Dieciséis

– Bueno, Mimì, escúchame con atención pero sin distraerte del volante. Ya tengo un hombro hecho polvo, no quisiera sufrir más daños. Y, sobre todo, no me interrumpas con preguntas, porque de otro modo pierdo el hilo. Me las harás todas al final. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

– Y no me preguntes cómo he descubierto ciertas cosas.

– De acuerdo.

– Y tampoco detalles inútiles, ¿de acuerdo?

– De acuerdo. Pero, antes de que empieces, ¿te puedo hacer una?

– Sólo una.

– Aparte del brazo, ¿también te has herido la cabeza?

– ¿Adónde quieres ir a parar?

– Me estás atacando los nervios con tanto preguntarme si estoy de acuerdo. ¿Es que tienes una obsesión? Declaro que estoy de acuerdo con todo, incluso con las cosas que ignoro. ¿Te parece bien así? Suelta el rollo.

– La señora Margherita Griffo tenía un hermano y una hermana, Giuliana, maestra de escuela, que vivía en Trapani.

– ¿Murió?

– ¿Lo ves? ¿Lo ves? -saltó el comisario-. ¡Y pensar que me lo habías prometido! ¡Y me sales con una pregunta absurda! ¡Si te digo que vivía, es evidente que murió!

Augello no rechistó.

– Margherita no se hablaba con su hermana desde que eran jóvenes, por una cuestión de herencia. Pero un día ambas hermanas hicieron las paces. Cuando Margherita se entera de que Giuliana está a punto de morir, va a verla en compañía de su marido. Se alojan en casa de Giuliana. Desde hace mucho tiempo, ésta vive con una amiga suya, la señorita Baeri. Los Griffo averiguan que Giuliana ha dejado a su hermana en el testamento un antiguo establo rodeado por un pequeño terreno en un lugar de Vigàta llamado El Moro, el lugar hacia el que ahora nos estamos dirigiendo. Es una herencia de carácter puramente sentimental, pues carece de valor. Al día siguiente del entierro, cuando los Griffo se encuentran todavía en Trapani, llama alguien que manifiesta interés por el antiguo establo. El comunicante ignora que Giuliana ha muerto. Entonces, la señorita Baeri le pasa a Alfonso Griffo. Y hace bien, pues la mujer de éste es la nueva propietaria. Ambos hablan por teléfono. Alfonso se muestra evasivo acerca del contenido de la conversación telefónica. Se limita a decirle a su mujer que ha llamado un hombre que vive en su mismo edificio.

– ¡Dios bendito! ¡Nenè Sanfilippo! -exclamó Mimì, dando un bandazo.

– O conduces bien o no te cuento nada más. Que los propietarios del antiguo establo sean los ocupantes del piso de arriba es para Nenè una feliz casualidad.

– Un momento. ¿Estás seguro de que se trata de una casualidad?

– Sí, es una casualidad. Entre paréntesis, si tengo que aguantar tus preguntas, exijo que éstas sean inteligentes. Es una casualidad. Sanfilippo no sabía que Giuliana había muerto y no tenía el menor interés en fingir. No sabía que el antiguo establo había pasado a manos de la señora Griffo porque el testamento aún no se había hecho público.

– De acuerdo.

– Pocas horas después, ambos se reúnen.

– ¿En Vigàta?

– No, en Trapani. Cuanto menos lo vean en Vigàta con los Griffo tanto mejor para Sanfilippo. Me apuesto los huevos a que Sanfilippo le cuenta al viejo la historia de un amor apasionado y peligroso… si se descubre la relación, podría producirse una catástrofe… En resumidas cuentas, necesita el antiguo establo para convertirlo en vivienda ocasional. Pero habrá que respetar ciertas normas. No se pagará el impuesto de sucesión; si la cosa se descubre, lo abonará Sanfilippo; los Griffo no podrán poner los pies en su propiedad; a partir de aquel momento, cuando se crucen en Vigàta no deberán siquiera saludarse; los Griffo tampoco podrán hablar a su hijo del asunto. En su afán por ganar dinero, los viejos aceptan las condiciones y se embolsan los primeros dos millones.

– ¿Por qué necesitaba Sanfilippo un lugar tan aislado?

– No para convertirlo en un picadero. Entre otras cosas, no dispone de agua y no hay retrete. Si se te escapa, lo haces al aire libre.

– ¿Pues entonces?

– Tú mismo te darás cuenta. ¿Ves aquella capillita? Más adelante hay un sendero a mano izquierda. Tómalo y conduce despacio, es una pendiente muy inclinada.

La puerta estaba apoyada en la jamba exactamente tal y como él la había dejado la víspera. Nadie había entrado. Mimì la apartó, entraron e inmediatamente el cuarto les pareció más pequeño de lo que era.

Augello miró a su alrededor en silencio.

– Lo han limpiado todo -dijo.

– ¿Ves todas estas tomas? -preguntó Montalbano-. Se hace instalar la luz y el teléfono, pero no pone un retrete. Éste era su despacho, el lugar adonde podía venir cada día a realizar su trabajo de empleado.

– ¿Empleado?

– Claro. Trabajaba por cuenta de terceros.

– ¿Y quiénes eran esos terceros?

– Los mismos que le habían encargado la búsqueda de un lugar aislado, lejos de todo y de todos. ¿Quieres que plantee algunas hipótesis? En primer lugar, traficantes de droga. En segundo, pederastas. Y después hay toda la larga serie de gente siniestra que utiliza Internet. Desde aquí, Sanfilippo podía establecer contacto con todo el mundo. Navegaba, encontraba, establecía comunicación y después informaba a sus jefes. La cosa se prolongó sin ningún contratiempo durante dos años. Después ocurrió algo grave; tuvieron que largarse, cortar todos los vínculos y borrar las huellas. Sanfilippo convenció a los Griffo de que hicieran una bonita excursión a Tindari.

– Pero ¿con qué objeto?

– Les debió de soltar cualquier chorrada a aquellos pobres viejos. Por ejemplo, que el peligroso marido había descubierto la aventura amorosa y que quizá los querría matar a ellos dos por ser cómplices… A él se le había ocurrido una idea estupenda: ¿por qué no hacían aquella excursión a Tindari? Al enfurecido cornudo no se le pasaría por la cabeza irlos a buscar a bordo de un autocar… Mejor que se ausentaran un día de su casa; habían intervenido unos amigos en el asunto e intentarían aplacar las iras del cornudo… Él también hará la misma excursión, pero en coche. Los viejos, muertos de miedo, aceptan. Sanfilippo dice que seguirá el desarrollo de los acontecimientos a través de su teléfono móvil. Antes de llegar a Vigàta, el viejo deberá pedir una parada extra. Así Sanfilippo los podrá mantener al corriente de la situación. Todo se desarrolla según lo previsto. Salvo que, en la última parada antes de llegar a Vigàta, Sanfilippo les dice a los viejos que aún no se ha conseguido resolver nada y que será mejor que pasen la noche fuera de casa. Los invita a subir a su automóvil y después los entrega al verdugo. En aquel momento, todavía no sabe que él también está destinado a morir.

– Aún no me has explicado por qué era necesario alejar a los Griffo. ¡Si ellos ni siquiera sabían dónde estaba su propiedad!

– Alguien tenía que entrar en su casa y hacer desaparecer los documentos de dicha propiedad. Por ejemplo, la copia del testamento. Alguna carta de Giuliana a su hermana en la que le comunicaba a ésta que la recordaría con aquel legado. Cosas de este tipo. El encargado de llevarse los documentos encuentra también una libreta postal de ahorro con una suma que resultaría excesiva para dos pobres jubilados. La hace desaparecer. Pero comete un error. Despertará mis sospechas.

– Salvo, a mí esta historia de la excursión a Tindari no me convence, por lo menos, tal como la reconstruyes tú. ¿Qué necesidad había de eso? ¡Aquella gente podía entrar con cualquier pretexto en casa de los Griffo y hacer lo que les diera la gana!

– Sí, pero después hubiera tenido que matarlos allí mismo en su apartamento. Y habría provocado la alarma de Sanfilippo, a quien los asesinos seguramente le dijeron que no tenían la menor intención de matarlos, sino tan sólo de pegarles un buen susto… Y, además, ten en cuenta que su mayor interés era hacernos creer que entre la desaparición de los Griffo y el asesinato de Sanfilippo no había ningún nexo. En efecto: ¿cuándo empezamos nosotros a comprender que ambas historias estaban relacionadas entre sí?

– Puede que tengas razón.

– Sin puede, Mimì. Después, tras haber vaciado todo esto de aquí con la ayuda de Sanfilippo, se llevan al chaval. Quizá con la excusa de hablar de la reorganización del despacho. Y, entre tanto, hacen en su apartamento lo mismo que habían hecho en casa de los Griffo. Se llevan los recibos de la luz y del teléfono de la casita, por poner un ejemplo. Recordarás que no los encontramos. Hacen que Sanfilippo regrese a casa bien entrada la noche y…

– ¿Qué necesidad tenían de que volviera a casa? Lo podían matar en el lugar adonde lo habían llevado.

– Y entonces, en el mismo edificio, habría habido tres misteriosas desapariciones.

– Es verdad.

– Sanfilippo vuelve a casa, ya es casi de día, baja del coche, introduce la llave en la cerradura del portal y, entonces, el que lo estaba esperando lo llama.

– Y, a partir de aquí, ¿cómo seguimos? -preguntó Augello tras una breve pausa.

– No lo sé -contestó Montalbano-. De aquí ya nos podemos ir. Es inútil que llamemos a la Científica para las huellas dactilares. Hasta el techo habrán limpiado con lejía.

Subieron al coche y se alejaron de aquel lugar.

– Fantasía no te falta, desde luego -comentó Mimì tras haber repasado la reconstrucción del comisario-. Cuando te jubiles, podrías dedicarte a escribir novelas.

– Escribiría novelas de misterio, con toda seguridad. Y no merece la pena.

– ¿Por qué lo dices?

– Ciertos críticos y catedráticos, o aspirantes a serlo, consideran las novelas de misterio un género menor hasta el punto de que en las historias de la literatura ni siquiera se las menciona.

– Y a ti, ¿qué carajo te importa? ¿Quieres entrar en la historia de la literatura con Dante y Manzoni?

– Me daría vergüenza.

– Pues entonces, escríbelas y basta.

Al cabo de un rato, Augello añadió:

– Eso quiere decir que ayer fue un día perdido.

– ¿Por qué?

– ¿Cómo que por qué? ¿Acaso lo has olvidado? No hice más que reunir información acerca del profesor Ingrò tal como acordamos cuando todavía pensábamos que a Sanfilippo lo habían matado por un asunto de cuernos.

– Ah, ya. De acuerdo, pero dímelo de todos modos.

– Es un personaje de auténtica fama mundial. Entre Vigàta y Caltanissetta hay una clínica muy discreta a la que acuden muy pocos y selectos vips. Fui a verla por fuera. Es una mansión rodeada por un muro muy alto, con un espacio enorme en su interior. Piensa que hasta puede aterrizar un helicóptero. Hay dos guardias armados. Me he informado y me han dicho que la mansión está momentáneamente cerrada. Pero el doctor Ingrò opera prácticamente donde quiere.

– ¿Dónde está actualmente?

– ¿Sabes una cosa? Aquel amigo mío que lo conoce dice que se ha retirado a su mansión de la playa entre Vigàta y Santolì. Dice que está pasando por un mal momento.

– Quizá porque se ha enterado de la traición de su mujer.

– Es posible. Este amigo me ha dicho que hace más de dos años el doctor también tuvo un momento de crisis, pero que después se recuperó.

– Y se ve que aquella vez su amante esposa también…

– No, Salvo, aquella vez fue una causa mucho más grave, según me han dicho. No se sabe nada seguro, son sólo rumores. Al parecer, se expuso a ir a la cárcel por culpa de una elevada cantidad de dinero para comprar un cuadro. No la tenía. Firmó unos cheques sin fondos y hubo amenazas de denuncia. Después consiguió reunir el dinero y todo se arregló.

– ¿Dónde guarda los cuadros?

– En una cámara acorazada. En su casa sólo cuelga reproducciones. -Tras otra pausa, Augello preguntó en tono cauteloso-: Y tú, ¿qué hiciste con Ingrid?

Montalbano se erizó.

– Mimì, no me gusta este tipo de conversación.

– Pero si yo te estaba preguntando si habías averiguado algo acerca de Vanja, la mujer de Ingrò.

– Ingrid sabía que Vanja tenía un amante, pero ignoraba su nombre. Hasta el extremo de que no estableció ninguna relación entre su amiga y el asesinato de Nenè Sanfilippo. De todos modos, Vanja se ha ido, ha regresado a Rumania para ver a su padre, que está enfermo. Se fue antes de que mataran a su amante.

Ya estaban llegando a la comisaría.

– Sólo por curiosidad, ¿has leído la novela de Sanfilippo?

– Te aseguro que no he tenido tiempo. La he hojeado. Es curioso: algunas páginas están muy bien escritas y otras muy mal.

– ¿Me la quieres llevar a la comisaría después de comer?

Al entrar vio a Gallo en la centralita.

– ¿Dónde está Catarella, que no lo he visto desde esta mañana?

– Lo han llamado a Montelusa para un cursillo de actualización informática. Volverá esta tarde a las cinco y media.

– Entonces ¿qué hacemos? -volvió a preguntar Augello, que había seguido a su jefe.

– Mira, Mimì. El jefe superior me ha ordenado que me ocupe sólo de asuntos de escasa importancia. A tu juicio, los asesinatos de los Griffo y de Sanfilippo, ¿son unos asuntos de escasa o de gran importancia?

– De gran importancia. Muy grande.

– Pues entonces, no son asunto nuestro. Tú prepárame un informe para el jefe superior, limitándote a exponer exclusivamente los hechos, no lo que pienso yo, sobre todo. De esta manera, él se los encargará al jefe de la Móvil si entre tanto se le ha pasado la diarrea o lo que sea.

– ¿Y nosotros le vamos a servir calentita una historia como ésta? -replicó Augello-. ¡Y ésos ni siquiera nos darán las gracias!

– ¿Tanto empeño tienes en que te den las gracias? Tú procura redactarlo bien. Mañana por la mañana me lo traes y yo lo firmo.

– ¿Qué significa que lo redacte bien?

– Que tienes que aderezarlo con cosas como «tras personarnos en el lugar, y por ende, de lo cual se deduce, ello no obstante». Así se encontrarán en su terreno y con su lenguaje, y tomarán el asunto en consideración.

Se pasó una hora sin hacer nada. Después llamó a Fazio.

– ¿Hay alguna noticia de Japichinu?

– Nada, oficialmente sigue estando en la clandestinidad.

Por su parte, Gallo le habló de un grupo de albaneses que se habían escapado del campo de concentración, es decir, el campo de acogida.

– ¿Los habéis encontrado?

– Ni uno solo, señor comisario. Y no los encontraremos.

– ¿Por qué?

– Porque son fugas concertadas con otros albaneses que ya han echado raíces aquí. Un compañero mío de Montelusa dice que hay algunos que se escapan para regresar a Albania. Echan las cuentas y descubren que en su casa estaban mejor. Un millón de liras por barba para venir y dos para volver a casa. Los intermediarios siempre salen ganando.

– ¿Qué es eso, un chiste?

– A mí no me lo parece -contestó Gallo.

Después sonó el teléfono. Era Ingrid.

– Te llamo para darte el número de Vanja.

Montalbano lo anotó. En lugar de despedirse, Ingrid le dijo:

– He hablado con ella.

– ¿Cuándo?

– Antes de llamarte a ti. Ha sido una conversación muy larga.

– ¿Quieres que nos veamos?

– Sí, es mejor. Tengo el coche, ya me lo han devuelto.

– Muy bien, así me cambiarás el vendaje. Reunámonos a la una en la trattoria San Calogero.

Había algo que no le gustaba en la voz de Ingrid, parecía intranquila.

Entre los dones que u Signiruzzu le había otorgado, la sueca poseía también el de la puntualidad. Entraron, y lo primero que vio el comisario fue una pareja sentada a una mesa para cuatro: Mimì y Beba. Augello se levantó de un salto. A pesar de ser dueño de un rostro más duro que el cemento, se había ruborizado ligeramente. Hizo un gesto para invitar a su mesa a Ingrid y al comisario. Se estaba repitiendo a la inversa la escena de unos cuantos días atrás.

– No quisiéramos molestar… -dijo el muy hipócrita de Montalbano.

– ¡No es ninguna molestia! -replicó el todavía más hipócrita Mimì.

Las mujeres se presentaron entre sí y se sonrieron. Una sonrisa sincera y cordial, que el comisario agradeció al cielo. Comer con dos mujeres que no se tenían simpatía tenía que ser una prueba muy difícil. Pero la aguda mirada de policía de Montalbano observó un detalle que lo preocupó: entre Mimì y Beatrice se advertía una especie de tensión. ¿O acaso su presencia los cohibía? Los cuatro pidieron lo mismo: unos entremeses de marisco y un plato gigante de pescado a la plancha. A medio comerse el lenguado, Montalbano comprendió que entre su subcomisario y Beba se debía de haber producido una pelea que quizá su llegada había interrumpido. ¡Jesús! Habría que procurar que los dos hicieran las paces antes de levantarse. Se estaba devanando los sesos en busca de una solución cuando vio cómo la mano de Beba se posaba suavemente sobre la de Mimì. Augello miró a la chica, la chica miró a Mimì. Por un instante, ambos se ahogaron el uno en los ojos del otro. ¡Paz! ¡Habían hecho las paces! Al comisario la comida le sentó mejor.

– Será mejor que vayamos a Marinella en dos coches -dijo Ingrid al salir de la trattoria-. He de regresar temprano a Montelusa, tengo un compromiso.

La espalda del comisario estaba mucho mejor. Mientras le cambiaba el vendaje, Ingrid le dijo:

– Estoy un poco desconcertada.

– ¿Por la llamada?

– Sí. Verás…

– Después, ya hablaremos de eso después -dijo el comisario.

Estaba disfrutando de la sensación de frescor que le producía la pomada que le estaba aplicando Ingrid en la piel. Y le gustaba, ¿por qué no reconocerlo?, que las manos de la mujer le estuvieran prácticamente acariciando la espalda, los brazos y el pecho. En determinado momento, se dio cuenta de que mantenía los ojos cerrados y estaba a punto de ponerse a ronronear como un gato.

– Ya he terminado -dijo Ingrid.

– Vamos a la galería. ¿Te apetece un whisky?

Ingrid aceptó. Se pasaron un rato contemplando el mar en silencio. Después fue el comisario quien empezó.

– ¿Cómo se te ocurrió llamarla?

– Pues no sé, fue un impulso repentino mientras buscaba la tarjeta para anotarte su número.

– Muy bien, habla.

– En cuanto le he dicho que era yo,me ha parecido que se asustaba. Me ha preguntado si había ocurrido algo. Y yo me he sentido incómoda. He dudado de si se habría enterado del asesinato de su amante. Por otra parte, ella nunca me había dicho su nombre. Le he contestado que no había ocurrido nada, que simplemente quería tener noticias suyas. Entonces me ha dicho que permanecería mucho tiempo lejos. Y se ha echado a llorar.

– ¿Te ha explicado por qué tenía que mantenerse alejada?

– Sí. Te cuento los datos en orden, ella me los ha contado fragmentariamente y desordenados: una noche, Vanja, sabiendo que su marido no está en la ciudad y permanecerá ausente unos cuantos días, se lleva a su amante, como tantas otras veces había hecho, a la mansión de las cercanías de Santolì. Mientras dormían, alguien que había entrado en el dormitorio los despertó. Era el doctor Ingrò. «Entonces es verdad», murmuró. Vanja dice que su marido y el chico se miraron largo rato. Después el doctor dijo: «Ven conmigo.» Y fue hacia el salón. Sin decir nada, el chico se vistió y se reunió con el doctor. Lo que más impresionó a mi amiga fue que… en resumidas cuentas, tuvo la sensación de que los dos ya se conocían. Y muy bien, por cierto.

– Espera un momento. ¿Sabes cómo se conocieron Vanja y Nenè Sanfilippo?

– Sí, me lo dijo cuando le pregunté si estaba enamorada, antes de irse. Se conocieron casualmente en un bar de Montelusa.

– ¿Sanfilippo sabía con quién está casada tu amiga?

– Sí, se lo había dicho Vanja.

– Sigue.

– Después, el marido y Nenè… Al llegar a este punto del relato, Vanja me dijo: «Se llama Nenè»… Volvieron al dormitorio y…

– ¿Dijo exactamente «se llama»? ¿Utilizó el tiempo presente?

– Sí. Y yo también he observado el detalle. Aún no sabe que su amante ha sido asesinado. Te estaba diciendo que los dos regresaron al dormitorio, y Nenè, mirando al suelo, murmuró que su relación había sido un grave error, que la culpa había sido suya y que ya no se volverían a ver nunca más. Y se fue. Lo mismo hizo Ingrò poco después sin decir ni una sola palabra. Vanja no sabía qué hacer. Estaba como decepcionada por la actitud de Nenè. Decidió quedarse en la casa. A última hora de la mañana del día siguiente, el doctor volvió. Le dijo a Vanja que tenía que regresar inmediatamente a Montelusa y hacer las maletas. Su billete para Bucarest ya estaba listo. Mandaría que la acompañaran en coche al aeropuerto de Catania al amanecer. Por la noche, cuando se quedó sola en casa, Vanja trató de telefonear a Nenè, pero no lo pudo localizar. A la mañana siguiente, se fue. Y justificó su partida ante las amigas con la excusa del padre enfermo. Me dijo que aquella tarde, cuando el marido fue a decirle que tenía que irse, no parecía resentido, ofendido o amargado, sino preocupado. Ayer, el doctor la llamó y le aconsejó que permaneciera el mayor tiempo posible lejos de aquí. Y no quiso decirle por qué. Eso es todo.

– Pero tú, ¿por qué estás confusa?

– ¿Por qué? ¿Acaso, a tu juicio, éste es el comportamiento normal de un marido que sorprende en su propia casa a su mujer en la cama con otro?

– ¡Pero si tú misma me has dicho que ya no se querían!

– ¿Y también te parece normal el comportamiento del chico? ¿Desde cuándo vosotros, los sicilianos, os habéis vuelto más suecos que los suecos?

– Mira, Ingrid, probablemente Vanja tiene razón al decir que Ingrò y Sanfilippo se conocían… El chico era un experto técnico en informática y en la clínica de Montelusa tiene que haber un montón de ordenadores. Cuando al principio Nenè inicia su relación con Vanja, no sabe que es la mujer del doctor Ingrò. Cuando se entera, quizá porque ella misma se lo dice, es demasiado tarde, ya están muy enamorados el uno del otro. ¡Todo está muy claro!

– No sé -dijo Ingrid en tono vacilante.

– Mira: el chico dice que ha cometido un error. Y tiene razón, porque seguro que pierde el trabajo. Y el médico aleja a la mujer porque teme las habladurías, las consecuencias… Supongamos que los dos toman la precipitada e imprudente decisión de fugarse… mejor evitar las ocasiones.

Por la mirada que Ingrid le dirigió, Montalbano comprendió que sus explicaciones no la habían convencido. Pero, siendo ella como era, no hizo más preguntas.

Cuando Ingrid se fue, Montalbano permaneció sentado en la galería. Los pesqueros estaban abandonando el puerto para iniciar la faena nocturna. No quería pensar en nada. De repente, oyó muy cerca un armonioso sonido. Alguien estaba silbando. ¿Quién? Miró a su alrededor. No había nadie. ¡Era él! ¡Era él el que estaba silbando! En cuanto fue consciente de su acto, ya no pudo volver a hacerlo. Por consiguiente, tenía algunos momentos como de desdoblamiento, en los cuales incluso sabía silbar. Le entraron ganas de reír.

«Doctor Jekyll y míster Hyde -murmuró-. Doctor Jekyll y míster Hyde. Doctor Jekyll y míster Hyde.»

A la tercera vez, ya no sonreía. Muy al contrario, se había puesto muy serio. Tenía la frente un poco sudada.

Se llenó un vaso de whisky solo.

Dottori! ¡Ah, dottori!-dijo Catarella corriendo a su encuentro-. ¡Desde ayer le tengo que entregar en persona personalmente una carta que me dio el abogado Guttadauro que me dijo que se la tenía que entregar en persona personalmente!

Se la sacó del bolsillo y se la entregó. Montalbano la abrió.

Distinguido señor comisario, la persona que usted sabe, mi cliente y amigo, había manifestado su intención de escribirle una carta para ofrecerle el testimonio de su más rendida admiración. Después cambió de parecer y me rogó que le dijera que lo llamará. Acepte, señor comisario, mis más cordiales saludos.

Suyo,

Guttadauro

La rompió en trocitos y entró en el despacho de Augello. Mimì estaba sentado al escritorio.

– Estoy escribiendo el informe.

– Mándalo al carajo -dijo Montalbano.

– ¿Qué ocurre? -preguntó, alarmado, Mimì-. Tienes una cara que no me convence.

– ¿Me has traído la novela?

– ¿La de Sanfilippo? Sí.

Señaló un sobre que había encima del escritorio. El comisario lo cogió y se lo colocó bajo el brazo.

– Pero ¿qué te ocurre? -insistió en preguntar Augello.

El comisario no contestó.

– Yo regreso a Marinella. No me llaméis. Volveré a la comisaría hacia la medianoche. Y os quiero a todos aquí.

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