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– ¿A ese extremo había llegado?

– Sí.

Estaba claro que no quería hablar del tema, le resultaba molesto. Pero el comisario no podía pasarlo por alto, necesitaba conocer todo el pasado y el presente de las personas relacionadas con el crimen. Era su oficio, aunque en ciertas ocasiones especiales se sintiera como un inquisidor. Y la situación no le deparaba el menor placer.

– ¿Cómo conoció a Emilio?

– Emilio, después del escándalo de Comisini, fue trasladado a Fela. Allí mi padre, que es primo segundo suyo, le habló de mí, de mi situación, del hecho de haberse visto obligado a enviarme a una comunidad especial para menores de edad.

– ¿Se drogaba?

– Sí.

– ¿Qué edad tenía?

– Dieciséis.

– ¿Por qué empezó?

– Usted me hace una pregunta concreta a la que yo no puedo contestar con la misma concreción. Me cuesta explicar por qué empecé. Incluso a mí misma. Quizá fueron varias circunstancias las que contribuyeron a… En primer lugar, la muerte repentina de mamá cuando yo aún no había cumplido los diez años. Después, la absoluta incapacidad de mi padre de querer a nadie, incluida mi madre. Luego la curiosidad. Es la ocasión que se presenta en un momento de debilidad. El compañero de instituto, al que tú creías amar, te empuja a probar…

– ¿Cuánto tiempo permaneció en la comunidad?

– Un año. Y Emilio fue a verme tres veces, la primera en compañía de mi padre para conocerme, después por su cuenta.

– ¿Y después?

– Me escapé de la comunidad. Cogí un tren y me planté en Milán. Conocí a varios hombres. Al final me fui a vivir con uno de cuarenta años. La policía me detuvo un par de veces. La primera vez me enviaron de nuevo al pueblo y me entregaron a mi padre porque era menor de edad, pero si antes de eso la convivencia ya era dramática, entonces se convirtió en algo imposible. Luego volví a largarme. Regresé a Milán. Cuando me detuvieron por segunda vez…

Se bloqueó, palideció, experimentó un ligero temblor, tragó saliva.

– Ya basta -dijo Montalbano.

– No. Quiero explicarle por qué… La segunda vez, mientras los agentes me llevaban en coche a la comisaría, les propuse un trueque. Ya se puede imaginar cuál. Primero fingieron no aceptar, «tienes que venir a la comisaría», repetían. Yo seguía suplicándoles, y cuando comprendí que disfrutaban haciéndose de rogar porque sabían que podían disponer de mí a su gusto, monté el número, me eché a llorar, me arrodillé allí mismo, dentro del coche. Finalmente aceptaron y me llevaron a un lugar apartado. Fue… terrible. Me utilizaron durante varias horas a su antojo y como nunca. Pero lo peor fue su desprecio, su sádica voluntad de humillarme… Al final, uno de ellos me orinó en la cara.

– Se lo ruego, ya basta -repitió Montalbano en voz baja.

Experimentaba una profunda vergüenza por su condición de hombre. Sabía que la chica no se estaba inventando lo que decía; por desgracia, era algo que le había ocurrido. Pero al mismo tiempo, no comprendía del todo por qué, ante el simple hecho de oír la palabra comisaría, Elena por poco se había desmayado.

– ¿Por qué la detenían?

– Prostitución. -Lo dijo con la mayor naturalidad, sin avergonzarse, sin dar la menor muestra de sentirse incómoda. Era una cosa que había hecho, como tantas otras-. Cuando andábamos escasos de dinero -añadió-, mi amigo me obligaba a prostituirme. Con discreción, naturalmente. No en la calle. Pero hubo redadas y dos veces me pillaron.

– ¿Cómo volvió a encontrar a Emilio?

Ella esbozó una sonrisita que Montalbano no comprendió de inmediato.

– Comisario, ahora toda la historia se convierte en un cómic, un culebrón centrado en los buenos sentimientos. ¿De verdad quiere que se la cuente?

– Sí.

– Hacía unos seis meses que yo había regresado a Sicilia. Justo el día en que cumplía veinte años, entré en un supermercado con la intención de robar algo con que celebrarlo. Pero en cuanto miré alrededor, me crucé con la mirada de Emilio. No me veía desde la época de la comunidad y, sin embargo, me reconoció enseguida. Y lo más curioso fue que yo también lo reconocí a él. ¿Qué le voy a decir? Desde entonces, ya jamás me abandonó. Hizo que me desintoxicara y me cuidó. Durante años se ha ocupado de mí con una entrega y un afecto que no tengo palabras para describir. Hace cuatro años me pidió que me casara con él. Y eso es todo.

Montalbano se levantó y se guardó las cartas en el bolsillo.

– He de irme.

– ¿No puede quedarse un poco más?

– Por desgracia, tengo un compromiso en Montelusa.

Elena se levantó, se acercó a él, inclinó ligeramente la cabeza y rozó un instante con sus labios los de Montalbano.

– Gracias -dijo.

Acababa de entrar en la comisaría cuando el repentino grito de Catarella lo dejó paralizado.

Dottori! ¡Lo jodíííííí!

– ¿A quién jodiste, Catarè?

– ¡Al guardia de paso, dottori!

En el interior de su trastero, Catarella parecía un oso bailarín, brincaba de alegría apoyando su peso alternativamente sobre un pie y sobre el otro.

– ¡Encontré la palabra! ¡La escribí y el guardia disapareció!

– Ven a mi despacho.

– ¡Ahora inmidiatísimamente, dottori! Pero primero tingo que imprimir el fail.

Mejor quitarse de en medio; las personas que entraban y salían de la comisaría los estaban mirando un tanto desconcertadas.

Antes de dirigirse a su despacho, Montalbano se asomó al de Augello, quien, cosa rara, estaba allí. Se ve que el chiquillo se encontraba bien.

– ¿Qué quería esta mañana Liguori?

– Sensibilizarnos.

– ¿Y eso qué significa?

– Que tenemos que apuntar más arriba.

– ¿O sea?

– Que tenemos que profundizar un poco más.

Montalbano perdió la paciencia.

– Mimì, como no hables claro, ¿sabes a qué profundidad te voy a hundir?

– Salvo, en las altas esferas de Montelusa parece que no están contentos con nosotros por lo que respecta a nuestra aportación a la lucha contra el trapicheo.

– Pero ¿qué están diciendo? ¡Pero si en el último mes hemos metido a seis camellos en chirona!

– No basta, según ellos. Liguori ha dicho que nosotros sólo hacemos pequeño cabotaje.

– ¿Y cuál sería el grande?

– No limitarse a detener de vez en cuando a algún camello, sino actuar siguiendo un plan concreto, facilitado naturalmente por él, que permita identificar a los mayoristas.

– Pero ¿eso no le corresponde a él? ¿No es el jefe de la lucha contra la droga? ¿Por qué viene a tocarnos los cojones a nosotros? Él se hace su plan y, en lugar de pasárnoslo a nosotros, lo pone en práctica con sus hombres.

– Salvo, parece que, basándose en sus investigaciones, uno de los mayoristas más importantes se encuentra entre nosotros, en Vigàta. Y quiere nuestra colaboración.

Montalbano se pasó un rato mirándolo con expresión pensativa.

– Mimì, esta historia me huele a chamusquina. Hemos de hablar de eso, pero ahora no tengo tiempo. Quiero ver una cosa con Catarella y después debo ir corriendo a Montelusa porque me ha convocado el jefe.

Catarella lo esperaba delante de la puerta de la estancia, bailando todavía como un oso. Entró detrás de él y depositó sobre la mesa dos hojas impresas. El comisario las examinó y no entendió nada. Eran una serie de números de seis cifras escritos el uno debajo del otro, y a cada número, correspondía otro número:


213452 136000

431235 235000


y así sucesivamente. Comprendió que para estudiar la cuestión tendría que quitarse de encima a Catarella; su danza tribal estaba empezando a atacarle los nervios.

– ¡Muy bien! ¡Felicidades, Catarella!

El otro, de oso se transformó en pavo real: como no tenía cola para hacer la rueda, levantó y estiró los brazos, extendió los dedos y giró sobre sí mismo.

– ¿Cómo encontraste la contraseña?

– ¡Ah, dottori, dottori! Loco me volvió el muerto, ¡hay que ver lo listo que era el muerto! La palabra era de ella, de la hirmana del muerto, que se llama Michela, junto con el día, mes y año del nacimiento de la hirmana suya del muerto escrito sin números, todo letras.

Puesto que, a causa de la alegría de haber hallado la solución, Catarella dijo la frase de corrido, el comisario comprendió apenas lo suficiente.

– Me parece recordar que me dijiste que se necesitaban tres contraseñas…

– Sí, siñor dottori. El trabajo es continuado.

– Muy bien pues, ve a continuarlo. Y gracias una vez más.

Catarella se tambaleó visiblemente.

– ¿Te da vueltas la cabeza?

– Un poquito, dottori.

– ¿Te encuentras bien?

– Sí, siñor.

– Pues entonces, ¿por qué te da vueltas la cabeza?

– Porque usía mi ha dado las gracias, dottori.

Se retiró del despacho como si estuviera borracho. Montalbano echó otro vistazo a las dos hojas. Pero como ya era hora de irse a Montelusa, se las guardó en el bolsillo donde ya llevaba el librito de las canciones. El cual era, habría podido jurarlo, la clave para comprender algo acerca de todos aquellos números.

– ¡Queridísimo amigo! ¿Qué tal, qué tal va todo? ¿En casa todos bien?

– Muy bien, dottor Lattes.

– Siéntese, por favor.

– Gracias, dottore.

Se sentó. Lattes lo miró y él miró a Lattes. Lattes le sonrió y él también lo hizo.

– ¿A qué debemos el placer de su visita?

Montalbano se quedó de piedra.

– La verdad es que tenía… el señor jefe superior me había…

– ¿Ha venido para la convocatoria? -preguntó sorprendido.

– Pues sí.

– Pero ¿cómo? ¿El responsable de la centralita, Cavarella…?

– Catarella.

– ¿No lo ha advertido? Yo he llamado a última hora de la mañana para comunicarle que el señor jefe superior había tenido que irse a Palermo y que lo espera mañana a esta misma hora.

– No, no he sido advertido.

– ¡Pero eso es gravísimo! ¡Tiene usted que tomar medidas!

– Las tomaré, no le quepa la menor duda, dottore.

¿Qué coño de medidas se podían tomar con Catarella? Era lo mismo que enseñar a un cangrejo a caminar recto.

Puesto que ya estaba en Montelusa, decidió visitar a su amigo el periodista Nicolò Zito. Aparcó delante de la sede de Retelibera, y en cuanto entró, la secretaria le dijo que Zito disponía de un cuarto de hora antes de salir en antena con el telediario.

– Hace un montón de tiempo que no das señales de vida -le dijo Nicolò en tono de reproche.

– Perdóname, pero he tenido mucho que hacer.

– ¿Puedo ayudarte en algo?

– No, Nicolò. Simplemente me apetecía verte.

– Oye, ¿tú le estás echando una mano a Giacovazzo en la investigación del asesinato de Angelo Pardo?

El jefe de la móvil había tenido la amabilidad de no desmentir que le habían confiado la investigación, y de ese modo le había ahorrado a Montalbano la molestia del acoso de los periodistas. Pero, aun así, al comisario le dolió decirle una trola a su amigo.

– Ninguna mano, tú ya sabes cómo es Giacovazzo. ¿Por qué lo preguntas?

– Porque a Giacovazzo no hay manera de arrancarle una palabra ni siquiera con tenazas.

Claro, el jefe de la Brigada Móvil no hablaba con los periodistas porque no tenía nada de que hablar.

– Sin embargo -añadió Zito-, creo que, teniendo en cuenta lo que ahora está ocurriendo, alguna idea tendrá.

– ¿Qué está ocurriendo?

– Pero ¿es que no lees los periódicos?

– No siempre.

– Una investigación en toda Italia ha puesto bajo sospecha a más de cuatro mil profesionales, entre médicos y farmacéuticos.

– Sí, pero ¿eso qué tiene que ver?

– ¡Piensa un poco, Salvo! ¿Cuál era el oficio del ex médico Angelo Pardo?

– Era informador médico-científico.

– Precisamente. Y se acusa a los médicos y farmacéuticos de compadreo.

– ¿Y eso qué significa?

– Significa que se han dejado corromper por algunos informadores médico-científicos. A cambio de dinero u otros regalos, esos médicos y farmacéuticos elegían y recetaban los medicamentos que les indicaban los informadores. Y cuando tal cosa ocurría, eran generosamente recompensados. ¿Tienes claro el mecanismo?

– Sí. Los informadores no se limitaban a informar.

– Exacto. Claro que no todos los médicos son corruptos y no todos los informadores son corruptores, pero se ha descubierto que el fenómeno está muy extendido. Y como es natural, están implicadas poderosas industrias farmacéuticas.

– ¿Y tú crees que Pardo puede haber sido asesinado por eso?

– Salvo, ¿te das cuenta de los intereses que hay detrás de un asunto como éste? De todos modos, yo no creo nada. Digo simplemente que es un aspecto que merece la pena profundizar.

Bien mirado, pensó el comisario mientras regresaba a Vigàta circulando a diez kilómetros por hora, el desplazamiento a Montelusa no había sido inútil, pues la sugerencia de Nicolò era un camino en el que no había pensado en absoluto y que, sin embargo, convenía tomar en consideración. Pero ¿cómo actuar? No iba a abrir la agenda más grande de Angelo, aquella en que figuraban el nombre, la dirección y el teléfono de médicos y farmacéuticos, levantar el auricular y ponerse a preguntar: «Disculpe, ¿usted no se habrá dejado corromper por casualidad por el informador-médico Angelo Pardo?»

Semejante proceder no le habría permitido llegar a ningún resultado. Quizá debiera pedir que le echara una mano alguien con experiencia en esa clase de investigaciones.

Nada más llegar al despacho, llamó a la comandancia de la Policía Judicial.

– Soy el comisario Montalbano. Quisiera hablar con el capitán Aliotta.

– Le paso enseguida al mayor.

Se ve que lo habían ascendido.

– ¡Querido Montalbano!

– Enhorabuena, no me había enterado del ascenso.

– Gracias. Ya hace un año.

Reproche implícito: hace un año que no das señales de vida.

– Quería saber si el comandante en jefe Laganà está todavía en activo.

– Por poco tiempo.

– Puesto que algunas veces me ha prestado una considerable ayuda, quería preguntarle si podía, con tu permiso, naturalmente…

– Pues claro. Te lo paso, estará encantado.

– ¿Laganà? ¿Todo bien? ¿Dispondría de una media horita para mí? ¿Sí? No sabe cuánto se lo agradezco. No, no; puedo ir a verlo a Montelusa. ¿Mañana sobre las dieciocho treinta le iría bien?

En cuanto colgó, entró Mimì Augello con expresión sombría.

– ¿Qué te pasa?

– Me ha llamado Beba y dice que cree que Salvuccio está un poco alterado.

– ¿Sabes una cosa, Mimì? Los que estáis alterados sois tú y Beba, y de tanto alteraros, a ese chiquillo vais a volverlo loco. Para su cumpleaños, le regalo una camisa de fuerza chiquitita a medida para que se vaya acostumbrando desde pequeño.

A Mimì no le hizo gracia la ocurrencia, y su rostro, de sombrío que estaba, se puso decididamente negro.

– Vamos a cambiar de tema, ¿te parece? ¿Qué quería el jefe?

– No nos hemos visto; tuvo que irse a Palermo.

– Explícame la historia de por qué la venida de Liguori te huele a chamusquina y no te convence.

– Explicar una sensación resulta muy difícil.

– Inténtalo.

– Mimì, Liguori se presenta aquí a toda prisa a raíz de la muerte del senador Nicotra por droga en Vigàta, aunque eso no hay que decirlo. Creo que tú también lo has pensado. Antes que Nicotra habían muerto otros dos, pero ellos se presentan a toda prisa sólo después de la muerte del senador. La pregunta es: ¿con qué propósito?

– No te he entendido -repuso Augello perplejo.

– Lo diré más claro. Esos quieren averiguar quién vendió al senador la sustancia, digamos adulterada, para evitar que otros del mismo nivel que el senador, gente importante como él, acaben de la misma manera. Es evidente que los están presionando.

– ¿Y no crees que hacen bien?

– Hacen muy bien. Sólo que hay un problema.

– ¿Cuál?

– Que oficialmente Nicotra falleció por causas naturales. Por consiguiente, el que le vendió la droga no es responsable de su muerte. Si, en cambio, nosotros lo detenemos, se descubrirá que vendía droga no sólo al senador, sino también a otros amiguitos suyos, políticos, empresarios, gente de las altas esferas. Un escándalo. Un follón de órdago.

– ¿Y entonces?

– Entonces, cuando lo detengamos y se descubra todo el pastel, nosotros también nos veremos metidos en el jaleo. Nosotros que lo hemos detenido, no Liguori y compañía. Uno nos dirá que podríamos haber actuado con más prudencia, otro nos acusará de ser como los jueces de Milán, todos comunistas que querían destruir el sistema… Resumiendo, el jefe superior y Liguori se protegerán las espaldas y a nosotros nos harán un culo tan grande como el túnel del Simplón.

– Pues entonces, ¿qué tenemos que hacer?

– ¿Tenemos? Mimì, Liguori ha hablado contigo, que eres el astro ascendente de la comisaría. Yo no pinto nada.

– Muy bien pues. ¿Qué tengo que hacer?

– Atente a la mejor tradición.

– ¿O sea?

– Tiroteo. Vosotros estabais procediendo a la detención, el otro ha abierto fuego, vosotros habéis reaccionado y os habéis visto obligados a matarlo.

– ¡Anda ya!

– ¿Por qué?

– En primer lugar, porque esa manera de actuar no es propia de mí, y en segundo, jamás se ha visto que un camello, aunque sea de los gordos, intente impedir que lo detengan poniéndose a disparar.

– Tienes razón. Pues entonces, siguiendo también la tradición, tú lo detienes, pero no lo llevas enseguida ante el juez. Haces saber discretamente a todo el mundo que vas a tenerlo aquí dos o tres días. A la mañana del tercer día, lo mandas trasladar a la cárcel. Entretanto, los otros han tenido todo el tiempo del mundo para organizarse, y lo único que tú habrás de hacer es sentarte a esperar.

– Pero ¿a esperar qué?

– Que le lleven el café a la cárcel. Un café del bueno. Como el de Gaspare Pisciotta o el de Michele Sindona. Y de esta manera, es evidente que el detenido ya no podrá revelar la lista de sus clientes. Y todos fueron felices y comieron perdices. Y colorín colorado este cuento se ha acabado.

Mimì, que hasta ese momento había permanecido de pie, se sentó de golpe.

– Oye, vamos a hablar un poco.

– Ahora no. Piénsalo esta noche. Total, Salvuccio no te dejará dormir. Volveremos a hablar mañana cuando tengamos la cabeza más despejada. Es mejor. Y ahora vete, que he de hacer una llamada.

Augello se retiró perplejo y aturdido.

– ¿Michela? Soy Montalbano. ¿La molesto si paso por su casa cinco minutos? No, ninguna novedad. Sólo para… De acuerdo, dentro de un cuarto de hora estoy ahí.

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