Siete

Don Balduccio Sinagra vivía, junto con toda su numerosa familia, en una casa de campo enorme en lo alto de una colina llamada desde tiempo inmemorial Ciuccàfa, a medio camino entre Vigàta y Montereale. La colina Ciuccàfa se caracterizaba por dos detalles: el primero era su absoluta calvicie, sin la menor brizna de hierba verde. Jamás un árbol había conseguido crecer en ella, y tampoco había logrado echar raíces una ramita de sorgo, un matojo de centinodia, un chaparral de ciruelos silvestres. Había, eso sí, un cerco de árboles que rodeaba la casa, pero los había mandado trasplantar adultos don Balduccio para disfrutar de un poco de frescor. Y, para evitar que se secaran y murieran, había mandado llevar hasta allí camionadas y más camionadas de tierra especial. El segundo detalle era que, exceptuando la casa de los Sinagra, no se veía ningún edificio, casucha o mansión en ninguna de las laderas de la colina. Se distinguía tan sólo la tortuosa subida de la ancha carretera asfaltada de tres kilómetros que don Balduccio había construido de su bolsillo. No había otras casas, no porque los Sinagra hubieran adquirido toda la colina, sino por otro motivo más sutil.

Y, a pesar de que los terrenos habían sido declarados edificables hacía mucho tiempo por el nuevo plan general de ordenación urbana, sus propietarios, el abogado Sidoti y el marqués de Lauricella, que no nadaban precisamente en la abundancia, no se atrevían a parcelarlos y venderlos para no ofender gravemente a don Balduccio, el cual, tras haberlos convocado, les había dado a entender, por medio de metáforas, proverbios y anécdotas, lo insoportable que le resultaría la cercanía de extraños. Para evitar peligrosos malentendidos, el abogado Sidoti, propietario de los terrenos en los que se había construido la carretera, había rechazado categóricamente la indemnización de la no deseada expropiación. Es más, en el pueblo corrían maliciosos rumores, según los cuales los dos propietarios se habían puesto de acuerdo para repartirse los daños: el abogado había cedido los terrenos y el marqués había ofrecido gratuitamente la carretera a don Balduccio, corriendo con todos los gastos de las obras. Las malas lenguas decían también que, en caso de que las inclemencias meteorológicas provocaran socavones o corrimientos de tierras, don Balduccio se quejaba ante el marqués y éste se encargaba, en un abrir y cerrar de ojos y pagando de su bolsillo, de dejarla de nuevo tan lisa como una mesa de billar.

De unos tres años a esta parte, las cosas ya no eran como antes ni para los Sinagra ni para los Cuffaro, las dos familias que se disputaban el control de la provincia. Masino Sinagra, el sexagenario primogénito de don Balduccio, había sido finalmente detenido y enviado a la cárcel con tal cúmulo de acusaciones que, aunque durante la instrucción de los casos en Roma hubieran decidido, pongamos por caso, la abolición de la condena a cadena perpetua, el legislador hubiera tenido que hacer una excepción para él y restablecerla sólo para su caso. Japichinu, hijo de Masino y nietecito adorado del abuelo don Balduccio, un treintañero dotado por la naturaleza de un rostro tan simpático y honrado que los jubilados le hubieran confiado sus ahorros, había tenido que pasar a la clandestinidad, perseguido por una impresionante serie de órdenes de captura. Trastornado e inquieto por esta ofensiva absolutamente insólita de la justicia, después de varios decenios de lánguido sueño, don Balduccio, que se había sentido rejuvenecer treinta años al enterarse de la noticia del asesinato de dos de los más valerosos magistrados de la isla, había vuelto a caer de golpe en los achaques de la edad ante la noticia de que al frente de la Fiscalía se encontraba alguien que era lo peor de lo peor: un piamontés de tendencias comunistas. Un día había visto en un telediario a ese magistrado arrodillado en la iglesia.

– Pero ¿qué hace ése, va a misa? -preguntó, asombrado.

– Sí, señor, es muy religioso -le explicó alguien.

– Pero ¿cómo? ¿Y los curas no le han enseñado nada?

Ngilino, el hijo menor de don Balduccio, se había vuelto completamente loco, y un buen día empezó a hablar una lengua incomprensible que él sostenía que era el árabe. Y, a partir de aquel momento, le había dado por vestirse como tal, hasta el punto de que en el pueblo lo llamaban «el Jeque». Los dos hijos varones del Jeque vivían más en el extranjero que en Vigàta: Pino, llamado «el Conciliador» por la habilidad diplomática de que hacía gala en los momentos difíciles, viajaba constantemente entre Canadá y Estados Unidos; en cambio, Caluzzo se pasaba ocho meses al año en Bogotá. El peso de los negocios de la familia había vuelto a caer, por tanto, sobre los hombros del patriarca, el cual se hacía echar una mano por su primo Saro Magistro. De éste se comentaba en susurros que, tras haber liquidado a uno de los Cuffaro, se le había comido el hígado asado en un espetón. Por otra parte, no se podía decir que a los Cuffaro les fueran mejor las cosas. Un domingo por la mañana de dos años atrás, el más que octogenario jefe de la familia de los Cuffaro, don Sisìno, había subido a su coche para asistir a la santa misa, tal como indefectible y devotamente tenía por costumbre hacer. El automóvil lo conducía su hijo menor, Birtino. Nada más ponerlo en marcha, se produjo una terrible explosión que había roto los cristales a quinientos metros a la redonda. El contable Arturo Spampinato, que no tenía absolutamente nada que ver con el asunto, en la creencia de que se estaba produciendo un espantoso terremoto, se arrojó desde un sexto piso y la palmó. De don Sisìno encontraron el brazo derecho y el pie izquierdo, y de Birtino, sólo cuatro huesos requemados.

Los Cuffaro no la tomaron con los Sinagra tal como todo el pueblo esperaba. Tanto una familia como la otra sabían que aquella bomba asesina la habían colocado en el coche otras personas, los miembros de una mafia emergente, unos jovenzuelos arribistas, sin el menor respeto y dispuestos a todo, que se habían metido en la cabeza la idea de joder a las dos familias históricas y ocupar su lugar. Y todo tenía una explicación. Si antaño el camino de la droga era bastante ancho, en la actualidad se había convertido en una autopista de seis carriles. Por consiguiente, se necesitaban fuerzas jóvenes, decididas y con las manos adecuadas para utilizar tanto el kalashnikov como el ordenador.

En todo eso pensaba el comisario mientras se dirigía a Ciuccàfa. Y recordaba también una escena tragicómica que había visto en la televisión: un miembro de la comisión antimafia que, al llegar a Fela tras el décimo homicidio en una sola semana, se rasgaba dramáticamente las vestiduras y preguntaba con voz entrecortada: «¿Dónde está el Estado?» Y, entre tanto, los pocos carabineros, los cuatro agentes de la policía, los dos guardias de la policía judicial, los tres cuerpos representantes del Estado en Fela que cada día se jugaban el pellejo, lo miraban estupefactos. El honorable antimafia estaba teniendo evidentemente un fallo de memoria: había olvidado que, por lo menos en parte, el Estado era él. Y, si las cosas iban como iban, era él, junto con otros, el responsable de que fueran como iban.


* * *

Justo en la base de la colina, donde empezaba la solitaria carretera asfaltada que conducía a la casa de don Balduccio, se levantaba una casa de planta baja. Mientras Montalbano se acercaba, apareció un hombre en una de las dos ventanas. Contempló el vehículo y después se acercó el móvil a la oreja. Había avisado a quien correspondía.

A ambos lados de la carretera se erguían los postes de la electricidad y del teléfono y, cada quinientos metros, había como una especie de plazoleta o zona de descanso. E, indefectiblemente, en cada plazoleta había alguien hurgándose la nariz con el dedo en el interior de un coche, de pie contando las urracas que volaban por el aire o fingiendo arreglar un ciclomotor. Centinelas. Armas no se veían por ninguna parte, pero el comisario sabía muy bien que, en caso de necesidad, habrían aparecido en un santiamén de debajo de un montón de piedras o de detrás de un poste.

La gran verja de hierro, la única abertura en el alto muro que rodeaba la casa, estaba abierta de par en par. Y delante de ella se encontraba el abogado Guttadauro, sonriendo de oreja a oreja y todo reverencias.

– Siga adelante y después gire a la derecha, allí hay un aparcamiento.

En el aparcamiento había unos diez automóviles de todas clases, tanto de lujo como utilitarios. Montalbano se detuvo, bajó y vio llegar casi sin resuello a Guttadauro.

– ¡Ya sabía yo que podía confiar en su sensibilidad, su comprensión, su inteligencia! ¡Don Balduccio se alegrará enormemente! Venga, señor comisario, yo le indico el camino.

El principio del sendero de la entrada de la casa estaba señalado por dos gigantescas araucarias. Bajo los árboles, una a cada lado, había dos garitas muy curiosas que parecían casitas infantiles. Y, en efecto, ostentaban pegatinas de Superman, Batman y Hércules. Pero las garitas tenían también una pequeña puerta y una ventana también pequeña. El abogado, que había seguido la mirada del comisario, dijo:

– Son unas casitas que don Balduccio mandó construir para sus nietos. O, mejor dicho, sus bisnietos. Uno se llama Balduccio, como él, y el otro, Tanino. Tienen diez y ocho años. Don Balduccio está loco por esos chiquillos.

– Disculpe, señor abogado. Aquel señor con barba que por un instante se ha asomado a la ventana de la casita de la izquierda, ¿es Balduccio o Tanino? -preguntó Montalbano con cara de ángel.

Guttadauro pasó elegantemente por alto la pregunta.

Ya habían llegado a la monumental puerta de nogal oscuro con tachones de cobre, que recordaba vagamente un ataúd de estilo americano.

En un rincón del jardín, lleno de encantadores parterres de rosas, pérgolas y flores, y alegrado por un estanque con peces rojos (pero ¿de dónde sacaba el agua aquel grandísimo cabrón?), había una resistente y amplia jaula de hierro, en cuyo interior cuatro silenciosos dóbermans evaluaban el peso y la consistencia del invitado, con visibles ganas de comérselo con la ropa puesta. Estaba claro que por la noche debían de abrir la jaula.

– No, señor comisario -dijo Guttadauro al ver que Montalbano se encaminaba hacia el ataúd que hacía las veces de portalón-. Don Balduccio lo espera en el porche.

Se dirigieron hacia el lado izquierdo de la casa. El porche era un amplio espacio abierto por tres lados, cuyo techo era la terraza del primer piso. A través de los seis esbeltos arcos que lo delimitaban, se disfrutaba a mano derecha de un espléndido paisaje: kilómetros de playa y de mar interrumpidos en el horizonte por la accidentada silueta del cabo Rossello. A mano izquierda, en cambio, el panorama dejaba mucho que desear: una extensión de cemento sin el menor atisbo de verde, en la cual se ahogaba, en la lejanía, el pueblo de Vigàta.

En el porche había un sofá, cuatro cómodas butacas y una mesita auxiliar baja y ancha. También había unas diez sillas adosadas a la única pared, sin duda destinadas a las reuniones plenarias.

Don Balduccio, prácticamente un esqueleto vestido, estaba sentado en el sofá de dos plazas, con una manta escocesa sobre las rodillas a pesar de que no hacía frío ni soplaba viento. A su lado, pero sentado en una butaca, había un cura pelirrojo de cincuenta y tantos años vestido con sotana, que se levantó al ver al comisario.

– ¡Aquí está nuestro querido comisario Montalbano! -dijo Guttadauro con voz estridente y cantarina.

– Me tendrá que disculpar que no me levante, pero es que las piernas ya no me sostienen -dijo don Balduccio con un hilillo de voz. No hizo el menor ademán de tender la mano al comisario-. Este es don Sciaverio, Sciaverio Crucillà, que ha sido y sigue siendo el director espiritual de Japichinu, mi nietecito del alma, calumniado y perseguido por los infames. Menos mal que es un muchacho de mucha fe que sufre la persecución de que es objeto ofreciéndosela al Señor.

– ¡La fe es una gran cosa! -exclamó el padre Crucillà.

– Si no te adormece, te reposa -dijo Montalbano, completando la frase.

Don Balduccio, Guttadauro y el cura lo miraron perplejos.

– Disculpe -dijo don Crucillà-, pero me parece que se equivoca. El refrán se refiere a la cama y dice así: «La cama es una gran cosa / si uno no duerme, reposa.» ¿O no?

– Tiene razón, me he equivocado -reconoció el comisario.

Se había equivocado, efectivamente. ¿Cómo demonios se le había ocurrido la idea de hacerse el gracioso alterando un refrán y parafraseando una manida frase acerca de la religión, opio del pueblo? ¡Ojalá la religión hubiera sido el opio de un delincuente asesino como el nietecito de Balduccio Sinagra!

– Yo me retiro -dijo el cura.

Se inclinó ante don Balduccio, el cual contestó con un gesto de ambas manos; después, se inclinó ante el comisario, que contestó con una ligera inclinación de la cabeza, y cogiendo del brazo a Guttadauro añadió:

– Usted me acompaña, ¿no es cierto, señor abogado?

Estaba claro que, antes de que él llegara, ambos habían acordado dejarlo solo, cara a cara con Balduccio. El abogado regresaría más tarde, dejando el tiempo suficiente para que su cliente, tal como él gustaba de llamar al que en realidad era su amo, le dijera a Montalbano lo que tenía que decirle sin ningún testigo.

– Siéntese -dijo el viejo, señalando el sillón previamente ocupado por el padre Crucillà.

Montalbano se sentó.

– ¿Desea tomar algo? -preguntó don Balduccio, alargando la mano hacia un pulsador de tres botones acoplado al brazo del sofá.

– No, gracias.

Montalbano no pudo por menos que preguntarse para qué debían de servir los dos botones restantes. Si uno era para llamar a la criada, el segundo debía de ser para el killer de guardia. ¿Y el tercero? A lo mejor, activaba una alarma general capaz de desencadenar algo así como una tercera guerra mundial.

– Tengo una curiosidad -dijo el anciano, arreglándose la manta escocesa sobre las rodillas-. Si hace un momento, cuando ha entrado aquí, yo le hubiera tendido la mano, ¿usted me la habría estrechado?

«¡Menuda pregunta, grandísimo hijo de puta!», pensó Montalbano.

E inmediatamente decidió darle la respuesta que sinceramente correspondía a sus sentimientos:

– No.

– ¿Me quiere explicar por qué?

– Porque nosotros dos nos encontramos en lados diferentes de la barricada, señor Sinagra. Y todavía, pero puede que falte muy poco, aún no se ha proclamado el armisticio.

El viejo carraspeó. Y volvió a carraspear. Sólo entonces el comisario comprendió que aquello era una carcajada.

– ¿Falta poco?

– Ya hay señales.

– Esperemos que sí. Pasemos a las cosas serias. Usted, señor comisario, tendrá sin duda curiosidad por saber por qué lo he querido ver.

– No.

– ¿Es que usted sólo sabe decir «no»?

– Con toda sinceridad, señor Sinagra, lo que a mí, como policía, me puede interesar de usted, ya lo sé. He leído todos los documentos que se refieren a su persona, incluso aquellos que se referían a usted antes de que yo naciera. Como hombre, en cambio, no me interesa.

– ¿Me quiere explicar entonces por qué ha venido?

– Porque no me siento tan arriba como para contestar que no a quien desea hablar conmigo.

– Justas palabras -dijo el viejo.

– Señor Sinagra, si usted me quiere decir algo, muy bien. De lo contrario…

Don Balduccio pareció dudar. Dobló todavía más el cuello de tortuga hacia Montalbano y lo miró muy fijamente, forzando los ojos humedecidos por el glaucoma.

– Cuando era muchacho, tenía una vista que daba miedo. Ahora veo niebla, comisario. Una niebla cada vez más espesa. Y no me refiero tan sólo a mis ojos enfermos.

Lanzó un suspiro y se apoyó en el respaldo del sofá como si quisiera hundirse en él.

– Un hombre tendría que vivir sólo lo justo. Noventa años son muchos, demasiados. Y son todavía más cuando uno se ve obligado a coger de nuevo las riendas de las cosas de las que creía haberse librado. El asunto de Japichinu me ha consumido, señor comisario. La preocupación no me deja dormir. Además, está enfermo del pecho. Yo le dije: entrégate a los carabineros, por lo menos te cuidarán. Pero Japichinu es joven y testarudo como todos los jóvenes. En cualquier caso, he tenido que pensar en la necesidad de volver a coger las riendas de la familia. Y es difícil, muy difícil. Porque, entre tanto, el tiempo ha seguido adelante y los hombres han cambiado. No entiendes lo que piensan, no entiendes lo que les pasa por la cabeza. Antiguamente, sólo para ponerle un ejemplo, cuando se planteaba una cuestión complicada, la gente reflexionaba. Mucho tiempo, incluso días y días, incluso hasta llegar a las palabrotas, a las peleas, pero reflexionaba. Ahora la gente ya no quiere reflexionar, no quiere perder el tiempo.

– Entonces ¿qué hace?

– Dispara, señor mío, dispara. Y disparar lo hacemos todos muy bien, incluso el más tonto del grupo. Si usted, pongamos por caso, dispara ahora el revólver que guarda en el bolsillo…

– No lo llevo, no voy armado.

– ¿De veras?

El asombro de don Balduccio era sincero.

– ¡Por Dios, señor comisario, qué imprudencia! Con la cantidad de delincuentes que andan sueltos por ahí…

– Lo sé. Pero no me gustan las armas.

– A mí tampoco me gustaban. Volvamos a lo nuestro. Si usted me apunta con un revólver y me dice: «Balduccio, arrodíllate», no hay nada que hacer. Estando yo desarmado, me tengo que arrodillar. ¿Lo entiende? Pero eso no quiere decir que sea usted un hombre de honor, significa tan sólo que usted, le ruego que me perdone, es un cabrón con un revólver en la mano.

– ¿Y cómo actúa un hombre de honor?

– No cómo actúa, señor comisario, sino cómo actuaba. Usted acude a mi casa desarmado, y me habla, me plantea la cuestión, me explica las cosas a favor y las cosas en contra y, si yo al principio no estoy de acuerdo, al día siguiente usted regresa y nos ponemos a reflexionar, hasta que yo comprendo que lo único que puedo hacer es arrodillarme como usted quiere, tanto en mi propio interés como en el de todos.

En la memoria del comisario se iluminó como un relámpago un pasaje de la manzoniana Columna infame, en el que un pobre desgraciado se ve obligado a tener que pronunciar la frase: «Decidme qué queréis que diga», o algo por el estilo. Pero no le apetecía ponerse a discutir sobre Manzoni con don Balduccio.

– Pero a mí me consta que en aquellos venturosos tiempos de que usted me habla, se tenía por costumbre matar a la gente que no quería ponerse de rodillas.

– ¡Por supuesto! -replicó enérgicamente el viejo-. ¡Claro! Pero matar a un hombre porque se había negado a obedecer, ¿sabe usted lo que significaba?

– No.

– Significaba una batalla perdida, significaba que la valentía de aquel hombre no nos había dejado otro camino. ¿Me explico?

– Se ha explicado usted perfectamente. Pero verá, señor Sinagra, yo no he venido aquí para que me cuente la historia de la mafia desde su punto de vista.

– ¡Pero esa historia la conoce usted muy bien desde el punto de vista de la ley!

– Por supuesto. Pero usted es un perdedor, o casi, señor Sinagra. Y la historia la escriben los que jamás han perdido. En la actualidad, quizá la podrían escribir mejor los que no reflexionan y disparan. Los vencedores del momento. Y ahora, si me permite…

Hizo ademán de levantarse, pero el viejo lo detuvo con un gesto.

– Perdone. Los de mi edad, entre tantas enfermedades, a veces también padecemos la de la locuacidad. En dos palabras, comisario: puede que nosotros hayamos cometido grandes errores. Grandísimos errores. Y digo nosotros porque hablo también en nombre del difunto Sisìno Cuffaro y de los suyos. Sisìno, que fue mi enemigo mientras vivió.

– ¿Qué hace, empieza a arrepentirse?

– No, señor, no me arrepiento delante de la ley. Delante del Señor, cuando llegue el momento, sí. Lo que quería decirle es lo siguiente: puede que hayamos cometido errores muy grandes, pero siempre hemos sabido que había una línea que no se tenía que traspasar. Nunca. Porque, si se traspasaba aquella línea, ya no había diferencia entre un hombre y una bestia.

Don Balduccio cerró los ojos, exhausto.

– He comprendido -dijo Montalbano.

– ¿De verdad lo ha comprendido?

– De verdad.

– ¿Las dos cosas?

– Sí.

– Pues entonces lo que quería decirle ya lo he dicho -dijo el viejo, abriendo de nuevo los ojos-. Si se quiere ir, es muy dueño. Buenas tardes.

– Buenas tardes -contestó Montalbano, levantándose.

Cruzó el patio y bajó el camino sin tropezarse con nadie. Al llegar a la altura de las dos casitas que había bajo las araucarias, oyó unas voces infantiles. En una de las casitas había un chiquillo con una pistola de agua en una mano; en la otra, otro chiquillo empuñaba una metralleta espacial. Por lo visto, Guttadauro había mandado retirarse al guardaespaldas de la barba y lo había sustituido de inmediato por los bisnietos de don Balduccio, sólo para quitarle al comisario los malos pensamientos de la cabeza.

– ¡Bang! ¡Bang! -decía el de la pistola.

– ¡Ratatatatá! -replicaba el de la metralleta.

Se estaban entrenando para cuando fueran mayores. O quizá ni siquiera sería necesario que crecieran. Justo la víspera habían detenido en Fela al que la prensa había calificado de baby-killer, de apenas once años. Uno de los que habían hablado (Montalbano no tenía valor para llamarlos «arrepentidos» y menos aún «colaboradores de la justicia») había revelado que existía una especie de escuela pública en la que se enseñaba a los chiquillos a disparar y a matar. Los bisnietos de don Balduccio no tendrían necesidad de asistir a aquella escuela. En su casa podrían recibir todas las clases particulares que quisieran. De Guttadauro, ni rastro. En la verja había un sujeto con una boina, que se quitó a su paso a modo de saludo, y que inmediatamente cerró la verja. Mientras bajaba, el comisario no pudo por menos que observar el impecable firme de la carretera, no había ni una sola piedrecita ni la menor grieta en el asfalto. A lo mejor, cada mañana una brigada especial de la limpieza la barría cual si fuera la habitación de una casa. El mantenimiento le debía de costar un huevo al marqués de Lauricella. En las plazoletas de descanso la situación no había cambiado, a pesar de que ya había transcurrido más de una hora. Uno seguía contemplando el vuelo de las urracas por el aire, un segundo fumaba en el interior de un automóvil y el tercero seguía intentando arreglar el ciclomotor. A este último el comisario sintió la tentación de tomarle el pelo.

Al llegar a su altura, se detuvo.

– ¿No se pone en marcha? -le preguntó.

– No -contestó el hombre, mirándolo con asombro.

– ¿Quiere que yo le eche un vistazo?

– No, gracias.

– Puedo llevarlo, si quiere.

– ¡No! -gritó el hombre, exasperado.

El comisario volvió a ponerse en marcha. En la casucha situada al final de la carretera vio al hombre del móvil asomado a la ventana: debía de estar comunicando que Montalbano estaba cruzando de nuevo los confines del palacio real de don Balduccio.


* * *

Ya estaba oscureciendo. Al llegar al pueblo, el comisario se dirigió a Via Cavour. Se detuvo delante del número 44, abrió la guantera, cogió el manojo de ganzúas y bajó. La portera no estaba y no se cruzó con nadie en su camino hacia el ascensor. Abrió la puerta del piso de los Griffo y la cerró inmediatamente después de haber entrado. El piso olía a cerrado. Encendió la luz y se puso a trabajar. Tardó una hora en recoger todos los papeles que encontró, y los introdujo en una bolsa de basura que cogió de la cocina. Había incluso una lata de galletas de los Hermanos Lazzaroni llena de resguardos fiscales. Examinar los papeles de los Griffo era algo que hubiera tenido que hacer desde el principio de la investigación y que, sin embargo, no había hecho. Había estado demasiado distraído por otros pensamientos. A lo mejor, en alguno de aquellos papeles estaba el secreto de la enfermedad de los Griffo, la que había obligado a un médico concienzudo a tomar cartas en el asunto.

Estaba apagando la luz del recibidor cuando se acordó de Fazio, de su preocupación por la reunión con don Balduccio. El teléfono estaba en el comedor.

– ¡Diga! ¡Diga! ¿Quién habla? ¡Aquí la comisaría!

– Catarè, soy Montalbano. ¿Está Fazio?

– Selo paso de inmediato inmediatamente.

– ¿Fazio? Sólo quería decirte que he vuelto sano y salvo.

– Ya lo sabía, señor comisario.

– ¿Quién te lo ha dicho?

– Nadie, señor comisario. En cuanto usted ha salido, yo lo he seguido. Lo he esperado en las inmediaciones de la casucha donde están los hombres de guardia. Cuando lo he visto regresar yo también he vuelto a la comisaría.

– ¿No hay ninguna novedad?

– No, señor, exceptuando la mujer que llama desde Pavía, preguntando por el subcomisario Augello.

– Más tarde o más temprano, lo encontrará. Oye,¿quieres saber lo que nos hemos dicho la persona que tú sabes y yo?

– Desde luego, señor comisario. Me muero de curiosidad.

– Pues no te lo voy a decir. Ya te puedes morir. ¿Y sabes por qué no te digo nada? Porque has desobedecido mis órdenes. Te dije que no te movieras de la comisaría y tú, en cambio, me has seguido. ¿Estás contento?

Apagó la luz y salió del apartamento de los Griffo con la bolsa al hombro.

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