y raya al difunto Nenè Sanfilippo.
Tercera planta, puerta 15. Doctor Assunto Ernesto, médico odontólogo.
– Comisario, esto es sólo mi consulta. Yo vivo en Montelusa y aquí sólo vengo de día. Lo único que puedo decirle es que una vez me tropecé con el señor Griffo con la cara deformada a causa de un flemón. Le pregunté si tenía dentista y me dijo que no. Entonces le aconsejé que se pasara un momento por aquí, por mi consulta. A cambio, recibí una tajante respuesta negativa. En cuanto a ese Sanfilippo, ¿quiere que le diga una cosa? Jamás lo vi, ni siquiera sé qué pinta tenía.
Empezó a subir el tramo de escalera que conducía al piso de arriba, y le dio por mirar el reloj. Ya era la una y media, y, dada la hora, por un reflejo condicionado, le entró un voraz apetito. Oyó el ruido del ascensor, que subía. Decidió resistir heroicamente el apetito y seguir con las preguntas, pues a aquella hora era más fácil encontrar a los inquilinos en casa. Delante de la puerta 16 vio a un hombre grueso y calvo que sostenía una deformada bolsa negra en una mano mientras con la otra trataba de introducir la llave en la cerradura. El hombre vio al comisario detenerse a su espalda.
– ¿Me busca a mí?
– Sí, señor…
– Mistretta. Y usted, ¿quién es?
– Soy el comisario Montalbano.
– ¿Y qué quiere?
– Hacerle unas cuantas preguntas acerca del joven asesinado esta noche.
– Sí, lo sé, la portera me lo ha contado todo cuando he salido para ir al despacho. Trabajo en la cementera.
– … y acerca de los señores Griffo.
– ¿Por qué, qué han hecho los Griffo?
– Han desaparecido.
El señor Mistretta abrió la puerta y se apartó a un lado.
– Pase.
Montalbano se adelantó un paso y se encontró en un apartamento en el que reinaba un desorden absoluto. Dos calcetines sucios y desparejados sobre la mesita del recibidor. El hombre lo hizo pasar a un saloncito que debía de haber sido una sala de estar. Periódicos, platos sucios, vasos empañados, ropa lavada y sin lavar, ceniceros llenos de ceniza y colillas.
– Está todo un poco desordenado -reconoció el señor Mistretta-, pero es que mi mujer está en Caltanissetta desde hace dos meses, atendiendo a su madre, que está enferma.
Sacó de la bolsa negra una lata de atún, un limón y una barra de pan. Abrió la lata y echó su contenido en el primer plato que le vino a mano. Apartando a un lado unos calzoncillos, cogió un tenedor y un cuchillo. Cortó el limón y lo exprimió sobre el atún.
– ¿Usted gusta? Mire, comisario, no le quiero hacer perder el tiempo. Tenía intención de entretenerlo aquí un ratito sólo para que me hiciera un poco de compañía. Pero después he pensado que sería injusto. A los Griffo los veía alguna que otra vez. Pero ni siquiera nos saludábamos. Al joven asesinado jamás lo vi.
– Gracias. Buenos días -dijo el comisario, levantándose.
A pesar de toda aquella suciedad, el hecho de ver comer a alguien le había redoblado el apetito.
Cuarta planta. Junto a la puerta del apartamento 18 vio una placa bajo el timbre: «Guido y Gina de Dominicis.» Llamó al timbre.
– ¿Quién es? -preguntó una voz infantil.
¿Qué responder a un niño?
– Soy un amigo de tu papá.
Se abrió la puerta y apareció ante los ojos del comisario un chiquillo de unos ocho años y con pinta de espabilado.
– ¿Está papá? ¿O mamá?
– No, pero vuelven enseguida.
– ¿Cómo te llamas?
– Pasqualino. ¿Y tú?
– Salvo.
En aquel momento Montalbano tuvo la certeza de que el olor que salía del apartamento era de quemado.
– ¿Qué es este olor?
– Nada. Le he pegado fuego a la casa.
El comisario se disparó de golpe, asustando a Pasqualino. A través de una puerta salía un humo muy negro. Era el dormitorio, en el que una cuarta parte de la cama de matrimonio estaba ardiendo. Se quitó la chaqueta, vio una manta de lana doblada sobre una silla, la desdobló y la arrojó sobre las llamas, dando fuertes manotazos. Una perversa y pequeña lengua de fuego se le comió medio puño de la camisa.
– Si tú me apagas el fuego, yo lo enciendo en otro sitio -dijo Pasqualino, blandiendo con gesto amenazador una caja de cerillas de cocina.
¡Qué listo era aquel diablillo! ¿Qué tenía que hacer? ¿Desarmarlo o seguir apagando el incendio? Optó por hacer de bombero, y siguió quemándose. Sin embargo, un estridente grito femenino lo dejó paralizado.
– ¡Guidooooooooooo!
Una joven rubia con los ojos enormemente abiertos estaba a punto de desmayarse. Montalbano no había tenido tiempo ni de abrir la boca cuando al lado de la mujer apareció un joven con gafas, de anchas espaldas, una especie de Clark Kent, el que después se transforma en Superman. Sin decir ni una sola palabra, Superman, con un gesto de suprema elegancia, se abrió la chaqueta. Y el comisario se vio apuntado por una pistola que le pareció un cañón.
– Manos arriba.
Montalbano obedeció.
– ¡Es un pirómano! ¡Es un pirómano! -balbucía entre lágrimas la joven, abrazando con fuerza a su hijito, a su angelito.
– ¿Sabes, mami? ¡Me ha dicho que quería pegar fuego a toda la casa!
Tardaron algo así como media hora en aclarar el asunto. Montalbano se enteró de que el hombre era cajero de un banco y que por eso iba por ahí armado. Y que la señora Gina se había retrasado porque había ido al médico.
– Pasqualino tendrá un hermano -confesó la señora, bajando púdicamente los ojos.
Con el ruido de fondo de los gritos y el llanto del chiquillo, que había recibido una buena zurra en el trasero y había sido encerrado en una habitación a oscuras, Montalbano averiguó que los señores Griffo, incluso cuando estaban en casa, era como si no estuvieran.
– Ni siquiera un ataque de tos, qué sé yo, algo que cayera al suelo, una palabra pronunciada un poquito más alto. ¡Nada!
En cuanto a Nenè Sanfilippo, el matrimonio De Dominios ignoraba incluso que el asesinado viviera en su mismo edificio.