La última estación del vía crucis era el apartamento 19 del cuarto piso. Abogado Leone Guarnotta.
Por debajo de la puerta se filtraba un aroma de ragú que a Montalbano le quitó el sentido.
– Usted es el comisario Montaperto -dijo la enorme cincuentona que le abrió la puerta.
– Montalbano.
– ¡Yo me confundo con los nombres, pero si veo una cara en la televisión, aunque sólo sea una vez, ya nunca la olvido!
– ¿Quién es? -preguntó una voz masculina desde dentro.
– Es el comisario, Leò. Pase, pase.
Mientras Montalbano entraba, apareció un enjuto sexagenario con una servilleta remetida en el cuello de la camisa.
– Guarnotta, encantado. Pase. Estábamos a punto de sentarnos a comer. Acompáñeme al salón.
– ¡Déjate de salones! -terció la mujerona-. Si pierdes el tiempo con chácharas, la pasta se pega. ¿Usted ha comido, señor comisario?
– La verdad es que todavía no -contestó Montalbano, sintiendo que su corazón se abría a la esperanza.
– Pues entonces, todo arreglado, se sienta con nosotros y se come un plato de pasta. Así hablaremos todos mejor -concluyó la señora Guarnotta.
La pasta se había escurrido en el momento adecuado («saber cuándo llega el momento de escurrir la pasta es un arte», le había dicho un día su asistenta, Adelina), y la carne en salsa era tierna y sabrosa.
Pero, aparte de llenarse la barriga, el comisario no consiguió llegar a ninguna parte en su investigación. Había dado otro palo de ciego.
Cuando a las cuatro de la tarde se encontró en su despacho con Mimì Augello y Fazio, Montalbano no pudo por menos de constatar que los palos de ciego eran definitivamente tres.
– Aparte de que sus matemáticas son realmente una opinión, porque los apartamentos de aquella casa son veintitrés… -dijo Fazio.
– ¿Cómo veintitrés? -preguntó, sorprendido, Montalbano, a quien los números no se le daban muy bien.
– Dottore, hay tres en la planta baja, todos despachos. No conocen ni a los Griffo ni a Sanfilippo.
En resumen, los Griffo llevaban años viviendo en aquel edificio, pero era como si hubieran sido invisibles. Y en cuanto a Sanfilippo, como si no hubiera existido, había inquilinos que jamás lo habían oído nombrar.
– Vosotros dos, antes de que la noticia de la desaparición sea oficial, procurad averiguar algo más en el pueblo: rumores, habladurías, chismes, conjeturas, cosas de este tipo -dijo el comisario.
– ¿Porque, en cuanto se conozca la noticia de la desaparición, las respuestas de las personas podrían cambiar? -preguntó Augello.
– Sí, cambian. Una cosa que te parecía normal adquiere un cariz distinto después de un acontecimiento anormal. Y, ya que estáis en ello, preguntad también sobre Sanfilippo.
Fazio y Augello abandonaron el despacho sin estar muy convencidos.
Montalbano cogió las llaves de Sanfilippo que Fazio le había dejado en el escritorio, se las guardó en el bolsillo y fue a llamar a Catarella, que llevaba una semana empeñado en resolver un crucigrama para principiantes.
– Catarè, ven aquí conmigo. Te encomiendo una misión importante.
Abrumado por la emoción, Catarella no consiguió abrir la boca ni siquiera cuando se encontró en el interior del apartamento del muchacho asesinado.
– ¿Ves aquel ordenador, Catarè?
– Sí, señor. Muy bonito.
– Pues bien, trabaja en él. Quiero saber todo lo que contiene. Y después le pones todos los disquetes y los… ¿cómo se llaman?
– Gederromes, dottori.
– Examínalos todos. Y después me redactas un informe.
– Puede que también haya videocasetes.
– Los videocasetes los dejas estar.
Subió al coche y se dirigió a Montelusa. Su amigo el periodista Nicolò Zito, de Retelibera, estaba a punto de salir en antena. Montalbano le alargó la fotografía.
– Se apellidan Griffo, Alfonso y Margherita. Sólo tienes que decir que su hijo Davide está preocupado porque no tiene noticias suyas. Habla de ello en el telediario de esta noche.
Zito, que era una persona inteligente y un hábil periodista, examinó la fotografía y le dirigió la pregunta que él ya se esperaba.
– ¿Por qué te preocupas por la desaparición de esos dos?
– Me dan pena.
– Que te den pena, lo creo. Pero que sólo te den pena, no lo creo. ¿Hay por casualidad alguna relación?
– ¿Con qué?
– Con el chico que han matado en Vigàta, Sanfilippo.
– Vivían en el mismo edificio.
Nicolò pegó literalmente un brinco en la silla.
– Pero ésta es una noticia que…
– … que tú no darás a conocer. Puede que haya una relación y puede que no. Tú haz lo que te digo y las primeras novedades sustanciosas serán para ti.
Sentado en la galería, había disfrutado de la pappanozza que desde hacía tiempo le apetecía saborear. Un plato pobre: patatas y cebollas hervidas un buen rato, reducidas a puré con el tenedor y aliñadas con mucho aceite, vinagre fuerte, pimienta negra recién molida y sal. Se come utilizando un tenedor preferentemente de hojalata (tenía dos que guardaba celosamente), quemándose uno la lengua y el paladar y, por consiguiente, soltando tacos a cada bocado.
En el telediario de las nueve de la noche, Nicolò Zito cumplió con su deber: mostró la fotografía de los Griffo y dijo que el hijo estaba preocupado.
Apagó el televisor y decidió empezar a leer el último libro de Vázquez Montalbán, cuya acción transcurría en Buenos Aires y que estaba protagonizado por Pepe Carvalho. Leyó las tres primeras líneas y sonó el teléfono. Era Mimì.
– ¿Te molesto, Salvo?
– En absoluto.
– ¿Estás ocupado?
– No. Pero ¿por qué me lo preguntas?
– Quisiera hablar contigo. Voy para allá.
O sea, que la actitud de Mimì cuando él lo había regañado por la mañana había sido sincera, no se trataba de una tomadura de pelo. ¿Qué podía haberle ocurrido al pobre muchacho? En cuestión de mujeres, Mimì era de fácil paladar y pertenecía a aquella corriente de pensamiento masculino, según la cual la que se deja se pierde. A lo mejor se había peleado con algún marido celoso. Como aquella vez que había sido sorprendido por el contable Pérez besando las tetas desnudas de su santa esposa. La cosa había acabado de mala manera, con presentación de denuncia en toda regla ante el jefe superior de policía. Había salido bien librado porque el jefe superior, el antiguo, había conseguido arreglarlo. Si en lugar del antiguo hubiera sido el nuevo, Bonetti-Alderighi, adiós carrera del subcomisario Augello.
Llamaron al timbre de la puerta. Mimì no podía ser, pues acababa de telefonear. Pero era él.
– ¿Has venido volando desde Vigàta a Marinella?
– No estaba en Vigàta.
– ¿Dónde estabas, entonces?
– Aquí cerca. Te he llamado desde el móvil. Llevaba una hora dando vueltas.
¡Ay! Mimì había estado paseando por los alrededores antes de tomar la decisión de llamarlo. Señal de que el asunto era mucho más grave de lo que él imaginaba.
De repente, se le ocurrió un pensamiento terrible: ¿y si Mimì se hubiera puesto enfermo de tanto ir de putas?
– ¿Estás bien de salud?
Mimì lo miró, perplejo.
– ¿De salud? Sí.
Dios mío. Si lo que llevaba encima no guardaba relación con el cuerpo quería decir que la guardaba con lo contrario. ¿El alma? ¿El espíritu? ¿Estamos de guasa? ¿Qué tenía él que ver con aquellos asuntos?
Mientras se dirigían a la galería, Mimì dijo:
– ¿Me quieres hacer un favor? ¿Me traes dos dedos de whisky sin hielo?
¡Quería darse ánimos, eso es lo que quería! Montalbano empezó a ponerse extremadamente nervioso. Le colocó la botella y el vaso delante, esperó a que se echara una generosa cantidad y entonces habló.
– Mimì, me estoy devanando los sesos por tu culpa. Dime enseguida qué coño te pasa.
Augello apuró el contenido del vaso de un solo trago y, mirando hacia el mar, contestó en un levísimo susurro:
– He decidido desposarme.
Montalbano reaccionó instintivamente, presa de una furia incontenible. Con la mano izquierda barrió de la mesita el vaso y la botella mientras con la derecha descargaba un fuerte tortazo en la mejilla de Mimì, que entre tanto se había vuelto hacia él.
– ¡Cabrón! ¿Qué gilipolleces me estás diciendo? ¡Una cosa así, mientras yo viva, no permitiré que la hagas! ¡No te lo permitiré! ¿Cómo se te ha podido ocurrir semejante idea? ¿Qué motivo tienes?
Entre tanto, Augello se había levantado, y ahora permanecía apoyado contra la pared, acariciándose con una mano la enrojecida mejilla mientras sus ojos enormemente abiertos miraban aterrorizados a Montalbano.
El comisario logró dominarse y comprendió que se había pasado. Se acercó a Augello con los brazos extendidos. Mimì consiguió pegarse un poco más a la pared.
– Por tu bien, Salvo, no me toques.
O sea, que la enfermedad de Mimì era verdaderamente contagiosa.
– Cualquier cosa que tengas, Mimì, siempre es mejor que la muerte.
A Mimì se le cayó literalmente la boca hacia abajo.
– ¿La muerte? Pero ¿quién ha hablado aquí de muerte?
– Tú. Ahora mismo me acabas de decir: «He decidido dispararme.» ¿O acaso lo niegas?
Sin contestar, Mimì empezó a resbalar hacia el suelo con la espalda pegada a la pared. Ahora se estaba sujetando el vientre con ambas manos como si experimentara un dolor insoportable. Las lágrimas le brotaron de los ojos y empezaron a deslizarse a ambos lados de la nariz. El comisario se aterrorizó. ¿Qué hacer? ¿Llamar a un médico? ¿A quién podía despertar a aquella hora? Entre tanto, Mimì se había levantado de golpe, había saltado al otro lado de la barandilla, había recogido de la arena la botella todavía intacta y estaba bebiendo a morro. Montalbano se quedó de piedra. Después experimentó un sobresalto al oír que Augello se había puesto a ladrar. No, no ladraba. Se reía. Pero ¿por qué coño se reía? Al final, Mimì consiguió hablar.
– ¡He dicho desposar, Salvo, no disparar!
De repente, el comisario se sintió a la vez aliviado y enfurecido. Entró en la casa, fue al cuarto de baño, puso la cabeza bajo el agua fría y se quedó un buen rato allí. Cuando regresó a la galería, Augello se había vuelto a sentar. Montalbano le quitó la botella de la mano, se la acercó a la boca y apuró su contenido.
– Voy por otra.
Regresó con una botella entera sin abrir.
– ¿Sabes, Salvo?, cuando has reaccionado de aquella manera, me has dado un susto del carajo. ¡He pensado que eras marica y estabas enamorado de mí!
– Háblame de la chica -dijo Montalbano.
Se llamaba Rachele Zummo. La había conocido en Fela, en casa de unos amigos. Estaba allí para ver a sus padres, pero trabajaba en Pavía.
– ¿Y qué hace en Pavía?
– Te vas a partir de risa, Salvo. ¡Es inspectora de policía!
Se rieron de buena gana. Y se pasaron otras dos horas riéndose hasta que se terminaron la botella.
– ¿Livia? Soy Salvo, ¿estabas durmiendo?
– Claro que estaba durmiendo. ¿Qué ha pasado?
– Nada. Quería…
– ¿Cómo que nada? Pero ¿sabes qué hora es? ¡Las dos!
– Ah, ¿sí? Perdona. No creía que fuera tan tarde… tan pronto. Bueno, no, nada, era una tontería, te lo aseguro.
– Pues me lo vas a decir, aunque sea una tontería.
– Mimì Augello me ha dicho que se quiere casar.
– ¡Vaya una novedad! A mí me lo dijo hace tres meses, y me pidió que no te contara nada.
Pausa muy larga.
– Salvo, ¿estás ahí?
– Sí, estoy. ¿O sea que tú y el señor Augello os hacéis pequeñas confidencias y a mí me mantenéis al margen de todo?
– ¡Vamos, Salvo!
– ¡Pues no, Livia, permíteme que me cabree!
– ¡Y tú permítemelo también a mí!
– ¿Por qué?
– Porque llamas tontería a una boda. ¡Cabrón! Más bien deberías imitar el ejemplo de Mimì. ¡Buenas noches!
Se despertó sobre las seis de la mañana con la boca pastosa y la cabeza ligeramente dolorida. Intentó volver a dormirse tras haberse bebido media botella de agua helada. Nada.
¿Qué hacer? El problema se lo resolvió el timbre del teléfono.
¿A aquella hora? Igual era el imbécil de Mimì para decirle que se le habían pasado las ganas de casarse. Se dio un manotazo en la frente. ¡Así había surgido el equívoco de la víspera! Augello le había dicho «he decidido desposarme» y él había entendido «he decidido dispararme». ¡Claro! ¿Desde cuándo se desposa la gente en Sicilia? Menuda palabreja. En Sicilia la gente se marida. Las mujeres, cuando dicen «me quiero maridar», pretenden decir «quiero tener un marido»; y los hombres, cuando dicen lo mismo, pretenden decir «quiero convertirme en marido». Cogió el teléfono.
– ¿Has cambiado de idea?
– No, dottore, no he cambiado de idea, sería difícil que cambiara. ¿A qué idea se refiere?
– Perdona, Fazio, creía que era otra persona. ¿Qué hay?
– Disculpe que lo despierte a esta hora, pero…
– ¿Pero?
– No conseguimos encontrar a Catarella. No ha aparecido desde ayer por la tarde; se fue de la comisaría sin decir adónde iba y ya no lo hemos vuelto a ver. Hasta hemos preguntado en los hospitales de Montelusa…
Fazio seguía hablando, pero el comisario ya no lo escuchaba. ¡Catarella! ¡Se había olvidado totalmente de él!
– Perdóname, Fazio, perdonadme todos. Se fue a hacer una cosa que yo le encargué, y no os avisé. No os preocupéis.
Oyó con toda claridad el suspiro de alivio de Fazio.
Tardó unos veinte minutos en ducharse, afeitarse y vestirse. Se sentía hecho polvo. Cuando llegó a Via Cavour 44, la portera estaba barriendo la acera delante del portal. Estaba tan reseca que prácticamente no había ninguna diferencia entre ella y el palo de la escoba. ¿A quién se parecía? Ah, sí, a Olivia, la novia de Popeye. Cogió el ascensor, subió al tercer piso y abrió con la ganzúa la puerta del apartamento de Nenè Sanfilippo. Dentro, la luz estaba encendida. Catarella permanecía sentado al ordenador, en mangas de camisa. En cuanto vio entrar a su jefe, se levantó de golpe, se puso la chaqueta y se arregló el nudo de la corbata. No se había afeitado y tenía los ojos enrojecidos.
– ¡A sus órdenes, señor comisario!
– ¿Aún estás aquí?
– Ya estoy terminando, dottori. Me quedan un par de horas.
– ¿Encontraste algo?
– Disculpe, dottori, ¿usted quiere que le hable con palabras técnicas o con palabras sencillas?
– Sencillísimas, Catarè.
– Pues entonces le diré que en este ordenador no hay una mierda.
– ¿En qué sentido?
– En el sentido que ahora mismo acabo de decirle, señor comisario. No está conectado a Internet. Aquí dentro él tiene una cosa que estaba escribiendo…
– ¿Qué cosa?
– A mí me parece un libro novela, dottori.
– ¿Y qué más?
– Además, copias de todas las cartas que ha escrito y que ha recibido. Que son muchas.
– ¿De negocios?
– Qué negocios ni qué niño muerto, dottori. Son cartas de polvos.
– No entiendo.
Catarella se ruborizó.
– Son cartas, ¿cómo diría?, de amor, pero…
– Ah, ya sé. ¿Y en aquellos disquetes?
– Guarrerías, señor comisario. Hombres con mujeres, hombres con hombres, mujeres con mujeres, mujeres con animales…
La cara de Catarella parecía estar a punto de arder.
– Bueno, Catarè. Imprímelo.
– ¿Todo? Mujeres con hombres, hombres con hombres…
Montalbano interrumpió la letanía.
– Quería decir el libro novela y las cartas. Pero ahora vamos a hacer una cosa. Baja conmigo al bar, te tomas un café con leche y unos cruasanes, y después yo te acompaño otra vez aquí.
En cuanto entró en el despacho, se presentó Imbrò, el encargado de la centralita en ausencia de Catarella.
– Comisario, me han llamado desde Retelibera con una lista de nombres y de números de teléfono de personas que se han puesto en contacto tras haber visto la fotografía de los Griffo. Los tengo todos escritos aquí.
Unos quince nombres. A primera vista, los teléfonos eran de Vigàta. Lo cual significaba que los Griffo no eran tan evanescentes como había parecido al principio. Entró Fazio.
– ¡Virgen santa, el susto que nos hemos pegado cuando no encontrábamos a Catarella! No sabíamos que se le había encomendado una misión secreta. ¿Sabe qué apodo le ha puesto Galluzzo? El agente 000.
– Dejaos de guasas. ¿Tienes noticias?
– He ido a ver a la madre de Sanfilippo. La pobre señora no sabe absolutamente nada de lo que hacía el hijo. Me ha dicho que, a los dieciocho años, gracias a su afición a los ordenadores, había conseguido un trabajo en Montelusa. Ganaba un buen dinerillo y, con la pensión de la señora, vivían sin estrecheces. Pero, de repente, Nenè dejó el trabajo, cambió de carácter y se fue a vivir solo. Tenía mucho dinero, pero a su madre la dejaba ir por ahí con los zapatos rotos.
– Tengo una curiosidad, Fazio. ¿Le han encontrado dinero encima?
– ¡Por supuesto! Tres millones de liras contantes y sonantes y un cheque por valor de dos millones.
– Muy bien, así la señora Sanfilippo no tendrá que endeudarse para pagar el entierro. ¿De quién era el cheque?
– De la empresa Manzo de Montelusa.
– Intenta averiguar por qué se lo dieron.
– De acuerdo. En cuanto a los señores Griffo…
– Fíjate en esto -lo interrumpió el comisario-. Ésta es una lista de personas que saben algo acerca de los Griffo.
El primer nombre de la lista era Saverio Cusumano.
– Buenos días, señor Cusumano. Soy el comisario Montalbano.
– ¿Y qué quiere usted de mí?
– ¿No fue usted quien llamó a la televisión cuando vio la fotografía de los señores Griffo?
– Sí, señor. Fui yo. Pero ¿a usted qué le importa?
– Nosotros nos estamos encargando de este asunto.
– ¿Y eso quién lo ha dicho? Yo sólo hablo con el hijo, Davide. Buenos días.
Tan jubiloso principio a buen fin conduce, tal como decía Matteo Maria Boiardo. El segundo nombre era Gaspare Belluzzo.
– ¿El señor Belluzzo? Soy el comisario Montalbano. Usted llamó a Retelibera a propósito de los señores Griffo.
– Es cierto. El domingo pasado mi señora y yo los vimos, estaban con nosotros en el autocar.
– ¿Adónde iban?
– Al santuario de la Virgen de Tindari.
«Tindari, conozco tu mansedumbre…», los versos de Quasimodo le sonaron en la cabeza.
– ¿Y qué iban a hacer allí?
– Una excursión. Organizada por la empresa Malaspina, de aquí. Mi señora y yo hicimos otra el año pasado a San Calogero de Fiacca.
– Dígame una cosa, ¿recuerda los nombres de otros participantes?
– Por supuesto: los señores Bufalotta, los Contino, los Dominedò, los Raccuglia… Éramos unos cuarenta.
El señor Bufalotta y el señor Contino figuraban en la lista de los que habían telefoneado.
– Una última pregunta, señor Belluzzo. Usted, cuando regresaron a Vigàta, ¿vio a los Griffo?
– Honradamente, no se lo puedo decir. Verá, comisario, ya era tarde, eran las once de la noche, estaba oscuro, todos estábamos cansados…
Era inútil perder el tiempo con otras llamadas. Le dijo a Fazio que acudiera a su despacho.
– Mira, todas estas personas participaron el domingo pasado en una excursión a Tindari. Estaban los Griffo. La excursión la organizó la empresa Malaspina.
– La conozco.
– Muy bien. Pues vas allí y les pides la lista completa. Después llama a todos los que fueron a la excursión. Los quiero en la comisaría mañana por la mañana a las nueve.
– ¿Y dónde los metemos?
– Me importa un carajo. Tened preparado un hospital de campaña. Porque el más jovencito de ellos tendrá como mínimo sesenta y cinco años. Otra cosa: que el señor Malaspina te diga quién fue el conductor del autocar aquel domingo. Si está en Vigàta y no se encuentra de servicio, lo quiero aquí dentro de una hora.
Catarella, con los ojos todavía más enrojecidos y los cabellos tan de punta que parecía un loco de manual de psiquiatría, se presentó con un grueso fajo de papeles bajo el brazo.
– ¡Lo he impreso todo pero lo que se dice todo, dottori!
– Muy bien, déjalo aquí y vete a dormir. Nos veremos a última hora de la tarde.
– Como usted mande, dottori.
¡Virgen santa! ¡Ahora tenía en la mesa un mamotreto de seiscientas páginas como mínimo!
Entró Mimì con una pinta tan radiante que Montalbano experimentó un acceso de celos, y recordó inmediatamente su pequeña trifulca telefónica con Livia. Su rostro se ensombreció.
– Oye, Mimì, a propósito de aquella Rebeca…
– ¿Qué Rebeca?
– Tu novia, ¿no? Esa con quien te quieres maridar, no desposar como has dicho tú…
– Es lo mismo.
– No, no es lo mismo, créeme. Bien, pues a propósito de Rebeca…
– Se llama Rachele.
– Bueno, como se llame. Me parece recordar que me dijiste que era inspectora de policía y que trabajaba en Pavía. ¿Es así?
– Es así.
– ¿Ha pedido el traslado?
– ¿Y por qué habría tenido que hacerlo?
– Mimì, trata de razonar. ¿Qué vais a hacer cuando os caséis? ¿Seguir tú en Vigàta y Rebeca en Pavía?
– ¡Y dale, qué pesadez! Se llama Rachele. No, no ha presentado la solicitud de traslado. Sería prematuro.
– Pero antes o después lo tendrá que hacer.
– No creo que lo haga.
– ¿Por qué?
– Porque hemos decidido que la solicitud de traslado la presentaré yo.
Los ojos de Montalbano se transformaron en los de una serpiente: inmóviles y más fríos que el hielo.
«Ahora le saldrá de la boca una lengua bífida», pensó Augello, empapado de sudor.
– Mimì, eres un mariconazo. Anoche, cuando fuiste a verme, era sólo para contarme de la misa la media. Me hablaste de la boda, pero no del traslado, que para mí es lo más importante. Y tú lo sabes muy bien.
– ¡Te juro que te lo habría dicho, Salvo! De no haber sido por tu reacción, que me trastornó…
– Mimì, mírame a los ojos y dime toda la verdad: ¿ya has presentado la solicitud de traslado?
– Sí, la presenté, pero…
– ¿Y qué dijo Bonetti-Alderighi?
– Que eso exigiría un poco de tiempo. Y dijo también que… Nada.
– Habla.
– Dijo que se alegraba. Que ya había llegado la hora de que aquella camarilla de mafiosos que era la comisaría de Vigàta, fueron sus palabras textuales, empezara a disgregarse.
– ¿Y tú…?
– Bueno…
– Vamos, no te hagas de rogar.
– Retiré la solicitud que había dejado en su escritorio. Le dije que quería pensarlo.
Montalbano permaneció un buen rato en silencio. Mimì parecía recién salidito de la ducha. Después el comisario le señaló el mamotreto que le había entregado Catarella.
– Esto es todo lo que había en el ordenador de Nenè Sanfilippo. Una novela y muchas cartas, digamos de amor. ¿Quién más indicado que tú para leer todo eso?