En cuanto salió de la comisaría, todo el deseo que tenía de correr a encerrarse en Marinella para ponerse a leer le pasó de golpe, tal como a veces hace el viento, que en determinado momento arranca los árboles de cuajo y, al siguiente, desaparece como si jamás hubiera existido. Subió al coche y se dirigió al puerto. Al llegar allí, se detuvo y bajó con el sobre. La verdad era que le faltaba valor, temía encontrar en las palabras de Nenè Sanfilippo la confirmación de la idea que le había pasado por la cabeza después de que Ingrid se fuera. Llegó paseando sin darse cuenta al pie del faro y se sentó en la roca plana. A lo mejor, era el olor del musgo, la pelusilla verde que hay en la parte inferior de las rocas, la que está en contacto con el agua del mar. Consultó el reloj: aún le quedaba una hora larga de luz y, de haber querido, hubiera podido empezar a leer allí mismo. Pero aún no se sentía con ánimos, le faltaba valor. ¿Y si, al final, el escrito de Sanfilippo resultara ser una solemne chorrada, la fantasía estreñida de un aficionado que pretende escribir una novela sólo porque en la escuela primaria le habían enseñado a hacer palotes? Que ahora, entre otras cosas, ya no enseñaban a hacer. Y eso era otra señal de que él ya tenía sus buenos añitos. Pero sostener en la mano aquellas páginas sin tomar una decisión en uno u otro sentido, le producía una sensación de angustia, una especie de escozor en la piel. Quizá sería mejor que se fuera a Marinella y se pusiera a leer en la galería. Allí también podría respirar el aire del mar.
Comprendió al primer vistazo que Nenè Sanfilippo, para ocultar lo que realmente tenía que decir, había recurrido al mismo sistema utilizado para la filmación de Vanja desnuda. Allí la cinta empezaba después de unos veinte minutos de La huida; aquí, en cambio, las primeras páginas habían sido copiadas de una célebre novela: Yo, robot de Asimov.
Montalbano tardó dos horas en leerla por entero y, a medida que se acercaba al final e iba comprendiendo cada vez con más claridad lo que Nenè Sanfilippo contaba, la mano se le iba yendo cada vez con más frecuencia hacia la botella de whisky.
La novela no tenía un final, quedaba interrumpida en mitad de una frase. Pero lo que él había leído le había bastado y sobrado. Desde la boca del estómago, un fuerte acceso de náuseas le atenazó la garganta. Corrió al cuarto de baño sin apenas poder contenerse, se arrodilló delante de la taza del escusado y empezó a vomitar. Vomitó el whisky que acababa de beberse, vomitó la comida de aquel día, la del anterior y la del otro, y le pareció, ahora con la sudada cabeza ya enteramente metida dentro de la taza mientras un fuerte dolor le martirizaba los costados, que estaba vomitando interminablemente todo el tiempo de su vida y que iba retrocediendo progresivamente hasta llegar a las papillas que le daban en su infancia, y, cuando se hubo deshecho también de la leche de su madre, siguió vomitando amargo veneno, hiel y puro odio reconcentrado.
Consiguió levantarse agarrándose al lavabo, pero las piernas a duras penas lo sostenían. Seguro que le estaba subiendo la fiebre. Colocó la cabeza bajo el grifo abierto.
«Demasiado viejo para este oficio.»
Se tumbó en la cama y cerró los ojos.
Permaneció tumbado muy poco rato. Se levantó, le daba vueltas la cabeza, pero la ciega furia que lo había asaltado se estaba transformando ahora en una lúcida determinación. Llamó al despacho.
– ¿Diga? ¿Diga? Esto sería la comisaría de…
– Catarè, soy Montalbano. Pásame al subcomisario Augello, si está.
Estaba.
– Dime, Salvo.
– Escúchame con atención, Mimì: ahora mismo tú y Fazio cogéis un coche, no de servicio, por el amor de Dios, y os vais por la parte de Santolì. Quiero saber si la mansión del doctor Ignazio Ingrò está vigilada.
– ¿Por quién?
– Mimì, no hagas preguntas. Si está vigilada, no lo está por nosotros, naturalmente. Tenéis que encontrar el medio de averiguar si el doctor está solo o en compañía de alguien. Os podéis tomar todo el tiempo que haga falta para estar seguros de lo que veáis. Había convocado a los hombres para la medianoche. Contraorden, ya no es necesario. Cuando terminéis en Santolì, deja libre también a Fazio y ven aquí a Marinella a contarme cómo está la situación.
Colgó y sonó el teléfono. Era Livia.
– ¿Cómo es posible que a esta hora ya estés en casa? -le preguntó.
Estaba contenta, más que contenta, felizmente asombrada.
– Y tú, si sabes que a esta hora no estoy nunca en casa, ¿por qué me has llamado?
Había contestado a una pregunta con otra pregunta porque necesitaba ganar tiempo; de lo contrario, conociéndolo como lo conocía, Livia se habría dado cuenta de que había algo en él que no marchaba.
– ¿Sabes, Salvo?, hace más o menos una hora que me ocurre una cosa muy rara. Jamás me había ocurrido o, mejor dicho, jamás con tanta intensidad. Es muy difícil de explicar.
Ahora era Livia la que estaba ganando tiempo.
– Pero tú inténtalo.
– Bueno, es como si estuviera ahí.
– Perdona, pero no…
– Tienes razón. Verás, al entrar en casa, no he visto mi comedor sino el tuyo, el de Marinella. No, no es eso exactamente, era mi comedor, claro, pero simultáneamente también el tuyo.
– Como ocurre en los sueños.
– Sí, algo parecido. Y, a partir de ese momento, he notado una especie de desdoblamiento. Estoy en Boccadasse y, al mismo tiempo, estoy contigo en Marinella. Es… es precioso. Te he llamado porque estaba segura de que te encontraría.
Para no ceder a la turbación, Montalbano trató de tomárselo a broma.
– Lo que ocurre es que sientes curiosidad.
– ¿Por qué?
– Por cómo es mi casa.
– Pero si… -replicó Livia.
Y dejó la frase sin terminar. Acababa de recordar el juego que él le había propuesto: volver a hacerse novios y empezarlo todo de nuevo por el principio.
– Me gustaría conocerla.
– ¿Por qué no vienes?
No había conseguido controlar el tono y le había salido una pregunta de verdad. Y Livia lo notó.
– ¿Qué ocurre, Salvo?
– Nada. Un momento de mal humor. Un caso muy feo.
– ¿De veras quieres que vaya?
– Sí.
– Mañana por la tarde cojo el avión. Te quiero.
Tenía que pasar el rato mientras esperaba la llegada de Mimì. No le apetecía comer, a pesar de que se había vaciado de todo lo que pudiera haber en su interior. Su mano, casi independientemente de la voluntad, cogió un libro de la estantería. Leyó el título: El agente secreto, de Conrad. Recordaba que le había gustado, y mucho, pero no le venía a la mente nada más. A menudo le ocurría que, cuando leía las primeras líneas o el final de una novela, su memoria abría un pequeño compartimiento del cual surgían personajes, situaciones, frases. «Al salir por la mañana, el señor Verloc dejaba nominalmente la tienda al cuidado de su cuñado.» Así empezaba, pero aquellas palabras no le dijeron nada. «Y caminaba, inesperado y mortal, como una peste en la calle abarrotada de gente.» Eran las últimas palabras, y le dijeron demasiado. Le vino a la memoria una frase del libro: «Ninguna compasión por nada, ni siquiera por sí mismos, y la muerte puesta finalmente al servicio del género humano…» Se apresuró a volver a dejar el libro en su sitio. No, la mano no había actuado independientemente de su pensamiento, había sido guiada, de forma inconsciente, claro, por él mismo, por lo que tenía dentro. Se sentó en el sillón y encendió el televisor. La primera imagen que vio fue la de unos prisioneros de un campo de concentración, no de los tiempos de Hitler, sino de hoy. En algún lugar del mundo que no se sabía cuál era, pues los rostros de los que sufren el horror son todos iguales. Lo apagó. Salió a la galería, se pasó un rato contemplando el mar y tratando de acompasar su respiración al ritmo del oleaje.
¿Era la puerta o el teléfono? Miró la hora: las once pasadas, demasiado pronto para Mimì.
– ¿Oiga? Soy Sinagra.
El hilo de voz de Balduccio Sinagra, que siempre parecía que estuviera a punto de romperse como una telaraña al menor soplo de viento, era inconfundible.
– Sinagra, si tiene algo que decirme, llámeme a la comisaría.
– Espere. ¿Qué ocurre, tiene miedo? Este teléfono no está pinchado. A no ser que esté pinchado el suyo.
– ¿Qué quiere?
– Quería decirle que me encuentro mal, muy mal.
– ¿Porque no tiene noticias de su amadísimo nietecito Japichinu?
Era un disparo directo a los cojones. Y Balduccio Sinagra permaneció un instante en silencio, lo justo para encajar el golpe y recuperar el resuello.
– Estoy seguro de que mi nietecito, allí donde esté, se encuentra mejor que yo. Porque a mí los riñones ya no me funcionan. Necesito un trasplante, de lo contrario, me muero.
Montalbano no dijo nada. Dejó que el halcón volara en círculos concéntricos cada vez más cerrados.
– ¿Sabe cuántos somos los enfermos que necesitamos esta operación? -añadió el viejo-. Más de diez mil, comisario. Mientras espera su turno, uno tiene tiempo de morirse.
El halcón había terminado de volar en círculo y ahora tenía que lanzarse en picado sobre la presa.
– Y después, tienes que estar seguro de que el que te haga la operación sea bueno y de confianza…
– ¿Como el profesor Ingrò?
Él había alcanzado primero la presa, el halcón se lo había tomado con demasiada calma. Había conseguido desactivar la bomba que Sinagra sostenía en la mano. Y éste ya no podría decir que, por segunda vez, había manejado al comisario como una marioneta. La reacción del viejo fue sincera.
– Me quito el sombrero, comisario, de verdad. El profesor Ingrò es ciertamente la persona apropiada. Pero me dicen que ha tenido que cerrar el hospital que tenía aquí, en Montelusa. Porque él tampoco anda muy bien de salud, pobrecito.
– ¿Qué dicen los médicos? ¿Es grave?
– Todavía no lo saben, quieren estar seguros antes de iniciar el tratamiento. ¡En fin, mi querido comisario, estamos todos en manos d’o Signiruzzu!
Y colgó el aparato.
Al final llamaron al timbre de la puerta. Estaba preparando el café.
– Nadie vigila la mansión -dijo Mimì nada más entrar-. Y, hasta hace media hora, el tiempo que he tardado en llegar aquí, estaba sola.
– Pero podría ser que entre tanto haya ido alguien.
– En tal caso, Fazio me llamará con su móvil. Pero tú me vas a decir ahora mismo por qué de repente te ha dado por el profesor Ingrò.
– Porque lo mantienen todavía en el limbo. No han decidido si seguir haciéndolo trabajar o liquidarlo como a los Griffo y a Nenè Sanfilippo.
– Entonces ¿el profesor tiene que ver con el asunto?
– Vaya si tiene -contestó Montalbano.
– Y a ti, ¿quién te lo ha dicho? -preguntó Augello, sorprendido.
Un árbol, un acebuche, hubiera sido la respuesta más apropiada. Pero Mimì lo habría tomado por loco.
– Ingrid ha llamado a Vanja, que está muy asustada porque hay cosas que no entiende. Por ejemplo, que Nenè conocía muy bien al profesor, pero jamás se lo dijo. Que su marido, cuando la sorprendió en la cama con su amante, no se enfadó ni se disgustó. Se preocupó, eso sí. Y después me lo ha confirmado esta noche Balduccio Sinagra.
– ¡Dios mío! -exclamó Mimì-. ¿Qué tiene que ver Sinagra? ¿Y qué motivo habría tenido para hacer de espía?
– No ha hecho de espía. Me ha dicho que necesita un trasplante de riñón y se mostró de acuerdo conmigo cuando yo le mencioné al profesor Ingrò. También me ha dicho que el profesor no anda muy bien de salud. Eso ya me lo habías dicho tú, ¿recuerdas? Salvo que tú y Balduccio atribuís un significado distinto a la palabra «salud».
El café ya estaba listo. Se lo bebieron.
– Verás, Nenè Sanfilippo escribió toda la historia con absoluta claridad -añadió el comisario.
– ¿Dónde?
– En la novela. Empieza copiando las páginas de un libro famoso, después cuenta la historia, añade otro fragmento de la novela y así sucesivamente. Es una historia de robots.
– Es de ciencia ficción, por eso me pareció que…
– Caíste en la trampa que Sanfilippo había urdido. Sus robots, que él llama Alpha 715 u Omega 37, están hechos de metal y de circuitos, pero razonan como nosotros, tienen nuestros mismos sentimientos. El mundo de los robots de Sanfilippo es un fiel reflejo del nuestro.
– ¿Y qué cuenta la novela?
– Es la historia de un joven robot, Delta 32, que se enamora de la robot Gamma 1024, que es la mujer de un robot, Beta 5, famoso mundialmente porque es capaz de sustituir las piezas rotas de los robots por otras nuevas. El robot cirujano, vamos a llamarlo así, es un hombre, perdón, un robot, que siempre necesita dinero porque tiene la manía de comprar cuadros de mucho valor. Un día se hunde en una deuda que no puede pagar. Entonces, un robot delincuente, al frente de una banda, le hace una proposición. A saber: ellos le darán todo el dinero que quiera, siempre y cuando realice clandestinamente trasplantes a clientes que ellos le proporcionarán, clientes de relevancia mundial, ricos y poderosos que no tienen tiempo ni ganas de esperar su turno. El robot profesor pregunta entonces cómo se podrán obtener piezas de recambio apropiadas y recibirlas en el momento necesario. Le explican que eso para ellos no es un problema: ellos están en condiciones de encontrar la pieza de recambio. ¿Cómo? Desguazando un robot que responda a los requisitos y cogiendo la pieza que interesa. El robot desguazado se arroja al mar o se coloca bajo tierra. «Podemos atender a cualquier cliente», dice el jefe, que se llama Omicron 1. «En todos los lugares del mundo -explica-, hay gente encerrada en las cárceles, en campos apropiados. Y, en cada uno de estos campos, hay un robot nuestro. Y, en las inmediaciones de estos lugares, hay una pista de aterrizaje. Nosotros, aquí -añade Omicron 1-, somos sólo una mínima parte, nuestra organización actúa en todo el mundo, se ha globalizado.» Y Beta 5 acepta. Las peticiones de Beta 5 se transmitirán a Omicron 1, quien las transmitirá a su vez a Delta 32, el cual, sirviéndose de un sistema de Internet muy avanzado, las comunicará a unos servicios, digamos, operativos. Y aquí termina la novela. Nenè Sanfilippo no pudo escribir el final. El final lo escribió en su nombre Omicron 1.
Augello se pasó un buen rato pensando; por lo visto, aún no lograba entender con claridad todos los significados de lo que le había contado Montalbano. Al final, lo comprendió, palideció intensamente y preguntó en voz baja:
– A lo mejor, incluso robots pequeñitos.
– Naturalmente -le confirmó el comisario.
– ¿Y cómo continúa la historia, a tu juicio?
– Tienes que partir de la premisa de que los que han organizado todo eso asumen una responsabilidad tremenda.
– Claro, la muerte de…
– No sólo la muerte, Mimì. También la vida.
– ¿La vida?
– Por supuesto, la vida de los que se han sometido a la operación. Han pagado un precio tremendamente alto, y no me refiero al dinero: la muerte de otro ser humano. Si los hechos se descubrieran, se hundirían dondequiera que estuvieran, al frente de un gobierno, de un imperio económico o de un coloso bancario. Por consiguiente, a mi juicio los hechos se desarrollaron de la siguiente manera: un día, alguien descubre la relación entre Sanfilippo y Vanja, la mujer del profesor. A partir de aquel momento, Vanja constituye un peligro para toda la organización. Representa el posible nexo entre el cirujano y la organización mafiosa. Ambas cosas tienen que estar absolutamente desligadas. ¿Qué hacer? ¿Matar a Vanja? No, el profesor se vería situado en el centro de una investigación y se convertiría en protagonista de las páginas de sucesos de toda la prensa… Lo mejor es liquidar la central de Vigàta. Pero antes le revelan al profesor la traición de Vanja: a través de las reacciones de su mujer, deberá averiguar si ella está al corriente de algo. Pero Vanja no sabe nada. Se decreta su repatriación. La organización corta todas las posibles pistas que puedan conducir hasta ella: los Griffo, Sanfilippo…
– ¿Y por qué no matan también al profesor?
– Porque todavía les puede ser útil. Su nombre es, tal como se dice en la publicidad, una garantía para los clientes. Quieren esperar a ver qué ocurre. Si todo se arregla, lo volverán a utilizar; en caso contrario, lo matarán.
– Y tú, ¿qué quieres hacer?
– ¿Qué puedo hacer? Nada, de momento. Vete a casa, Mimì. Y gracias. ¿Fazio aún está en Santolì?
– Sí. Espera mi llamada.
– Llámalo. Dile que ya se puede ir a dormir. Mañana por la mañana, decidiremos la manera de continuar la vigilancia.
Augello habló con Fazio y después dijo:
– Se va a casa. No ha habido ninguna novedad. El profesor está solo. Mirando la televisión.
A las tres de la madrugada, tras haberse abrigado con una chaqueta porque fuera debía de hacer fresco, subió al coche y se puso en marcha. Fingiendo simple curiosidad, había conseguido que Augello le explicara dónde estaba situada exactamente la mansión de Ingrò. Durante el trayecto, volvió a pensar en la reacción de Mimì tras haberle revelado el asunto de los trasplantes. Su propia reacción había sido tan fuerte que poco había faltado para que le diera un ataque, mientras que Augello había palidecido, pero no había dado la sensación de impresionarse demasiado. ¿Autocontrol? ¿Falta de sensibilidad? No, la razón era mucho más sencilla: la diferencia de edad. Él era un cincuentón y Mimì un treintañero. Augello ya estaba preparado para el 2000, mientras que él jamás lo estaría. Eso era todo. Augello sabía que estaba entrando en una era de delitos despiadados cometidos por gente anónima que tenía un sitio, una dirección en Internet o lo que fuera, pero jamás un rostro, un par de ojos, una expresión. No, ya era demasiado viejo.
Se detuvo a unos veinte metros de la mansión, apagó los faros y permaneció inmóvil. A través de las ventanas no se filtraba ni un solo rayo de luz. El profesor Ingrò se habría ido a dormir. Bajó del coche y se acercó, apurando el paso, a la verja de la casa. Permaneció inmóvil otros diez minutos. Nadie se adelantó, nadie le preguntó desde la sombra qué deseaba. Con una minúscula linterna de bolsillo examinó la cerradura de la verja. No había ningún sistema de alarma. ¿Cómo era posible? Después se le ocurrió pensar que el profesor Ingrò no necesitaba sistemas de seguridad. Con las amistades que tenía, sólo a un pobre loco se le hubiera ocurrido la idea de ir a desvalijarle la mansión. Tardó un instante en abrir. Había un ancho camino de entrada, bordeado de árboles. El jardín debía de estar muy bien cuidado. No había perros, pues a aquella hora ya lo habrían atacado. Abrió también sin la menor dificultad la puerta principal con la ayuda de la ganzúa. Un amplio vestíbulo daba acceso a un salón de grandes ventanales y a otras habitaciones. Los dormitorios estaban en el piso de arriba. Subió por una lujosa escalinata cubierta por una mullida moqueta. En el primer dormitorio no había nadie. En el de al lado, en cambio, sí, alguien respiraba ruidosamente. Con la mano izquierda buscó a tientas el interruptor, pues en la derecha empuñaba la pistola. No le dio tiempo. La lámpara de una de las mesitas de noche se encendió.
El profesor Ingrò estaba tumbado en la cama completamente vestido, incluidos los zapatos. Y no pareció sorprenderse de la presencia en su dormitorio de un hombre desconocido y, por si fuera poco, armado. Estaba claro que ya lo esperaba. Se olía a cerrado, a sudor y a rancio. El profesor Ingrò ya no era el hombre que el comisario recordaba de las dos o tres veces que lo había visto en la televisión: llevaba barba de varios días, y tenía los ojos enrojecidos y el cabello desgreñado.
– ¿Habéis decidido matarme? -preguntó en voz baja.
Montalbano no contestó. Permanecía todavía de pie en la puerta, con el brazo de la mano que empuñaba la pistola colgando a lo largo del costado, pero con el arma bien a la vista.
– Estáis cometiendo un error -añadió Ingrò.
Alargó la mano hacia la mesita de noche (Montalbano la reconoció, la había visto en la filmación de Vanja desnuda), cogió el vaso que había sobre la misma y se bebió un buen sorbo de agua. Se la echó parcialmente encima, de tanto como le temblaba la mano. Posó el vaso y habló de nuevo.
– Todavía os puedo ser útil. -Apoyó los pies en el suelo-. ¿Dónde encontraréis a otro tan bueno como yo?
«Mejor puede que no, pero más honrado, sí», pensó el comisario, pero no dijo nada. Prefería dejar que el otro se fuera liando él solito. Pero quizá fuera mejor darle un empujoncito. El profesor se había levantado, por lo que Montalbano levantó muy despacio la pistola y apuntó a su cabeza.
Entonces ocurrió. Como si alguien hubiera cortado el cable invisible que lo sostenía, el hombre cayó de rodillas y juntó las manos en actitud de oración.
– ¡Por compasión! ¡Por compasión!
¿Compasión? ¿La misma que él había tenido con aquellos a quienes había hecho degollar, exactamente así, degollar?
El profesor estaba llorando. Las lágrimas y la saliva le hacían brillar la barba del mentón. ¿Y aquél era el personaje conradiano que él se había imaginado?
– Te puedo pagar si me ayudas a escapar -musitó.
Se introdujo la mano en el bolsillo, sacó un manojo de llaves y lo ofreció a Montalbano, que no se movió.
– Estas llaves… te puedes quedar con todos mis cuadros… una fortuna… te harás muy rico…
Montalbano no pudo contenerse por más tiempo. Se adelantó dos pasos, levantó el pie y golpeó en pleno rostro al profesor, el cual cayó hacia atrás y esta vez consiguió gritar.
– ¡No! ¡No! ¡Esto no!
Se sostenía el rostro entre las manos y la sangre que manaba de la nariz rota le resbalaba entre los dedos. Montalbano levantó el otro pie.
– Ya basta -dijo una voz a su espalda.
Se volvió de golpe. Vio en la puerta a Augello y Fazio, armados con sendas pistolas. Se miraron a los ojos, se entendieron y empezó el teatro.
– Policía -dijo Mimì.
– ¡Te hemos visto entrar, miserable! -dijo Fazio.
– Lo querías matar, ¿eh? -preguntó Mimì.
– Arroja la pistola -ordenó Fazio.
– ¡No! -gritó el comisario. Agarró por el cabello a Ingrò, lo obligó a levantarse y le apuntó a la sien con la pistola-. Si no os vais, lo mato.
Es cierto que la escena se había visto mil veces en algunas películas americanas, pero, bien mirado, daba gusto ver cómo la estaban improvisando. En aquel momento, como en un guión, le correspondía hablar a Ingrò.
– ¡No os vayáis! -suplicó éste-. ¡Os lo diré todo! ¡Confesaré! ¡Salvadme!
Fazio pegó un brinco y sujetó a Montalbano mientras Augello inmovilizaba a Ingrò. Fazio y el comisario fingieron forcejear y, al final, el primero ganó la partida. Augello se hizo cargo de la situación.
– ¡Colócale las esposas! -ordenó.
Pero el comisario aún tenía que dar otras órdenes, era absolutamente necesario que se pusieran de acuerdo y siguieran una línea de actuación común. Agarró por la muñeca a Fazio, el cual se dejó desarmar como si lo hubiera pillado por sorpresa. Montalbano efectuó un disparo ensordecedor y huyó. Augello se libró del profesor, que se había agarrado a sus hombros llorando, y salió en persecución del comisario. Montalbano ya había llegado al final de la escalera cuando tropezó con el último peldaño y cayó boca abajo. Se le escapó un disparo. Sin dejar de gritar «alto o disparo», Mimì lo ayudó a levantarse. Salieron de la casa.
– Se ha cagado de miedo. Está hecho polvo -dijo Mimì.
– Muy bien -dijo Montalbano-. Llevadlo a la Jefatura Superior de Montelusa. Por el camino, os detendréis para mirar a vuestro alrededor, como si temierais una emboscada. Cuando se encuentre en presencia del jefe superior, deberá confesarlo todo.
– ¿Y tú?
– Yo me he escapado -contestó el comisario, efectuando un disparo al aire de propina.
Iba otra vez hacia Marinella, pero se lo pensó mejor, dio media vuelta con el coche y se dirigió a Montelusa. Tomó el cinturón de ronda y se detuvo delante del número 38 de Via de Gasperi. Allí vivía su amigo, el periodista Nicolò Zito. Antes de apretar el timbre del portero electrónico, consultó el reloj. Eran casi las cinco de la madrugada. Tuvo que llamar tres veces y largo rato antes de oír la voz de Zito, medio enfurecida y medio adormilada.
– Soy Montalbano. Tengo que hablar contigo.
– Espera que bajo yo; si no, me vas a despertar a toda la casa.
Poco después, sentado en un peldaño, Montalbano se lo contó todo mientras Zito lo interrumpía de vez en cuando.
– Espera, por Dios -le decía.
Necesitaba alguna pausa, el relato le estaba cortando la respiración y lo asfixiaba.
– ¿Qué tengo que hacer? -preguntó cuando el comisario hubo terminado.
– Esta misma mañana harás una edición extraordinaria. No concretes demasiado. Dices que el profesor se ha entregado porque, al parecer, está implicado en un siniestro caso de tráfico de órganos… Tienes que magnificar la noticia para que ésta llegue a los periódicos, a las cadenas nacionales.
– ¿De qué tienes miedo?
– De que lo silencien todo. Ingrò tiene amigos muy importantes. Y otro favor: en la edición de la una, saca otra historia; di, manteniéndote también en el plano de la vaguedad, que corren rumores de que el prófugo de la justicia Jacopo Sinagra, llamado Japichinu, ha sido asesinado. Al parecer, formaba parte de la organización que tenía a sus órdenes al profesor Ingrò.
– Pero ¿es verdad?
– Creo que sí. Y estoy casi seguro de que éste es el motivo de que su abuelo Balduccio Sinagra lo haya hecho matar. No por escrúpulos morales, que conste, sino porque su nieto, gracias a su alianza con la nueva mafia, habría podido liquidarlo cuando quisiera.
Eran las siete de la mañana cuando finalmente se pudo ir a dormir. Había decidido pasarse toda la mañana durmiendo. Por la tarde iría a Palermo a recoger a Livia a su llegada de Génova. Consiguió dormir un par de horas, pero después lo despertó el teléfono. Era Mimì. Pero fue él quien habló primero.
– ¿Por qué me habéis seguido esta noche a pesar de que yo…?
– … ¿de que tú intentaste tomarnos el pelo? -replicó Augello, terminando la frase-. Pero Salvo, ¿cómo se te puede pasar por la cabeza que Fazio y yo no adivinemos lo que piensas? Le ordené a Fazio que no se alejara de las inmediaciones de la casa, a pesar de que era una contraorden. Más tarde o más temprano, tú aparecerías. Y, cuando saliste de casa, yo te seguí. Creo que hicimos bien.
Montalbano lo encajó y cambió de tema.
– ¿Qué tal ha ido?
– Un follón que no veas, Salvo. Han venido todos corriendo, el jefe superior, el fiscal jefe… Y el profesor que no paraba de hablar… No conseguían hacerlo callar… Nos vemos después en la comisaría y te lo cuento todo.
– Mi nombre no ha sido mencionado para nada, ¿verdad?
– No, quédate tranquilo. Hemos explicado que pasábamos casualmente por delante de la casa, vimos la verja y la puerta principal abiertas y sospechamos algo. Por desgracia, el criminal ha conseguido escapar. Nos vemos luego.
– Hoy no iré al despacho.
– El caso es -dijo azorado Mimì- que yo mañana no estaré.
– ¿Adónde vas?
– A Tindari. Puesto que Beba tiene que ir para su trabajo de costumbre…
Aquél era capaz de comprarse una batería de cocina durante el viaje.
De Tindari, Montalbano recordaba el pequeño y misterioso teatro griego y la playa en forma de mano con dedos de color rosa… Si Livia se quedara unos cuantos días, quizá pudieran hacer una excursión a Tindari.